La Revolución de Mayo no vino desde afuera.
Fabián Harari*
La historia que leemos en los fascículos de Clarín o que vemos en Encuentro nos insiste con que la revolución sucedió por cuestiones ajenas: las Invasiones Inglesas (1806-1807), la invasión de Napoleón a España (1808) y la caída de la Junta Central (1810). Es decir, los problemas vienen de afuera, aquí todo funciona bien y nadie piensa en cambiar nada. Y, ante el vacío de poder, todo se hace ordenada y legalmente. El problema con esta historia no es que esté hecha a la medida de la clase dominante, sino que es incorrecta, no se ajusta a los hechos.
En Buenos Aires, en 1806, pasada la primera invasión se produjo un armamento popular que dio origen a un proceso revolucionario. Luego de su primera derrota, en agosto de 1806, Popham comenta sobre la Capital: “Han armado, sin discriminar, a los habitantes para vencer a los ingleses y ahora la plebe ha rehusado la entrada al virrey a la ciudad y, aunque éste ha juntado un número considerable de gente adicta, están decididos a oponerse al restablecimiento del gobierno español.” Pasado el primer peligro, las autoridades convocaron a un Cabildo Abierto para restablecer el orden. Estaban invitados sólo 98 vecinos, 46 de ellos, “comerciantes y propietarios”. Debía devolverse la autoridad a Sobremonte (el virrey que había huido). Sin embargo, una multitud se agolpó en las puertas y exigió que el mando recayese sobre Liniers. Un cronista nos relata la existencia de “cuatro mil espectadores” que “sin embarazarse ni con los respetos, ni con las formas, se agolparon a las puertas de la sala del Congreso y pidieron de una manera clamorosa que antes de disolverse se determinase en quién quedaba depositada la autoridad militar”. Según el testimonio de otro testigo: “El populacho, cuando el Sr. Regenti (sic) Obispo y otros magistrados se presentaron al Cabildo (digo, en su balcón) a preguntar al pueblo si eran gustosos que fuesen gobernados por Sobremonte y viniera a esta ciudad, todos respondieron que ‘No, no, no, no lo queremos. Muera ese traidor’, respondió el pueblo que antes permitirían se le cortaran a todos la cabeza. ‘Viva, viva, viva a nuestro General Liniers.’ Tiraron todos el sombrero a el (sic) aire. Parecía el Día del Juicio, de la gritería.”
Liniers fue designado al frente de los ejércitos. Según el derecho colonial, sólo el virrey podía nombrar las autoridades militares. Pero, ante el pueblo armado en la calle, el Cabildo no tuvo otra opción que ceder, reconociendo la infracción. Ya no eran los despachos virreinales, ni siquiera los de la Audiencia o del Cabildo, los encargados de decidir, sino los deseos del pueblo.
Ese mismo día, se decidió armar a toda la población. Pero no en un ejército centralizado y disciplinado de arriba para abajo, sino en milicias por lugar de origen, donde la tropa elegía a sus oficiales y los voluntarios se llevaban el arma a su casa. Los cuarteles se convirtieron en centros de ebullición política.
El proceso no termina allí. La toma de Montevideo, el 2 de febrero de 1807, sacudió nuevamente a la población de Buenos Aires. El 6 de febrero, una movilización se dirigió al Cabildo para pedir la destitución definitiva de Sobremonte y su encarcelamiento. Un testigo de la época comentaba azorado:
“En este día demostró esta capital darse quejosa sobre los hechos de Su Excelencia y Real Audiencia. Pidió el pueblo Cabildo Abierto. Concurrió gritando. ‘La autoridad quitada a Su Excelencia’ y ‘Fuera la Real Audiencia’. Omito los desetinos [sic] que en este día pedían.”
El Cabildo intentó diluir la manifestación, pidiendo a los milicianos que llevaran sus reclamos a sus comandantes. Pero la multitud subió la apuesta, se trepó hasta la torre y comenzó a tocar la campana llamando a toda la población. Alarmados y sin saber qué hacer, las autoridades fueron a buscar a Liniers. Pero Liniers tampoco pudo convencer a la muchedumbre. Por lo tanto, allí mismo se tuvo que decretar la prisión de la máxima autoridad española. No conformes, durante varios días, la ciudad amaneció con pasquines pidiendo la cabeza de los cuatro oidores (jueces de la Audiencia) y de Sobremonte.
Todo ello sucedió antes que Napoleón pusiera un pie en España. Todavía en la península gobernaba Carlos IV y toda su corte. A esta altura vale preguntarse, ¿por qué, si la crisis viene de afuera, todo no volvió a la normalidad pasadas las invasiones? ¿Por qué una multitud destituyó un virrey sin mirar las formas? ¿De dónde salen esos “desestabilizadores”?
Que aquí se buscaba una revolución lo sabían muy bien los defensores del orden. El 1 de enero de 1809, buscaron dar un golpe con ayuda de la Junta Central, pero fueron derrotados por las fuerzas al mando de Saavedra. Los criollos realizaron una dura represión a los comerciantes peninsulares, llegando a requisar sus casas. El Cabildo fue saqueado y todo su dinero se usó para pagar a los soldados. Eso, mientras en España gobernaba una autoridad constituida y reconocida.
Los hechos muestran que había una serie de antagonismos propios, que no vienen “de afuera”. ¿Cuáles eran? En primer lugar, la relación colonial: entre un cuarto y un tercio de lo que aquí se producía se lo apropiaba la corona sin ninguna retribución. Eso no ponía muy contenta a la burguesía agraria (los hacendados) que querían quedarse con toda su ganancia. En segundo lugar, la explotación: toda aquella riqueza producida por peones, jornaleros, agregados y esclavos era apropiada por una minoría. Cuando la coyuntura lo habilitó, estas contradicciones estallaron. Aquellos que se sentían perjudicados, intervinieron en su destino. Para ello, no vacilaron en quebrar la ley y el orden establecido. Deberíamos ser más contemplativos cuando vemos una protesta que no se ajusta a los estrechos marcos legales. No son cuerpos extraños y hasta puede ser que allí se esté labrando, trabajosamente, el futuro.
*Historiador y miembro de la Organización Cultural Razón y Revolución.