Eva Taberne1
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Hacia la segunda mitad del siglo XIX, Buenos Aires vivía un intenso proceso de modernización, gracias a la explosión económica que derivó de su integración al mercado mundial como exportadora de materias primas -principalmente ganaderas y agrícolas-. Concomitantemente, se expandían las redes de transporte, y el ferrocarril conectaba con el puerto, desde donde se producían todo tipo de intercambios con Europa. El reordenamiento del espacio urbano incluía la construcción de avenidas, puentes, torres, edificios públicos, hospitales, teatros, cafés, plazas, que transformaban radicalmente los modos de percibir y de habitar la ciudad. De la mano de este fenómeno, un número importante de inmigrantes europeos llegaban al puerto platense en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. Se producían desplazamientos internos, desde las zonas rurales a la capital. La población aumentaba considerablemente, más de la mitad estaba conformada por inmigrantes, con una mayoría de varones adultos solteros, o alejados de sus familias, que poblaban el paisaje (Lobato, 2007, pp.37-38). Este panorama respondía a la creciente demanda de trabajo en rubros que no empleaban mujeres, -como la construcción, el transporte, las tareas portuarias- y que se vinculaban a los cambios que estaba experimentando la ciudad.
Autores como el historiador Pablo Ben (2012) relacionan este importante contingente masculino, que al estar lejos de sus países, experimentaba mayores grados de libertad, con la proliferación de la prostitución en el Buenos Aires de 1880 (p.15). Sumado a esto, la participación de las mujeres en el mundo del trabajo asalariado, si bien había crecido en número y en actividades en relación a las décadas anteriores, era valorada de manera desigual en relación a la participación masculina. Las tareas que realizaban las mujeres eran consideradas una extensión de su función en el hogar, no como trabajo calificado, lo que se traducía en salarios significativamente inferiores a los de sus compañeros. A ello se le agregaban las pésimas condiciones de trabajo, con altos grados de insalubridad, las largas jornadas laborales y el desprestigio social con que gozaba el trabajo femenino (Lobato, 2007, pp.71-93).
La prostitución había sido legalizada en 1875, tras considerarse un “mal” que no podía erradicarse –ni había intenciones de hacerlo- pero que era necesario controlar, principalmente por la propagación de enfermedades venéreas cuya responsabilidad se atribuía a las mujeres en situación de prostitución. Pasó entonces el Estado a administrar los prostíbulos, a través de habilitaciones y multas aplicadas a estos establecimientos, restricciones que tenían que ver con su ubicación y horarios de funcionamiento, así como controles médicos semanales obligatorios a los que eran sometidas las mujeres prostituidas. La legalización no había eliminado el comercio sexual ilegal, que se practicaba tanto en la vía pública como en conventillos, bares, locales de bebidas y prostíbulos clandestinos (Carretero, 1995, pp.26-64).
Aunque sean fuentes más difusas y con un toque impresionista, tanto los tangos como los folletines de la época dan cuenta de cuán habitual se había tornado la prostitución entre las clases populares (Ben, 2012, pp.16-22). Internacionalmente, se empezaba a identificar a Buenos Aires como la capital de la prostitución y la “trata de blancas”. Circulaban todo tipo de historias acerca de jóvenes europeas que eran traídas engañadas al Cono Sur y que al llegar se encontraban con que la promesa de empleo, o de casamiento, resultaba ser una trampa para explotarlas sexualmente. Si bien muchas de esas historias no pasaban de rumores sin fundamentos concretos, entremezclados con prejuicios racistas, la trata de mujeres constituía una realidad.
Ya en 1870, según indica Pareja (citado en Carretero, 1995), el dueño del Teatro El Alcázar vendía a las mujeres que integraban las diferentes compañías teatrales que llegaban del extranjero, como esclavas sexuales. En 1889, surgió una red de 40 proxenetas judíos, conocida como “El Club de los 40”, que se articulaban para viabilizar el tráfico de mujeres hacia la Argentina. Resulta revelador en este sentido, los datos que aporta el censo municipal bonaerense de 1887: solo el 25,7% de las prostitutas eran nativas, el resto se dividía entre rumanas, alemanas y austrohúngaras, rusas, italianas, francesas e inglesas (citado en Guy, 1994).
El tema de la prostitución y de la trata despertó el interés y la preocupación de gran parte de la sociedad; reformadores, médicos, educadores, religiosos y militantes sociales de izquierda, se interesaron en comprender el fenómeno y señalar caminos posibles en torno a su reglamentación o abolición. El movimiento anarquista, que en los últimos quince años del siglo XIX venía creciendo al ritmo exponencial de la inmigración europea y del movimiento obrero, proliferando en sus distintas corrientes, agrupaciones e innúmeras publicaciones, no se mantuvo al margen de la cuestión, sino que elaboró una mirada crítica en torno al fenómeno.
Desde las filas ácratas, tempranamente se había empezado a discutir acerca de la sexualidad, la familia y la emancipación de la mujer. El cuestionamiento hacia todas las formas de autoridad, llevó también a analizar el poder que ejercía el hombre en el hogar, así como el Estado en las relaciones sentimentales a través del matrimonio, proponiendo, de manera prefigurativa, entablar vínculos afectivos basados en el común acuerdo y la libertad de los involucrados. También se preocuparon por comprender la situación en la que se encontraba la población femenina, la explotación laboral a la que era sometida, los bajos niveles de instrucción que presentaba, la influencia que sobre ella ejercía la Iglesia, y las estrategias a idear para acercar a las mujeres al anarquismo (Bellucci, 1990, p.151). Sin embargo, no fue hasta el surgimiento de La Voz de la Mujer, en 1896, que las propias anarquistas decidieron llevar al debate público su condición de oprimidas, confrontando con algunos “compañeros” incómodos con que las mujeres tomasen las riendas de su propia liberación, colocando como un eje central del debate la opresión sexual.
En este sentido, me propongo comentar brevemente, y de modo inicial, algunas miradas en torno a la prostitución que se presentan en el periódico anarco-comunista La Voz de la Mujer, interrogándome acerca de cómo explicaban las anarquistas en 1896 las causas que generaban la prostitución, de qué manera concebían a las mujeres prostituidas y a quiénes adjudicaban la responsabilidad y permanencia de la misma. Omitiré el tema del matrimonio considerado por las anarquistas como una forma de prostitución, dada la extensión reducida de este artículo y el hecho de que ya ha sido explorado por otras investigadoras.
Causas, responsables y protagonistas
La Voz de la Mujer (en adelante: LVM) fue un periódico anarquista, de la corriente anarco-comunista, que salió por primera vez el 8 de enero de 1896, con una frecuencia irregular, “aparece cuando puede y por suscripción voluntaria” y tuvo un tiraje promedio de 1000 a 2000 ejemplares por edición. Su último número, el 9, data del 1° de enero de 1897 y dejó de publicarse, según se insinúa en varias ocasiones, por problemas económicos. Estaba organizado por mujeres, que se presume eran de origen italiano y español (Molyneux, 1986, p.139), figurando entre sus redactoras y colaboradoras más frecuentes los nombres –parte de ellos sino todos posiblemente seudónimos o nombres inventados- de Josefa M.R. Martínez, Carmen Lareva, Pepita Gherra –a veces, Guerra-, Rosario de Acuña, Milna Nohemí, Luisa Violeta y María Muñoz. Se presentaba como el “ÚNICO periódico de América y tal vez del mundo entero que hace propaganda de nuestros ideales por mujeres y especialmente para ellas” (n° 9, 1897, p.125), aunque en variadas ocasiones se dirigía a los “compañeros y compañeras” (anarquistas), y a las mujeres de la clase trabajadora, donde se incluían sus redactoras.
El tópico de la prostitución es recurrente en los ocho números que se conservan del periódico; hay artículos, poemas, cartas que se enfocan específicamente en la problemática, como “La Donna” (pp.18-19), “Educación, amor y miseria” (pp.29-30), “La mujer caída” (p.63), ¡Jirones! (pp.93-96), e incluso el editorial del número 8, abocado a reflexionar sobre el manifiesto contra la trata de mujeres “La esclavitud en Buenos Aires y Montevideo” de la Sociedad Deutscher Frauen Verein (1896, pp.100-103). Además, hay menciones directas e indirectas en artículos que versan sobre la condición de la mujer proletaria, que se repiten a lo largo de cada edición.
El editorial del primer número (pp.14-15), comienza proclamando que están “hastiadas de pedir y suplicar, de ser el juguete, el objeto de los placeres de nuestros infames explotadores o viles esposos”. Fragmento revelador para entender el ánimo que alienta a las redactoras, que es de hartazgo frente a “la doble esclavitud del capital y del hombre” (n° 8, 1896, p.109), dada su condición de mujeres trabajadoras. Además, una y otra forma de opresión se amalgaman, desde el momento en que son consideradas por sus parejas “¡una sierva, una fregona!” (n° 2, 1896, p.28), recayendo sobre ellas el trabajo reproductivo y de cuidados, al mismo tiempo que suelen ser “víctimas de la lubricidad burguesa” (n°1, 1896, p.22), que se expresa en el acoso y el abuso sexual que experimentan por parte de sus patrones.
La violencia sexual aparece entonces como una constante, atravesando la esfera pública y privada, y los hombres, sin distinción, como agentes de la misma. Esta mirada se reafirma en el artículo titulado “El Amor Libre. ¿Por qué lo queremos?” de Carmen Lareva en que asevera que son las mujeres las más perjudicadas en la sociedad capitalista, dado que “Apenas llegadas a la pubertad, somos blanco de las miradas lúbricas y cínicamente sensuales del sexo fuerte. Ya sea éste de la clase explotadora o explotada” (p.20). Del mismo modo, Pepita Gherra, trae a escena algo tan cotidiano como el acoso callejero que limita su circulación por el espacio público: “parece ser que los señores del sexo barbudo no se creen tales si no dicen al pasar al lado de una mujer alguna de esas frases estúpidas (…)” (n°7, 1896, p.93). Se produce así, un cuestionamiento a la configuración misma de la masculinidad, que se reafirma en prácticas de hostigamiento, humillación, violencia y reducción de la mujer a la calidad de objeto sexual a disposición del deseo masculino, en el entendido de que el mundo se organiza, en sus diferentes esferas, por patrones androcéntricos, que permiten a los hombres obtener beneficios de dominar a las mujeres:
Los hombres todos, proletarios lo mismo que burgueses, y todas las clases dominantes, siempre han tenido a la mujer en la mayor ignorancia para poder así con más facilidad dominarla (…) ha menospreciado su trabajo, su influencia en la sociedad; en la familia la ha postergado al segundo lugar, ha creado el honor para que a la que no quiera ser esclava la sociedad la desprecie. (n° 7, 1896, p.109)
No parece ser muy distinto lo que se les reclama a algunos anarquistas: “esta máquina de vuestros placeres, este lindo molde que vosotros corrompéis, ésta sufre dolores de humanidad, está ya hastiada de ser un cero a vuestro lado” (n°2, 1896, p.28). De modo que la relación desigual entre los géneros se presenta transversal a la clase social, y se configura como una tensión a la interna de la clase trabajadora, y también del movimiento ácrata.
Es precisamente este trasfondo de subordinación el que habilita la existencia de una de las formas más extremas de violencia masculina: la prostitución. A ello se le agregan las condiciones de vida miserables que rodeaban la existencia de la mayoría de las mujeres de las clases populares: “Aquí en la culta Buenos Aires (…) sucumben miles de jóvenes, unas en el taller, otras en su hogar, por exceso de trabajo y falta de alimento, y otras en los prostíbulos, y en los hospitales miles” (n° 8, 1896, p.103).
Es tan recurrente la asociación entre prostitución y pobreza en las páginas del periódico que parece acertar Dona Guy en El Sexo Peligroso (1994), al identificar que la mayoría de las prostitutas extranjeras de fines de siglo XIX, no habían llegado a la Argentina engañadas por algún “tratante de blancas”, sino que era la miseria extrema que padecían en Europa la que las había llevado a emigrar, y la prostitución se les presentaba en el país de acogida como una “clave para la supervivencia” (p.21). Así lo expresa Pepita Guerra en su respuesta a la Sociedad Deutscher Frauen Verein, conformada por 150 mujeres que se autodenominan “ex esclavas que se coaligan para desenmascarar a sus verdugos” (p.100): “¿Cuál es la causa de que nuestras infelices protegidas lleguen a estas playas para ser sumidas en el horrendo recinto del prostíbulo? (…) Por la miseria, sin duda” (p.103). Sin embargo, Andrés Carretero en su estudio Prostitución en Buenos Aires (1995) señala que entre 1886-1893 se inicia la etapa de prostitución violenta o compulsiva, que implicaba el traslado de jóvenes europeas, preferentemente “vírgenes” de clase media, engañadas por madamas que les aseguraban trabajo en Buenos Aires y eran finalmente reclutadas por incipientes redes de proxenetas para ser vendidas como esclavas por un tiempo determinado a los hombres adinerados de la ciudad (p.76). Es posible suponer que ambas formas de explotación coexistían, siendo posiblemente más visibles aquellas que se enmarcaban en la legalidad.
Una figura que sintetiza el vínculo entre pobreza y prostitución es la de la joven madre soltera. Desde el primer editorial, la enunciación en plural (nosotras), alude a un sujeto colectivo que se caracteriza por su posición de género (mujer), de clase (trabajadora) y al mismo tiempo por su condición de madre. En el editorial del número 4, la enunciación alterna entre la primera y segunda persona del plural y las destinatarias son “vosotras madres de familia” (p.57), en un intento por concientizarlas acerca de la guerra y cómo la burguesía “arrancan a los hijos de nuestro lado (…) llevándolos al servicio militar” (ídem).
La concepción de la maternidad en varios de los textos de LVM no parece diferir demasiado del discurso dominante, que postula un ideal de madre abnegada, higiénica y amorosa, y la procreación como destino biológico de las mujeres (Nari, p.157, 1996). Abundan calificativos para referirse a los hijos como “tiernos pedazos de nuestro corazón” (n°1, 1896, p.14), “tiernos hijos”, “¡Hijo de mi alma!” (n°7, 1896, p.94) y a la maternidad como “¡Cuán bello es serlo! ¡Qué de inefables placeres! ¡Qué de misteriosos encantos hay en ellos!” (n°4, 1896, p.63). Además de recaer sobre las madres la tarea de enseñarles a sus hijos a “luchar por la emancipación y por el bienestar humano” (n°5, 1896, p.73). No obstante, es este mismo rol el que se constituye como motor de la lucha, produciéndose una politización de la función materna:
Largas veladas de trabajo y padecimiento, negros y horrorosos días sin pan han pesado sobre nosotras, y ha sido necesario que sintiésemos el grito seco y desgarrante de nuestros hambrientos hijo, para que hastiadas ya de tanta miseria y padecimiento, nos decidiésemos a dejar oír nuestra voz, no ya en forma de lamento ni suplicante querella, sino en vibrante y enérgica demanda (n°1, 1896, p.14).
En este sentido se atreven a denunciar lo que les ocurre cuando en su situación de madres solteras van a “pedir un mendrugo para nuestros hijos” y se encuentran con “una nueva ocasión de vender nuestros flacos y macilentos cuerpos” (p.14), dando cuenta de lo habitual que resultaba la prostitución para ese entonces y evidenciando también la rigidez de los roles de género, que se reafirman en una división sexual del trabajo al interior de la familia. Esto último queda claro en el siguiente fragmento: “aquel nuevo ser necesita de mil cuidados que impiden a la joven madre de ayudar a su compañero a soportar los gastos del hogar” (p.21). Tener un hijo implica, según esta perspectiva, abandonar el trabajo asalariado para recluirse en la casa, lo que sume a la mujer en una gran dependencia económica respecto al hombre y en una reducción de su universo social.
Los embarazos “no legítimos” son representados como consecuencia de “las mentiras de los hombres” (n°3, 1896, p.49) que “una vez saciado su apetito, te abandonan en brazos del destino, a veces sin techo ni abrigo, ni con qué poder aplacar el hambre”. Son también producto de la hipocresía de una sociedad que “empuja al vicio y quieren después castigar los efectos de su propia obra” (n°5, 1896, p.79), la misma que tacha a ella de “la sin honor y él el bastardo” (n°4, 1869, p.63) y que ofrece escasas alternativas a las madres solteras. Pepita Gherra se pregunta: “¿adónde irás con tu hijo en brazos? ¿A mendigar? ¿Lo arrojarás en un potrero? ¿Lo arrojarás en una de esas casas llamadas de Espósito? ¿Venderás tu cuerpo, que aún esbelto, codiciarán?” (n°2, 1896, p.33). Lejos de ese ideal maternal al que parecen aspirar, la maternidad se configura como una limitación, un obstáculo para la propia supervivencia de las obreras.
Sabemos por Marcela M. A. Nari (1996) que para fines del siglo XIX la anticoncepción y el aborto eran ampliamente condenados por los médicos y su única recomendación en materia de control de natalidad era la abstinencia. No era infrecuente que las familias obreras o las mujeres solas, que no tenían condiciones para mantenerlos, abandonaran a sus hijos. A veces eran dejados en plazas, puertas de iglesias, conventos o en la Casa Cuna, que para 1890 contabilizaba 678 niños recibidos en Buenos Aires (Estadística Municipal de Bs As, 1892, citado en Carretero, 1995). También es cierto que para muchas madres solteras el embarazo significaba la pérdida del trabajo asalariado, y por lo tanto, de su único sustento.
A lo largo del periódico el discurso en torno a la prostitución adquiere matices diferenciadores, oscila entre la lucha específica de la mujer, y la lucha de los trabajadores (de ambos sexos), y en este sentido, comienza a asimilarse al trabajo asalariado, postulándose que los obreros de cualquier sexo “nos ponemos mediante un sueldo mensual o semanal a la completa voluntad del que nos paga, el cual por ende nos gobierna a su capricho y antojo” (n°9, 1897, pp.130-131) de modo que “hemos vendido nuestra voluntad” (p.131). Consecuentemente, la burguesía adquiere preponderancia como enemigo común, siendo señalada como la responsable de la explotación de los obreros y la prostitución de las mujeres:
(…) los agobiantes impuestos y la despiadada sed de oro de los acaparadores de la tierra y los comerciantes en general, tanto el que por vivir cómodamente os aumenta el precio de la casa u os vende más caro el pan, mermando de tal modo los productos y el salario del trabajador, que obliga a estos a permitir que sus jóvenes y hermosas hijas abandonen sus paternos lares y vengan o vayan al prostíbulo. Luego tenemos causa de la prostitución: la miseria; causa de la miseria, la explotación (…) (n°8, 1896, p.103)
He aquí la lucha compartida con sus compañeros anarquistas, que les impele a enfrentarse a una clase dominante (en la que también sitúan a los proxenetas que al igual que a los patrones llaman “mercaderes de carne humana”) que se apropia de los medios de producción y de las vidas de los y las trabajadoras, condenándolos “al taller, al prostíbulo o a la cárcel” (p.103). Es por ello que insisten en que “no nos concretamos a combatir a una sola clase de esclavitud; estamos contra todas” (ídem). De esta manera, se desmarcan de cualquier posición que pretenda luchar contra la opresión de la mujer de manera aislada, reconociendo las dificultades de atacar a una sola manifestación de la violencia, sin desestructurar al conjunto de relaciones de opresión que la generan. Para las anarquistas de LVM hay un trasfondo común que une a las mujeres con los trabajadores, la lucha de clases y la emancipación femenina se presentan íntimamente imbricadas.
Esta posición remarca la alteridad en relación a las mujeres de la clase dominante, y se reafirma en su identidad proletaria: “a nosotras no se nos quiere más que por el provecho que podamos dar, ora satisfaciendo el apetito de los hombres, ora para que trabajemos sin descanso” (p.110). Las principales distinciones que establecen con las “virtuosas y elegantes damas” (n°2, 1896, p.33) tienen que ver con la libertad sexual, estas son consideradas privilegiadas al hacer “en cuestión de amor lo que quieren” (p.110), y equiparadas a los hombres (de todas las clases). Se dice de ellas que suelen tener amantes, que mantienen amoríos con curas, que practican la masturbación –algo que las redactoras no ven con buenos ojos-, y son al mismo tiempo quienes condenan y humillan a la mujer prostituida, aun cuando son “esposas, hijas, o madres de aquellos mismos que comprarían tu cuerpo” (p.33). En este sentido, se denuncia tempranamente la hipocresía social que produce el estigma hacia la mujer prostituida y no hacia quienes sustentan el sistema prostituyente.
Dicha estigmatización se ve fuertemente asociada, en LVM, a la Iglesia. Si bien esta institución constituye uno de los clásicos enemigos del anarquismo, adquiere en estas páginas, un matiz diferenciador. Los curas además de adormecer la conciencia de los oprimidos con promesas de vida eterna y amenazas de castigos extraterrenales, son protagonistas de historias de abusos, pedofilia, asesinatos de mujeres y prostitución. Basta leer el relato autobiográfico “En el confesionario” (n°3, 1896, pp.46-48) en que Luisa Violeta narra un intento de violación que sufrió por parte de un sacerdote cuando tenía 15 años, para tener una dimensión de cuán implicada conciben a la Iglesia en la propagación del orden patriarcal.
En el editorial del N° 8 se le acusa a la Iglesia de beneficiarse económicamente de la prostitución a través de lo que hoy denominaríamos proxenetismo:
¡En nombre de una religión que desprecia a la mujer caída, y que en Roma, la ciudad de sus afanes, comerciaba también con vuestros cuerpos, pues cuatrocientos prostíbulos oficiales, de los cuales el religioso padre santo sacaba un beneficio líquido de trescientas mil libras anuales. (1896, p.102)
Similares acusaciones pueden encontrarse en el ensayo “La prostitución” de Emma Goldman (1910), en que la anarquista lituana recorre brevemente la historia de la prostitución a través de sus orígenes religiosos, y menciona la implicación que ha tenido la Iglesia Católica y sus respectivas autoridades papales, desde el siglo XIII en Europa, en la consolidación de la prostitución como institución organizada, obteniendo enormes réditos de ella.
Sin embargo, consideran inútil denunciar los atropellos clericales, dado que “ellos son los señores de horca y cuchillo y derecho de pernada, de la sociedad actual, que dominan en todas partes y que sus primeros protectores son la AUTORIDAD y el GOBIERNO” (n°5, 1896, p.75). Por eso, no aspiran las anarquistas a la separación de la iglesia del Estado, sino más bien a la abolición de ambos.
La policía, como parte del aparato represivo del Estado, puebla las páginas de LVM, en lo que refiere a controles de las mujeres prostituidas (exigencias de libreta y cobro de impuestos), persecución y detención de las “sospechosas”, y complicidad con las redes la trata: “ella [la policía de Buenos Aires] compartía con los infames “Caftens” la ruin ganancia del comercio de esa carne humana” (n°8, 1896, p.101).
Por otro lado, Pepita Guerra en una de sus narraciones titulada “Jirones” (n°7, 1896, pp.93-96), nos presenta la historia de una mujer recién iniciada en la prostitución que muere en el hospital de mujeres, a causa de la tisis. Además de dar cuenta del grado de exposición a las diferentes enfermedades que sufrían y la reclusión posterior a las que eran sometidas por parte del Estado, resalta también el desprecio que recibían, incluso después de fallecidas, de los médicos: “los restos de aquella mártir y que destrozados por el bisturí del anatómico, fueron la mofa y el objeto de las risotadas de los practicantes que rodeaban la mesa en que se verificó la autopsia” (p.96). Lo que sin duda contribuía a aumentar su marginalidad.
Se suele tildar de paternalista el discurso de las anarquistas sobre la prostitución (Molyneux, 2011; Fernández Cordero, 2017), endilgándole una mirada victimizadora en torno a la mujer “caída”, “mártir de la sociedad”. Si bien un repaso superficial de LVM podría confirmar dichas impresiones, hurgando un poco más allá nos encontraremos con que ese mismo discurso (del “anarquismo redentor”) se aplica a toda la “falange de oprimidos” (n°4, 1896, p.61), integrada por obreras, niños que trabajan, madres pobres, míseros jornaleros, perseguidos, hambrientos, esclavos, e incluso a las propias redactoras del periódico, que no rara vez se identifican con alguno de estos grupos sociales, a través de la enunciación en primera persona.
El lugar de la víctima se desestabiliza cuando esta se hace consciente de la situación en que vive y de su dimensión colectiva, y es capaz de generar, junto a otras, estrategias para enfrentarse a los mecanismos que generan su sujeción; convirtiéndose así en posible agente de transformación social. En este sentido, las anarquistas llaman a las mujeres a rebelarse: “rebelémonos de una manera enérgica, que no dé pábulo a que nos sigan considerando como seres débiles e incapaces”(n°8, 1896, p.110), y al conjunto de los oprimidos organizados bajo el ideal anarquista: “¡Alzáos proletarios! Y estallen vuestras iras con pujante e indómita explosión!”(n°4, 1896, p.61).
Ninguna de las que escribe se siente lejana a la prostitución, desde el inicio del periódico dan a entender que para las mujeres pobres es casi un destino tener que vender sus cuerpos para sobrevivir, en una sociedad que las desprecia, y al mismo tiempo, saca el mayor rédito posible de sus diferentes formas de explotación. La mujer en situación de prostitución no constituye una otra ajena a las enunciadoras, sino más bien una de las caras de todas las mujeres proletarias; y es por lo tanto, en la lucha contra el sistema instituido, una compañera de los y las anarquistas.
No obstante, no hay ningún programa a seguir para abolir la prostitución. La única solución parece ser la revolución social, pero no se presentan indicaciones claras acerca de cómo llegar a ella. Por momentos, se promueve la organización, y de modo complementario, el uso de la violencia hacia la clase dominante (“con la dinamita en la mano para ponerla en acción” (n°1, 1896, p.18)), al mismo tiempo que se estimulan prácticas de insubordinación como abstenerse del casamiento, no recurrir a la policía, escrachar a los hombres violentos, aplicar la acción directa frente a los desbordes de los patrones.
Conclusión
La Voz de la Mujer, como periódico anarquista orientado especialmente a las mujeres de la clase trabajadora, puso en el centro del debate un fenómeno que se expandía en Buenos Aires tan rápido como la modernización de la ciudad y la inmigración: la prostitución.
El discurso no es unívoco, sino más bien oscilatorio, con tensiones y contradicciones internas que dan cuenta del carácter inestable de la discusión y de la pluralidad de perspectivas que se expresan en el periódico. Si por momentos la prostitución se presenta como resultado de la violencia sexual ejercida por el conjunto de los hombres hacia las mujeres, y son responsabilizados tanto obreros como burgueses en el sostenimiento de ese orden, en otros, esta especificidad parece desdibujarse cuando el enemigo común, la burguesía, adquiere preponderancia, y la explotación sexual se asimila a la explotación laboral compartida con el conjunto de los trabajadores.
Al mismo tiempo, junto a la pobreza estructural, la maternidad aparece asociada a la prostitución. El discurso hegemónico de la madre abnegada es reproducido acríticamente por las redactoras de LVM, no obstante, es en el seno de esta representación donde encuentra su contrario. En un modelo familiar estructurado en una rígida división sexual del trabajo, y una sociedad de base cristiana que condena las relaciones extramatrimoniales, para las redactoras de LVM la maternidad se convierte en un obstáculo para la supervivencia de las mujeres pobres y de sus hijos.
Considerando a la mujer prostituida una compañera de lucha, las anarquistas denuncian la hipocresía social que produce su estigmatización y marginación, al mismo tiempo que señalan a los burgueses y a las burguesas, a la Iglesia, a la policía y a los médicos como sostenedores y beneficiarios de su explotación.
Frente al yugo de la doble opresión, llaman a las mujeres trabajadoras a rebelarse, a usar la violencia, a organizarse bajo el ideal anarquista junto al conjunto de los oprimidos. Clase y género se tornan indisociables. Sin embargo, los caminos para construir la sociedad futura no están claramente trazados en LVM, será entonces necesario recurrir a otras fuentes y publicaciones de la época para rastrear planteos concretos en torno a la abolición de la prostitución y a la revolución social.
1 Licenciada en Letras por la Universidade Federal da Integração Latino-americana (UNILA) y actual maestranda de la Maestría en Ciencias Humanas, opción Estudios Latinoamericanos, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UDELAR.
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