¿Un desarrollista detrás de los uniformes? La política económica de Martínez de Hoz
Martínez de Hoz vino a cumplir con los reclamos del conjunto de la burguesía. En primer lugar, el disciplinamiento de los trabajadores, que permitió descargar sobre sus espaldas el grueso del ajuste. Así, la burguesía conseguía redoblar la explotación y elevar la productividad del trabajo.
Gonzalo Sanz Cerbino
Grupo de Investigación de los ’70-CECIS
Mauricio Macri se empeña en filiarse con el desarrollismo, pero el progresismo (y hasta la izquierda) insisten en tildarlo de “(neo)liberal”. Hay elementos para avalar cualquiera de las dos hipótesis: al tiempo que Macri avanza con un recorte de los gastos estatales, refuerza ciertos mecanismos de protección que favorecen a la burguesía industrial más concentrada. Una polémica similar se desató hace algunos años, cuando los destinos económicos del país estaban en manos de Martínez de Hoz. Aunque ha pasado a la historia como el arquetipo del economista liberal, en su época fue cuestionado por sus pares. Uno de sus principales críticos, Álvaro Alsogaray, señalaba en 1978 que Martínez de Hoz “muy poco […] ha hecho para desmantelar” la intervención del Estado, que “mantiene numerosos monopolios y oligopolios estatales, paraestatales y aún privados, que impiden el funcionamiento de un verdadero mercado.” A su vez, señalaba que había fracasado la “estrategia gradualista” para enfrentar la inflación y que el ministro cedía a las presiones “estatistas” y “desarrollistas”.1 ¿Qué hay de cierto en todo esto y qué nos dice sobre nuestro presente? Veamos.
La burguesía golpista
Para entender el Plan Martínez de Hoz hay que comenzar por ver quién lo llevó al poder. A diferencia de lo que se cree, el golpe no fue impulsado solo por la “oligarquía” y los “monopolios”. La alianza social que impulsó el golpe fue mucho más amplia. Reunía a la burguesía agropecuaria de mayor tamaño, pero también a la burguesía rural más débil (Federación Agraria). La burguesía industrial más concentrada, reunida en el Consejo Empresario Argentino (CEA), participó activamente de la conspiración. Sin embargo, a ella se sumaron también los industriales de menor tamaño. A medida que la crisis económica se profundizaba, distintas corporaciones regionales comenzaron a cuestionar a la dirección reformista de la CGE, e incluso llegaron a desafiliarse. Uno de los principales reclamos era la debilidad del gobierno frente a la “guerrilla fabril”, que impedía que los industriales descarguen el ajuste sobre los explotados. El descontento de la burguesía industrial más débil hacia la dirección reformista fue canalizado por los desarrollistas nucleados en el MID, liderados por el ex presidente Arturo Frondizi y su escudero Rogelio Frigerio.
Estos tres sectores dieron vida, a mediados de 1975, a la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), la entidad que encabezó el accionar golpista. Los mismos que, el 16 de febrero de 1976, convocaron al lock out que selló la suerte de Isabel. Estas fracciones de la clase dominante tenían intereses comunes en la coyuntura: ordenar la economía desmantelando el armado bonapartista y disciplinar a la clase obrera para imponer sobre sus hombros el ajuste. Sin embargo, no podían coincidir en cuestiones de fondo. La burguesía rural, grande y chica, pretendía resolver la crisis eliminando todo tipo de transferencia del agro a la industria, lo que implicaba no solo ajustar salarios y reducir los gastos del Estado, sino también eliminar los mecanismos de protección que beneficiaban a los industriales chicos tanto como a los grandes. Los pequeños industriales pretendían que, una vez “restablecido el orden”, se reconstruyeran los mecanismos de protección generalizada que garantizaban su supervivencia. La burguesía industrial más concentrada, reunida en el CEA, optaba por un camino intermedio. Consciente de que el proteccionismo generalizado había alcanzado un límite, coincidía con el agro en que era necesario un ajuste: había que reducir salarios, aumentar la productividad, pero también reducir los gastos del Estado. Ahora, en tanto dependía de la protección estatal tanto como los industriales más débiles, se diferenciaban del agro en cuánto a la magnitud que debía tener el ajuste. Para la burguesía industrial más concentrada, solo se debía quitar la protección a los capitales chicos, dejando incólumes los mecanismos que garantizaban su propia supervivencia.2
Las contradicciones en la alianza golpista comenzaron a resolverse desde el mismo día del golpe. En el reparto de cargos, la burguesía agropecuaria y los industriales de menor tamaño se llevaron la peor parte. Los ruralistas fueron relegados a puestos menores, a los que terminaron renunciando a medida que el plan se mostraba contrario a sus intereses. Los gastos estatales y los mecanismos proteccionistas no disminuyeron en la magnitud esperada, y por eso las transferencias de renta hacia los industriales no cejaron. Como siempre, el Plan Martínez de Hoz se financió, en buena medida, con renta extraída a la burguesía agropecuaria. Los caudillos de la burguesía industrial de menor tamaño no tuvieron mejor suerte. Poco pudieron hacer para impedir que la recesión y la reducción de la protección horadaran las posiciones de la industria más débil, que terminó en la quiebra. La burguesía industrial de mayor tamaño, por el contrario, ocupó cargos clave a lo largo de toda la estructura de gobierno. Comenzando por el estratégico ministerio de Economía, que quedó a cargo de quién hasta 1975 presidió el CEA: José Alfredo Martínez de Hoz.
El Plan Martínez de Hoz
Martínez de Hoz vino a cumplir con los reclamos del conjunto de la burguesía. En primer lugar, el disciplinamiento de los trabajadores, que permitió descargar sobre sus espaldas el grueso del ajuste. Desarticulada la organización obrera, Martínez de Hoz logró reducir significativamente los salarios reales, mediante la devaluación y el congelamiento salarial en un contexto inflacionario. Así, la burguesía conseguía redoblar la explotación y elevar la productividad del trabajo. El ministro, a su vez, avanzó en el reordenamiento de la economía, consiguiendo nuevas fuentes de financiamiento, como el crédito externo, que permitieron aliviar momentáneamente la presión sobre el agro. Martínez de Hoz también prometió la reducción de los gastos del Estado. Se hicieron esfuerzos significativos en ese sentido, aunque no de la magnitud esperada por algunos sectores de la burguesía. Desde 1976 se inició una reestructuración administrativa, pero no hubo despidos masivos en la esfera estatal. Tampoco cayó tanto el empleo a nivel general: el gasto público terminó elevándose por lo destinado a obras de infraestructura, que actuaban de forma contracíclica, permitiendo mantener el empleo y la actividad económica.
El ministro tampoco abandonó por completo los mecanismos proteccionistas, e incluso llegó a defender abiertamente la intervención del Estado, aunque lejos estaba de propiciar un proteccionismo generalizado. Durante su gestión, se tomaron medidas que dejaban a buena parte del entramado industrial desprotegido. La liberación de las tasas de interés, por ejemplo, que eliminaba uno de los mecanismos privilegiados de subsidio estatal, los créditos a tasas negativas. Los industriales también se vieron afectados por el atraso cambiario, que sumado a la reducción de aranceles, restaba protección efectiva contra la importación. Sin embargo, no todas las capas de la burguesía manufacturera se vieron igualmente afectadas por estas medidas. Así como el atraso cambiario reducía la protección, era útil para la capitalización adquiriendo equipos o insumos baratos. Sobre todo para aquellos que tuvieran la espalda suficiente para soportar los tiempos duros, o que por su escala, pudieran acceder al crédito internacional. La reducción de aranceles tampoco afectó a todos por igual. La protección en la Argentina, hacia fines de 1977, seguía estando entre las más altas del mundo. Es que la “apertura” solo fue significativa en algunos rubros. Mientras que la reducción de aranceles osciló entre un 20 y un 100% para productos terminados, fue de entre un 0 y un 20% para insumos intermedios. Mientras en autopartes los aranceles se redujeron un 71%, o en textiles, entre 100 y 180%, no se redujo nada la protección para hierro o acero en láminas.3
Esta política económica afectó especialmente a los pequeños y medianos industriales, que paulatinamente fueron desplazados del mercado. Miles de establecimientos fueron a la quiebra y se relocalizaron ramas enteras de la producción. La industria se concentró y se centralizó. Los grandes industriales pudieron ganar mayores cuotas de mercado desplazando a los chicos, pudieron capitalizarse y elevar su productividad. Muy lejos del panorama que pintan aquellos que hablan de “desindustrialización”. El plan Martínez de Hoz, a largo plazo, perjudicaba tanto a las capas más débiles de la industria como al conjunto de la burguesía agropecuaria. ¿Quiénes ganaron? Las capas más concentradas de la burguesía industrial, aquellas organizadas en el CEA, que vieron cómo se redoblaban los mecanismos que la protegían de la competencia mientras el resto se fundía. El aumento de la inversión pública en obras de infraestructura (rutas, autopistas, estadios) beneficiaba a las grandes constructoras y a sus proveedores (cemento, acero). Los aranceles se reducían para todos, menos para los productores de insumos básicos (celulosa, acero, petróleo, químicos). Lo mismo sucedía con la promoción industrial o los emprendimientos mixtos, que se mantuvieron para los “sectores estratégicos” como siderurgia, cemento, petroquímica, papel, alimentos y bebidas.4 Todos estos “privilegiados” se encontraban ligados al CEA. Así se explica por qué el gasto no disminuía tanto como algunos pretendían, y por qué la economía argentina no pudo trascender su base agraria.
Recuerdos del futuro
¿Qué nos dice todo esto sobre nuestro presente? Martínez de Hoz, como Macri, heredó una economía inviable: la renta de la tierra no alcanzaba para seguir sosteniendo la protección a la industria. La experiencia del tercer peronismo, sostenido sobre la base de un aumento significativo pero coyuntural de los precios agrarios, había llegado a un límite y hacía falta un ajuste. Pero la fracción hegemónica de la burguesía no podía llevar el ajuste a su límite último. Podía avanzar en el recorte de los ingresos de la clase obrera, y de los industriales más débiles, pero no podía horadar las bases de su propia acumulación. Como todos los industriales en la Argentina, dependían de una protección que, una vez agotada la deuda, solo podía financiarse con renta agraria. Eso significaba que, a la larga, la crisis volvería a aparecer. Y así sucedió, en 1981, en 1989, en 2001… Los salarios durante la dictadura alcanzaron un piso histórico que nunca superaron. La desocupación terminó escalando por las nubes. Y así y todo acá estamos, otra vez enfrentando los mismos problemas. Los límites del programa macrista son los límites del capitalismo argentino. Un programa condenado al fracaso.
Notas
1Canelo, Paula: “La política contra la economía: los elencos militares frente al plan económico de Martínez de Hoz durante el Proceso de Reorganziación Nacional” y Heredia, Mariana: “El proceso como bisagra. Emergencia y consolidación del liberalismo tecnocrático: FIEL, FM y CEMA”, en Pucciarelli, Alfredo (Comp.): Empresarios, tecnócratas y militares, Siglo XXI, 2004.
2Sanz Cerbino, Gonzalo: “La lógica del enemigo”, en Razón y Revolución, nº 29, Buenos Aires, 2016.
3Spagnolo, Alberto y Oscar Cismondi: “Argentina: el proyecto económico y su carácter de clase”, en AAVV: La década trágica. Ocho ensayos sobre la crisis argentina, 1973-1983, Editorial Tierra del Fuego, Buenos Aires, 1984.
4Castellani, Ana: Estado, empresas y empresarios, Buenos Aires, Prometeo, 2009.