Por Fabián Harari, Grupo de Investigación de la Revolución de Mayo en el Centro de Estudios e investigaciones en Ciencias Sociales-RyR
Nuestra burguesía demuestra que su bancarrota es total. No sólo se ha retirado de la producción, ha devaluado el salario, la moneda, no ha podido darle lustre a sus escandalosas elecciones ni a sus instituciones: también se dedica a destruir el conocimiento histórico.
El 25 de mayo se celebra y reivindica nuestra forma de sociedad (capitalista) y nuestro Estado (burgués). Pero también se recuerda que tuvieron un origen, es decir, que no es un régimen natural sino histórico. Aún más: se evoca el cambio, lo nuevo que reemplaza lo viejo y la capacidad humana de ser artífice activo de esa transformación. La Revolución de Mayo se presenta, para quienes nos dominan, como un arma de doble filo difícil de conjurar. Los historiadores contemporáneos se han declarado impotentes y han pateado el tablero, como Carlos Saúl. Hace casi veinte años que en la Universidad nadie abre la boca para hablar del tema.
Durante años el sistema escolar se encargó de explicarnos que la patria había sido el resultado de la acción meditada de nobles hombres sin más anhelo que la libertad, la igualdad y el progreso de todos nosotros. Nos dijeron que eran nuestros padres y entonces debíamos respetar y salvaguardar lo que ellos construyeron (el capitalismo en Argentina) sin protestar y, como buenos hermanos, no pelearnos entre nosotros.
Hace casi un año -para esta misma fecha- el Profesor Luis Alberto Romero, el historiador más reconocido del país, escribió una columna en Clarín explicando que se había creído lo que no es, que el relato escolar de los grandes héroes es un mito y que los “historiadores profesionales, los historiadores serios” tienen algo que decir al respecto. Y, ante tamaña amenaza, uno no podía más que abrir bien los ojos.
El Ilustre señala en primer lugar que no hubo enfrentamientos que expresaran un conflicto que venía madurando sino que se respondió ante la crisis en España. La historia, entonces, no se mueve por el conflicto. En segundo lugar indica que no hubo un cambio consciente, ni organizado ni colectivo sino que “un grupo de vecinos se hizo cargo del gobierno sin saber para quién ni contra quién”. Sí señor, aquí no ha pasado nada. En tercer lugar -y presten atención- nuestro (¿nuestro?) Estado se construyó a partir del “acuerdo mínimo” de las provincias y a través del “laborioso logro de muchas generaciones de compatriotas”, “hombres como nosotros” que obraron “casi a ciegas y tanteando”. Aquí tampoco hay conflicto y estancieros, banqueros, militares, genocidas y toda esa caterva de miserables son llamados “compatriotas” y “hombres como nosotros”: ¡Gloria y Loor!
Toda esta historieta no resiste el análisis científico. En primer lugar los enfrentamientos sociales en el Río de la Plata comienzan en 1806 con la formación de milicias por origen. Se destituye al virrey sin consultar a España y se lo reemplaza. No se crea un cuerpo unificado porque ningún sector quiere ceder el uso de la fuerza. Se trata de 8.000 hombres armados. Los milicianos eligen a sus autoridades en asambleas y se llevan el arma a su casa. Estamos ante una sociedad politizada y en conflicto. Por otro lado, antes del 25 de mayo se crean cuatro Juntas disidentes a lo largo del virreinato que son violentamente reprimidas. No es cierto que la crisis fue repentina, basta leer a cualquier funcionario español o viajero para saber que esto era un polvorín. No se trata de negar la fabulosa crisis política y bancarrota económica de la monarquía española. Justamente, la acción transformadora requiere un marco excepcional para desenvolverse. Nadie transforma aquello que goza de pleno vigor.
En cuanto al carácter anárquico del cambio, Romero también se equivoca. Se organizaron cuatro campañas militares para extender la revolución (al interior, al Alto Perú, al Paraguay y a la Banda Oriental) y se ordena “arcabucear” a una infinidad de opositores bien definidos (entre ellos Liniers). Sabían lo que hacían y sabían contra quién peleaban.
La formación de un Estado Nacional tomó setenta años. No se la debemos a acuerdos entre caballeros sino a la oligarquía porteña y sus aliados del interior que a través de Rosas y Mitre (entre otros) disciplinaron a sangre y fuego a la población resistente. Que le pregunten a la infinidad de trabajadores rurales que fueron encarcelados, apaleados y obligados a trabajar por el poncho y un pedazo de carne o a servir en la frontera para ganarle tierras al indio, por los “laboriosos logros” de ”hombres como nosotros”.
Decir que obraban a ciegas es poner un manto de piedad sobre los crímenes cometidos en nombre de la sociedad capitalista. ¿Obraba “casi a ciegas y tanteando” Roca cuando compró las Remington para asesinar indígenas? ¿No sabía lo que hacía Rivadavia cuando ató la suerte del país a la banca inglesa? ¿Fue la Mazorca producto de que Rosas quiso tentar a la suerte? Por último: ¿Son hombres como nosotros los Anchorena, los Martínez de Hoz, los Bunge y Born?
Decimos, pues, que una sociedad se mueve a través de contradicciones, que estamos ante un sistema histórico y que las transformaciones sociales son posibles a través de la acción organizada y consciente. Por último, este Estado fue creado por la burguesía y a ella le pertenece. Nuestros historiadores “serios” y “profesionales”, en realidad paniaguados de quienes nos dominan, no hacen más que construir mitos. Para “recrear permanentemente esto que recibimos (la Nación) tan frágil” parece que todo vale. Esto es todo lo que tienen para ofrecernos. Un conocimiento tan devaluado como su sociedad. Es tarea de la clase obrera conquistar uno y otra.