En la campaña electoral -nacional y municipal del 2003 el actual vicejefe del gobierno porteño, Jorge Telerman, hizo de la política cultural de su gestión la columna más fuerte del dúo Kirchner-Ibarra. Su caballito de batalla era que durante la «crisis» del 2001-2002 (el Argentinazo) la cultura siguió produciendo espectáculos para que los ciudadanos pudieran sobrellevar la angustia que se vivía en calles y hogares. Entre las fábricas culturales que regentea Don Telerman, el Complejo Teatral de Buenos Aires (Teatros San Martín, Alvear, Regio, De la Ribera y Sarmiento) es la más importante si de capacidad de producción y difusión de ideología hablamos. Con un aporte presupuestario que se estabilizó en los 22 millones de pesos anuales desde 2001, y recaudaciones que no bajan del millón y medio por año (con picos notorios como los 2 millones 200 mil del año pasado), el CTBA es una máquina eficiente que soportó bien (no así sus trabajadores) los embates de la crisis. Si estos datos (votos y pesos) no alcanzan para convencer a muchos «teóricos» de la importancia del arte en una sociedad de clases antagónicas, déjennos señalar que de los últimos cinco años el que más espectadores registró fue el 2001 (514.256) y los siguientes mantuvieron convocatorias récord. Las capas más cultas de la pequeño burguesía y la clase obrera porteñas siguen sosteniendo (con entradas de 10, 8 y 4 pesos, y gratis para docentes) su tradición de acudir al teatro a buscar respuestas que expliquen su propia vida. Y el CTBA se las dá.
Este año arrancó con la puesta de Panorama desde el puente, escrita por el «comprometido» Arthur Miller (Las brujas de Salem y La muerte de un viajante) en 1955. El responsable de la pues- ta en el San Martín es el director (también «comprometido») Luciano Suardi, egresado del viejo ENAD en el ’83 y discípulo de Alejandra Boero, la Universidad Kennedy y el Actor’s Studio de New York. La idea fue montar una tragedia que reflexionara sobre los límites de las pasiones humanas individuales y sociales en el marco de un prolijo realismo. Para eso esta obra del ex-esposo de Marilyn Monroe viene como anillo al dedo. Ambientada en el barrio proletario de Brooklyn en la década del ’50, cuenta la historia del obrero estibador Eddie Carbone (un pésimo Arturo Puig) que se enamora de la que crió desde pequeña como una hija, su sobrina Catherine (la regular Carolina Fal de Resistiré), y llega a buchonear a dos parientes (sicilianos y obreros como él) que trabajaban ilegalmente en EE.UU.. Todo para evitar que uno de los ilegales, Rodolfo (el no menos regular Claudio Quinteros, de, again, Resistiré) se case con su Catherine.
La obra contiene suficientes pasajes que denuncian la falsedad de las promesas del capitalismo americano a una clase obrera que huye de condiciones peores de vida en Europa. Sin embargo, no es este elemento -la mentira del capitalismo «bueno», keynesiano y de centro-izquierda- el que ha sido resaltado en la puesta. Aunque es imposible que al público se le escape ese «detalle» -claramente emparentado con su situación- el énfasis de la obra está puesto en juzgar a Eddie. El personaje de Alfieri (un abogado siciliano ya corrupto por el sistema jurídico burgués) actúa como guía en el relato: viene a ser la mirada del autor y del público. Este profesional de «clase media» y origen obrero compadece la actitud rastrera del personaje de Arturo Puig (quien olvida la letra, sobre-actúa e imposta muy mal) denunciando a sus hermanos de clase ante el gobierno, porque Eddie al menos fue sincero con sus sentimientos e hizo lo que pudo. ¿Quiere más? Marco, el único personaje de la tragedia realmente honesto, queda como el malo de la película porque hace justicia por mano propia, matando a Puig (quien sigue creyendo que todas las emociones humanas se actúan moviendo la cabeza) sin obedecer la legalidad burguesa (que lo estaba devolviendo a la miseria en Europa al tiempo que aplaudía al buchón). El mensaje es simple: sea buchón, sea miserable, olvide a sus compañeros de clase. Mientras sea sincero con sus emociones y cumpla con la ley burguesa (denuncie a sus compañeros de trabajo, pague sus impuestos, putee a los piqueteros y arrodíllese ante el FMI) usted es el bueno. Pero guay de pretender un mínimo de justicia, guay de querer sublevarse a «las instituciones» defendiendo sus intereses de clase.
De acuerdo con la ideología oficial, la obra entrega todo un manual de instrucciones para muchos porteños que alguna vez golpearon una cacerola y que, desorientados, hoy buscan contención. Y es que el gobierno nuestro de cada día se ha propuesto recuperar la hegemonía ideológica perdida a fuerza de piquetazos. La cartelera oficial se esfuerza (con actores famosos de la tele, autores clásicos, logradas producciones, directores dotados y mucha publicidad) por «explicarle» lo que está pasando en el país y cómo debería reaccionar. Ideas similares vimos en Romeo y Julieta de Kartún-Zanca (Regio), Fulgor argentino (De la Ribera), Copenaghe y De protesta (San Martín). Hasta las pasiones más oscuras son permitidas siempre que no se deje llevar por otras más subversivas, como las de su clase, la de sus compañeros/as de explotación y opresión. A ver si todavía se da cuenta de que no está sólo y le da por organizarse y terminar la tarea que comenzó hace dos años.
Leonardo Grande
¿De Protesta?
El Aromo presenció, en el Teatro Gral. San Martín, un verdadero producto del pensamiento posmoderno -«deconstrucción» del discurso y ausencia de sujetos sociales- hecho música: De protesta, obra ideada e interpretada por el “actor-músico” Alejandro Tantanian. Comienza con La Internacional cantada al unísono por todos los actores al estilo karaoke, es decir sobre una cinta (de muy mala calidad) grabada, en la que se superponen sonidos de vientos y voces que generan la sensación de un Requiem. El arreglador, Marcelo Moguilevsky, fundamentará esta versión funeraria del himno obrero de forma reaccionaria, dando a entender que la degeneración de las diferentes revoluciones que poblaron el siglo XX sería inherente a las revoluciones mismas. De allí que se viole el carácter épico de La Internacional, que es
interrumpida con un estallido de risas injustificadas, risas de las que el público no participa, risas que el público no entiende ni entenderá. Las risas darán paso a una cadena de canciones ensambladas, por momentos, con cierta lógica. Y eso es la obra: un conjunto de canciones bien interpretadas por una banda muy precisa con un arreglador que, salvo en La Internacional, ha tenido muy buen gusto. Habrá tiempo para el virtuosismo y el ingenio: música con botellas, con copas, máquina de escribir y cajas llenas de canto rodado. La obra se convierte en un concierto de música con algún que otro agregado dramático. La banda pasa por todos los estilos, desde el candombe hasta el funk, pasando por la bossa con una destreza correcta
Tras una especie de cronología de la historia de la protesta, o más, de la lucha, con los avances y retrocesos, con momentos de mucho movimiento y momentos de quietud, con momentos de gritos y de silencio, la obra culmina. Y lo hace representando a través de una fetichización muy elemental (los actores portan todos un palo), la manifestación de protesta que mejor destaca el momento actual, a saber, el piquete. Así, entre momentos emotivos, y una selección desigual y por momentos incongruente del repertorio, podemos reducirla obra a un mero despliegue de canciones bien interpretadas, con un mensaje poco claro que se escinde por completo de la realidad, porque nada de lo dicho tiene que ver con las protestas y con el desarrollo de la lucha revolucionaria antes y después del Argentinazo. Nada está más alejado de la lucha de los trabajadores que la obra De protesta: lo único que se relaciona con la calle es el paso cebra impreso en el programa. Así, De protesta no logra hilar un repertorio en torno a un argumento claro, en vez de una obra dramática musical, encontramos un buen recital.
Uno de los tantos puntos débiles que tiene la obra es el marco del que parte. Ya el programa sugiere: «¿Cómo cantar “canciones de protesta” en estos tiempos en donde la esfera pública ha desaparecido?». La pregunta parte de una perspectiva errónea. La “esfera pública” (eufemismo por “sociedad”) se ve hoy revolucionada por el mayor movimiento que la clase obrera supo desarrollar en los últimos 30 años: el movimiento piquetero. Allí falla la obra, al desconocer o dar la espalda a la realidad, ahogándose en una típica actitud reaccionaria de visión pequeño burguesa que pretende pasar por progresista. No puede concebirse la canción de protesta independientemente de las protestas mismas de la clase trabajadora. Pero, además, como con protestar no alcanza, la canción se vuelve herramienta de la lucha sólo cuando responde a un programa revolucionario, a un programa cultural revolucionario. Que ese programa ya existe, los autores parece que tampoco se enteraron…
Por esto De Protesta se equivoca, pues nunca encontrará la respuesta al cómo cantar “canciones de protesta” estando al margen del movimiento real de la clase. Termina siendo, en definitiva, una obra para cínicos y escépticos pequeños burgueses “progres” de esos que se apuran a la salida, con la Ñ debajo del brazo, para ir a darle de comer al perro.
Gabriel Falzzeti