Hombrecitos asustados. El problema de la violencia en la Revolución.
Por Fabián Harari
Grupo de Investigación de la Revolución de Mayo – CEICS
“Se podrían hacer una infinidad de cosas… sin matar. En cuanto a las revoluciones, mire en qué terminaron: en masacres, en campos de exterminios, en nuevos y feroces capitalismos… Tanta sangre, tanto sufrimiento y espanto, ¡Para terminar en lo mismo!”
Oscar del Barco, en Ñ, nº 107, 15/10/05.
“El campo de batalla está cubierto de 2.000 cadáveres. Su artillería toda, sus parques, sus hospitales con facultativos, su casa militar con todos sus dependientes, en una palabra: todo, todo cuanto componía el ejército real es muerto, prisionero o está en nuestro poder. Nuestra pérdida la regulo en mil hombres, entre muertos y heridos.”
José de San Martín, al director de las Provincias Unidas, dándole cuenta detallada de la batalla de Maipú. Santiago, 19 de abril de 1818.
Del Barco es un revolucionario arrepentido que salió a denunciar a sus ex compañeros en nombre del derecho universal a la vida. Su primer razonamiento parece sencillo: ¿Quién está a favor de matar a otro ser humano? Nadie, es la respuesta más obvia. El segundo, es un juicio sobre la historia: a pesar de tantas convulsiones, nada ha cambiado demasiado. Entonces, ¿por qué mejor no dejar todo como está y evitar pesares mayores? Elemental, tal vez demasiado, viniendo de un intelectual con una larga trayectoria y extensos estudios sobre el tema. El primer argumento resume la bandera con la cual la burguesía intenta encapsular los reclamos populares: los derechos humanos. Estos derechos, sin embargo, no son universales ni naturales. Tienen apenas algo más de 200 años. Durante siglos, comprar otro ser humano y hacerlo trabajar gratis fue la operación más cotidiana y a nadie se le ocurrió pensar que se trataba de una aberración. ¿Y cómo fue que las reivindicaciones igualitarias lograron imponerse? ¿Acaso brotaron del mutuo acuerdo de caballeros, de golpe avergonzados por sus crueles prácticas? La Declaración de los Derechos del Hombre, vale recordarlo, es una creación del terror jacobino. En nuestro país, la abolición de la esclavitud, la educación laica, la supresión de la servidumbre, los ferrocarriles y todos los avances tecnológicos que hoy debería (y podría) gozar la población entera, costaron ríos de sangre. En cuanto al juicio de la Historia, Del Barco hubiera aprovechado la oportunidad de evitar el ridículo echando mano a un manual escolar de historia argentina. Hace poco (200 años no es mucho en términos históricos) este territorio, la Argentina, era una aldea cuya gran capital contaba con apenas 20.000 habitantes. Su comercio consistía en plata extraída con trabajo servil, cueros y esclavos. La educación y la vida social estaban en manos de la Iglesia. Las mujeres no tenían ningún derecho. Una mala cosecha podía devastar poblaciones enteras.
La partera de la historia
La transformación completa de la sociedad colonial fue una monumental obra que requirió el arrojado esfuerzo de la población toda pero, sobre todo, de una organización política firme y una dirección lúcida y decidida a ir hasta el final. La revolución no se agotó en aquel Cabildo
Abierto de mayo de 1810. Por el contrario, allí es precisamente cuando comenzó. El gobierno revolucionario aún estaba confinado en una capital asediada. Para salir del aislamiento, debió enviar tres expediciones militares. Sí, soldados con armas dispuestos a derramar sangre (ajena y propia). Una historia clásica hizo hincapié en las “espontáneas adhesiones” de los cabildos del interior. Con un ejército de 3.000 hombres armados en la plaza principal de la ciudad, ninguna decisión puede atribuirse a la libre meditación, mucho menos a la “espontaneidad”. Aún así, la revolución no se fió de ninguna proclamación. El ejército llevaba consigo una Junta de Observación, que tomó el gobierno de las provincias (sin consultas, claro) en nombre del nuevo gobierno. Su misión fue asegurar autoridades locales confiables, nativas o traídas de Buenos Aires. No todas las autoridades se quebraron sólo con la amenaza de violencia. En ciertos lugares la contrarrevolución se había preparado mejor. Es el caso de Córdoba, la Banda Oriental y el Alto Perú. En la ciudad mediterránea, Liniers había organizado un movimiento con sede en Lima, que incluía a Goyeneche en el Alto Perú, a Elío en la Banda Oriental y a Cisneros en Buenos Aires. Por eso, la Junta confió a la expedición al norte que “sean arcabuceados don Santiago de Liniers, Don Juan Gutiérrez de la Concha… [siguen los nombres], en el momento que todos o cada uno de ellos sean pillados. Sean cuales fueran las circunstancias, se ejecutará esta resolución sin dar lugar a minutos que proporcionen ruegos…”1. ¿Por qué semejante saña de nuestra Primera Junta? Porque Liniers era un personaje sumamente popular. Había hecho carrera política coqueteando con los revolucionarios. No podía encarcelársele y mucho menos llevarlo a Buenos Aires. El ex virrey y otros dirigentes fueron apresados en Alta Gracia, pero Ortiz de Ocampo no se animó a fusilarlos. El Secretario de la Junta, como corresponde, escribió:
“Después de tantas ofertas de energía y firmeza, pillaron nuestros hombres a los malvados. Pero, cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, nos los remiten presos a esta ciudad. No puede usted figurarse el compromiso en que nos han puesto. Y si la fortuna no nos ayuda, veo vacilante nuestra fortuna por este solo hecho. ¿Con qué confianza encargaremos obras grandes a hombres que se asustan de su ejecución?”2.
Castelli fue enviado para enmendar la situación. Efectivamente, se hizo cargo y fusiló a Liniers y a tres dirigentes más. Él, personalmente. Con la misma determinación, partió al Alto Perú para acabar con la servidumbre indígena. Para lograrlo, tuvo que fusilar a Vicente Nieto, a Francisco de Paula Sanz y a José de Córdoba y Roxas. ¿Acaso a alguien se le ocurre que los corregidores de indios y los propietarios de minas iban a aceptar de buena gana los argumentos igualitarios? La revolución también tuvo que cuidarse en la capital. En 1811 se creó un Comité de Seguridad para vigilar actividades contrarrevolucionarias. Las ejecuciones comenzaron en 1812, cuando se descubrió una conspiración contrarrevolucionaria liderada por Martín de Álzaga. Éste fue fusilado y luego colgado en la Plaza de Mayo durante casi un mes. Una práctica que comenzó a ser habitual. Tanto fue así que, en 1815, el gobierno decretó que los reos fusilados se cuelguen en el Retiro, debido a los malos olores en un lugar tan concurrido.
La revolución suele consumir a más de un carácter. Pero un movimiento de esa envergadura, una vez lanzado, no puede permitirse retroceder. Será la fuerza que tenga a los elementos más decididos la que venza. La otra, será liquidada. En esa instancia, una revolución tiene que ser muy dura con sus propios partidarios. No puede permitirse la vacilación. Así lo entendió la Junta, quien ordenó que todo comandante: “Tendrá especial cuidado en precaver las deserciones, publicando un bando en que se intime pena de vida a los desertores, y ejercitando irremisiblemente este castigo, en el primero que se aprehenda en este delito”3. Asimismo, el código de conducta que elaboró San Martín proscribía el castigo, en primer lugar, “Por cobardía en acción de guerra, en la que aún el agachar la cabeza será reputado de tal”4. Los desertores eran enviados a Buenos Aires. Allí se los fusilaba y su cuerpo era colgado en público, para ofensa de sus allegados. La sociedad en que vivimos fue, alguna vez, una vida nueva que se abrió paso a los golpes. Nadie iba a regalarle su derecho a nacer. Como hoy, en aquella época hubo muchos Del Barco que se opusieron al cambio y, como pregona el susodicho, mostraban su solidaridad con los “perdedores”, señores de las minas, inquisidores y esclavistas.
¿Muertes, para qué?
La pregunta del millón: ¿valió la pena tanta sangre? Como dijimos arriba, antes de la revolución este territorio se encontraba en el atraso más absoluto. En treinta años, se transformó en uno de los más importantes productores de alimentos del mundo. La esclavitud fue abolida. El trabajo obligatorio de los indígenas, también. La revolución burguesa dio paso al monumental desarrollo de las comunicaciones. Se podrá objetar que gran parte de la población sigue en la indigencia y ve aplastados sus derechos políticos. Es cierto, la sociedad burguesa instauró otro sistema de explotación. Pero igualar el trabajo esclavo al asalariado es despreciar todos los derechos de organización sindical. Por otro lado, si puede plantearse la alimentación de millones de personas es porque, primero que nada, la Revolución de Mayo extendió la producción agraria. Intelectuales como Mariano Grondona reivindican la acción militar revolucionaria de Mayo, pero se oponen a que se altere esa sociedad que la revolución burguesa construyó. Del Barco es más reaccionario aún: quiere condenarnos a la Edad de Piedra, por la vía de censurar toda transformación violenta.
La revolución no se circunscribió a logros materiales. La vida cultural sufrió un florecimiento sin igual. En primer lugar, las publicaciones. Frente al único periódico permitido, la revolución dio rienda suelta a una decena de periódicos. La Lira Argentina, La Gazeta de Buenos Aires, El Correo de Comercio, Mártir o Libre, El Censor de la Revolución, El Independiente, El Grito del Sud. Lo mismo puede decirse de las expresiones literarias. Surgen poetas revolucionarios como Bartolomé Hidalgo, Vicente López y Planes y Esteban de Luca:
“Eso que los reyes son/ imagen del Ser Divino/ es (con perdón de la gente)/ el más grande desatino…Cielito, cielo que sí/ el Evangelio yo escribo,/ y quien tenga desconfianza/ venga le daré recibo… Ya se acabaron los tiempos/ en que seres racionales,/ adentro de aquellas minas/
morían como animales… Y luego nos enseñaban/ a rezar con grande esmero/ por la interesante vida/ de cualquiera tigre overo”.
Estos versos de Hidalgo fueron cantados por mulatos e indios. Nuestro Himno Nacional, un grito de guerra hoy amputado, fue compuesto por aquellos años para dar fuerza moral a los combatientes:
“¡El valiente argentino a las armas/ corre, ardiendo con brío y valor!/ El clarín de la guerra, cual trueno,/ en los campos del Sud resonó./ Buenos Aires se pone a la frente/ de los pueblos de la ínclita Unión,/ y con brazos robustos desgarran/ al ibérico altivo León.”
Las ideas de derechos universales son impuestas en Sudamérica por uno de los dirigentes más duros: Bernardo Monteagudo. Y hay algunos intelectuales que asocian la acción revolucionaria con la barbarie… Como después de 1976, en la década de 1840, una vez cerrado el proceso revolucionario, se encuentran arrepentidos por doquier y la burguesía censura los métodos revolucionarios. Sin embargo, en medio de las incriminaciones, surgió la voz íntegra de Nicolás
Rodríguez Peña:
“Castelli no era feroz ni cruel. Castelli obraba así porque así estamos comprometidos a obrar todos. Cualquiera otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennos ustedes, que no han tenido que obrar en el mismo terreno. ¿Que fuimos crueles?, ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que ya no está en el compromiso de serlo”5.
Esa voz, es nuestra voz.
Notas
1“Instrucciones de la Junta Provisional Gubernativa al Comandante de la expedición al Alto Perú”, citado en Serrano, Mario Arturo, Cómo fue la revolución de los orilleros porteños, Plus Ultra, Buenos Aires, 1972, p. 31.
2“Carta de Mariano Moreno a Feliciano Chiclana, Buenos Aires, 17 de agosto de 1810”, en Ruiz Guiñazú, Enrique: Epifanía de la libertad, Nova, Buenos Aires, 1952, pp. 377-378 (la bastardilla es nuestra).
3Instrucciones de la Junta Gubernativa al Comandante de la expedición de Alto Perú, 18 de agosto de 1810, en Biblioteca de Mayo, t. XIV.
4 “Código de honor del Regimiento de Granaderos a Caballo, Artículo 1º”, citado en Luna, Félix (dir.), José de San Martín, Planeta, 2004, p. 59.
5Carta a Vicente Fidel López, Buenos Aires, 1843, en López, Vicente Fidel, Historia de la República Argentina, Buenos Aires, 1970, p. 141.