Humano, demasiado (poco) humano
A propósito de La caída (“Der Untergang”. Alemania-Austria-Italia, 2004, 156´, dirigida por Olivier Hirschbiegel, con Bruno Ganz, Ulrich Matthes, Alexandra María Lara, Thomas Kretschmann).
Por Eduardo Sartelli
Historiador y autor de
La plaza es nuestra
El estreno de La caída, película alemana que retrata los últimos días de la Segunda Guerra Mundial desde el búnker de Hitler, provocó cierta conmoción en la opinión pública “progre”. Parte de ese escándalo se debió al clima intimista que propuso su director, Olivier Hirschbiegel y a la caracterización demasiado “humana” que aporta Bruno Ganz, el actor protagonista. Se ha reconocido la calidad de la reconstrucción histórica (al menos de los escenarios), lo que es cierto: no es fácil encontrar un film no americano que recree convincentemente un ambiente bélico. Todo colaboraría a destacar las facetas menos monstruosas del jefe indiscutido del nazismo y, hasta cierto punto, del nazismo mismo. Tratándose, en última instancia, de una obra sobre la soledad del poder, no hay dudas de que hasta los personajes más execrables tienden a ser redimidos con un cierto dejo de compasión. Final mente, ellos también son seres humanos. Como era de esperar, el trabajo no cayó bien en los ambientes y la opinión pública judía. Como era de esperar también, fue un éxito de público, por lo menos en Europa y Estados Unidos. En la Argentina, El Amante la calificó de mala, oportunista y aburrida. Una crítica injusta: a cualquiera que le guste la historia, le resultará interesante, aunque no “maravillosa”, “espléndida” o “espectacular”, como la promocionaron los grandes medios. Uno de sus cronistas objetó que mostraba el nazismo como el producto de un “grupito” de locos. Una crítica errónea: en ningún momento los personajes aparecen en actitudes que pudieran considerar se propias de alienados mentales. Por el contrario, son racionales en grado sumo, hacen sus balances con total frialdad, sacan las consecuencias lógicas y las ejecutan. Tal vez las mejores escenas son aquellas en las que los habitantes del búnker comienzan los preparativos para suicidarse, conscientes del futuro que les espera de ser capturados por los rusos. Se ven, por los pasillos, militares y civiles que se recomiendan mutuamente los mejores métodos para ejecutar la decisión. Lo más fuerte es, sin dudas, el asesinato de los hijos de Goebbels por su propia madre. Por su parte, el semanario Ñ, a través de su columnista, Sergio Wolf (en un artículo tan mal escrito que resulta ininteligible) intentó discutir sobre “algunas estrategias fílmicas que terminan atenuando el horror”. Conjunto en el que cae (valga la redundancia) La caída. Atenuación del horror, ese es el cargo. Pareciera ser que si Hitler es mostrado acariciando a su perro, besando a su esposa, tratando con amabilidad a su secretaria y sufriendo por la traición de sus colaboradores más cercanos, se disimula la inmensa crueldad del nazismo. Aquí, a la inversa del comentario anterior, el problema pareciera ser que el retrato resulta demasiado humano.
Esta ha sido, en general, la crítica más extendida a la película en ámbitos progresistas, una
crítica que repite la ya hecha, entre otros, por Beatriz Sarlo, a La vida es bella, de Begnini. En el caso del director y actor italiano, se enfatizó en que no podía tomarse a broma el nazismo, que toda la historia era inverosímil y que tenía un final feliz. Quienes opinaban de tal manera, demostraban haber visto otra película: no hay ninguna escena en la que se hiciera broma alguna con nazi alguno (al contrario, el único que parece cercano al protagonista, el médico que se entretiene con acertijos que nunca resuelve si no es con ayuda de Begnini, claramente es mostrado como un desquiciado); la historia es contada a través de los recuerdos infantiles del hijo del protagonista, lo que desde el vamos coloca todo en el ámbito del recuerdo, la leyenda y la reinvención por parte del que rememora (amén de que quienes creen que esos personajes no existen, no conocieron a mi tío Pela, típico solterón de toda familia extensa italiana, el bufón que hace reír a todos con sus disparates, buen tipo, buscavidas, honesto y generoso); no conozco, por último, final feliz que termine con la muerte del protagonista, que entregó su vida no sólo en defensa de la de su hijo, sino de su salud mental (disimulando el horror tras la forma de juego). Curiosamente, los que criticaban La vida es bella, contraponían las limitaciones de Begnini con la genialidad de Chaplin, que no se habría atrevido a “comediar” el nazismo. Olvidaban que en El gran dictador, el cómico inglés hacía bromas con la parodia de Hitler y daba a entender que, reemplazándolo por un barbero judío exactamente igual, se podía cambiar el rumbo de la historia, como si el problema fueran los individuos y no los intereses sociales (digamos de pasada, que el discurso final del falso dictador no pierde ni un ápice de belleza por eso).
En realidad, La caída, pensada efectivamente para ofrecer un ángulo poco usual del nazismo y de su titular, al punto de tomar como base los recuerdos personales de una de sus secretarias, no merece tanto escándalo. Una buena película, eso es todo, que no cumple con su cometido: si buscaba mostrar la faceta humana de Hitler, no lo ha conseguido. No porque del film no se desprenda que él y sus secuaces eran seres humanos comunes y corrientes. Al contrario, su humanidad corriente se desprende claramente. Pero, porque la película se queda sólo allí, no puede mostrarnos al Hitler real, concreto, sino a uno abstracto. En efecto, lo que hay que preguntarse no es si Hitler (y Goebbels, Eva Braun y el resto) eran humanos, porque es obvio que lo eran, igual que el nazismo. Suele decirse que el fenómeno alemán es expresión del “mal absoluto”, algo que no puede “nombrarse”, que es “inenarrable” porque en el fondo es “inhumano”. Pero todos estos personajes eran seres humanos y los seres humanos son capaces de cometer todas las atrocidades que cometió el nazismo. El nazismo es un fenómeno humano, no ha sido protagonizado ni por chimpancés, ni gorilas ni amebas. Es lamentable, pero así es. Cuando se caracteriza a experiencias como éstas de esta manera, lo que se hace, en realidad, es remontarlas al limbo de la religiosidad, allí donde nada tiene explicación. Y el nazismo, como todo hecho social, tiene explicación. No la tiene, si nos abstraemos de las relaciones sociales que lo crearon. Precisamente, lo que está ausente en la película son las relaciones sociales que construyeron a Hitler en lo que fue. Hitler es un ser humano común y corriente y, al mismo tiempo, no lo es. Tiene sentimientos, igual que cualquiera otro, hasta es capaz de hacerse querer por los niños (como los hijos de Goebbels, que lo llamaban “tío”). Pero eso no es lo peculiar de Hitler.
Como todos los seres humanos, Hitler es un individuo social. No existen los individuos a-sociales. Nadie existe por fuera de la sociedad, de modo que todos somos lo que somos en virtud de las relaciones en que entramos con otros seres humanos. En el caso del Führer, más todavía. Porque si todos los individuos son sociales, hay algunos que lo son más. Lenin, Castro, Perón, Roosevelt, Hitler, no son cualquier individuo: la cantidad y la calidad de las relaciones que trazan con otros seres humanos supera a la de cualquier mortal. Como dirigentes políticos, vertebran relaciones de todo tipo con millones de personas. Desde las
relaciones más íntimas a las más públicas. Si quisiéramos contar la vida real de un Juan Pérez, nos bastará con mostrar sus relaciones familiares, sus amistades y, cuando mucho, las laborales. Pero en el caso de un fulano como el que nos convoca, el cuadro estaría incompleto si lo dejáramos aquí. Qué es, como dijimos, donde lo deja La caída. La película apenas reconoce el carácter social de todo individuo y desprecia la intensa y extensa “socialidad” de ese individuo común y corriente (y al mismo tiempo, muy peculiar) que era Adolfo Hitler.
Por eso, el Hitler real y concreto, el que pasó a la historia no por acariciar a su perro y suicidarse antes que rendirse, no aparece en la piel de Bruno Ganz. Para ello debiéramos ver también la sociedad alemana que lo parió, en particular, a la burguesía alemana de la cual él era su principal intelectual. La caída, más que mostrar nos a un Hitler más humano, nos lo enseña menos humano de lo que realmente fue. Esa parte de su humanidad que todavía sigue viva, la que lo unió a los Thyssen, a los Krupp y a otros tantos burgueses (alemanes y no alemanes) y a tanta pequeña burguesía (alemana y no alemana), la que lo constituyó en enemigo declarado de la clase obrera (alemana y no alemana), esa parte fue amputada. Colabora, de ese modo, no a disimular las miserias del conductor del Tercer Reich, sino de la clase dominante que lo precedió, que se sirvió de él para continuar con vida y que lo sobrevivió para seguir dirigiendo hasta el día de hoy, los destinos de Alemania.