Lloren chicos, lloren…La estrategia de la burguesía automotriz argentina en los ‘80
Como hoy, en la crisis de los ’80, los industriales automotrices argentinos se dedicaron a despedir trabajadores y reclamarle ayuda al Estado. Como hoy, el problema de fondo no era la pereza innovadora o la negativa a asumir “riesgo empresario”, sino su baja productividad en términos internacionales, su carácter económicamente retardatario.
Damián Bil
GIHECA – CEICS
La crisis mundial de los ’70 derivó en una serie de transformaciones profundas en la industria. En la Argentina se manifestó de diversas maneras. En el sector automotriz se fueron varias terminales internacionales, aparecieron capitales locales, y se modernizó la estructura productiva con la correspondiente reducción de personal, proceso conocido como “reconversión”. Como adelantamos en la edición anterior, a diferencia de lo que sostiene la teoría de la desindustrialización o del comportamiento especulativo de la burguesía, los industriales automotrices encararon una serie de inversiones como respuesta a la crisis. El estrecho marco del mercado interno, golpeado por la recesión, imposibilitó adoptar las técnicas más avanzadas y reducir la brecha de productividad con los países líderes.
En este punto, los cambios en la estructura productiva fueron acompañados por los reclamos de los industriales frente a los sucesivos gobiernos para proteger su actividad, cargar los costos de la crisis sobre los trabajadores y otros eslabones de la cadena y empujar una mejora en la competitividad. Revisar las reivindicaciones de las firmas permitirá entender la estrategia de este sector de la burguesía.
Una estrategia industrialista
Como analizamos, no son dos las estrategias que esgrimieron los capitalistas desde los años ’50 como se supone, sino tres. En el seno de la burguesía industrial más concentrada, se desplegó el programa “liberal-desarrollista”, que compartía puntos con el programa agropecuario como la necesidad de limitar los reclamos salariales, incrementar la productividad y reducir el gasto público recortando subsidios a los ineficientes. No obstante, estas coincidencias tenían un límite que las separaba: el punto en el cual el achicamiento del gasto amenazaba con cancelar las transferencias a los industriales más concentrados en el mercado interno. Aquí, estos capitales abandonaban a los agropecuarios reclamando que se protegiera su actividad, debido a que ellos serían los más cercanos a la frontera tecnológica y productiva internacional.1 En el caso automotriz, en los ’80 se evidencia esta situación: la exigencia de medidas para reducir la integración nacional de partes y el gasto producido por la protección al autopartismo y a otras actividades deficitarias de la industria, pero a su vez el reclamo de normas de amparo del mercado interno y de rentabilidad mínima, promoción de exportaciones, tipo de cambio favorables entre otras.
Uno de los reclamos centrales giraba en torno al Régimen Automotriz, cuerpo de normas que reglamentaba desde 1959 aspectos claves de la producción: porcentaje de integración nacional, cantidad de modelos permitidos, mínimos de inversión. Al acercarse su renovación se profundizaban las pugnas entre los eslabones de la cadena (autopartistas y terminales) por imponer las normativas que resultaban más convenientes. En líneas generales, las terminales habían conseguido mantener la protección de su mercado, aunque sin doblegar el alto contenido nacional de piezas exigido. Las automotrices reclamaban la posibilidad de importar partes más baratas. Según los industriales, el nivel de integración aumentaba los costos y los precios, deprimía las ventas e imposibilitaba lograr economías de escala. Hacia mediados de 1978, las autopartistas parecían perder la pulseada: se planteó la reducción de aranceles en tres años, la prohibición de importar y sobre todo se aliviaban las restricciones a la integración vertical para las terminales, lo que las habilitaba para fabricar piezas y conjuntos. Se abandonaban las restricciones a lanzar más modelos, que según los autopartistas afectaba la producción en serie de partes. La propuesta oficial señalaba que en tres años se ampliaría a un 15% el contenido autorizado importado. En 1980, el presidente de Ford Argentina, Courard, manifestaba:
“el régimen de reconversión tiene una inspiración positiva por cuanto busca, una mayor eficiencia dentro del sector y permite […] un mayor contenido de partes importadas con incorporación de tecnología de último nivel que en algunos casos sería innecesario y muy costoso desarrollar localmente, dado los volúmenes con que opera la industria local.”2
Carlos Mandry (de Volkswagen y presidente de ADEFA) señalaba que mientras en el mundo se bajaban costos y mejoraba la “economía de escala” por el intercambio de piezas, en Argentina esto se encontraba restringido, lo que resultaba en un elevado gasto debido a series muy cortas de productos. Sugería canalizar esas inversiones hacia series más grandes con miras a la exportación, e importar el resto de las partes. Los autopartistas se quejaron de la liberalización del Régimen Automotriz en lo concerniente a este punto, reclamando la continuidad de las “listas positivas”, nóminas de partes fabricadas en el país que las terminales debían adquirir internamente, ya que su derogación les daría más poder en la negociación a las automotrices. Durante la década, la normativa se modificó paulatinamente atendiendo los reclamos de las terminales; esto junto a la recesión interna y al proceso de reconversión generó un cambio profundo en los autopartistas.
Mientras exigían liberalización de importaciones, las terminales reclamaban mayor protección para ellos. Mandry solicitaba aranceles de importación no menores al 55% para automóviles y de 45% para camiones. Por otra parte, frente a rumores de la instalación de plantas japonesas, Courard se quejaba señalando que las empresas habían realizado esfuerzos de inversión y modernización y que las autoridades no lo valoraban, colocando obstáculo tras obstáculo a la industria.3
El reclamo de apertura de importación se detenía cuando alcanzaba el punto que podía convertirse en una competencia a su producción: los vehículos terminados. En el período 1979-82, se abrió la importación de automotores y el flujo acaparó cerca del 15% del mercado interno, hasta 1983 cuando la crisis fiscal clausuró el ingreso. En ese período, las terminales erigieron un frente de hecho contra las importaciones de vehículos. Courard aducía que esto resultaba en una pérdida de empleos y atentaba contra la escala, quitando volumen para reducir costos. Monbeig (Renault) proponía una cuota y aumento del recargo arancelario a la importación. Colocándose como víctimas del régimen, indicaba que mientras las terminales (“que son las que más inversiones realizaron en el campo”) tienen una pequeña cuota para importar materias o autopiezas, el ingreso de terminados no tenía restricciones. Francisco Macri señalaba que con los elevados costos internos no podían competir con los importados,4 por lo que también pedía restricciones.
Los diferentes equipos económicos de Alfonsín impulsaron el control de precios como herramienta contra la inflación. Las terminales criticaban esta política, aduciendo que afectaba su rentabilidad. Renault acusaba a esta norma de generarle pérdidas de 10 millones de dólares anuales a comienzos de la década. A finales de la misma la situación no había cambiado. Erussard, nuevo presidente, denunciaba que la inversión no se veía recompensada debido a “estrictos controles que limitan peligrosamente la rentabilidad”. Para 1984, con una inflación superior al 300% y un tope de aumentos del 16% impuesto por el gobierno, la UIA señalaba que los automotores tenían un retraso del 42%.5 Zinn (Sevel) también se pronunciaba contra el régimen ya que la situación fomentaba la preferencia del público por activos financieros, lo que anulaba los efectos del control. En 1986, ADEFA señalaba que a pesar de la mejora en las ventas, los márgenes de la industria se encontraban planchados. Nuevamente, Zinn remarcaba que el Plan Austral había fracasado porque no se había propuesto reducir el gasto público y solo atacó puntos subsidiarios. Resaltaba que el gobierno había quedado sujeto al corporativismo sindicalista peronista. Macri agregaba que el control resultaba en un obstáculo para nuevas inversiones:
“En las condiciones de volumen y en la cantidad de modelos existentes en el país, se necesitaría una reestructuración importante de las inversiones con preeminencia de las que permitan una cierta flexibilidad, cosa que en la situación de control precio o de rentabilidad de las terminales y de los proveedores, se ve bastante difícil de lograr […] la composición del costo referido al precio es tal, que ganancia y amortización no permiten crear la base de la inversión futura, vale decir, que amortización más ganancias no permiten financiar las nuevas inversiones.”6
El control no se removió, con lo que los industriales insistieron con demandas de políticas de fomento de exportaciones, créditos, incentivo a la demanda y reducción de la carga impositiva; o devaluación como forma de sostener exportaciones y depreciar el costo laboral.
Nuevamente, el problema fundamental
Los industriales automotrices argentinos se comportaron como buenos burgueses: renovaron tecnología, despidieron trabajadores, y se dedicaron a quejarse y a exigir al Estado que los protegiera, individualmente o por medio de sus corporaciones. El problema de fondo no era la pereza innovadora o la negativa a asumir “riesgo empresario”, sino su baja productividad en términos internacionales. Compañías que operaban en el país como grandes capitales, eran en realidad pequeños en términos internacionales, inútiles para superar los límites del mercado interno y necesitados de la protección para no perecer contra fabricantes más eficientes. Por eso, las exigencias tenían como eje las reducidas “economías de escala”. Más de tres décadas después, poco ha cambiado. Ataque a los asalariados y llanto frente al Estado es la única alternativa de la burguesía en su larga agonía. Es momento de abandonar las ilusiones en esta clase parásita, y que los trabajadores asuman la reconstrucción productiva de la sociedad.
NOTAS
1Sanz Cerbino, Gonzalo: “¿Un liberalismo desarrollista?”, en El Aromo n° 90, mayo-junio de 2016.
2Mercado, 1/5/1980, n° 552, p. 26.
3Mercado, 28/10/1982, n° 680.
4Mercado, 9/4/1981, n° 600; y 15/7/1982, n° 665.
5Mercado, 27/9/1984, n° 778 e Industria Automotriz, 30/12/1987, n° 89.
6Mercado, 25/6/1987, n° 837.