El incendio en Kiss, otro crimen del capitalismo
Por: Gonzalo Sanz Cerbino*
Más allá de las responsabilidades individuales, existe una lógica del sistema que causa periódicamente “catástrofes” como estas.
Lamentablemente, a los argentinos poco nos sorprende lo sucedido en la discoteca Kiss de Brasil, en donde más de 230 personas murieron a causa de un incendio. Tenemos una larga experiencia en «tragedias» y «catástrofes»: algunas pasmosamente idénticas a esta, como Kheybis y Cromañón. Otras bastante parecidas, como LAPA o el tren de la estación Once. Como dijimos en Culpable, nuestro libro sobre el incendio en Cromañón, era sólo cuestión de tiempo para que este tipo de hechos volviera a repetirse, aquí o en cualquier lugar del mundo. Es que, más allá de las responsabilidades individuales, existe una lógica del sistema que causa periódicamente «catástrofes» como estas. Como en Cromañón y Kheybis, la disco Kiss también tenía materiales inflamables que propagaron rápidamente el incendio y generaron el humo tóxico que causó la mayoría de las muertes. Otra coincidencia nefasta fueron las salidas de emergencia insuficientes, que dificultaron la evacuación: en Kiss la única salida era la puerta de entrada, obstruida por vallas y cerrada para evitar el ingreso de público sin pagar. En Kheybis sucedió lo mismo: la salida de emergencia estaba cerrada con candado y la entrada, obstruida por las motocicletas que se estacionaban frente a la puerta. En Cromañón, la principal salida de emergencia también estaba clausurada, para evitar que se filtraran ruidos molestos al hotel lindero. Su gerenciador, Omar Chabán, en lugar de contratar especialistas para aislar acústicamente el local, realizó el trabajo por su cuenta, con materiales inflamables que resultaron obviamente más baratos (pero mucho más peligrosos), y de manera tan deficiente que se vio obligado a cerrar la salida de emergencia. Cromañón y Kiss, además, tenían la habilitación vencida. No fue el caso de Kheybis, aunque dadas las condiciones de seguridad, el local debió haber sido clausurado en una de las habituales visitas que recibía de los inspectores municipales.
En los tres casos, la cantidad de público sobrepasó ampliamente la capacidad del local. Es una «trampa» habitual en los boliches bailables o donde se realizan recitales: una forma de ampliar sustancialmente las ganancias para sus dueños, y el principal problema a la hora de evacuar el lugar. Cuando se produce un siniestro, aunque los medios de salida funcionen adecuadamente, son inevitables las aglomeraciones de público que terminan produciendo víctimas fatales. Sin embargo, los gobiernos nunca disponen controles y sanciones adecuadas para evitar algo que es moneda corriente en el negocio. Cuando por casualidad una inspección detecta la falta, las clausuras pueden levantarse al poco tiempo pagando multas muy inferiores a lo que se gana evadiendo la ley. Por eso el flagelo nunca termina de erradicarse.
Un párrafo aparte merece el rescate de las víctimas: quienes vieron en televisión las imágenes de lo sucedido en Brasil seguramente habrán sentido que estaban ante un dejà vu. La calle era un caos y la asistencia pública estaba claramente desbordada, como hace poco más de ocho años sucedió en los alrededores de la Plaza Once. Nuevamente vimos a particulares y sobrevivientes actuando como rescatistas, heridos trasladados en autos particulares o vehículos policiales, sin ningún tipo de asistencia médica. La preparación de nuestras ciudades y los recursos para afrontar este tipo de contingencias siguen siendo absolutamente deficientes. ¿Quién podría asegurar cuántas vidas se hubieran salvado, en Cromañón o en Kiss, si las ambulancias hubieran dado abasto o si hubiera habido médicos en el lugar para asistir a todas las víctimas?
A pesar de todo esto, muchos se detienen en quienes accionaron la pirotecnia que inició el foco de incendio. Buscan, como en Cromañón, un chivo expiatorio en la irresponsabilidad individual de algunos, cuando la breve enumeración que hemos hecho hasta aquí demuestra que hace falta mucho más que una bengala para causar 200 muertes. Claramente, ese no es el eje del problema. Porque el incendio podría haberse iniciado de cualquier otra manera, y hubiera pasado lo mismo. En Kheybis, fue la combustión de un sillón la que inició un siniestro que terminó igual que Cromañón o Kiss. Y nadie se detiene a pensar que, con bengala, pero sin materiales inflamables, respetando la capacidad permitida y con los medios de salida adecuados, el local podría haberse evacuado sin víctimas. El problema es, como en Cromañón, que los empresarios no invierten en mejorar la seguridad de los locales, porque de esa forma incrementan su ganancia. El problema es, como en Cromañón, que el Estado que debería controlar las condiciones en que funciona el negocio de la noche, deja hacer. Es el sistema capitalista, en donde las ganancias de la burguesía son más importantes que la seguridad de usuarios y trabajadores; y donde el Estado no vela por la vida de todos nosotros, sino por la rentabilidad empresaria, el verdadero problema. Por eso no es una tragedia, es un crimen social. Un crimen producido por la lógica del sistema, que encarna en responsables con nombre y apellido a los que hay que denunciar: el gobierno local y los dueños del boliche. Pero también hay que denunciar al resto de la burguesía y de los gobernantes, porque no es Kiss el único local comercial que funciona en pésimas condiciones de seguridad. Por eso, además del juicio a los responsables directos, se necesita un amplio operativo, con control popular, para detectar y clausurar cada negocio en que no esté garantizada la seguridad de las personas. Cada boliche, cada fábrica, cada shopping que por ahorrar unos pesos ponga en riesgo nuestras vidas. Es imperioso poner un límite a la voracidad del capital. Y no dejar de tener presente que es este sistema el que causa las muertes, y que estos crímenes se seguirán repitiendo mientras siga operando la lógica capitalista. –
(*) Doctor en Historia, docente de la UBA e investigador del CONICET, autor de Culpable. República Cromañón, 30 de diciembre de 2004.