La lógica del enemigo. Los programas de la burguesía argentina y sus límites, 1955-1976

en Revista RyR n˚ 29

Por Gonzalo Sanz Cerbino – La transición política que se vive en la Argentina, con el triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales, ha puesto sobre la mesa una discusión central para todo revolucionario: cuál es el programa de la clase dominante. Mientras el gobierno se reclama “desarrollista”, sus críticos por izquierda lo acusan de “liberal”. Pero, curiosamente, los economistas liberales cuestionan el ajuste oficial por “tibio” y “gradualista”… Estas discusiones podrían saldarse si contáramos con un mayor conocimiento de la historia de la burguesía argentina, sobre todo para despejar falsas dicotomías. En este trabajo, intentaremos aportar a la discusión analizando los programas de la clase dominante local, en un momento crucial de su formación: el de la crisis orgánica que se desarrolló entre 1955 y 1976.


La transición política que se vive en la Argentina, con el triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales, ha puesto sobre la mesa una discusión central para todo revolucionario: cuál es el programa de la clase dominante. Mientras el gobierno se reclama “desarrollista”, sus críticos por izquierda lo acusan de “liberal”. Pero, curiosamente, los economistas liberales cuestionan el ajuste oficial por “tibio” y “gradualista”… Estas discusiones podrían saldarse si contáramos con un mayor conocimiento de la historia de la burguesía argentina, sobre todo para despejar falsas dicotomías. En este trabajo, intentaremos aportar a la discusión analizando los programas de la clase dominante local, en un momento crucial de su formación: el de la crisis orgánica que se desarrolló entre 1955 y 1976.

Este período se caracterizó por la exacerbación de la lucha de clases y una crisis política que nadie atinaba a encauzar. La raíz del problema se encontraba en la crisis de acumulación iniciada en los ’50. La caída de los ingresos provenientes de la renta diferencial de la tierra, que hasta ese momento habían impulsado la acumulación de capital, pusieron sobre la mesa la necesidad de un cambio de rumbo. Sin esos ingresos, se hacía difícil seguir sosteniendo a importantes capas de la burguesía industrial que sobrevivían merced a la protección del mercado interno. Tampoco había margen para seguir sosteniendo el nivel de vida de la clase obrera, cuyo símbolo eran las conquistas arrancadas al gobierno peronista. Los ingresos por exportaciones no alcanzaban a cubrir la demanda de divisas para importaciones ni los gastos del Estado. Los límites del esquema económico se manifestaban periódicamente con la crisis de balanza de pagos y los brotes inflacionarios. La contracción de los ingresos imponía la necesidad de un ajuste, pero era difícil encontrar al personal político que pudiera realizarlo. La crisis de acumulación devenía, de esta manera, en crisis hegemónica.

La situación no solo exacerbaba los enfrentamientos entre la clase obrera y la burguesía, sino también dentro de la propia clase dominante. Las interpretaciones más difundidas sobre el conflicto interburgués en esta etapa postulan la confrontación entre dos polos. En términos sociales, esta polarización ubica, de un lado, a la gran burguesía agraria e industrial, aliada del imperialismo (la oligarquía, los monopolios o las trasnacionales son algunas de las denominaciones que se utilizan); y del otro, a la burguesía pequeña y mediana, que expresaría intereses nacionales (y, para algunos, populares). En términos políticos, la división se expresaría entre peronistas y anti-peronistas; y en términos programáticos entre liberalismo y nacionalismo mercadointernista. El principal problema con estas interpretaciones es que pasan por alto que no son dos los programas de la burguesía, sino tres. Quienes analizan el proceso histórico sobre la base de la dicotomía expuesta suelen englobar bajo el mote de “liberales” a fracciones de la burguesía con intereses contrapuestos, que plantean dos estrategias diferentes para clausurar la crisis. El liberalismo argentino esconde, por lo tanto, dos programas. Y no se trata de una omisión menor, ya que el programa que se desdibuja es precisamente el de la fracción de la burguesía que logra imponerse en 1976, cerrando la crisis hegemónica y relanzando la acumulación de capital. Siguiendo estas caracterizaciones, la izquierda termina luchando contra un fantasma, ya que los defensores del “verdadero” liberalismo no tienen la capacidad de imponer su hegemonía. Pero lo que resulta aún más peligroso es que, en su combate contra molinos de viento, asumen los argumentos del enemigo, comulgando ideológicamente con aquellas fracciones de la clase dominante con capacidad hegemónica. 

El liberalismo agropecuario 

La apertura de la crisis orgánica encontró a la burguesía agropecuaria pampeana dividida. Esta división se veía reflejada en los alineamientos de las corporaciones que expresaban los intereses de sus diferentes capas. De un lado, encontramos a Federación Agraria Argentina (FAA), representante tradicional de las capas más débiles de la burguesía agropecuaria, arrendataria y propietaria. Tras ella solía alinearse la Confederación Intercooperativa Agropecuaria (CONINAGRO), representante del cooperativismo agropecuario que, a pesar de su heterogeneidad, se encontraba dominada hacia la década del ’50 por el mismo personal político que dirigía FAA. En la vereda de enfrente encontramos a la Sociedad Rural Argentina (SRA) y a Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), representantes de la burguesía terrateniente mediana y grande. La división del agro en dos bloques puede explicarse, sintéticamente, por dos elementos. En primer lugar, el histórico enfrentamiento entre terratenientes y arrendatarios por la apropiación de la renta agraria. El conflicto, que databa de principios de siglo, estaba muy presente desde la década del ’40 por la intervención estatal sobre el mercado de arriendos, con contratos prorrogados indefinidamente y montos de alquiler congelados. La caída del gobierno peronista reavivó el debate, porque se esperaba un pronto abandono de la intervención. Frente a la situación, se dibujaron dos posiciones: de un lado, FAA y CONINAGRO, bregaban por un abandono gradual de la intervención, que estableciera mecanismos para que los arrendatarios pudieran acceder a la propiedad de la tierra. La cuestión del acceso a la tierra tenía en el discurso de estas entidades una importancia cabal, de allí su consigna “la tierra para el que la trabaja” y sus coqueteos con una reforma agraria. Del otro lado, SRA y CRA aparecían asumiendo “la defensa irrestricta de la propiedad de la tierra”, negándose a cualquier salida que no fuera el inmediato fin de la intervención sobre el mercado de arriendos. Un segundo elemento que fomentaba la división era la diferente caracterización de la supuesta retracción de la producción agropecuaria en las décadas precedentes. Para FAA el problema radicaba en la existencia de grandes extensiones de tierras improductivas mientras se vedaba el acceso a ella a los “verdaderos productores”. La Sociedad Rural, por el contrario, ponía el acento en la falta de incentivos a la producción agropecuaria, en particular por los bajos precios recibidos como resultado de la intervención estatal en la comercialización o por el establecimiento de impuestos a la exportación. De allí se derivaba no solo la insistencia de FAA en garantizar el acceso de los pequeños productores a la tierra, sino también su aspiración a beneficiarse de una segmentación de la carga impositiva en su favor. Este tipo de conflictos era el resultado de una estructura agraria en la que la renta de la tierra era disputada entre terratenientes y arrendatarios, y de los efectos de las tendencias a la concentración de la producción que iban expulsando del campo a las capas más débiles de la burguesía. Sin embargo, esa estructura estaba mutando, y con ella cambiaría la forma que asumía la conflictividad agraria en la Argentina.

Los elementos que alentaba la división de la burguesía agropecuaria pampeana fueron desdibujándose a medida que la crisis de acumulación se desplegaba. El problema de los arriendos se resolvió con el fin de la intervención decretado en 1967, sin que se produjeran desalojos masivos de arrendatarios ni mayores conflictos. Es que para esa fecha los “arrendatarios puros” ya casi no existían. En los años previos al fin de la intervención muchos arrendatarios pudieron acceder a la propiedad de la tierra aprovechando las facilidades brindadas por el Estado. Muchos otros fueron expulsados por los terratenientes que lograban sortear las restricciones legales. Por esa razón, la Federación Agraria de fines de los ’60 ya no era una organización de arrendatarios, sino una dominada por pequeños terratenientes. Tampoco eran tan “chicos” como a principios de siglo, por efecto del proceso de concentración. A esto hay que sumar la creciente presión estatal sobre la renta de la tierra: la carga tributaria iba en aumento para compensar la reducción de los ingresos en medio de la crisis de acumulación. Ambos elementos contribuyeron a unificar a las diferentes capas de la burguesía agropecuaria en un frente común. La disputa por la renta de la tierra, que durante la primera mitad del siglo XX se procesó internamente, con el conflicto entre arrendatarios y terratenientes, iba dando paso, paulatinamente, a una nueva conflictividad agraria, en la que el conjunto de la burguesía rural (ya casi exclusivamente terrateniente), dirigía sus cañones hacia el Estado que disputaba con ella la ganancia extraordinaria derivaba de la mayor productividad de la tierra argentina.

Más allá de las posiciones encontradas entre ambos bloques, desde comienzos de los ’60 podemos observar una serie de confluencias que no resultaban anecdóticas. Ambos sectores, por ejemplo, coincidieron en denunciar los “desbordes” de los peones rurales, que protagonizaron un ciclo de huelgas en el sur de Santa Fe entre 1964 y 1966. Tanto FAA como SRA exigieron enérgicamente la intervención represiva del Estado para restablecer el orden en chacras y estancias. Otra coincidencia se dio en torno al reclamo por los ingresos de la burguesía rural: ambos bloques cuestionaron impuestos y retenciones, mecanismos a los que recurría el Estado para captar parte de la renta de la tierra. También coincidieron en exigir la devaluación del peso en momentos en que la paridad cambiaria afectaba sus ingresos, como en 1965 y 1966. No se privaron tampoco de denunciar que la contracara del avance sobre la renta era el aumento de los gastos estatales, cuya reducción reclamaron en más de una oportunidad. Estas coincidencias llevaron a ambos bloques a confluir en apoyo al golpe de estado de 1966, que prometía restablecer la rentabilidad empresarial y poner en caja a los sindicatos. Sin embargo, no tardaron mucho en ponerse a la cabeza de la oposición al gobierno dictatorial, cuando el ministro Krieger Vasena restableció las retenciones e impuso nuevos tributos al agro.1

La oposición a Krieger Vasena fue soldando los lazos entre las cuatro corporaciones agropecuarias pampeanas. Entre 1967 y 1970 no solo coincidieron las demandas, sino que se hicieron frecuentes los pronunciamientos comunes, la confluencia de dirigentes de los dos bloques en actos y asambleas, y los llamados a la “unidad del sector”. La unidad se alcanzó, finalmente, en una asamblea conjunta convocada por FAA, SRA, CRA y CONINAGRO, realizada los días 26 y 27 de octubre de 1970 en Rosario. Allí, los dirigentes de las cuatro corporaciones, secundados por cientos de delegados de todo el país, acordaron la conformación de un frente común. El compromiso asumido en la reunión de Rosario fue convocar a una nueva asamblea en noviembre, en Capital Federal, para formalizar la constitución del frente y votar un documento programático que resumiera las exigencias del campo. La nueva asamblea, realizada en el salón que la Sociedad Rural tiene en Palermo el 7 de noviembre, reunió a 10 mil productores de distintos puntos del país, en una de las convocatorias más numerosas de la burguesía agropecuaria en el período. Allí votaron la constitución del frente, denominado Comisión de Enlace, y se presentó el documento programático previamente elaborado, que fue aprobado por aclamación. El mismo, publicado y distribuido posteriormente entre los productores agropecuarios, llevaba por título “El campo y el desarrollo nacional. Conclusiones”, y la firma de las cuatro entidades que conformaron en Palermo la Comisión de Enlace: FAA, SRA, CRA y CONINAGRO. Este verdadero programa de la burguesía agropecuaria reproducía no solo la línea de intervención que se venía expresando en los reclamos comunes de la década del ’60, sino que fue la base de los reclamos que formularían las cuatro corporaciones, juntas o por separado, a distintos gobiernos en los años posteriores. Aunque la Comisión de Enlace terminó disolviéndose en 1973, y la burguesía agropecuaria se dividió frente al retorno del peronismo, las bases programáticas puestas por escrito en 1970 volvieron a aflorar en los reclamos de 1975, cuando estas corporaciones coincidieron nuevamente en un frente común. ¿Qué sostenía el documento suscripto por la Comisión de Enlace en 1970? Veamos.

El documento abría con un balance negativo de la situación económica, política y social del país, cuyo estancamiento se atribuía a la desidia expresada por los distintos gobiernos frente a la cuestión agraria. Señalaba que la evolución económica y social de la Argentina, especialmente desde la posguerra, no resultaba satisfactoria para ningún sector social. Ello sería el resultado de un grave error en la concepción del desarrollo y de la aplicación de políticas que, en todos los casos, habían contribuido a deteriorar progresivamente al sector agropecuario, estrangulando sus ingresos. Esto llevó al estancamiento del agro, que a su vez era la causa del estancamiento nacional. Esta concepción errada del desarrollo nacional se basaba en el criterio de que éste podría alcanzarse “mediante un fuerte proteccionismo, que posibilitara un rápido proceso de sustitución de importaciones”. Este diagnóstico, basado en la experiencia que siguió a la crisis del ’30, debió haber sido revisado en los años subsiguientes, y en particular a partir de la última posguerra. Quedaba claro así que sus objeciones se centraban en la política seguida por el primer gobierno peronista, y continuada, según esta lectura, por sus sucesores. Desde ese momento, la política económica argentina siguió fundada en estas concepciones erradas:

“En base a [ellas], se protegió al desarrollo industrial con aranceles que llegaron a significar efectivas prohibiciones para la importación. Al amparo de dicha protección, se desarrollaron algunas industrias con niveles de eficiencia relativamente bajos en comparación con los internacionales y con notorios defectos en el orden de la dimensión de las empresas.

Por su parte, por las razones apuntadas, se deprimieron las posibilidades de exportación [del agro], mediante la aplicación de tipos de cambio desfavorables o la imposición de altos tributos. Estas medidas, tenían un efecto indirecto de subsidio al consumo y al desarrollo industrial, mediante la artificial depresión de los precios de los productos agrarios.”2

De esta manera, la Comisión de Enlace sentaba una posición clara respecto a la crisis de acumulación que asolaba al país. El problema radicaba en la sucesión de gobiernos que diezmaron los ingresos y la rentabilidad del agro, el único sector competitivo, para proteger una industria incapaz de competir a escala internacional y, por lo tanto, de subsistir sin protección. A ello se sumaba el sostenimiento de un nivel de consumo “artificial” de las masas, financiado también con la riqueza “arrebatada” al agro. Su propuesta frente a una crisis en la que los ingresos por las exportaciones agropecuarias ya no alcanzaban para sostener los gastos resultaba terminante: había que dejar de sostener esa industria y reducir los ingresos de los trabajadores.

El documento continuaba con un recorrido histórico: a pesar de la sucesión de gobiernos de distintos signos políticos, el esquema se mantuvo, a excepción de períodos cortos que no modificaron la tendencia. Quizás atendiendo a la necesidad de conseguir aliados en el sector industrial, más adelante morigeraban lo que aparecía como un juicio terminante sobre esta actividad. Destacaban que su objeción no era hacia la industria en general, sino a la “falta de racionalidad en la concepción de la política industrial, así como los instrumentos puestos en ejecución para concretarla”:

“[…] La República Argentina debe orientarse hacia un modelo de economía que cuente con un nivel de protección para la industria nacional, establecido en el límite adecuado para que empresas debidamente dimensionadas, con una asistencia técnica correcta y bien administradas, puedan superar algunas desventajas que eventualmente el país pueda presentar para enfrentar la competencia de la industria extranjera en pie de igualdad, trabajando simultáneamente para removerlas.”3

La salvedad, sin embargo, no dejaba de resultar ambigua: ¿cuál sería el nivel de protección adecuado? Sobre todo viniendo de dirigentes que, poco antes, habían tildado de “marxistas” a funcionarios tan alejados de este tipo de ideas como Onganía y Krieger Vasena.4 A juzgar por los reclamos previos y posteriores a este documento, que siempre giraron en torno a reducir al mínimo la carga fiscal sobre el agro y recortar fuertemente los gastos estatales, la aclaración sobre los “niveles adecuados” de protección a la industria parece más una concesión destinada a ganar aliados que una concepción sincera. Si observamos lo que el documento tenía para decir de aquellos sectores de la industria que proveían al agro, el corazón de su propuesta se dibuja claramente. Allí objetaban el “alto costo” de los insumos agropecuarios, derivados de niveles de protección “irracionales” que condenaban al agro a pagar precios muy por encima de los internacionales, subsidiando a esa rama de la industria nacional. Exigían que esas industrias fueran adquiriendo una “capacidad competitiva que produzca la liberación de recursos actualmente transferidos por el agro como subsidios”, que el Estado, mediante la aplicación de herramientas promocionales (como el crédito o los impuestos) forzara la modernización de estos sectores, “desechando una estrategia de simple e irracional transferencia de ingresos”.

Entre los factores que contribuían a desfinanciar al agro, como anticipamos, se encontraba el excesivo nivel de gastos estatales. Durante los cuatro años de la Revolución Argentina, sostenía el documento, se deprimieron los ingresos del agro a fin de lograr una estabilidad macroeconómica que no se consiguió. El Estado absorbía un tercio del PBI con el agravante de una deficiente devolución en obras y servicios para la comunidad. La gestión estatal de empresas resultaba ineficiente, por ausencia de “responsabilidad empresarial y por la inevitable politización y burocratización de la administración.” “En lugar de reducir el gasto público, se lo ha aumentado con nuevos organismos burocráticos y nuevas aventuras de empresario que, en última instancia, siempre pagan los sectores productivos más eficientes de la población”, señalaban. La reducción del gasto público debía ser el eje de toda política de estabilización, para liberar recursos de los sectores improductivos hacia los más productivos (con el campo a la cabeza), lo que generaría un verdadero desarrollo económico.

En consonancia con esta posición, se expresó una fuerte crítica a la política fiscal, señalando que no debía tener una finalidad recaudadora como hasta ese momento, sino estimular una mayor producción y productividad agropecuaria. Demandaban una profunda reforma fiscal, discutida con los productores, que además de simplificar y evitar superposiciones de cargas, generara estímulos a la producción. En concreto, exigieron la eliminación del impuesto a las tierras aptas y las retenciones, aumento de los mínimos no imponibles y deducciones en réditos, entre otras cuestiones que apuntaban en la misma dirección: reducir sustancialmente la carga fiscal sobre la producción agropecuaria. Es claro que sin los recursos provenientes de estos tributos era imposible seguir sosteniendo una política de promoción industrial.

Señalaron también que cualquier programa de estabilización estaba condenado al fracaso si no se apoyaba en exportaciones crecientes que alejaran el peligro de la crisis de balanza de pagos. Esto implicaba una mayor producción de aquellos bienes que la Argentina elaboraba a costos internacionales, y que podía colocar en mayores cantidades en el mercado mundial. Casi en su totalidad, este tipo de productos eran de origen agropecuario. Y la única forma de conseguir estas metas era estimular al sector rural, por ello pedían elevar sus precios relativos. Sin mejores ingresos, no habría estímulo a la inversión y a la incorporación de tecnología que permitiera elevar la producción. Hasta el momento, señalaba el documento, se había hecho todo lo contrario: el agro habría llegado a una situación de gran deterioro por las políticas aplicadas, muchas de ellas sin coherencia y como reacciones coyunturales frente a ciertos problemas. Demandaban, por tanto, una política de desarrollo agropecuario, basada en la rentabilidad de las explotaciones, la participación de las entidades en la elaboración de tal política y la jerarquización de la Secretaría de Agricultura convirtiéndola en Ministerio.

En este punto, la Comisión de Enlace asumía un balance de la crisis inexacto: el problema de la Argentina no era la “descapitalización” del agro por la falta de incentivos. En paralelo a la crisis de acumulación, el agro multiplicó su producción, sus rendimientos y los saldos exportables, sobre la base de la incorporación de innovaciones tecnológicas o productivas tales como las semillas híbridas, el cultivo de segunda, la mayor tecnificación y el aumento en el uso de fertilizantes y herbicidas. Es decir, que el agro no se descapitalizaba, sino todo lo contrario. Era lógico que así fuera, ya que los ingresos que el Estado se apropiaba provenían de la renta, no de las ganancias que necesitaba la rama para su normal reproducción. Pero mientras el agro aumentaba el volumen de sus exportaciones, la crisis de acumulación se profundizaba. Es que aunque se producía más, la renta se reducía, y el peso de la estructura que debía sostener sobre sus hombros aumentaba día a día. La renta diferencial de la tierra ya no alcanzaba para seguir impulsando la acumulación de capital. El problema, entonces, no era que la burguesía agropecuaria se fundía, sino que no quería resignar una renta diferencial que consideraban propia, y sobre la que el Estado avanzaba en forma creciente para compensar los efectos de la crisis. Las demandas del agro implicaban, claro, reducir las transferencias a la industria, los gastos estatales y los “subsidios al consumo”. La clase obrera y la burguesía industrial se convertían así en las variables de ajuste para resolver la crisis.

El documento reseñado sintetizaba los planteos que las cuatro entidades venían expresando desde hacía por lo menos cuatro años. Es decir, constituye el programa del conjunto de la burguesía agropecuaria pampeana. Incluso de los “chacareros” de Federación Agraria, una entidad que ha gozado de mejor prensa que la Sociedad Rural, que gusta posar de democrática y popular. El corazón del programa era la defensa de una riqueza social que la burguesía agropecuaria consideraba propia. La oposición a todos los mecanismos establecidos por el Estado para apropiarse de la renta agraria y distribuirla hacia otros actores sociales. En su concepción, una política que sustrajera parte de los ingresos del agro para destinarlos a subsidiar la industria o el consumo de las masas urbanas, terminaba liquidando al único sector capaz de impulsar el desarrollo nacional, condenándolo al estancamiento y con él, a todo el país. La política que postulaban apuntaba a evitar este tipo de transferencias del agro a la industria, haciendo que los productores agropecuarios percibieran el “precio lleno” por la exportación de sus productos, que los impuestos se redujeran al mínimo y sean iguales para todos los sectores (sin “discriminaciones”). Por eso exigían una mayor racionalización del aparato estatal y el saneamiento de la industria nacional, que eliminara progresivamente a los sectores ineficientes. Esa era la forma concreta que adquiriría el “restablecimiento de la rentabilidad de la explotaciones agropecuarias”: concentración y centralización del entramado industrial, cierre de toda industria incapaz de competir sin protección y subsidios (es decir, eliminación de capital sobrante), achicamiento del Estado, desocupación y bajos salarios.

Se trata del programa que tradicionalmente se ha identificado con el “liberalismo”, aunque es claro que una política como la propuesta no podía prescindir por completo de la intervención del Estado: su aplicación demandaba reforzar al máximo los mecanismos represivos para ahogar la conflictividad social que desencadenaría. Se trata, además, de una política que no puede suscribir ninguna capa de la burguesía industrial, ya que, como veremos, ninguna estaba en condiciones de prescindir de la tutela estatal. Ni siquiera la Unión Industrial Argentina (UIA), a la que con cierta liviandad se le suele achacar también el mote de “liberal”. Es, a su vez, un programa profundamente antiobrero, ya que postula revertir la crisis de acumulación mediante un brutal sinceramiento de la población sobrante, atacando los mecanismos destinadas a contenerla: los gastos sociales del Estado, el empleo público y los subsidios a la industria mercadointernista. Por estas mismas razones es un programa políticamente inviable, que no fue hegemónico ni siquiera durante las dictaduras del ’66 y el ’76 (cuya política el sector agropecuario terminó cuestionando), ya que no podía cosechar ningún tipo de apoyo por fuera de la burguesía agropecuaria. 

El programa de liberación nacional 

Otro de los programas con que intervino la clase dominante en la crisis postulaba la defensa del mercado interno, que sería encabezada por una alianza entre la industria nacional mercadointernista y la clase obrera, enfrentando los intereses del capital trasnacional, la “oligarquía” y los “monopolios”. Este programa fue formulado por el grupo de dirigentes corporativos que mantuvo la conducción de la Confederación General Económica (CGE) desde su constitución en 1952 hasta su desaparición en 1976. El grupo estaba encabezado por José Ber Gelbard, un empresario de origen polaco que amasó fortuna con el comercio en el interior del país y que, entre otras empresas, llegó a tener una participación importante en la productora de neumáticos FATE y en Aluar, dedicada a la producción de aluminio. Los secundaban Julio Broner, dueño de Wobron, una de las autopartistas más importantes en los ’70; Idelfonso Recalde, empresario textil; e Israel Dujovne, de la construcción.5 Bajo su ala se agrupaba buena parte de la burguesía industrial más débil, cuya acumulación se circunscribía al mercado interno. El programa despertaba también simpatía en los capitales industriales más débiles nucleados en la Unión Industrial Argentina. Aunque tras el golpe del ’55 la relación entre el pequeño capital industrial nucleado en la CGE y una UIA dominada por industriales de mayor tamaño estaba quebrada, el desarrollo de la crisis de acumulación y, sobre todo, la apertura de un proceso revolucionario en 1969, lograría acercarlos.

Tras el golpe del ‘55, la UIA, que había sido intervenida bajo el peronismo, recuperó su personería gremial. La CGE, por su afinidad con el gobierno depuesto, fue intervenida, investigada y terminó siendo disuelta por decreto en diciembre de 1955.6 La división entre ambas corporaciones giraba en torno a la reivindicación o el rechazo de la política asociada al peronismo. Mientras que la UIA tendía a ubicarse en el polo que cuestionaba el intervencionismo estatal y las políticas que elevaban el costo de la fuerza de trabajo (que caratulaban de “populistas”), la CGE las defendía. Con el fracaso de la “Revolución Libertadora”, que asolada por la “resistencia peronista” debió convocar a elecciones, la fractura de la burguesía se reactualizó. El candidato electo, Arturo Frondizi, de la Unión Cívica Radical Intransigente, alcanzó el triunfo con el apoyo del peronismo proscripto. Su plataforma política, buscando seducir a ese sector del electorado, recuperaba elementos del programa peronista. Se basaba en la “Declaración de Avellaneda”, aprobada por un sector del radicalismo en 1945. Ese programa se pronunciaba a favor de fomentar el desarrollo industrial y proyectaba la nacionalización de las fuentes de energía, los servicios públicos y los “monopolios extranjeros”. Prometía también el fin de las proscripciones y la legalización de los sindicatos.7 El retorno a la escena política de los “proscriptos” de 1955 puso en alerta a los sectores “anti-populistas”. Una de las medidas que se descontaba tomaría Frondizi era la restitución de la personería jurídica a la CGE, cosa que hizo a poco de asumir, en junio de 1958. Quienes manifestaron su descontento a esta medida conformaron, en julio 1958, la Acción Coordinadora de Instituciones Empresarias Libres (ACIEL), una alianza entre la industria de mayor tamaño (la UIA y la Cámara Argentina de Comercio) y la gran burguesía agropecuaria (SRA y CRA). ACIEL venía a combatir la reedición del bonapartismo, como dejaba en claro el discurso que el presidente de la UIA brindó en la ceremonia de presentación de la flamante entidad:

“Si el Estado va más allá de su función tutelar de los intereses generales del país, si desciende de los altos planos de la orientación económica y se pone a discernir lo que debe hacerse o no debe hacerse, lo que debe ganarse de lo que debe perderse, lo que debe saberse de lo que debe ignorarse, se colocará en el camino que lo llevará por el camino de los errores, de la corrupción, de la tiranía y de la ruina. La experiencia nos muestra que no hay lugar en el mundo para la economía mitad estatal, mitad libre.”8

Sin embargo, la comunión entre los intereses agropecuarios e industriales no era tarea fácil. Ya hemos visto que el programa agropecuario no tenía mucho que ofrecer a una industria que, más allá de su tamaño, no podía dejar de depender de las transferencias de renta para subsistir. Esta alianza se rompía apenas lograba alcanzar el poder, ya que los programas de la industria y el agro eran mutuamente excluyentes. Esta es una de las claves de la ruptura de ACIEL en 1972, y del acercamiento entre los industriales que culminó en la fusión de la UIA con la pata industrial de la CGE para dar forma a la Confederación de la Industria Nacional Argentina (CINA). Frente a la recesión interna y la necesidad de realizar concesiones para contener el ascenso de la lucha de clases, los capitales más débiles dentro de la UIA iniciaron una rebelión en ese año. Seducidos por las promesas de la CGE, viables no solo por el inminente retorno de Perón sino también por la tendencia al aumento de los precios internacionales agrarios, estos capitales impulsaron la ruptura de la dirección de la UIA con ACIEL para iniciar un camino de acercamiento al peronismo. Ante el aumento de la masa de renta de que podía disponer un futuro gobierno, la tentación de apoyar un programa que prometía subsidios y protección a la industria era grande. De esta manera se robusteció la alianza que llevó a Perón al poder y a Gelbard, el principal representante del programa de liberación nacional, al Ministerio de Economía. Así, se puso a prueba por la positiva el programa de los capitales industriales más débiles. Como veremos, el resultado fue un gran fracaso.

El programa de liberación nacional despertaba también simpatías dentro de la clase obrera. La influencia del peronismo sobre el proletariado es prueba de ello, por derecha de la mano de la burocracia sindical nucleada en la CGT o por izquierda de la mano de organizaciones como Montoneros, las FAR o el Partido Comunista. Sin embargo, la relación entre la burguesía mercadointernista y una clase obrera reformista no resultó idílica. Contradiciendo la visión que la CGE supo construir de sí misma, comprada por casi todos los intelectuales que escribieron sobre ella, la relación de la “burguesía nacional” con los sindicatos peronistas tuvo importantes vaivenes y no siempre fue armónica. La alianza entre la CGE y la CGT, que se articulaba sobre la base de defender un valor de la fuerza de trabajo capaz de dinamizar el mercado interno, solo se articuló intermitentemente. Bajo la presidencia de Illia, por ejemplo, aunque la CGE fue casi la única corporación empresaria que apoyó (tibiamente) las tomas de fábricas encabezadas por la CGT en 1964, ese respaldo fue retirado hacia 1966, cuando la caída de la tasa de ganancia industrial impuso la necesidad de ajustar cinturones. A comienzos de ese año, la CGE se opuso a los controles de precios para contener la inflación, una medida que había apoyado en el pasado y volvería a apoyar en el futuro. También se opuso, coincidiendo con el conjunto de la burguesía, a la reforma de la Ley de Contrato de Trabajo, alegando que por la crisis, las empresas no podrían afrontar la actualización de los topes indemnizatorios y otras mejoras en la situación de los trabajadores. La reforma, finalmente vetada por el Ejecutivo, desató la reacción de la CGT, que convocó a medidas de fuerza en las que se produjeron algunos incidentes. La CGE, en un giro respecto a su posición de 1964, salió a rechazar la medida y exigió, en una carta pública, que la CGT tomara distancia de los “hechos de violencia”, a los que calificaba de “delitos comunes”. La respuesta de la central obrera ponía en evidencia que la CGE no dejaba de estar a la derecha del más rancio de los burócratas sindicales:

“El secretario de la CGT, después de haber tomado conocimiento de su nota del 10 de junio del corriente año, ha resuelto responderla en los siguientes términos:

1°.- Que toda organización social que asume una actitud y una forma de lucha determinada, debe contar por anticipado con las inevitables derivaciones que la misma presupone, desde que se trata de lucha.

2°.- Que en la lucha de la clase obrera, las expresiones de violencia verbal o material suelen ser inevitables, pero que en el fondo de las mismas siempre hay un elemento permanente: la indignación o la rebelión de los trabajadores ante la injusticia. Al obrero suspendido o desocupado, al que no alcanza a llevar a su hogar los recursos para la subsistencia, al miembro de comisión interna expulsado de su trabajo por su actividad sindical, no se le puede pedir resignación o pasividad.

3°.- Los trabajadores argentinos, por su conciencia social y nacional –de las que han dado pruebas muy evidentes- no pregonan ni incitan a la violencia. Pero no pueden condenarla cuando ella es la eclosión del dolor y de la injusticia: condenarla, sería condenarnos a nosotros mismos.

4°.- La CGE, cuya ‘vocación por el diálogo pacífico, elevado y constructivo’ conocemos a través de distintas oportunidades, no puede exigir de nosotros ‘un pronunciamiento enérgico y categórico de condena de estos procedimientos’, pues ella misma ha sufrido, como organización gremial empresaria, la violencia, la intervención, el saqueo de sus caudales y la exclusión de sus dirigentes en épocas muy cercanas.”9

Con este giro, la CGE no podía hacer más que confluir, junto al resto de las corporaciones burguesas, en el apoyo al golpe de estado de 1966. No solo eso: el primer ministro de Economía de Onganía, Néstor Salimei, dueño de la alimenticia Sasetru, era miembro de la CGE. Y no fue el único funcionario que aportó la Confederación al gobierno dictatorial.10 La relación con el movimiento obrero no se recompuso hasta 1970, cuando las nuevas circunstancias abiertas por el Cordobazo habilitaron la resurrección de la alianza peronista. Sin embargo, esta historia no tiene un final diferente a la de 1964-1966. A fines 1975, cuando un nuevo rebrote de la crisis volvió a poner sobre la mesa la necesidad de descargar el ajuste sobre los explotados, las bases de la CGE rompieron con sus dirigentes para sumarse a la alianza golpista, que entre otras cuestiones postulaba acabar con la indisciplina laboral fomentada por una legislación permisiva, aumentar la productividad (es decir, la explotación) y erradicar la “guerrilla fabril”.11 Como vemos, los empresarios partidarios del programa de liberación nacional solo defendían “intereses populares” o “democráticos” cuando les convenía.

Pero, ¿cuáles son las bases de este programa? A continuación intentaremos reconstruir sus puntos centrales, recurriendo al libro La revolución industrial argentina, que el dirigente y ex presidente de la CGE Julio Broner escribió junto al ensayista Daniel Larriqueta.

Editado en agosto de 1969, el libro de Broner y Larriqueta debe inscribirse en la ofensiva la burguesía mercadointernista abierta tras el Cordobazo para imponer su salida a la crisis de acumulación, que culminaría en el retorno de Perón. Según el prólogo, el libro tiene por objeto “reunir […] las principales estrategias para una política industrial y económica argentina de contenido estrictamente nacional.” Caracterizaba que “Argentina está en plena Revolución Industrial. Las tareas del futuro se orientan a completar y consolidar dicha Revolución”.12 El texto proponía una estrategia de desarrollo industrial autónomo, por contraposición a estrategias que acentuarían la “dependencia”. Esto puede observarse en las conclusiones, en las que afirmaban que en su propuesta “las metas del crecimiento material son tributarias de la meta principal de afianzar para el país el ejercicio pleno de su libertad de decisión” (p. 155). En contraposición, quienes pretenden el retorno a una “Argentina agraria”, propondrían “políticas económicas muy peligrosas para la preservación de la autonomía en las decisiones argentinas” (p. 155). La contradicción quedaba reducida entonces a dos opciones: nación o colonia. Por eso, “si utilizamos modelos y políticas económicas que busquen la prosperidad material a cualquier precio, corremos el riesgo de convertir al país en una colonia rica”. Sus propuestas, en cambio, “se engarzan en esta concepción ideológica del desarrollo material como parte del fortalecimiento de la Nación” (p. 156). He aquí el núcleo de su posicionamiento, y la razón por la que decidimos denominar a este programa de “liberación nacional”.

El libro comenzaba con una reconstrucción de la historia económica del país, que funcionaba como base de sus propuestas de desarrollo futuro. A principios del siglo XX en la Argentina predominaba la actividad agropecuaria, y la industria apenas tenía un papel complementario. La “estrategia de desarrollo” correspondiente a ese esquema era el de una “economía abierta”. En ese momento tal estrategia era el resultado de una correlación de fuerzas: “la Argentina era relativamente débil para determinar una política agresiva de especialización”. Por eso se eligió una especialización productiva basada en satisfacer la demanda internacional con productos agropecuarios, mientras que las manufacturas se importaban. Este esquema, como señalamos, acentuaba la dependencia: “la estrategia de economía abierta trasladó buena parte de la capacidad de decisión a los mercados exteriores […] De tal forma, las decisiones sobre los rumbos del desarrollo económico argentino fueron tomadas fuera de las fronteras nacionales” (p. 9). Eso implicaba “la pérdida de control en las decisiones políticas, debida a su traslado al mercado internacional” (p. 10). La crisis del ’30 introdujo “perturbaciones” e “inequidades” en el funcionamiento de este esquema, y el país debió buscar una nueva estrategia de desarrollo. Así, desde mediados de la década del ’30, la industria “se convierte en el factor más dinámico de la actividad productiva”. Entre 1935 y 1965 “la vitalidad de la economía industrial sostendrá el crecimiento económico del país” (p. 13). El desarrollo de una industria sustitutiva de importaciones constituía un punto de quiebre en la historia argentina, no solo por su importancia como motor económico, sino sobre todo porque permitía al país avanzar por el camino de su independencia política y económica. Por esa razón, los autores cuestionaban las explicaciones que achacaban a esa industria sustitutiva las penurias por las que atravesaba la economía argentina.

Cuestionaban, por ejemplo, la idea de que para la Argentina “las ventajas comparativas principales sólo se encuentran en la producción agraria pampeana”. Esa idea no sería más que un mito creado al calor de la “estrategia de desarrollo” seguida a principios de siglo (p. 10). También discutían contra aquellos que comparaban el desarrollo industrial local con el de otras naciones a partir de criterios como la eficiencia, los costos o los precios, para llegar a la conclusión de que la crisis de acumulación era el resultado de una industria incapaz de sostenerse por sí misma. Los “altos precios” de las manufacturas argentinas serían otro mito a desterrar, ya que por efecto de las políticas de subsidio y fomento a las exportaciones en los países desarrollados, los precios internacionales no podían tomarse como parámetro de comparación. Serían precios de dumping. De esta manera justificaban la protección aduanera que recibía la producción industrial local: no sería otra cosa más que barreras anti-dumping. Sin embargo, los autores debían conceder que en algunas industrias existían precios internos superiores a los internacionales. Pero se trataría solo de las industrias “dinámicas”, que al tener un desarrollo reciente, todavía no alcanzaban niveles de competitividad internacional. Eso no significaba que no debieran ser protegidas: por la significación que tenían para el desarrollo industrial del país, la protección debía mantenerse (pp. 15-19). En última instancia, descartaban cualquier tipo de comparación internacional que tomara como variables los precios, la eficiencia o los costos, poco convenientes a la hora de defender la industria local. En su propuesta de desarrollo “hacia adentro”, donde el objetivo era la “independencia económica”, poco importaba cómo produjeran otras naciones.

Lo mismo sucedía con el concepto de “eficiencia”. La clave radicaba en no comparar dos “fotos”, sino observar el proceso: hacia dónde se dirigía la industria nacional. Es decir, que había que tomar la eficiencia como “un concepto que se refiere al conjunto de la vida económica de la Nación”. En este sentido,

“la reducción de los precios industriales es una meta atendible en el corto plazo para aquellos productos que se quiere destinar a la exportación. Pero en las ramas o productos industriales en que se está llevando una política industrial de fondo, asentada en la sustitución de importaciones, la integración vertical o el desarrollo regional –por no mencionar sino algunos objetivos atendibles-, la cuestión de los precios sólo puede tener alguna significación en el largo plazo” (pp. 163-164).

Consecuentemente, tampoco resultaba un problema del que preocuparse el hecho de que la Argentina tuviera costos industriales altos en relación a los internacionales:

“Nuestros costos tendrán que seguir siendo durante un tiempo indefinidamente mayores que los de otros países especializados en estas industrias básicas o con un gran desarrollo del mercado, así como esos países solventan costos abrumadoramente mayores que los de la Argentina en la producción de bienes industriales y agropecuarios en que nuestro país lleva ventajas” (p. 164).

Como el problema no radicaba en esa industria que demandaba permanentes transferencias de ingresos para sostenerse, en un contexto en el que las fuentes de financiamiento se agotaban, Broner y Larriqueta llamaban a los argentinos a no encandilarse “por esquemas simplistas que proponen desarrollos a partir de una asociación desventajosa con intereses no nacionales, ya por vía de una apertura excesiva de la economía argentina a través del comercio exterior o mediante transferencia de los proyectos nacionales al capital y el control extranjeros” (p. 25).

Este tipo de lecturas, señalaban, constituían una “trampa ideológica” que llevaba a “la pérdida del control nacional sobre los centros vitales de la política económica”. Por eso, el crecimiento del país debía seguir apoyándose en “una vigorosa expansión industrial en todos los campos”. ¿Pero si la industria es “el gran logro de la Argentina contemporánea”, qué explicación encontraban a la crisis de acumulación y cuál era su propuesta para superarla? La miraba, según los autores, debía posarse en el “retraso agropecuario”, que constituía un “factor limitante” para el desarrollo nacional.

El “retraso” de la producción agropecuaria con destino de exportación, que dataría de la década del ’30, aparecía como el gran problema nacional, que explicaba la crisis. Si entre 1935 y 1955 no se hicieron sentir las consecuencias económicas de ese “retraso”, sus efectos perniciosos aparecieron vívidamente luego del golpe de estado contra Perón: “desde este año en adelante la debilidad de la oferta agraria pampeana […] se ha convertido en una amenaza cierta para los programas de expansión industrial y económica” (p. 28). Esto se debía a que este retraso en el sector que producía “el grueso de los bienes exportables”, afectaba el desarrollo de la industria, cuya expansión requería crecientes niveles de importación de materias primas, insumos y maquinaria:

“A fines de la década de 1950-59 las necesidades de importación de la Argentina se aproximan a niveles sustancialmente mayores que la capacidad de compra ofrecida por las exportaciones tradicionales. En ese momento, período de las continuas y bruscas devaluaciones del peso y fuerte ritmo de endeudamiento exterior, la crisis por el retraso agrario pampeano se hace presente con toda su virulencia. La incapacidad del sector rural para ofrecer excedentes exportables en el volumen adecuado cuestiona toda la estrategia de desarrollo del país” (p. 29).

A esto se sumaba que la oferta de productos agrarios no alcanzaba tampoco a sostener el consumo interno. Entonces, “la oferta actual de productos agrarios pampeanos, que se mantiene prácticamente en los niveles de los años treinta, no es suficiente para satisfacer las necesidades críticas de la economía argentina.” La solución a este problema, no radicaba en mejorar los precios, como sostenían los representantes corporativos de la burguesía rural. Por el contrario, la escasez de la oferta agropecuaria en los últimos años habría generado aumentos en los precios de los alimentos, siendo esta la causa principal de la inflación. Esos aumentos de precios no solo no incentivaron una mayor producción, sino que gravitaron negativamente sobre la industria, aumentando el costo de la mano de obra y reduciendo la capacidad de consumo de la población que retrajo la demanda industrial (pp. 32-33). Si el problema no eran los precios, ¿a qué se achacaba la “retracción” agropecuaria? Para los autores el problema era estructural. El monopolio de la tierra derivado de la irreproductibilidad del bien, combinado con el “esclerosamiento en el régimen de tenencia”, vedaba el acceso a la tierra a los “productores más eficientes”:

“Esto impide que los productores más eficientes puedan entrar al proceso productivo con la misma facilidad con que pueden hacerlo, por ejemplo, en el régimen productivo industrial. A medida que la estructura monopólica del sector rural se consolida los precios de la tierra tienden a subir impidiendo la entrada de nuevos productores en condiciones razonables de competencia. Todo este proceso económico se apoya, además, en pautas sociales y culturales tales como la que establece que lo último de lo que debe desprenderse el productor rural es de una parte o la totalidad de su campo, aunque esté inculto” (p. 40).

El balance coincidía, en este punto, con el sostenido por las capas más débiles de la burguesía agropecuaria nucleadas en FAA, en los momentos en que se intensificaban sus contradicciones con la “oligarquía”. Esto permitió el acercamiento de FAA al programa de liberación nacional en ciertas coyunturas. En 1958, momento en que tanto la CGE como FAA coincidieron en apoyar a Frondizi. En 1968, cuando FAA se integró a la CGE, o en 1972, cuando tanto la CGE como FAA operaron para salir de la crisis de régimen con un retorno al esquema bonapartista. Estos acercamientos pueden explicarse por razones políticas: la presión de las bases de FAA ante la expulsión de chacareros del campo (1958) o el temor al desborde revolucionario (1972). Pero también se explican por motivos económicos: los chacareros, siempre al borde de la expulsión del campo por efecto de la concentración productiva, se veían seducidos ante la promesa de una segmentación de la carga impositiva que gravaría más fuertemente a la “oligarquía”.

Aunque Broner y Larriqueta no abundan en las recetas que permitirían revertir el “retraso agrario”, sí mencionan la importancia que adquiría un instrumento impositivo muy en boga en ese momento, el impuesto a la renta potencial de la tierra, que gravaría a las tierras según su productividad potencial, desalentando la tenencia de predios incultos o deficientemente explotados. Incluso la CGE llegó a coquetear, como FAA, con una reforma agraria. Esta fue una de las propuestas incluidas en los documentos programáticos elaborados en 1972 junto a la CGT, que prefiguraron el Pacto Social de 1973.

Como se desprende de lo analizado hasta aquí, su propuesta para la industria consistía en brindar, sobre la base de los mayores ingresos que se obtendrían por las exportaciones agropecuarias, una protección amplia que dé cobijo a todas las capas de la burguesía manufacturera. Por esa razón, el texto analizado defiende las políticas industriales del período 1946-1955, e incluso la continuidad de esa “preocupación” por sostener el proceso de sustitución de importaciones de los gobiernos que siguieron al golpe del ‘55 (p. 43). Sin embargo, en la Argentina de 1969 había más de una “estrategia de desarrollo industrial” en discusión.

El programa de liberación nacional se diferenciaba de otras estrategias de desarrollo industrial al centrar su propuesta en el abastecimiento del mercado interno, en lo que denominan el crecimiento “hacia adentro”. Planteaban que en la Argentina existía una demanda potencial no desarrollada, a la que se debían incentivar promoviendo la radicación de polos industriales y un mayor consumo en el interior del país (p. 63). Esta era la única forma en que podía resultar compatible la idea de un mayor desarrollo industrial sin preocuparse por los costos o la eficiencia: la industria que defendían Broner y Larriqueta solo podía expandirse en los estrechos límites del mercado interno. Por esa razón, los autores cuestionaban por inviables las estrategias de expansión industrial que proponían como base las exportaciones. La industria argentina no podría exportar en una magnitud suficiente para impulsar el desarrollo industrial, sostienen, ya que no hay una situación de demanda insatisfecha en el mercado mundial (p. 64). No se considera, por supuesto, que la industria argentina pueda alcanzar una inserción internacional sobre la base de mejores costos. Una estrategia orientada al mercado externo implicaría dejar librado a su suerte a buena parte del entramado industrial, al tiempo que acentuaría la “extranjerización” y la “dependencia”. Así como los representantes del liberalismo agropecuario, “partidarios de una estrategia llamada de economía abierta”, presuponen que “la Argentina debe disminuir o incluso retrotraer el proceso de sustitución”, lo mismo se encuentra implícito en las propuestas que postulan un desarrollo industrial orientado hacia la exportación. Quienes suponen que el país “debe optar por alguna forma de especialización industrial […] y concentrarse en el desarrollo de algunas ramas industriales con vistas a participar muy activamente en el mercado mundial”, limitarían las posibilidades de crecimiento del país y lo condenarían a nuevas formas de “colonialismo”. Este esquema era cuestionado como una variante moderna de la vieja “especialización agraria”, que presupondría dependencia, y que no tendría en cuenta que el desarrollo industrial de la Argentina de 1969 permitiría pensar en un “economía industrial integral”, y no limitarse a “un reducido destino de especialistas” (pp. 47-48).

El programa de liberación nacional planteaba, entonces, una política de sustitución industrial integral, que utilizara como criterio para la promoción de inversiones no la eficiencia o la capacidad de producir a costos internacionales, sino la existencia de demanda interna suficiente:

“Los costos fabriles no serán tan bajos por cierto como los del país monoproductor o de la gran potencia industrial que se haya dedicado específicamente a la exportación de ese artículo, pero serán lo suficientemente bajos como para justificar la instalación de la fábrica nacional” (pp. 48-49).

Se posicionaban, a su vez, contra la “desnacionalización” de la industria local, un fenómeno que atribuían a la política económica seguida a partir de 1967 y que sería una de las consecuencias implícitas de la aplicación de los programas rivales. Por el contrario, con el programa de liberación nacional, “las metas políticas corresponden a la necesidad de preservar el control argentino en tres sectores clave: financiamiento, tecnología y conducción empresaria” (p. 158).

Los autores no solo hacían una defensa del capital industrial nacional frente al extranjero por motivos políticos (superar la “dependencia”), justificando incluso su ineficiencia. También hacían una defensa de las pequeñas y medianas empresas, intentando mostrar sus supuestas ventajas. Aunque reconocían que las economías de escala y la reducción de costos unitarios alcanzados por las empresas de gran tamaño eran un elemento central para explicar su dominio del mercado, señalaban que eso solo podía darse en países con características excepcionales (un gigantesco mercado interno), como EE.UU. A su vez, postulaban que la escala no sería el único elemento importante para dominar un mercado. La primera ventaja con que contarían las pymes sería su capacidad excepcional para incorporar avances tecnológicos. Según los autores, esta sería una ventaja decisiva frente a las grandes empresas, que no tendrían capacidad de reacción rápida frente a los cambios y se encontrarían “esclerosadas”. La “pesadez característica de la gran corporación” es “inevitable en la organización monopólica”. O sea, nos encontramos ante un argumento típico contra las supuestas desventajas de los “monopolios” y la concentración del capital. El dominio del mercado y la ausencia de presión competitiva, llevan a descuidar la “innovación” (p. 146).13

Además de este argumento, que resultaba central, los autores agregaban otros que demostrarían las ventajas (y la necesidad de proteger) a las pequeñas y medianas empresas. Una de ellas era la posibilidad de “especialización”: resultaba más eficiente una pyme produciendo autopartes para varias terminales, que cada terminal produciendo sus propios componentes. Aunque el argumento puede resultar válido, resulta contradictorio con la defensa, presente en este mismo texto, de las políticas del “compre nacional” por las que se obligaba a las empresas terminales a abastecerse de cierta cantidad de componentes nacionales, restringiendo la importación (pp. 105 y 186). Otro argumento en favor de las pymes es que el tamaño del mercado local no soportaba más que empresas de pequeña o mediana dimensión. Este argumento solo puede resultar cierto si, como plantean los autores, se descarta de plano competir en el mercado mundial. El último argumento, muy difundido incluso en nuestros días, es que las pymes generan puestos de trabajo, algo esencial en un país como la Argentina, que necesitaría generar empleos a un ritmo similar al del crecimiento vegetativo de su población. Este objetivo solo podría alcanzarse de la mano de las pymes, cuya demanda de brazos es relativamente superior al de las grandes empresas capital-intensivas. Es decir, para los autores es mejor producir bienes caros, utilizando mucho trabajo, que producir bienes baratos con poco trabajo. Un culto de la ineficiencia, insostenible, para maquillar los límites del capitalismo argentino, que empezaba a encontrar dificultades para dar un empleo productivo a los recursos existentes.

Los autores se ocuparon también de señalar cuáles serían los instrumentos para impulsar un desarrollo industrial sostenido sobre la base de empresas pequeñas e ineficientes que no podían trascender el mercado interno. Es obvio que la receta no puede ser otra que multiplicar la protección y los subsidios.

En síntesis, el trabajo reseñado presenta mil y un argumentos, algunos muy fácilmente rebatibles, por los cuales sería necesario seguir sosteniendo a todo el universo de la pequeña y mediana industria nacional mercado internista, que vivía de subsidios y protección por su incapacidad de competir en el mercado mundial. El texto, a su vez, se planta decididamente a enfrentar a los programas rivales. Se pronuncia contra los partidarios de un ajuste en toda la regla, que eliminaría todo el capital sobrante para dejar en pie solo a aquella burguesía capaz de competir en el mercado mundial (el liberalismo agrario); pero también contra quienes postulaban un ajuste que no avanzara contra toda la industria, ya que había que seguir sosteniendo a aquella con una escala suficiente como para aspirar algún día a conquistar posiciones en los mercados externos (el liberal-desarrollismo, que abordaremos a continuación). Ahora, el programa de liberación nacional se enfrentaba a un límite estructural, que la dinámica de la economía argentina imponía a su propuesta: ¿cómo seguir sosteniendo ese entramado industrial si la renta de la tierra, es decir, los dólares que ingresaban por las exportaciones agropecuarias, ya no alcanzaban? He aquí el principal problema con el programa postulado por las capas más débiles de la burguesía industrial. La solución propuesta consistía en forzar a la burguesía agropecuaria a aumentar su productividad. El diagnóstico se asentaba en el supuesto, no demostrado, de que el agro tenía una capacidad no aprovechada de expandir su producción a un nivel capaz de sostener la creciente demanda de recursos por parte de la industria. Que el agro argentino estaba dominando por productores ineficientes, tenedores de campos “incultos” o que producían menos de lo que potencialmente podrían. O sea, que en el campo argentino no contaba con una verdadera burguesía, que dominaban en él relaciones precapitalistas. Ya hemos discutido esta caracterización errada del agro pampeano en otro sitio14, así que no abundaremos. Lo que es cierto es que el agro pampeano, en los ’60 y ’70, lejos de encontrarse estancado, mostraba un gran dinamismo. La evidencia histórica contradice así los supuestos de la tesis sobre la que se asentaba el programa de liberación nacional.

Durante la década del ’60, la producción agrícola pampeana se incrementó en un tercio, recuperando luego de casi 20 años de “estancamiento”, el nivel alcanzado en las décadas del ‘20 y del ‘30. En los ’70 se produjo un vertiginoso incremento de la producción, con un aumento del 60%. Se asistió a un aumento del área sembrada, pero principalmente, a un aumento de los rendimientos. La producción de granos creció 2,5 veces entre los quinquenios 1960/61-1964/65 y 1982/3-1986/87, al pasar de 13 a 32 millones de toneladas. Ello se debió, en primer lugar, al aumento de la superficie, tanto cultivada como cosechada, que aumentó en un 43,9 y un 62,4% respectivamente. Los rendimientos se elevaron, en el mismo período, en un 51,8%, pasando de 1,5 a 2,3 tn/ha promedio. El aumento de los rendimientos, que explicaba el aumento de la producción más allá de la expansión del área sembrada, fue un indicador, a su vez, del profundo avance tecnológico: incorporación de maquinaria de mayor potencia, semillas híbridas, nuevos paquetes tecnológicos, aumento del uso de herbicidas, pesticidas y fertilizantes, e innovaciones productivas como el doble cultivo.15

En medio de esta verdadera “revolución verde”, ciertos núcleos intelectuales, entre los que se encontraban los autores reseñados, seguían postulando la necesidad de transformar un agro estacando por la “mentalidad” precapitalista de la dominante “oligarquía”. Pero estas posiciones no se correspondían con la realidad: durante la etapa, la producción y los rendimientos del agro crecían en forma sostenía. Y aun así, la renta de la tierra, sobre la que el Estado avanzaba en forma creciente, seguía sin alcanzar para continuar sosteniendo a las industrias creadas bajo al calor de los esquemas proteccionistas. El límite impuesto por la merma de los recursos que debían sostener el entramado industrial parecía infranqueable, y el programa liberación nacional chocaba una y otra vez contra él. Es la historia del Congreso de la Productividad de 1955 y la caída de Perón; la de la “traición Frondizi” en 1958 y la del fracaso de Néstor Salimei en los primeros meses de la Revolución Argentina comandada por Onganía. Sin embargo, el programa de liberación nacional tuvo una oportunidad de “jugar en primera”. En 1973, Perón retornó al país. Los mismos que lo habían condenado al exilio fueron a buscarlo, para conjurar una crisis en la que la propia continuidad de las relaciones capitalistas estaba en juego. Y Perón puso al frente de la economía a José Ber Gelbard, el principal representante del programa de liberación nacional. Las circunstancias eran excepcionales: todas las recetas habían fracasado y solo las promesas “populistas” podían contener la crisis social. Además, los precios agrarios estaban por las nubes como resultado de los movimientos especulativos que anticipaban la crisis mundial. Gelbard contó, durante casi dos años, con un ingreso de renta excepcional. Sin embargo, el programa de liberación nacional apenas pudo ofrecer a los asalariados una tibia recomposición de ingresos, que comenzó a esfumarse al poco tiempo, de la mano del desabastecimiento y el “mercado negro”. La “primavera” apenas duró un suspiro, lo que tardaron los precios agrarios en derrumbarse. Cuando el ciclo de precios altos llegó a su fin, en 1975, todo el esquema se derrumbó y la propuesta bonapartista se demostró asentada sobre bases muy frágiles. Aun así, el programa de liberación nacional ha cumplido en esa coyuntura un rol histórico de suma importancia para el capitalismo argentino. Las ilusiones que despertó en la clase obrera el retorno de Perón permitieron encauzar institucionalmente las tendencias revolucionarias que surgieron en la clase obrera y la pequeña burguesía a fines de los ’60. Así, el peronismo sembró el terreno para una derrota en toda la línea de los explotados, consumada en marzo de 1976.

El programa liberal desarrollista 

La reconstrucción hecha hasta aquí marca el límite al que llegaron los estudios sobre la intervención política de la burguesía en el período analizado. Todos identificaron un amplio campo de la burguesía referenciado con el peronismo, y una oposición a la que tildaron de “liberal”. Sin embargo, como anticipamos, esta caracterización deja afuera de la compulsa a un actor central, que no puede identificarse con ninguno de los programas anteriores. La omisión se agrava porque, como veremos, los representantes de este tercer programa burgués son los que lograron imponerse en 1976 dando una salida (momentánea) a la crisis de acumulación.

La primera evidencia de la existencia de este tercer programa es la creación del Consejo Empresario Argentino (CEA) en 1967. No se trata de un agrupamiento más, sino de uno de cabal importancia: creado en medio de la crisis orgánica para intervenir en la disputa interburguesa, reunió a un selecto grupo de capitales de origen nacional o extranjero, los más importantes que acumulaban dentro del territorio argentino. Según Ricardo Grüneisen, presidente del Consejo en 1970, se trataría de “una organización constituida por hombres de empresa del más alto nivel que representan a medio centenar de firmas de gran envergadura”.16 La ausencia de documentos oficiales de la entidad dificulta reconstruir los objetivos que guiaron su creación, aunque los testimonios de algunos de sus fundadores ayudan a paliar este déficit. Según Rainani Barbagna, ejecutivo de Ducilo (una de las empresas que integraba el Consejo) y presidente en 1972 del Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina (IDEA), en cuyo seno se constituyó el CEA, el objetivo era lograr una influencia directa sobre el poder político:

“[…] La maximización de la conducción empresaria depende de una cantidad de factores, [entre otros] tratar de transmitir este tipo de mensajes de eficiencia a círculos que tienen enorme influencia en el quehacer nacional, como el gobierno. ¿Cómo hacerlo? Bueno, es precisamente el caso del Consejo Empresario, para el cual IDEA no tuvo inconveniente en servir de plataforma de lanzamiento […]”17

Como se puede observar en el Cuadro Nº 1, entre sus alrededor de 30 miembros se contaban los dueños de los más grandes capitales del país, y excepcionalmente directivos con capacidad de comprometer a la firma en las decisiones del Consejo.18 Sin embargo, mientras que algunos ejecutivos tuvieron un paso fugaz por el CEA, otros perduraron en el tiempo y ocuparon cargos directivos en la entidad (ver Cuadro Nº 2 y Nº 3). Estos últimos constituyen el núcleo del CEA, sus capitales dirigentes. A diferencia de otras corporaciones, el CEA no se organizaba por ramas: lo integraban representantes de capitales industriales, agropecuarios, comerciales y financieros. Sin embargo, un análisis de su composición permite demostrar que en él predominaba una fracción: la burguesía industrial de mayor tamaño.

Durante el período estudiado encontramos en el CEA a las dos siderúrgicas privadas más grandes del país (Acindar y Techint); a la más importante productora de papel y celulosa (Celulosa Argentina); a las químicas y petroquímicas de mayor tamaño (Ducilo, Duperial, PASA, Ipako –del Grupo Garovaglio y Zorraquín-, Electroclor del Grupo Celulosa, Monsanto y Compañía Química de Bunge y Born); algunas de las petroleras más importantes (Astra, Cities Services –principal accionista de PASA-, y la Compañía General de Combustibles del Grupo Soldati); a importantes constructoras (Gesiemes del Grupo Soldati, Techint Ingeniería, Constructora Lanusse, Polledo S.A., Tecnicagua y Somerfin de la familia Pereda); a algunas de las principales agroindustrias (Molinos Río de la Plata de Bunge y Born, la tabacalera Massalin, la yerbatera Establecimiento las Marías, Noel S.A., Ingenio El Tabacal y FASA); y a las textiles que dominaban el mercado local (Alpargatas, Grafa de Bunge y Born y Ducilo). Fuera del núcleo dirigente también encontramos importantes capitales industriales: las automotrices (Fiat, Ford e IKA-Renault), la productora de cables Pirelli y la cementera Loma Negra. Incluso aquellos capitales que basaban su acumulación en la productividad del agro argentino, interviniendo en la producción, elaboración o comercialización de productos rurales, se habían volcado a la producción industrial: como vimos, es el caso de Bunge y Born, Garovaglio y Zorroaquín, y las familias Lanusse y Pereda. Otro importante capital de base agropecuaria con inversiones significativas en la industria es el Grupo Braun, dueño de los Astilleros Astarsa (entre otras compañías). Los bancos, que también tenían una presencia importante en el CEA, como se observa en el Cuadro Nº 1, pertenecían a estos mismos grupos económicos que basaban su acumulación en la producción manufacturera.

Además de tener en común su carácter predominantemente industrial, estos capitales se destacaban por su importante escala, que les permitía dominar el mercado interno e incluso exportar eventualmente, con apoyo estatal, cuando su producción no llegaba a ser absorbida dentro de las fronteras nacionales. Esto no implicaba que pudieran prescindir de la protección de la que gozaba todo el capital industrial en la Argentina. Por el contrario, estas empresas se encontraban entre las más favorecidas por el esquema proteccionista. Varias de ellas se beneficiaron de los regímenes de protección a las industrias sustitutivas productoras de insumos básicos, que inició Frondizi y continuaron sus sucesores. Es el caso de la celulosa, el cemento, la petroquímica, la petrolera y la siderúrgica. De esta forma pudieron contar no solo con aranceles que las protegieran de la competencia externa, sino también con financiamiento preferencial (a tasas negativas) para inversiones y desgravaciones impositivas en los marcos de los regímenes de promoción industrial. También las automotrices gozaron de protección preferencial, sobre todo desde la presidencia de Frondizi. Las textiles contaban no solo con protección tarifaria, sino que también supieron aprovechar las políticas provinciales o regionales de promoción industrial, instalando plantas en diferentes puntos del país. A esto hay que agregar la integración de varios de estos capitales al Estado, como proveedores o adquiriendo insumos a precios preferenciales. Un caso típico es el de las constructoras, todas orientadas a la realización de obras públicas. También la siderurgia y la petroquímica, que adquirían sus insumos de SOMISA, YPF o Gas del Estado a precios que estuvieron, por momentos, por debajo de los costos de producción. Las petroleras, a su vez, eran proveedoras de YPF, que por el régimen de contratos debía comprar su producción. Lo mismo sucedía con Siderca, la productora de tubos para perforaciones petroleras de Techint, cuyo principal cliente era también YPF.

Esta dependencia de la protección estatal explicaba por qué estos capitales, a pesar de haber compartido frentes con la burguesía rural, no podían comulgar con su programa. Ayuda a entender también las razones de la constitución del CEA. Como ya señalamos, muchos de estos capitales tenían representantes e incluso ocupaban roles dirigentes en otras corporaciones, como la Sociedad Rural, la UIA o la Cámara de Comercio. ¿Por qué conformar entonces el CEA, existiendo ya organizaciones que los representaban sectorialmente y otras que coordinaban a distintas ramas, como ACIEL? El problema de las corporaciones sectoriales es que actuaban como “frentes”, nucleando tanto a las grandes empresas como a los pequeños capitales de cada rama. Esto obligaba a los grandes capitales, incluso cuando ocuparan roles dirigentes en las corporaciones, a conciliar posiciones con los chicos. En el marco de la crisis de acumulación, que cruzaba transversalmente a cada rama de actividad y por tanto a las corporaciones sectoriales, esto implicaba que los grandes capitales no podían expresar abiertamente, a través de esas organizaciones, sus posiciones político-económicas. Estos grandes capitales, que dominaron la UIA hasta 1972, estaban obligados a comulgar allí con la burguesía industrial más débil, que comandó la rebelión que terminó llevando a la Unión Industrial a los brazos de la CGE. En las corporaciones rurales, o en los frentes anti-populistas como ACIEL o APEGE,19 estos capitales (incluso los que acumulaban también en el medio rural), debían conciliar con el programa agropecuario, que no contemplaba los intereses de industriales que necesitaban de la tutela estatal. Por esa razón, los frentes anti-populistas comenzaban a deshacerse en internas cuando se veían obligados a proponer un curso de acción, como sucedió con Krieger Vasena o como volvería a suceder durante la gestión de Martínez de Hoz. Los intereses de esta fracción de la burguesía no encajaban decididamente en ninguno de los programas que reseñamos en las páginas previas, y esa es la razón por la que en 1967 constituyeron el CEA. De esa manera, el gran capital industrial lograba encontrar un espacio en donde plantear libremente sus propuestas para salir de la crisis de acumulación.

Reconstruir el programa del CEA no es tarea fácil. El grupo, como explicaba Carlos Dietl, presidente de PASA y del Consejo Empresario en 1972, cultivaba deliberadamente el bajo perfil y mantenía su acción en las sombras:

“La entidad prefiere trabajar silenciosamente porque así se obtiene un mejor resultado, ya que no pretende reemplazar a ninguna entidad y sólo realiza entrevistas o estudios de asesoramiento. Cada vez tiene mayor trascendencia porque su opinión es más requerida y creo que parte del éxito es esa labor silenciosa. Se trata de un grupo de empresas que representan distintas actividades y regiones del país, que actúa como órgano de consulta con una ventaja: nuestra respuesta no sale publicada en los diarios y entonces el funcionario no tiene obligaciones de carácter público de tomar una u otra medida, sin despertar polémicas. Es una manera de colaborar silenciosamente y sin defender sectores ni pretender sacar provecho de la consulta. Se ponen más en el papel de estadistas, que de empresarios que defienden un sector.”20

Por esta razón, la reconstrucción del programa debió basarse en definiciones fragmentarias sobre distintos aspectos de la economía argentina y sus perspectivas, tomados de revistas especializadas como Mercado y Panorama de la Economía Argentina, en la que los integrantes del CEA publicaban periódicamente entrevistas, testimonios o artículos de opinión. A continuación, entonces, reconstruiremos las propuestas de este grupo, que como veremos se distinguían claramente de los dos programas previamente analizados.

Frente a la crisis de acumulación, la solución propuesta por la burguesía industrial de mayor tamaño postulaba la necesidad de realizar un ajuste, avanzando sobre los salarios obreros y sobre los gastos del Estado. Sobre esta base se constituían los frentes anti-populistas con la burguesía agropecuaria, como ACIEL en 1958 o APEGE en 1975. El problema salarial fue planteado por integrantes del CEA en dos coyunturas en particular: 1969 y 1975. Antes del Cordobazo, estos empresarios temían la forma en que se resolverían las paritarias de 1969, que podían echar por tierra el programa de estabilización de Krieger Vasena. Ya a fines de 1968 expresaron sus temores. Por ejemplo, en una mesa redonda en la que coincidieron economistas y dirigentes empresarios, el presidente de la UIA Elbio Coelho planteó sus resquemores ante los posibles aumentos salariales, posición que fue discutida por Manuel Crespo, presidente de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE). Los integrantes del CEA presentes en la mesa se alinearon con Coelho y fueron más allá, denunciando también las prerrogativas sindicales que impedían aumentar la productividad del trabajo. Así lo hicieron Juan Taboada (FASA) y Jorge Aguilar (Ducilo). El primero de ellos, por ejemplo, señaló:

“Hay un último punto que me preocupa mucho, que es la política laboral. Concuerdo con el doctor Coelho en la necesidad de que el gobierno defina cuál es el futuro, pero yo diría algo más: el empresario tiene la necesidad y la obligación de instar al Gobierno –porque otro camino sería muy largo- a revisar todos los convenios colectivos en su base. Es decir, en todas esas inmensas cargas sociales y condiciones de los convenios que impiden la utilización racional del trabajo humano, que constituyen un conjunto de sueldos invisibles […] El propio empresario debe asumir la iniciativa y no tener miedo al enfrentamiento. Comparto lo que se dice, que vamos a encontrar un sector [sindical] muy preparado en el tema; pero el empresariado tiene que dar la pauta de que comprende esta etapa de evolución, de que la acepta y de que, además, está dispuesto a enfrentarla. […] Es necesaria esta revisión en el orden laboral […]”21

La preocupación se acentuó luego del Cordobazo, ya que para contener la crisis social el gobierno se vio obligado a ceder en paritarias aumentos mayores a los esperados. A la salida de una reunión con las autoridades militares, por ejemplo, otro miembro del CEA, Alfredo Fortabat, dejó entrever su descontento con los resultados de la negociación salarial:

“El gobierno quiere convencer -y autoconvencerse- de que nada ha pasado desde la remoción del anterior gabinete y la negociación con el sector sindical que terminó en un imprevisto aumento masivo de salarios, mientras que los empresarios ven en la realidad cotidiana las alteraciones que sufren sus cálculos y presupuestos.”22

La preocupación volvió a expresarse con fuerza en la segunda mitad de 1975, luego del fracaso del plan de ajuste de Celestino Rodrigo por la reacción obrera. En una cena organizada en agosto de ese año por la Cámara Argentina de Anunciantes, dirigentes empresarios, entre los que se encontraban varios miembros del CEA, expresaron su inquietud ante la crisis, destacando la problemática laboral. Carlos Dietl (PASA), por ejemplo, mostró preocupación por los aumentos de los costos y la imposición de precios máximos, que reducían la rentabilidad empresaria. Detrás de esta perorata se encontraba el cuestionamiento a los niveles alcanzados por los salarios, cuyo poder de compra, en teoría, los precios máximos defendían. El salario parecía ser el único “costo” que preocupaba a Dietl. En el encuentro, el dirigente empresario señaló que su rama, la petroquímica, “ha visto afectada su producción debido a problemas laborales”. El ausentismo constituiría un problema grave, que en la petroquímica ocasionaba “graves pérdidas” porque se paraban máquinas cuya puesta en producción demandaba un alto costo. A eso sumaban disposiciones legales que también elevaban los costos laborales reduciendo la productividad y la rentabilidad: “la declaración de ‘insalubre’ de algunas actividades obligó a implantar turnos de 6 horas con la consecuencia no solamente de mayores costos sino también de una menor productividad”.23 En el mismo encuentro, César Polledo (Polledo S.A.), Agostino Rocca (Techint) y Eduardo Braun Cantilo (del Grupo Braun) también cuestionaron los precios máximos y las políticas laborales que fomentarían la indisciplina retrayendo la productividad. Polledo además añadió su preocupación por los aumentos de salarios: “y como final, los extraordinarios aumentos salariales acordados en las últimas paritarias han venido a completar un cuadro impresionante en el aumento de los costos.”24

Los “elevados” gastos estatales eran, para los dirigentes del CEA, el otro problema que debía atacar un programa que sacara a la Argentina de la crisis de acumulación. En la mesa redonda ya reseñada, de fines de 1968, Jorge Aguilar sostuvo que lo preocupaba la pérdida de rentabilidad de las empresas. Además de los costos laborales, otro factor que contribuía a la “descapitalización” de la industria era la “política tributaria”. Añadió que para mantener la estabilidad conquistada en 1967, “también será importante la eficiencia que pueda lograrse en las empresas estatales”.25 Ambos elementos presuponían la reducción de los gastos estatales. En septiembre de 1976, Edmundo Paul, presidente de Celulosa y miembro del CEA, señalaba que el principal desafío para las autoridades militares sería avanzar en la reducción del gasto público:

“Para mí, lo fundamental que subyace, y que el Estado tiene que corregir con urgencia, es que en la Argentina se usan demasiados recursos en sectores improductivos. En todos estos años, la economía ha visto un avance creciente de la participación del Estado en el producto bruto. Estoy seguro que se podría hacer prácticamente una curva donde se vería que el descenso de la economía argentina es paralelo al aumento de la participación del Estado. […] Todo el mundo se aflige por el ausentismo o por la falta de productividad de determinadas industrias, pero pocos parecen afligirse por la enorme falta de productividad que significa un exceso de empleados públicos. Eso se considera casi un mal necesario. Pienso que mientras eso se considere un mal necesario e inevitable, la economía no va a cambiar porque vamos a tener siempre la misma asignación de recursos: tanto para el sector productivo y tanto para el sector improductivo. Es cierto que cambiando el enfoque fiscal, por ejemplo, con respecto al campo se puede estimular una mayor producción, pero si el total de recursos que el fisco necesita sigue siendo el mismo, sino se lo saca al campo se lo sacará a la industria o a otro sector igualmente productivo. Por consiguiente, primero [se] atrofió al campo y luego atrofiará a la industria u otro sector, que no es lo que nosotros buscamos. Queremos que el sistema fiscal o las cargas fiscales sean tales que no atrofien a nadie y dejen que todos se desarrollen. [Actualmente se ejerce] una presión tributaria exagerada sobre los factores productivos”.26

Sin embargo, no debe deducirse de este tipo de intervenciones la propuesta de un “Estado mínimo”, posición más cercana al programa de la burguesía agropecuaria. Ni siquiera Martínez de Hoz, a quién livianamente se suele identificar con el liberalismo más extremo, sostenía este tipo de posiciones. Siendo presidente del CEA, durante un seminario organizado por Consejo Interamericano del Comercio y la Producción (CICyP) en junio de 1975, el futuro ministro de economía (según la crónica periodística),

“Señaló que no se puede discutir que al Estado le corresponde el control de la economía para asegurar la competencia en el mercado y los intereses generales de la Nación, así como la orientación y el impulso de la economía mediante los mecanismos de estímulo y desaliento que tiene a su disposición, tales como el impositivo y el crediticio.”27

Esto no implicaba, claro está, comulgar con el tipo de intervención que se identificaba con el peronismo:

“Esto no significa aceptar que el Estado intervenga en tal forma en la economía que pretenda reglamentar minuciosamente la actividad de la empresa privada quitándole toda posibilidad de libertad de decisión en cuanto a lo que ha de producirse y las mejores formas de hacerlo.”

Sin embargo, la posición no dejaba de tomar distancia de la caricatura liberal que muchos intelectuales venden. Agostino Rocca, dueño de Techint y socio vitalicio del CEA, también se permitía defender un mercado libre en el que no sea “el Estado quien determine todo lo que se tiene que hacer”. Sin embargo, establecía un límite que lo distanciaba del liberalismo agropecuario: “aclaramos: nada de laissez faire. El Estado no podrá estar ausente. Después de la crisis del ’30 el Estado orientador y regulador de la economía pasó a ser una realidad en el mundo. El Estado determina el marco en el cual los privados tienen libertad de actuar.”28

La posición ocupada por estos capitales en la estructura económica puede explicar este tipo de afirmaciones. Como representantes de intereses industriales que dependían de la protección estatal, no podían ser partidarios de un “Estado mínimo”. Pero al tratarse de las capas más concentradas de la burguesía industrial, podían proponer como solución a la crisis un ajuste que avance sobre una porción del gasto: aquella que se utilizaba para sostener a las capas más débiles de la industria y el nivel de vida de los asalariados. La misma lógica se replicaba en las posiciones respecto a la protección de la industria. Las políticas promocionales fueron defendidas por miembros del CEA (Eduardo Oxenford, de Alpargatas, entre otros) o representantes de los capitales que lo integraban (Pirelli y las automotrices), a lo largo de todo el período estudiado. Edmundo Paul en 1976, por ejemplo, señaló objeciones a las propuestas de retirar la protección a la industria nacional, argumentando que todavía no se estaba en condiciones de competir a escala internacional:

“[La industria no está equipada para competir a nivel internacional]. Yo dudo mucho que se esté porque en los últimos años no se le exigió. Nosotros decimos ‘industria argentina’, pero la industria argentina ha sido hecha por una serie de impulsos de individuos que se decidieron a hacer algo dentro de un conjunto de leyes y normas. Esas leyes y normas no estaban dictadas por la industria, sino que la mayoría de las veces fueron dictadas por el gobierno. Dado ese juego de normas y dado nuestro país y sus habitantes, salió esta industria. Si se hubiesen tenido otras normas, la industria hubiera sido otra.”29

Aunque no se opuso al objetivo de que la industria nacional alcanzara una productividad que le permitiera competir a escala internacional, señaló que solo podía aspirarse a ello en el largo plazo, y mientras tanto, era necesario mantener la protección:

“Creo que la industria, como cualquier sector del país, debe estar preparado para evolucionar. Evolucionar, muchas veces quiere decir cambiar y, a veces, hasta desaparecer para transformarnos en algo totalmente distinto. Creo que todos los sectores pretenden que ese cambio sea formulado con tiempo. Cuando en Europa se quiso hacer el Mercado Común, que llevó a un enorme estado de competencia entre países, fue aceptado; lo único que se tomaron diez años para hacerlo […] Si al industrial se le dice que las normas van a ser cambiadas en un determinado sentido, y se le da tiempo para razonar, con la inventiva que caracteriza a nuestra población se va a allanar esa nueva situación. Lo que no se puede pretender es que las reglas bajo las cuales el industrial se instaló, de buenas a primeras, ya no sirvan y haya que cambiarlas por otras. Eso no se puede hacer porque, evidentemente, el industrial no está preparado.”

Uno de los capitales que más fervientemente defendió la protección estatal para el desarrollo de la industria fue Techint. El título de un artículo escrito en 1970 por dos directivos del grupo (Arnaldo Musich, director de Propulsora Siderúrgica y Humberto Rosa, presidente regional de Techint Engineering Company), resultaba bastante gráfico: “La protección del acero”. El artículo comenzaba con una crítica a todos los gobiernos, de Frondizi en adelante, que más allá de lo declamado poco hicieron para que el país aumentara su producción de acero. En particular criticaban la política siderúrgica de la Revolución Argentina, que mientras proclamaba la meta de duplicar la producción de este insumo, establecía políticas que atentaban contra ella. Los cuestionamientos poco tenían de “liberales”: se objetaba la reducción de aranceles y la “competencia desleal” de SOMISA, que vendía sus productos a “precios políticos” como medida contracíclica para reactivar la industria. O sea, se cuestionaba la reducción de la protección en la rama. Para que el gobierno alcanzara las metas establecidas, sostenían, no cabía más alternativa que redoblar la protección:

“Aquí se trata un presupuesto básico de esa política, del que depende que el país alcance la meta que se ha trazado. Se trata de la necesaria protección que requiere la producción de acero en masa en un país en desarrollo como la Argentina hasta tanto las plantas promovidas no alcancen la producción efectiva correspondiente a la capacidad instalada.”30

En concreto se exigía la “aceptación del precio real del acero en el mercado interno” y “una barrera que preserve ese precio real de las importaciones del producto durante todo el decenio”. Sobre el primer punto señalaban que:

“El precio real del acero en el mercado interno argentino debe ser por lo menos 30% superior al precio vigente en la Comunidad Económica Europea durante el número de años necesarios hasta que la producción efectiva de las dos grandes plantas propugnadas por el gobierno nacional alcancen la capacidad que deben tener instaladas las mismas a mediados del presente decenio.”

Sobre el segundo punto sostenían:

“La tarifa aduanera debe asegurar la permanencia de ese precio real interno a lo largo del período indicado, aumentando su nivel o siendo complementada mediante medidas equivalentes cuando los países productores elevan sus exportaciones de acero a raíz de la reducción de sus demandas internas.”31

Incluso, llegaron a defender la protección en los mismos términos que los partidarios del programa de liberación nacional. Más allá de los costos o la eficiencia, sostener la producción de acero se justificaba por una decisión geopolítica: garantizar insumos para la industria nacional sin depender de proveedores externos. Así lo planteaba Salvador San Martín, vicepresidente de Propulsora en 1974:

“¿Conviene al país producir el acero que necesita su industria o conviene importarlo de otros países? La cuestión planteada parecería resolverse por el análisis económico, pero no es así. Las conveniencias de producir acero en el país no se relacionan con cuestiones puramente económicas derivadas del análisis comparativo entre el costo del acero nacional y del importado, o de la incidencia del gasto en divisas sobre el balance de pagos que resulte de las importaciones.

Todo cambió y los anteriores enfoques ya no son válidos. Ahora la conveniencia de producir o no acero está ligada a la disponibilidad de conseguir el producto en el mercado mundial. Se acabó el tiempo en que la economía podía planificarse basándose en la gran cantidad de recursos de las materias primas. Hoy la geopolítica precede a la economía y no sólo la precede sino que la condiciona. El acero puede ser barato o caro, pero lo que interesa es que el país lo consiga en cantidad, calidad y en el momento exigido por su desarrollo. Por este motivo es que hay que ser realista: El acero más caro es el que no se produce.”32

Sin embargo, esta protección no debía generalizarse. No podía ser para todos. Como señaló el titular de Techint, Agostino Rocca, en 1969, la protección debía limitarse a las empresas “del tamaño adecuado”:

“Todos los países se trazan una política y establecen medidas de fomento que constituyen un aliciente para desarrollar la industria. El Plan Siderúrgico Argentino fijó las normas para que las empresas del país de tamaño adecuado logren la producción que satisfaga el consumo previsto”.33

Edmundo Paul, en una conferencia organizada por IDEA en diciembre de 1975, explicaba los alcances y las limitaciones que debía tener la protección industrial. Tomando como ejemplo la industria celulósica y papelera, que representaba, señaló cuál sería el nivel de protección que consideraba “lógico”: “[para lograr sustituir papel de diarios, la rama demandó] como única medida, un 30 por ciento de protección aduanera, necesaria, fundamentalmente, para evitar dumpings y sobrefacturación”.34 A su vez, se propuso destinar una tercera parte de lo recaudado a incentivar “la forestación, por considerarla imprescindible.” Sin embargo, estas mismas empresas debieron intervenir para evitar que esa protección se generalice: “[las grandes papeleras, que] bregaron muchos años para que se crearan las condiciones que posibilitaran las instalaciones de fábricas de papel de diario, [tuvieron] luego que luchar inversamente para evitar que se adjudicaran más fábricas de las que la capacidad forestal permitía.” El mismo ejemplo daba en relación a la fabricación de celulosa de fibras largas: “vicisitudes semejantes tuvo la instalación de la fábrica de celulosa de fibra larga, en la que también hubo que evitar la instalación de más plantas de las que podía alimentar la madera disponible.” Cabe aclarar que, en este último caso, quien se benefició de la protección primero y de las restricciones después, fue Celulosa Argentina, la empresa que presidía Paul. Un asistente a la charla señaló la contradicción entre el “libre mercado” que Paul defendía y su posición respecto a los aranceles aduaneros. Ante la pregunta sobre si con “la implantación de una economía de mercado” no se deberían “reducir drásticamente las protecciones aduaneras con miras a igualar las oportunidades de los más eficientes”, Paul volvió a insistir en que ese tipo de reformas no podían hacerse “drásticamente”:

“Pienso, efectivamente, que habría que reducir las protecciones aduaneras; no sé si puedo decir, siempre, drásticamente. Hablaba hace un rato de que habíamos solicitado, en un tiempo, una protección del 30 por ciento para hacer papel de diario. No me parece posible que un 30 por ciento, por ejemplo, pueda ser reducido en forma drástica. Aunque estoy seguro de que a la larga hay que reducirlas, no estoy seguro en qué orden de tiempo hay que hacerlo, porque mucha de la ineficiencia que origina la necesidad de la protección, no es originada en la empresa misma, o por sí misma. Mi experiencia es que en nuestras empresas a nivel de producción primaria somos muy eficientes. Por ejemplo, la producción en kilos de papel por hora hombre a nivel de las máquinas es muy buena. Empieza a empeorar cuanto más agregamos servicios generales; porque los transportes son más complejos o porque la materia prima no está entregada con la regularidad, en calidad y tiempo, con que se hace en otros países y finalmente tenemos un gran número de gastos administrativos inducidos por el Estado. Todo aquel que ha visto una planilla y piensa que los sueldos indirectos suman a veces más que los directos se da cuenta que ése es un costo que el industrial no puede reducir por sí.”35

El economista Carlos García Martínez, entonces asesor de la UIA y futuro funcionario en el gabinete de Martínez de Hoz, fue quien mejor expresó esta posición solo en apariencia contradictoria, que defendía la protección industrial sin renegar de la defensa de la libertad de mercado. Consultado en 1970 sobre la política de promoción industrial sostuvo:

“La promoción significa un alto costo para el país por la pérdida de ingresos fiscales y salida de divisas por la compra de bienes; por esas razones debe manejarse delicadamente sin perder en ningún momento su carácter selectivo. Si todas las actividades se promocionaran, no se otorgarán en definitiva ventajas comparativas que induzcan la creación de nuevas actividades o la ampliación de las existentes.”36

Esa promoción “selectiva”, observó, debía centrarse en impulsar “polos de desarrollo”, tomando como punto de partida las industrias de base existentes, como las del “aluminio, soda solvay, mineral de hierro, fabricación de celulosa y papel de diario”. Es decir, todas aquellas ramas representadas en el CEA. Posteriormente, en una nota de opinión sobre el mismo tema, amplió sus definiciones:

“[…] Los recursos son escasos y los pedidos de beneficios son muchos. Los pocos recursos hay que volcarlos en centros estratégicos que tengan un gran efecto multiplicador, no sólo económico, sino también desde el punto de vista social y de seguridad. Ello no se puede hacer en todo el país, y aunque parezca una paradoja, la promoción regional exige que ciertas zonas no se promocionen al mismo tiempo.”37

Marcando una clara diferencia con las propuestas que sobre este punto esgrimían los partidarios del programa de liberación nacional, señaló: “[la promoción] debe también manejarse con criterio restrictivo y no ser una panacea para la ineficiencia. Puede contribuir a que algo que no funciona pueda hacerlo con esa ayuda hasta que tenga una base firme y luego abandonar el subsidio.”

Este programa, que hemos denominado liberal desarrollista, proponía entonces una posición intermedia entre la quita de todo tipo de protección a la industria que propugnaba la burguesía agropecuaria, y la protección indiscriminada por la que bregaban los partidarios de la liberación nacional. ¿Sobre quiénes debía recaer esa “protección selectiva”? Sobre los capitales de mayor escala, los más eficientes y los que estén más cerca de alcanzar ese objetivo que los liberal-desarrollistas relegaban a un futuro muy lejano: la competitividad internacional y, eventualmente, la exportación de manufacturas. Por esa razón, como veremos, los integrantes del CEA machacaron constantemente con la necesidad de que las firmas mejoraran su escala y redujeran sus costos. Ricardo Grüneisen, por ejemplo, saludaba el Plan Krieger Vasena por considerar que apuntaba a una incentivación de la competencia empresaria, que obligaría a las empresas a ser más eficientes, bajar sus costos y “realizar una gran racionalización administrativa”: “El empresariado tiene que tratar de disminuir sus costos y de trabajar con dinero propio. Esto conduce al problema que quizás sea el más difícil dentro de la gestión empresaria: hallar la verdadera dimensión económica de la empresa.”38 Agostino Rocca proponía en una charla, como objetivo para la siderurgia nacional, el alcanzar precios de venta similares a los que regían en Europa. Para ello se debía mejorar la productividad de la mano de obra, que debía ser similar a la internacional; alcanzar una escala de plantas “razonablemente alta”; utilizar métodos de fabricación modernos y eficientes sistemas de comercialización; y tener un costo del dinero similar al internacional.39 En la misma charla, Ricardo Pujals, director de Acindar, agregaba como problema la ineficiencia de las pequeñas plantas de semielaborados no integradas, o que contaban con instalaciones obsoletas: “de 1,1 millón de toneladas de laminados no planos que se lograron en 1969, sólo 600.000 toneladas se han elaborado en forma económica y racional en instalaciones modernas de bajo costo de laminación.”40 En 1976, Agostino Rocca volvía a la carga con la misma idea, señalando la necesidad de mejorar la competitividad y cuestionando la “protección excesiva” que, al dar cobijo a capitales altamente ineficientes, atentaría contra ese objetivo:

“Es necesario que la industria nacional sea competitiva en el mercado interno y eventualmente con los productos de importación. Debemos mejorar la calidad y producir a nivel internacional, como casi siempre lo ha hecho nuestro campo y lo están haciendo las industrias exportadoras directas de productos industriales. El exceso de protección hace caer la competencia, que es el incentivo para mejorar la calidad y reducir los costos. Es demasiado cómodo y fácil sustituir importaciones bajo el amparo de una fuerte protección, que significa hacer pagar a todos el beneficio de pocos. En materia de precios la protección tiene que ser la mínima necesaria para compensar las objetivas diferencias de costos. Los precios deben asegurar la rentabilidad positiva (única que conozco) que permita la reinversión, pero no tiene que ser desmedida, pues con ello achicamos mercado y contribuimos a la inflación que en definitiva nos devora a todos.”41

En este punto, queda clara la diferencia con la propuesta del programa de liberación nacional, que desestimaba la importancia de los bajos costos y la eficiencia, cuestionando una “estrategia de desarrollo” como la propuesta por el CEA, que apuntara al mercado externo. El programa liberal desarrollista proponía, frente al ajuste que imponía la crisis de acumulación, recortar los salarios, los gastos estatales y eliminar las transferencias de ingresos hacia los sectores más ineficientes de la industria. En suma, proponía abrir un proceso de liquidación de capital sobrante y sinceramiento de la sobrepoblación relativa, similar al que sostenía la burguesía agropecuaria. Pero con un límite que lo diferenciaba: se debía seguir sosteniendo a los capitales de mayor dimensión, aquellos que podían aspirar a alcanzar algún día la competitividad internacional. El límite del ajuste eran ellos mismos, los defensores del programa liberal desarrollista nucleados en el CEA.

Queda claro entonces que es históricamente inexacto englobar a todos los partidarios del ajuste bajo el epítome de “liberales”. Se hace difícil explicar, con este paradigma, las críticas que recibieron Krieger Vasena y Martínez de Hoz, dos arquetipos del “liberalismo”, de la burguesía agropecuaria y de economistas que se supone eran tan liberales como ellos. O las querellas entre los think tanks del liberalismo vernáculo, que tan bien sintetizó Pedro Pou, fundador del Centro de Estudios Macroeconómicos (CEMA):

“[…]Los que nos patrocinaban eran o bancos o empresas del sector agropecuario, agroindustriales, digamos. Que digamos que creían en nuestras ideas. […] No había [en la Argentina] un centro de estudios así con un pensamiento económico liberal lo suficientemente fuerte […] FIEL tenía muchos problemas ahí sí porque las empresas que financiaban a FIEL eran empresas, eran del sector protegido, entonces FIEL si tenía problemas.”42

La Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL) fue un centro de estudios económicos fundado en 1964 por las corporaciones que integraron ACIEL, al que se supone pionero en la difusión de las ideas “liberales” en la Argentina. El 20% del financiamiento de la entidad era cubierto por las cuatro corporaciones fundadoras (UIA, SRA, la Cámara de Comercio y la Bolsa de Comercio), mientras que el 80% restante recaía sobre las empresas patrocinantes, la mayoría de las cuales integrarían posteriormente el CEA: Acindar, Techint, Ducilo, Duperial, Bunge y Born, Banco de Galicia, Alpargatas, Astra, Esso, Shell, Celulosa Argentina, Pirelli y el Banco de Boston. La iniciativa de conformar la Fundación correspondió a Eduardo García, directivo de Techint (entre otras empresas) y futuro integrante del CEA. García presidió FIEL durante diez años, y quien lo sucedió en el cargo, Arnaldo Musich, era otro ejecutivo de Techint, que como vimos defendía públicamente el proteccionismo industrial.43 Queda claro entonces por qué Pou postulaba al CEMA como el único representante del “liberalismo” en la Argentina.

A diferencia de los liberales agropecuarios, cuyo programa les impedía conseguir cualquier apoyo por fuera del sector y llegar a posiciones de poder, los miembros del CEA sí tuvieron oportunidad de probar su receta. Estos capitales fueron los que colonizaron los ministerios durante la gestión Krieger Vasena, entre 1967 y 1969, y que volverían a la carga en 1976 de la mano de Martínez de Hoz, que dejó la presidencia del CEA para ocupar el Ministerio de Economía. La primera vuelta la apuesta fracasó por una razón política: la rebelión de la clase obrera contra el ajuste. La segunda vez la apuesta resultó parcialmente exitosa. Tomando nota de las lecciones del Cordobazo, antes de avanzar sobre la economía se ocuparon de disciplinar militarmente a la clase obrera, implementando una feroz represión. Eso permitió soltar la mano a los capitales menos eficientes y avanzar a paso firme sobre los salarios reales, que cayeron a un nivel que no se recuperó luego de 30 años de democracia. Aun así no alcanzó. Los gastos estales y los recursos destinados a proteger a los capitales industriales “más eficientes” se mantuvieron en un nivel alto. Aunque la caída de la renta pudo compensarse con un salto en el nivel de endeudamiento externo, la Argentina volvió a enfrentarse, al poco tiempo, a los mismos problemas de siempre: inflación y crisis de balanza de pagos. Cuando se cortó el chorro de la deuda, la Argentina llegó incluso a estar al borde de la cesación de pagos. Las lecciones de nuestra historia reciente muestran que este programa tampoco pudo sacar a la Argentina capitalista de su larga crisis, que fue sumergiendo a los explotados en niveles de degradación cada vez más bajos.

Nada más que ofrecer

Como intentamos demostrar a lo largo de estas líneas, la clase dominante se dividió en tres frente a la crisis de acumulación abierta en 1955. Cada uno de estos sectores esbozó un programa para sacar al capitalismo argentino de la crisis y relanzar la acumulación. Algunos de ellos, incluso, tuvieron oportunidad de poner sus propuestas en práctica. ¿Qué tenían para ofrecer estos programas a los trabajadores? El liberalismo agrario casi nada. Su propuesta consistía en eliminar todo tipo de transferencia intersectorial, librando a su suerte al capital industrial, incapaz de competir sin protección. Es decir, quiebras, desocupación y bajos salarios. Proponía a su vez reducir los gastos estatales al mínimo, eliminando la “burocracia”, “saneando” las empresas estatales y suprimiendo cualquier tipo de asistencia social. Más desocupación y miseria para los trabajadores. Este programa constituye lo más parecido a eso que se denominó “liberalismo”, aunque claro, previendo que la aplicación de sus recetas elevaría la conflictividad social a niveles impensados, la burguesía rural no podía prescindir del Estado para acallar a los descontentos. De allí su apuesta permanente al “partido militar”, aunque ni siquiera con los gobiernos militares que apoyó sistemáticamente, la burguesía agropecuaria consiguió la realización de sus aspiraciones.

Su contracara es el programa de liberación nacional, postulado por las capas más débiles de la burguesía industrial mercadointernista, que aspiraba a generalizar la protección a la industria y que el Estado la defienda del avance de los “monopolios”. El problema de este programa era cómo financiarlo. El núcleo de la crisis de acumulación se encontraba en los límites de la renta para seguir sosteniendo a este tipo de capitales. La solución postulada era una utópica “revolución agraria”, que eliminando a la ineficiente “oligarquía” multiplicaría la productividad del agro y los saldos exportables. Como señalamos, la caracterización del agro pampeano que sostenían estaba muy lejos de ser verdad. Aun así, tuvieron oportunidad de poner a prueba su programa cuando la crisis internacional les otorgó una sustanciosa masa de renta, que resultó efímera. Al derrumbarse los precios agrarios, se desvaneció la utopía industrialista, que durante sus años en el poder apenas pudo ofrecer a los explotados tímidos aumentos de sueldos que se esfumaron en un mar de desabastecimiento y mercado negro.

Por último, tenemos al programa que se erigió triunfante logrando cerrar la crisis hegemónica en 1976: el liberalismo desarrollista. Como sus pares de la burguesía rural, los grandes industriales eran conscientes de que la crisis demandaba un ajuste. Por eso postularon, generalmente en alianza con el liberalismo agropecuario, la necesidad de recortar los gastos del Estado y las transferencias de renta, ajustar los salarios y absorber a los industriales menos eficientes. Creían, sin embargo, que no toda la industria tenía que sucumbir: por eso sostenían que se debía seguir sosteniendo a los capitales industriales más eficientes, que aunque no podían competir aún a escala internacional, pronto lo harían. Como el programa agrario, estos industriales no podían prometer a la clase obrera más que desocupación, miseria y represión. Eso fue lo que hicieron cuando llegaron al poder en 1967, y volvieron a intentarlo con mayor éxito en 1976. Aun así, el ajuste no alcanzó para sacar a la Argentina del pozo. La crisis volvió a hacerse presente, de la misma forma que antes, en 1981-1982. La burguesía nacional anotaba, de esta forma, un nuevo fracaso en su haber. Pero no ha de creer el lector que en los años que siguieron se probaron nuevas recetas. Desde 1982 a la fecha la clase dominante sigue proponiendo variantes de estos mismos programas, que chocan una y otra vez contra los mismos límites. Los trabajadores, que vemos como día a día se degradan nuestras condiciones de existencia, deberíamos empezar a pensar en trascender los estrechos límites de la Argentina capitalista.

Fuentes: elaboración propia en base a bibliografía citada


Notas

1Hemos desarrollado estos puntos en Sanz Cerbino, Gonzalo: “La historia negra de Federación Agraria Argentina. La intervención política de los ‘chacareros’ entre Onganía y Videla (1966-1976)”, en Razón y Revolución, nº 24, 2° semestre de 2012.

2CRA, SRA, FAA, CCEA y CONINAGRO: “El agro y el desarrollo nacional. Conclusiones”, Buenos Aires, 17 de noviembre de 1970.

3Idem.

4Ver la crónica de la asamblea extraordinaria de socios de la Sociedad Rural del 19 de diciembre de 1968, destinada a discutir el establecimiento de un impuesto a las tierras aptas, en Memorias de la Sociedad Rural Argentina, 1968-1969.

5Rougier, Marcelo y James Brennan: Perón y la burguesía nacional. El proyecto de un capitalismo nacional y sus límites, Lenguaje claro editora, Buenos Aires, 2013, pp. 167-172.

6Makler, Carlos: “Las organizaciones gremiales agropecuarias durante el peronismo y la ‘Revolución Libertadora’: respuestas y desafíos en tiempos de cambio (1946-1958)”, XXI Jornadas de Historia Económica, Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, 23 al 26 de septiembre de 2008.

7Idem.

8Citado en Heredia, Mariana: “El proceso como bisagra. Emergencia y consolidación del liberalismo tecnocrático: FIEL, FM y CEMA”, en Pucciarelli, Alfredo (Comp.): Empresarios, tecnócratas y militares. La trama corporativa de la última dictadura militar, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.

9Memoria y Balance de la CGE, 1966.

10Jáuregui, Aníbal: “Las organizaciones de los industriales argentinos en la ‘Era del desarrollo’ (1955-1976)”, Revista de sociología e política, vol. 21, nº 47, septiembre de 2013, p. 60.

11Hemos desarrollado en profundidad este punto en Sanz Cerbino, Gonzalo: “El huevo de la serpiente. La Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias y el golpe de estado de 1976”, Realidad Económica, nº 251, abril-mayo de 2010.

12Broner, Julio y Daniel Larriqueta: La revolución industrial argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 1969, p. 7. De aquí hasta el final del acápite, salvo indicación en contrario, todas las citas corresponden a este texto.

13En este punto, los autores asumen elementos de la teoría del capital monopolista que no tienen sustento empírico: la desaparición de la competencia por efectos de la aparición del capital monopolista (o sea, de las grandes empresas), anularían el funcionamiento de la ley del valor. Para una discusión de las inconsistencias de este tipo de posiciones, recomendamos Kornblihtt, Juan: Crítica del marxismo liberal. Competencia y monopolio en el capitalismo argentino, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2008.

14Sartelli, Eduardo (dir.): Patrones en la ruta. El conflicto agrario y los enfrentamientos en el seno de la burguesía, marzo-julio de 2008, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2008.

15Pizarro, José y Antonio Cascardo: “La evolución de la agricultura pampeana”, en Barsky, O. (ed.): El desarrollo agropecuario pampeano, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, pp. 152-165 y 180-183; Barsky, Osvaldo y Jorge Gelman: Historia del agro argentino, Sudamericana, Buenos Aires, 2009, pp. 427-438; Balsa, Javier: El desvanecimiento del mundo chacarero. Transformaciones sociales en la agricultura bonaerense, 1937-1988, UNQ, Buenos Aires, 2006, pp. 133-143 y 145-154.

16Mercado, 5/2/1970.

17Mercado, 4/5/1972.

18Las listas de integrantes del CEA fueron tomadas de Muchnik, Daniel: Argentina modelo, Buenos Aires, Manantial, 1998, y de Baudino, Verónica: La estrategia de la Unión Industrial Argentina 1966-1976, Tesis de Doctorado en Historia, FFyL-UBA, 2012. La información sobre los empresarios que integraron el Consejo fue tomada de gran cantidad de bibliografía, entre la que se destaca Heredia, op. cit.; Viguera, Aníbal: La trama política de la apertura económica en la Argentina (1987-1996), La Plata, Ediciones Al Margen; Dulitzky, Alejandro: “Análisis sociológico de la carrera ejecutiva en las principales empresas trasnacionales de la Argentina entre 1976 y 2001”, Documento de Investigación Social, Nº 20, IDAES-UNSAM, 2012; Quién es quién en la Argentina, Buenos Aires, Kraft, 1958; Newton, Jorge: Diccionario biográfico del campo argentino, Buenos Aires, 1972; Quién es quién en América del Sur. Capítulo argentino, Publicaciones Referenciales Latinoamericanas, Buenos Aires, 1982; La Nación, 12/12/1996, 16/4/2002 y 18/11/2007; Mercado, 5/2/1970, 30/7/1970, 14/12/1972, 23/5/1974, 7/11/74, 18/9/1975 y 11/12/1975.

19Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias, creada en agosto de 1975 para encabezar la rebelión anti-populista de la burguesía agropecuaria e industrial cuya ofensiva terminó en el golpe de estado de 1976.

20Mercado, 14/12/1972.

21Panorama de la Economía Argentina, nº 39, 1968.

22Mercado, 30/10/1969.

23Mercado, 28/8/1975.

24Idem.

25Panorama de la Economía Argentina, nº 39, 1968.

26Mercado, 2/9/1976.

27Mercado, 5/5/1975.

28Mercado, 6/5/1976.

29Mercado, 2/9/1976.

30Mercado, 6/8/1970.

31Idem.

32Mercado, 28/11/1974.

33Mercado, 23/12/1969. Las cursivas corresponden al original.

34Mercado, 4/12/1975.

35Idem.

36Mercado, 19/12/1970.

37Mercado, 5/3/1970.

38Mercado, 5/2/1970.

39Mercado, 10/9/1970.

40Ídem.

41Mercado, 6/5/1976.

42Citado en Heredia, op. cit., p. 345.

43Heredia, op. cit.; Mercado, 16/5/1974.

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