Ilusiones reformistas en la superexplotación
Por Marina Kabat
Grupo de Investigación de los
Procesos de Trabajo – CEICS
En los años ‘30, el Partido Socialista consideraba que los nuevos métodos de producción ofrecían grandes ventajas a los trabajadores y, por lo tanto, albergaba una serie de ilusiones respecto a las posibilidades que su difusión abriría. Los socialistas creían haber encontrado en la racionalización y en los nuevos métodos empleados por Ford, la vía para obtener, dentro del capitalismo, las reformas que permitirían mejorar las condiciones laborales del obrero. Esto generaría el marco para un nuevo tipo de relaciones de clase, basadas en el beneficio mutuo, a partir de las constantes mejoras laborales sustentadas en los adelantos del progreso técnico. En un artículo titulado “El progreso técnico y la lucha de clases”, La Vanguardia reproduce parte de las conclusiones de un congreso de maquinistas y foguistas de La Fraternidad, donde se había discutido el progreso técnico. Tras analizar las consecuencias que éste tenía sobre su sector, La Fraternidad resuelve aceptarlo y pide que, a su vez, sean reajustadas las condiciones laborales. Según La Vanguardia, “Este gremio muestra el camino de ‘la moderna lucha de clases’. Entendido así el problema, la lucha de clases deja de ser negativa y destructiva para pasar a ser positiva y constructiva…”1.
Al igual que la corriente regulacionista y que gremios como la CTA -que en la actualidad postulan que reformas en los procesos de trabajo y acuerdos “progresistas” entre capital y trabajo, “capacitación” laboral mediante, son la solución a los males de los trabajadores-, los socialistas hacia 1930 creían que una amplia serie de mejoras serían posibles sobre la base de las transformaciones técnicas y organizativas de entonces: reducción de la jornada de trabajo, aumento de sueldos, mejoras generales de las condiciones laborales.
Tan lejos llegan sus fantasías que imaginan incluso que las calificaciones del obrero aumentan (algo inverosímil para cualquiera que haya trabajado en una línea de montaje). Sólo una mirada absolutamente cómplice del sistema puede negar lo que para todos era
evidente: la descalificación del trabajo, ejemplificada en la figura del Chaplin de Tiempos
Modernos, apretando una y otra vez la misma tuerca. Es preocupante que, en la actualidad, la misma fascinación por la automatización y la robótica impida a enfoques pretendidamente científicos, observar la continuación de esta tendencia capitalista hacia la descalificación del trabajo.
Ford, el primer trabajador
Con todas estas expectativas, no resulta extraño que Henry Ford fuera tomado como modelo. Su método de gestión del trabajo era considerado un avance para los obreros por la reducción de la jornada laboral, junto con los sueldos relativamente elevados que pagaba. Sobre estas bases, la generalización de los métodos fordistas se convertía en una causa que los socialistas defendieron, absteniéndose de cuestionar la política antigremial de Ford, sus simpatías por el nazismo o los efectos negativos de la parcelación, repetición e intensificación del trabajo. En cambio, dedicaron espacio a reproducir discursos y proyectos del empresario, junto con su fotografía que, retratándolo de perfil, aparecía ilustrando cada una de estas notas2. Entre una abultada lista de virtudes, le atribuyeron a la racionalización la capacidad para resolver la desocupación. Lo que, en palabras de los anarquistas (que eran críticos del “fordismo”), equivalía a “aplicar un remedio llamado forzosamente a empeorar la enfermedad”3. ¿Cómo podían presentar a la racionalización como una solución a este problema, si era evidente, en medio de la crisis del ’30, que era una de sus principales causas?
En un intento -poco exitoso- de resolver esta disyuntiva, La Vanguardia adoptó los argumentos de Lloyd George. En una lógica que se asemeja a la defensa menemista de la flexibilización laboral, diferenciaban los efectos a corto y largo plazo de la racionalización, y admitían que, en el primer caso, ésta podría generar desocupación, por lo que aconsejaban medidas transitorias para contrapesar sus consecuencias inmediatas, pero continuaban afirmando que la racionalización era necesaria para prevenir la desocupación futura4.
El verdadero rostro del fordismo
Como contracara de esta campaña a favor de la racionalización encarada por el Partido Socialista, los anarquistas representaron la defensa de los intereses obreros frente a la racionalización. Es una visión ampliamente difundida la que atribuye a los anarquistas una fuerte ascendencia sobre los gremios más atrasados, de mayor carácter artesanal. Esta falsa imagen se ha construido sobre el completo desconocimiento de la forma que había alcanzado el trabajo en las distintas ramas industriales. Así, se asumía que la influencia del anarquismo sobre el gremio de zapateros se debía al carácter artesanal de esta tarea. Nuestra investigación da por tierra esta afirmación. A diferencia de lo que se presumía, ésta es una rama donde la división del trabajo y la mecanización avanzan rápidamente. Pero lo mismo puede decirse de carpinteros o constructores de carruajes, por nombrar dos ramas consideradas atrasadas.
Si los anarquistas hubieran incidido en ciertos gremios en virtud del carácter artesanal de los mismos, cabría esperarse de ellos una defensa nostálgica del oficio frente a los avances de la división del trabajo y la mecanización. La evidencia viene, una vez más, a demostrar lo contrario: en la posición anarquista sobre este punto no se observa ningún resquicio de romanticismo. No hay críticas a los avances de la mecanización en sí mismos. Por el contrario, explícitamente sostienen que la técnica sólo tiene consecuencias negativas al ser empleada dentro de un contexto capitalista. La solución planteada frente a esto no es el retorno a una época idílica de trabajo artesanal independiente, sino la revolución, que pondría los avances técnicos al servicio de todos. Como medida inmediata, encaminada de alguna manera hacia ese objetivo último, se propugna la reducción de la jornada laboral a seis horas. Muchos artículos se dedican a demostrar el error que representaría oponerse a las transformaciones por sí mismas, y el desacierto de seguir determinados cursos de acción:
“Tenemos de este modo que el ahorro de brazos no sólo es el producto de la implantación de máquinas más perfeccionadas, sino también de la división del trabajo. La racionalización no está sólo en las máquinas, está en el sistema de trabajo, en la distribución de los obreros, en el acondicionamiento de las fábricas, en la supresión de los movimientos innecesarios como hace el taylorismo. ¿Y qué hacer frente a todo eso? Rebelarse contra los modernos métodos de trabajo equivaldría a imitar los actos desesperados y estériles de los ludditas ingleses, destructores de máquinas. La rebelión contra la racionalización capitalista debe consistir en la rebelión contra el sistema entero del capitalismo que hace del obrero una ‘herramienta animada’, un rodaje insignificante en el proceso productivo. La actitud
que cuadra ante la racionalización no es la de los ludditas sino la de los revolucionarios que pugnan por una transformación que tome en beneficio de la humanidad y no en provecho de unas minorías privilegiadas y parasitarias las grandes ventajas de los progresos técnicos y de los métodos de trabajo, progresos que son fruto de un vasto esfuerzo colectivo. Y de inmediato, la única manera de obtener para los trabajadores algún beneficio de los adelantos mecánicos y de la racionalización del trabajo, está en la reducción de la jornada, en trabajar lo menos posible dentro del rodaje capitalista.”5
Además de los artículos que defienden esta posición ante los avances técnicos y organizacionales6, entre las cartas y crónicas de los obreros tampoco encontramos una actitud romántica ni reactiva frente a las innovaciones técnicas. Contamos, por ejemplo, con el relato de una huelga iniciada en la Casa Trímboli, una fábrica de zapatos. La medida se había emprendido con el fin de comprometer al empresario a contratar únicamente a obreros sindicados. Al cabo de unos días de enfrentamiento, el sindicato informa a La Protesta7 que, transcurridas las primeras jornadas de la huelga, la empresa había decidido instalar maquinarias. Tras narrar los hechos, los obreros anarquistas manifiestan su
satisfacción por la noticia, sentimiento originado en su apoyo a los avances científicos; a la vez que agregan que el señor Trímboli debía, entonces, solicitar a la organización el personal idóneo para operar esas máquinas.8
En resumen, este debate ejemplifica los extremos ridículos a los que está obligado un reformista, una vez que asumió como propio el interés del burgués, para mostrar que lo que eleva la ganancia de los patrones también conviene al proletariado. Un breve repaso a la extensa bibliografía actual sobre el tema, que incluye a muchos sindicatos e intelectuales
“progresistas”, como la CTA de De Genaro, convencerá al lector de la justicia de estas
afirmaciones. Queda hecha la promesa para futuras ediciones de El Aromo.
Notas
1La Vanguardia, 27/5/30.
2La Vanguardia, 14/11/29 y 24/3/29.
3La Protesta, 22/10/27.
4La Vanguardia, 13/5/30.
5La Protesta, 6/5/30. Negritas nuestras.
6La Protesta, 7/1/27, 26/2/27, 1/7/27, 22/10/27, 23/10/27, 6/5/30 y 4/6/30.
7La Protesta, 29/5/27.
8Artículos anarquistas sobre el Fordismo pueden encontrarse en La Protesta, 23/1/27, 8/10/27, 22/10/27, 25/9/27. En el artículo “Socialistas y anarquistas ante la racionalización industrial”, publicado en Razón y Revolución nº 6, he desarrollado este tema en mayor profundidad.