Por Fabián Harari – Bint Jubayl es un pequeño poblado de no más de 60.000 habitantes, a unos kilómetros de la frontera entre Israel y el Líbano. Es, también, un centro político de la resistencia árabe y a causa de ello ha recibido el nombre de “la capital de Hezbollah”. Este humilde pueblo pondrá su nombre a la batalla que marcó los límites de la ofensiva israelí y los obstáculos militares y políticos que tienen hoy día las aventuras imperiales del capital. Hace poco, su nombre saltó a la fama por los cruentos combates que allí se desarrollan. Durante días, el legendario regimiento Golani rodeó la ciudad e intento tomarla. La heroica lucha del Hezbollah y de la población armada rechazó una y otra vez al invasor. Resultado, Israel tuvo que retirarse y bajar su demanda de desarme de las organizaciones árabes. Al cierre de nuestra edición la aviación sionista había destruido gran parte de su estructura edilicia. Efectivamente, la arremetida israelí hasta estos días tuvo como base los bombardeos aéreos. Eludía, de esta manera, una guerra abierta y cuerpo a cuerpo, a la espera del debilitamiento moral de la población enemiga y del consecuente aislamiento del ejército rival, con un mínimo de bajas propias. Dicho en buen criollo: una acción algo superficial que evita poner los pies en el barro. Parece mentira, pero todas las informaciones que anunciaban el impasible avance israelí parecían soslayar los datos de la vida real: la ocupación del espacio.
Entonces, no hubo más remedio que desplegar tropas terrestres. En el combate real, aquel que decide quién controla el lugar, la resistencia mostró ser más poderosa, porque se ha dispuesto mejor en el espacio (los túneles) y porque cuenta con el apoyo político de toda la población. Cada casa fue una trinchera; cada libanés, un soldado. Lejos de la imagen de sufrimiento y victimización, en Bint Jubayl la consigna fue la victoria. Mientras Israel muestra su poderío en las alturas más visibles, abajo, donde se dirimen las fuerzas reales, la resistencia mantiene sus posiciones.
El recrudecimiento de la guerra en Medio Oriente es una consecuencia directa de la necesidad imperiosa del capital norteamericano de controlar el mercado petrolero, como un desesperado intento de establecer una salida a la crisis. Una crisis mundial que afecta, particularmente, a la gran potencia del norte. Mientras Oriente se incendia, la economía se enfría. Tal como se venimos explicando en estas páginas, Estados Unidos acumula un déficit de balanza comercial y un endeudamiento de sus empresas y hogares mayor al que puede cubrir con su producción. Por lo tanto, para seguir con vida, su economía requiere la inyección de créditos que, obviamente, no tienen ninguna garantía real. La inflación galopante y el estancamiento parecen haber llegado para quedarse. Por su parte, el dólar ha perdido bastante terreno frente al euro. El escándalo de Enron pudo haber sido una pequeña mancha, si no fuera porque, en estos momentos, el Estado está investigando a 85 grandes empresas norteamericanas por el mismo delito. La única oportunidad que tiene el capital para resolver la crisis en su beneficio no será con medidas económicas, sino con un profundo ataque a los capitales sobrantes y a las condiciones de la clase obrera. Entonces, la burguesía yanqui debe decidirse a meter los pies en el barro, lo que explica el apoyo que tiene un presidente tan impresentable como Bush Jr.
La cumbre del MERCOSUR, que se llevó a cabo en Córdoba, no es más que un aspecto del desarrollo de esta crisis. No obstante, muchos analistas -y más de un enfervorizado- quiso ver este encuentro como la ratificación de los intereses nacionales o la lucha de los oprimidos contra el imperialismo. La inclusión de Venezuela como país miembro y la participación de Fidel Castro le habrían dado una orientación combativa. En realidad, el proyecto de regionalización de la economía delata el agotamiento de la vía nacional al desarrollo. Los capitales de cada país, por su envergadura, no pueden competir en el mercado mundial y deben asociarse con sus vecinos. Pero esta conjunción implica, también, aceptar la compañía de los capitales europeos y yanquis insertos en las empresas locales. En el caso del petróleo, se propone la asociación de PDVSA con Enarsa y Petrobrás. En estas dos últimas interviene el capital norteamericano. La fusión de empresas y mercados no es el producto de una “conciencia bolivariana”, sino de la necesidad de una racionalización del capital en la región, para hacerle frente a la crisis.
Sin embargo, esa asociación no se efectuará en armonía ni para el beneficio de todos. La continentalización del capital exige la liquidación de una serie de empresas sobrantes, generalmente pequeñas. Así, la intención de crear un banco común, que se ocupe de financiarlas, dejaría afuera a una serie de bancos menores y ya hay una disputa por ver quién hegemonizaría la entidad. Brasil ya puso su Banco de Desarrollo como punta de lanza. Lo mismo puede decirse del régimen automotriz que comparten Brasil y Argentina. Uruguay, por su parte, sabe que será uno de los principales afectados, por lo que pidió que lo liberen para firmar un Tratado de Libre Comercio con EE.UU. Muchas empresas se oponen a la “integración”, sobre todo las que saben que no podrán resistir y que serán borradas del mapa.
Pero esta reestructuración capitalista no sólo deberá llevarse por delante a capitales menores, también hará lo suyo propio con la clase obrera. Efectivamente, un mercado común implica igualar las condiciones laborales. En el contexto de especialización regional, cada Estado pugna por ofrecer mejores condiciones a los inversionistas extranjeros y nacionales. Esto se traduce en una guerra de subsidios y flexibilización laboral. Por lo que la homogenización se traduce en una igualación hacia abajo. La creación del MERCOSUR, requiere de la burguesía de algo más que pirotecnia política. Tendrán que sumergirse en la lucha de clases, doblegar la resistencia obrera y desarmar aquello que ha construido durante más de un siglo: la economía nacional. Los conflictos se deciden en las relaciones reales.
La salida de la crisis, entonces, no resulta sencilla. Por la envergadura de la tarea, sea a nivel mundial, sea a nivel regional, hasta ahora sólo hemos visto gestos superficiales y avances más bien tímidos. Tomar el bisturí puede resultar una decisión peligrosa y provocar un proceso incontrolable. En Sudamérica, desatando una acción obrera que trascienda las fronteras nacionales. En Medio Oriente, barriendo con la contención, hasta ahora, más efectiva: las burguesías locales. No puede descartarse, sin embargo, que, tanto Córdoba como el Líbano, sean el anuncio de que el capital se ha decidido al desembarco por tierra y vengan por nosotros. Como nuestros hermanos libaneses, sabremos esperarlos.