Hace ya varios años que Brasil viene siendo noticia en los diarios de todo el mundo. A mediados de 2013, cientos de miles marcharon contra el aumento de las tarifas del transporte público. Seguramente recordará que la previa al Mundial del 2014, se caracterizó por las movilizaciones que denunciaban los millones de dólares que se gastaron en ese circo, mientras la clase obrera no recibía más que miseria y hambre. Esta situación dio un salto en 2016, cuando finalmente tuvo que dejar el gobierno la presidenta, Dilma. Repasemos brevemente los hechos.
A mediados de 2015 estallaron los escándalos de corrupción. El más famoso de todos, fue el llamado “Petrolao”. Al destaparse la olla, lo que se conoció fue que la empresa estatal Petrobrás, entre 2004 y 2012 había desviado casi 4 mil millones de dólares. Esta plata fue a parar a manos de políticos. Por un lado, por sobornos para que garantizaran nuevos negocios. Por el otro, para financiar sus campañas políticas.
Dilma estaba en el ojo de la tormenta. Pero también lo estaban el presidente del Senado, el del Congreso, ministros y exministros, y representantes de los partidos de la burguesía. El escándalo los salpicaba a todos.
En paralelo, la por entonces presidenta avanzaba con un violento ajuste. Recortó las bonificaciones salariales, los seguros de desempleo, las pensiones por fallecimiento y las pensiones por enfermedad. También atacó los planes sociales, imponiendo aumentos que quedaban muy por debajo de la inflación. Además, fue ajustando el presupuesto nacional, reduciendo el gasto público a pasos agigantados. Es decir, menos plata para educación, salud, vivienda, etc.
No sorprende entonces que por aquellos años la clase obrera protagonizara más de 3 mil movilizaciones. Nuestros compañeros brasileros se cansaron de ser gobernados por una runfla de corruptos y ajustadores. Se roban y despilfarran nuestra plata, y además nos condenan a la miseria.
En el contexto de esta crisis económica y política, la Cámara de Diputados inició el juicio político a Dilma, y el Senado la destituyó finalmente de su cargo. Todo este proceso de años, puso sobre la mesa el agotamiento del ciclo del Partido de los Trabajadores. El partido de Lula y Dilma llegó al poder con un programa reformista, planteando que con algunos ajustes aquí o allá, todos íbamos a quedar contentos. ¿A dónde condujo eso? A lo que ya dijimos: al ajuste y a la corrupción, al robo abierto de los trabajadores. ¿Todavía nos quieren convencer de que aquí hay algo “reformable”?
Bien, después asumió el vicepresidente de Dilma, Temer. ¿Cambio algo? Seguro que ya intuye la respuesta. Veamos.
Temer hereda la necesidad de ajustar en un momento de crisis económica. Por eso, está intentado subir la edad jubilatoria y exigir un número mayor de años de aporte. Además, avanza en la tercerización y precarización de los trabajadores, con un proyecto de ley que habilita a las empresas a tercerizar todas las tareas de sus fábricas. Usted ya lo sabe, eso quiere decir peores salarios y ninguna carga social. Además, extiende los períodos de contrato a prueba de 3 a 6 meses. Esos períodos que los patrones aprovechan para hacernos laburar sin chistar, no sea cosa que no pasemos la prueba…
Así como hereda la necesidad de ajustar, Temer también hereda casos de corrupción. En primer lugar, está manchado por los mismos escándalos que Dilma. Recordemos que iban juntos en la fórmula electoral y justamente se los acusa de recibir fondos desviados de Petrobras. Temer no era del mismo partido, pero sí de la alianza. Ahora intenta despegarse, diciendo que su partido no sabía nada.
En segundo lugar, su propio gabinete de ministros se encuentra afectado por un escándalo que seguramente le suena familiar: la Lista Janot. Es decir, 83 políticos están acusados de recibir sobornos por parte de Odebrecht, una empresa de ingeniería y construcción, para obtener contratos con Petrobras. Otra vez, están afectados representantes de todos los partidos, diputados y senadores.
Temer está hoy al borde la cornisa. Lo empuja hacia allí la clase obrera, que sale a la calle a protestar y ya protagonizó una huelga general. Y también la propia burguesía. Como el presidente no puede hacer pasar el ajuste, debe buscarse un recambio. Para bajarlo, salen a la luz todos los escándalos de corrupción. Pero justamente, es un arma de doble filo, porque todos están manchados.
No es difícil darse cuenta que Brasil se encuentra en una crisis profunda. Los políticos de la burguesía perdieron toda su legitimidad. La clase obrera está cansada de la fiesta que se paga de sus bolsillos. Todos los negociados y chanchullos que hacen los empresarios en el Estado y fuera de él, se paga con el sudor de los trabajadores. Y encima de todo eso, se le recortan los salarios, se reducen planes y jubilaciones, se pretende que trabajen más años (aumento de la edad jubilatoria) y en peores condiciones (avance de la tercerización).
A nadie se le escapa ya que no hay diferencias entre Lula, Dilma, Temer, Cunha ni cualquier político. Todos representan los intereses de una clase, la burguesía, que muestra abiertamente su inutilidad. Los compañeros brasileros tienen una oportunidad histórica en sus manos. Similar a la que tuvimos nosotros en el 2001. Es momento de decir basta. Esa gente que ya no puede definir más nuestro destino. Hay que tomar el problema en nuestras manos. Hay que poner en pie una Asamblea Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados, donde la clase obrera vote un plan de lucha y un programa. Para echarlos a todos y quedarnos nosotros. Para que gobiernen los trabajadores. Para que haya un gobierno socialista.