El taller de los espejos. Iglesia e Imaginario 1767-1815, de Peire Jaime, Ed. Claridad, 2000,349 páginas.
Reseña de Cecilia B. García
Michel Thort decía, respecto a la inserción de la sociología, la antropología y la crítica literaria en el psicoanálisis, que consistía en el supuesto de que los problemas a resolver comienzan en “las márgenes de las disciplinas, en aquellas zonas exóticas disputadas para su colonización y no en el corazón de sus metrópolis teóricas” y que se basa en “la seguridad tácita de que lo esencial no será nunca puesto en juego.” Hace tiempo que nos acostumbramos a ver como los temas históricos son abordados desde diferentes disciplinas, la antropología cultural, el análisis del discurso, la hermeneútica, la lingüística y sus “giros”. Hace tiempo que en el análisis de los problemas históricos “lo esencial”, las relaciones entre las clases, no se pone en juego.[1]
El libro de Jaime Peire sobre la iglesia y el imaginario en el período tardo colonial y la Revolución de Mayo es uno más de los que plantean que podemos entender los sucesos históricos a partir de lo que dicen los sujetos sobre sí mismos y de cómo perciben los hechos. El autor intenta dar cuenta de las relaciones entre iglesia, sociedad y estado, distanciándose de una perspectiva funcionalista que busque dar cuenta de las “relaciones globales” entre ellos. Así que ordena su texto de acuerdo a como se van transformando los discursos respecto a la iglesia, su función y su relación con los otros “polos” de la tríada antes, durante y después de la revolución.
El texto se inicia con una introducción en la cual se plantean los problemas con que se encontraron otras escuelas historiográficas para tratar el problema de la Iglesia (La Historia social de Carbia o Furlong, por eludir una confrontación directa; la de las ideas políticas, por tratarlo de modo arcaico; la del derecho al plantear una relación funcional entre iglesia, estado y sociedad, también señala que no hubo dedicación para explicar “el hecho mismo religioso”). Por eso el deber del historiador, “portavoz oficial de la memoria colectiva”, es recuperar al ámbito de lo religioso de ese “lugar oscuro” al que lo habría relegado la historiografía: la historia de las mentalidades. Con ayuda de la antropología cultural norteamericana, la antropología social inglesa y el postestructuralismo francés se podrá saber más de los problemas culturales de la historia rioplatense, (pero sólo de este ámbito, descartando cualquier posibilidad de extender o generalizar alguna conclusión).
En seguida, a modo de primer capítulo se presenta un estado de la cuestión acerca de la conquista de América y el contacto religioso, que el autor justifica diciendo que se trata “del planteo histórico del problema” y que determinados temas se van a ver desarrollados posteriormente (cosa que el lector va a esperar en vano que ocurra). A continuación, el segundo capítulo nos habla acerca de un conflicto durante la elección provincial de los cuerpos religiosos en Córdoba en 1766 que inició una serie de sucesos violentos y que motivó un pedido a Carlos III de anulación de los capítulos de todas las órdenes. Los discursos analizados son las respuestas que el rey obtuvo a su consulta sobre si disolverlos o no. Para el autor éstas pueden “develar el imaginario sociopolítico colonial” dada la participación de las elites y las autoridades religiosas en los capítulos provinciales, y “las circunstancias de enunciación” de los mismos que hacen de “trasfondo acontecimental”. El tercer capítulo intenta estudiar la inserción de la Iglesia en la sociedad porteña. Para ello se analizan cartas postulatorias de aspirantes a religiosos, documentos relativos al crédito así como distintos conflictos entre la esfera secular y eclesiástica entre 1766 y 1810. Por último “dos temas pequeños”: esclavos y tierra(!).
El cuarto capítulo no analiza ningún discurso en el sentido de un texto escrito, sino que, a partir de los datos acerca de los votos de terciarios en el cabildo abierto del 22 de mayo y de las bibliotecas de algunos de ellos, se tratará de “reconstruir una fuente, que constituya una masa crítica de sentido (…) construyendo las acciones de un texto”. Por último, en el quinto capítulo examina sermones entre 1808 y 1815 que mostrarían un cambio de perspectiva en la relación entre iglesia, sociedad y estado, a partir de la función que cumplirá la primera luego de la revolución.
Hay en todo el libro un rasgo metodológico común: la falta de jerarquización de los textos analizados. No existe una crítica del contexto en que se escriben, brillan por su ausencia los referentes fácticos así como el contexto sociopolítico. El mismo análisis de la relación iglesia, sociedad y estado no hace distingos y todos están en el mismo plano de importancia. Si la relación entre ellos no es simbiótica sino “emulsiva” y no se pueden “objetivar“ para su análisis entonces los sujetos no actúan bajo ningún condicionante estructural. Veamos, por ejemplo, como se analiza el caso de los votos el 25 de Mayo. Los actores sociales no son agrupables, todos actúan como individualidades. Siendo su participación en el devenir histórico el producto de sus “experiencias culturales”, incluso hacen cosas distintas a las que “hacen sus bibliotecas” (como si las bibliotecas hicieran algo per se). Responden a sus pasiones personales (votan distinto al obispo porque lo odian). Incluso se “copian” el voto del de al lado. De este modo no se puede hacer ninguna generalización ya que no hubo un voto de la iglesia, por un lado por la diversidad del voto (como si la diversidad suprimiera la necesidad) y por otro lado porque el obispo no representaba a la institución, era “un actor concreto.”
Así se postula que: “No se debería perder de vista la voluntad libre personal como ingrediente de la realidad histórica”. No querríamos negar esto último, sólo dudamos de su poder explicativo para los procesos históricos, mucho más cuando de lo que se habla es de una revolución. Porque, en síntesis, lo que se está postulando con aires de renovación, del giro lingüístico, antropología cultural, etcétera, no es otra cosa que, por un lado, una vuelta al empirismo positivista que considera que la verdad se halla en las fuentes. Por otro lado un retroceso respecto de la visión mitrista (en la que la historia es el devenir de la Idea encarnada en los de los individuos), dado que si bien se mantiene la visión idealista, se ha renunciado a la búsqueda de esa Idea que da sentido a toda la historia. Ahora son ideas fragmentadas sin conexión entre sí y esta vez no son los Grandes Hombres, si no los curitas, los terciarios, los ilustrados. Ejemplo de ello son sus bibliotecas, que son analizadas para que no nos digan nada acerca de la ideología de sus dueños sino sólo algo acerca de la “empatía” entre quienes tienen los mismos libros, sin importar si los leyeron o no.
Así, dado que los sujetos no son homologables a una esfera determinada (iglesia, sociedad o estado, en los que pareciera no haber diferencias internas) no se podrían inferir relaciones funcionales globales. Es por eso que Peire se limita a marcar los cambios en “el imaginario” sin explicarlos. La iglesia pasó de justificar el poder de la monarquía a sacralizar a la revolución sólo porque hubo un desplazamiento del imaginario respecto a donde residía el poder y al mantenimiento del orden. De ahí su cambio discursivo, se cae el edificio de la monarquía y se da “un giro de 180° grados pero sobre sí mismo, sólo cambia su referente de autoridad.
Al “quebrarse el Espejo”, es decir, al pasar del ideal de vida cristiano a un ideal de vida política pública la iglesia se refuncionaliza y desplaza a un lugar menos visible: el ámbito de la conciencia para desde allí justificar el nuevo orden. Entonces, no hubo tanto un cambio como una continuidad de la relación entre estado, sociedad e iglesia, antes y después de la revolución. Así las reformas rivadavianas son el resultado de un “furor anticlerical” que no se pudo frenar. Claro que Peire no olvida mencionar el hecho económico pero indica que la incidencia del clero en el río de la Plata era menor que en México y Perú y su liquidación económica tendría un significado diverso (otra vez no se puede generalizar). Sin embargo, está bien planteada la cuestión acerca de la liquidación del poder económico jesuita y la necesidad de explorar cuál fue la incidencia material y política de su expulsión. Ahora bien, la incumbencia del estado y la sociedad en la economía de la iglesia luego de la revolución es el producto del cambio en el imaginario más arriba mencionado y no respondería a necesidades estructurales nuevas.
Quiero llamar la atención sobre algunas cuestiones: en primer lugar hay un “detalle” exasperante en todo el texto: dado que se trata de analizar discursos, ¿por qué no aparecen las fuentes? ¿por qué tenemos que creerle a Peire que los textos dicen lo que él dice que dicen? En segundo lugar, las afirmaciones del tipo “la conciencia produce la ilustración y la ilustración la revolución”[2] me recuerdan mucho a lo que me contó mi maestra de cuarto grado y se asimilan muy peligrosamente a Billiken. Y esto significa que esta historiografía no dice nada nuevo, que se limita a repetir lo que ya se dijo y a “traducirlos” en un lenguaje mas “moderno” (o posmoderno). Respecto al análisis del cabildo abierto del 22, se dice que los quienes hubieran votado por el virrey simplemente no fueron. Si mi memoria no me falla, hasta Ibáñez (que no era precisamente un hombre de avanzada) dice que hubo piquetes en la Plaza de Mayo. Esto está en estrecha vinculación con la primer cuestión, porque a diferencia de Peire, Ibáñez prueba lo que dice citando la fuente. Y esto no es cuestión de interpretación, es creer que vale todo, incluso omitir información.
Que se caiga en una historia a lo Billiken, que se digan vacuidades, que se omitan datos, no es porque Peire sea un mal historiador, sino que su libro y toda la historiografía posmoderna reflejan la visión de la burguesía. Una burguesía que se halla en situación de crisis, que ya no puede sostener a la sociedad y que cae en el escepticismo. Se trata de una clase social que ya no cree en sus fuerzas y por lo tanto renuncia al conocimiento. Sus intelectuales consecuentemente se refugian en un academicismo vacío con perspectivas cada vez más acotadas y alejadas de la totalidad. Por eso se excluyen las relaciones de necesidad y la legalidad. Por eso los sujetos pueden decir lo que quieren y todos sus “discursos” son válidos.
En síntesis, el trabajo de Peire pareciera que no intenta demostrar nada, no es su función de historiador, su función es recuperar para la “memoria colectiva” (lo que implica creer que todos tenemos la misma memoria, o que todos integramos un mismo colectivo ¿la Nación?, ¿la Patria?, ¿la Argentinidad?) que la iglesia también estuvo en la revolución y que su rol no fue externo a la sociedad y al estado sino que se emulsionaban unos con otros. Por eso lo que cambió con la revolución fue el todo y no las partes y la función de la iglesia en la revolución fue el mantenimiento del orden y la unidad. Así sólo se enuncian los cambios, no se explica nada, porque no hay nada que probar. Las relaciones sociales ni siquiera son mencionadas. La sociedad, el estado y la iglesia son entes sin conflictos internos. Pero esto es lo aparente, lo que se busca es demostrar la ausencia de un sujeto revolucionario, la imposibilidad de conocer la totalidad, la inexistencia de la lucha de clases. En fin, lo esencial ni siquiera es esbozado, ni siquiera se asoma. No esperemos por lo tanto que se ponga en juego.
Notas
[1] Cf. Tort, El psicoanálisis en el materialismo histórico, Ediciones Noé, buenos Aires, 1972.
[2] f. p. 346.