La Moyanogénesis – Belén Ceballos

en El Aromo n° 26

La Moyanogénesis. Un comentario de El Ferrocidio, de Juan Carlos Cena.

 

Por Belén Ceballos

Grupo de Investigación de la Clase Obrera Argentina – CEICS

Escrito por un obrero ferroviario de vasta experiencia sindical (que se remonta al Cordobazo), El Ferrocidio, de Juan Carlos Cena, es un buen ejemplo de la defensa de un interés corporativo que se apoya en un interés general. Cena demuestra aquí que la reconstrucción de la red ferroviaria no sólo beneficiaría a los obreros del sector, sino al conjunto de la vida nacional. Es también un ejemplo de cómo las contradicciones secundarias, en este caso, la ecología, entran a formar parte de la lucha obrera. En la primera parte del libro desarrolla la historia del ferrocarril, describiendo inicialmente sus funciones y las razones por las que fue construido.1

El autor describe al negocio ferroviario como corrupto desde su concepción. Esta característica se presenta en el Estado nacional, especialmente influenciada por los intereses internacionales en puja. Dichos intereses son los que mediante subsidios, créditos, regalías y prebendas beneficiaron la construcción de las líneas férreas. Estos aportes comienzan en el año 1853, cuando la política inglesa centra su interés en la industria ferroviaria a causa de un gran déficit alimenticio que la obliga a comunicar Buenos Aires con el interior de la nación. A partir de este año comienzan a construirse las primeras líneas férreas. Hasta 1890 el ferrocarril tuvo un escaso desarrollo, el cual se acelera en el período 1906/1915. A partir de la década del ‘30, sólo se desarrollaron las líneas a cargo del Estado. El autor señala los altos niveles de corrupción en este período, especialmente en el proceso de centralización del control del ferrocarril en el Estado.

Asimismo, es en la década del ‘30 en la que el ferrocarril conoce a su primer competidor: el transporte automotor. A partir de su aparición en el relato, el autor establece una relación entre éste y aquellos que representan los intereses privatizadores, encontrando en esta relación una especie de plan maquiavélico en contra del desarrollo del ferrocarril. Ante todo, enuncia que la disminución de ganancias del ferrocarril a causa de la falta de carga era provocada por la aparición de este nuevo competidor, por lo que las empresas privadas ferroviarias elevan un pedido de subsidio. Sin embargo, este subsidio fue a parar al otro bando gracias al gobierno del general Justo, quien estimuló la construcción de importantes carreteras, que en muchos casos corrían paralelas a los rieles. A su vez, fue el impulsor de Vialidad Nacional, organismo encargado de construir las rutas. El autor señala que estas iniciativas implican un subsidio encubierto al transporte automotor. A su vez, (a diferencia del ferrocarril) éste último no compensa sus gastos con los impuestos que paga. En este apartado el autor describe una serie de características de ambos tipos de transporte, que más adelante repite, para demostrar los múltiples beneficios del transporte ferroviario, en contra de los innumerables perjuicios provocados por su competidor. La tercer parte del libro es dedicada a la nacionalización de los ferrocarriles. Nuevamente es descrito el juego de los diferentes intereses implicados en este proceso, siempre en detrimento del beneficio público y a favor de intereses privados. El papel conspirador del transporte automotor se vuelve a presentar, representado “a través de sus cámaras, políticos comprados y sindicalistas corruptos.” Según el autor, éstos actuaban influenciados por los grupos de la industria automotriz. Sus intereses se vieron reflejados en un decreto de 1958 en el que se establece que un porcentaje de los impuestos de venta de combustibles y lubricantes iban a ser invertidos en la construcción de caminos. Aquí encontramos un nuevo subsidio encubierto a los automotores. Más adelante, el autor realiza un análisis de los funcionarios “polifuncionales” que actúan en el Estado, a veces implícita y otras explícitamente. Los más destacados son los ingenieros Jorge H. Kogan y Juan Pablo Martínez, quienes, por lo menos hasta el gobierno de De la Rúa, son “representantes polifuncionales de los intereses de la industria del transporte auto-motor dentro del aparato del Estado”. Estos funcionarios, junto a muchos otros, fueron los que ejercieron la mayor labor privatizadora en los ferrocarriles. Citando al Ingeniero Vicente Repetto, Cena descubre el ocultamiento del déficit de 20.000.000 de dólares por día generados por el transporte automotor. Frente a semejante cifra, las acusaciones en contra del ferrocarril (cuyo déficit es de 2 millones de dólares por día) se vuelven sin sentido. En primer lugar, el transporte automotor no cumple con las leyes sociales (que el ferroviario si cumple) relacionadas con las cargas sociales, los tiempos de conducción, etc. En caso de cumplirse, aumentaría el costo de explotación de este tipo de transporte. En segundo lugar, en EE.UU., dónde el tráfico automotor es mayor que en nuestro país, los camiones pueden transportar hasta 8,6 toneladas. Aquí el máximo es de 10,6, el cual generalmente no es respetado, elevándose a 13,4. Éste peso equivale al deterioro que produce el paso de 270.000 autos. A su vez, en los caminos de llanura, el camión sólo paga el 15% del daño que produce. La diferencia es pagada por el pueblo. En tercer lugar, el transporte automotor gasta entre 4 y 5 veces más de combustible que el ferrocarril. Estas características, sumadas a la cantidad de accidentes, a la congestión vehicular y a la contaminación generadas por el transporte automotor son argumentos lo suficientemente contundentes, según el autor, como para descartar la desaparición del ferrocarril. Luego de este análisis, el autor desarrolla el proceso de desestatización del ferrocarril y sus consecuencias, proceso que comienza alrededor de 1988. Uno de los análisis más pertinentes que realiza es el de los Ferrocarriles Metropolitanos, subvencionados por los impuestos nacionales, mientras que se encuentran en manos privadas. Manos que, casualmente, reflejan al mismo tiempo los intereses del transporte auto- motor de pasajeros, ya que en su mayoría forman parte de la FATAP (Federación Argentina del Autotransporte de Pasajeros). De esta manera, los colectivos se financian indirectamente por los subsidios adjudicados a las vías férreas. Ello está a la vista, ya que desde las privatizaciones, pocas fueron las inversiones en el mejoramiento de éstas últimas. Como si esto fuera poco, las empresas privadas dueñas de los Ferrocarriles Metropolitanos han impulsado en estos últimos años un importante incremento tarifario, que nuevamente benefició a los colectivos y nunca se vio reflejado en un mejoramiento de los trenes. Luego de este análisis, el autor dedica sus últimos capítulos a describir lo perdido con la privatización del ferrocarril. Dos puntos críticos necesarios surgen de la lectura de este libro, que más allá de ambos, vale la pena leer. El primero es la categoría explicativa recurrente que aparece a lo largo de sus páginas, el tema de la corrupción. El segundo, la ausencia de una conclusión a la altura de los problemas que plantea. Veremos que uno y otro problema se encadenan necesariamente.

Cena tiene una mirada de clase, pero no una perspectiva marxista. Esa es la razón por la cual concibe al Estado como un instrumento neutro cuyas políticas se explican por la excesiva influencia de algunos intereses privados. Esta concepción está detrás de su énfasis en la “corrupción” como categoría explicativa. No alcanza a ver que detrás del fenómeno del desmantelamiento de los ferrocarriles, fenómeno que se dio no sólo en la Argentina, se encuentra una contradicción más profunda, propia de la sociedad capitalista: la contradicción entre la producción social y su apropiación privada. En el transporte funciona haciendo rentable en términos individuales el transporte automotor, mientras en términos sociales justificaría la inversión en ferrocarriles. Es un ejemplo más de una situación en la que el mercado asegura una solución al problema, que crea más problemas sociales que los que resuelve. Pero los que resuelve son los de la burguesía, como empresaria y como usuaria. Para los obreros se trata de más explotación, de mayores gastos de transporte, de pago de peajes, de impuestos. Para el conjunto de la sociedad, de costos ecológicos cuya magnitud es difícil de calcular pero se pueden imaginar gigantescos. El Estado, que no es nuestro, no hace otra cosa que representar los intereses burgueses. Coherente con este planteamiento, Cena no puede ofrecer una salida a la altura del problema, porque carece, también, de una perspectiva socialista. Sólo la resolución de esa contradicción puede darle al ferrocarril (como al transporte colectivo en general) el lugar de primacía en la sociedad que tuvo cuando resultaba rentable también para la burguesía. Por la misma razón, cualquier solución al problema de los obreros ferroviarios sólo evitará consecuencias para otros trabajadores (como los camioneros que se beneficiaron de la destrucción del ferrocarril), si se plantea como un problema de resolución general, no corporativa. Así, el mismo proceso que dio por tierra con los ferroviarios y creó al sindicato más importante de la Argentina actual (por lo menos en términos de presencia política), el de los camioneros de Moyano, sólo puede culminar sin contradicciones en la conformación de una sociedad sin clases.

 

Notas

1Todas las citas del texto corresponden a Cena, Juan Carlos: El Ferrocidio, La Rosa Blindada, Rosario, 2003.

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