En los próximos días van a cumplirse cien años de la Revolución Rusa. No es un hecho menor, se trata del centenario de la primera revolución socialista triunfante de la historia. Como corresponde, ya empezaron a aflorar las celebraciones, debates y charlas.
En líneas generales todos ellos se presentan como un homenaje marcado por la “excepcionalidad”: lo que pasó en Rusia se explica por hechos y circunstancias muy particulares (la guerra mundial, los soviets, etc.) y por la existencia de dos grandes héroes, Lenin y Trotsky. Lo que nos deja como mensaje que esos hechos no pueden repetirse, porque no habrá otra Rusia ni otros genios. La contracara de ello es que la única posibilidad para los revolucionarios de hoy es repetir reglón a renglón la “receta rusa”.
Así los homenajes se vuelven conservadores, porque nos invitan a contemplar el pasado en lugar de transformar el presente para construir nuestro futuro. Si realmente nuestra preocupación pasa por allí, la pregunta que debemos hacernos no puede ser simplemente qué sucedió en Rusia, sino qué de toda esa fabulosa experiencia nos queda (y qué no) para la revolución socialista en Argentina.
Comencemos por preguntarnos qué es lo que no nos sirve de esta experiencia. En primer lugar, el programa, es decir, las tareas revolucionarias. Es evidente que la Argentina de 2017 no es la Rusia de 1917. Nuestro campo no está plagado de campesinos ni de siervos de la gleba. La burguesía ha logrado crear su Estado y garantizar la dominación, y lo hizo enfrentándose militarmente a potencias europeas. No hay, por tanto, ni una burguesía débil ni una “cuestión nacional” por resolver.
¿Y la estrategia? Tampoco en este punto los rusos pueden ayudarnos demasiado. En Rusia, el poder se diluyó: la guerra hizo colapsar la economía y al Estado, la nobleza se retiró y la burguesía no podía ejercer ningún control. Ese tampoco es el escenario argentino y los revolucionarios tampoco nos vamos a quedar de brazos cruzados a esperar que eso pase (y no hay nada que indique que puede pasar en el futuro cercano).
La verdadera herencia hay que buscarla en otro lado. En primer lugar, en la fuerte voluntad de poder de la dirección bolchevique, que no desperdició la oportunidad: cuando el poder se derrumbó, lo tomó en sus manos. En segundo lugar, la creación de un partido de cuadros muy formados, que desarrollaron un trabajo intelectual para comprender su realidad (Lenin, antes que nada, escribió El desarrollo del capitalismo en Rusia) y que no se contentaron con preguntarse “¿qué diría Marx?”. Y finalmente, el problema de la lucha por la conciencia, por combatir las ideas reformistas, enseñar por qué todas nuestras penurias tienen su raíz en el tipo de sociedad en la que vivimos y cómo el socialismo ofrece una solución a ello.
Sí realmente nos preocupa la revolución en la Argentina, hay que tomar nota de estas lecciones. Y examinar, a la luz de ellas, a la izquierda que hoy. ¿Tiene vocación de poder aquel que marcha con el kirchnerismo para tener conservar los votos que le permiten arañar una banca? ¿Pueden comprender la realidad que quieren transformar aquellos que consideran que estudiar es una actividad opuesta a militar? ¿Son capaces de dirigir a las masas a la revolución aquellos que se niegan a explicar qué es el socialismo y se escudan en consignas sindicales de miseria?
Va siendo hora que extraigamos de la gran Revolución de Octubre las conclusiones que amerita, nos hagamos cargo de sus consecuencias y pongamos en pie una verdadera Izquierda Revolucionaria que luche por el Socialismo hoy.