¿Qué es el arte para el marxismo? ¿Existe una “teoría marxista” del arte? Razón y Revolución, como toda revista marxista que se precie, está preocupada por entender cuál es el marco de aplicación de la teoría que reivindica. No es necesario que la teoría deba dar respuesta a todos los problemas, aunque el arte no parece ser uno de aquellos que escapen a la teoría marxista. Grüner aporta una reflexión aguda sobre un matrimonio difícil –pero apasionado.
Por Eduardo Grüner (docente de la Universidad de Buenos Aires)
¿Existe –puede existir– una auténtica teoría marxista del arte? La pregunta puede sonar anacrónica o estúpida. Anacrónica, para quienes creen que el marxismo ya pertenece a la congelada y escolástica «Historia de las Ideas», y nada tiene que decirnos para hoy o para mañana. Estúpida, para ciertos marxistas «ortodoxos» (que todavía los hay) que, coincidiendo extrañamente con la derecha postmoderna, cree que el marxismo sólo debería ocuparse de la marcha de la lucha de clases en el mundo, y no perder su tiempo en especulaciones etéreas de la «superestructura». No vamos a entrar aquí en una discusión interminable sobre el concepto mismo de «superestructura»: lo consideramos un tópico ocioso y ampliamente superado. En cuanto a que el arte –la praxis estética en general– tenga o no que ver con la «lucha de clases» (una noción más fácil de invocar que de definir), es un debate complejísimo que pone en juego la relación del arte con la ideología y el carácter de la autonomía relativa –para retomar esa clásica categoría althusseriana– tanto del arte como de la ideología con respecto a las relaciones de producción y al nivel jurídico–político de las formaciones sociales del modo de producción capitalista.
Insistimos: del modo de producción capitalista, pues es sólo en el contexto y bajo las condiciones y sobredeterminaciones de dicho modo de producción que puede siquiera plantearse el problema de la autonomía del arte: antes del Renacimiento –y, si nos ponemos rigurosos, antes del siglo XVIII– es inimaginable un arte verdaderamente autónomo, desligado de lo que Walter Benjamin llamaría su carácter cultual y para–religioso: hay que recordar que recién a mediados del siglo XVIII es consagrada (por iniciativa de Baumgarten profundizada luego por Kant en la Crítica del Juicio ) la separación de lo «bello» y lo «Bueno», y la existencia misma de una disciplina separada bajo el nombre de Estética. Pero, por supuesto, esta separación nunca podía ser aceptada por Marx ni por los marxistas, en tanto implica una desconexión fetichizada entre lo «sublime» estético y la «estructura» económica y social, y por lo tanto una deshistorización y/o desmaterialización de la práctica del arte. No obstante, ello no significa –ni significó nunca para ningún marxista serio, una vez superadas las ingenuidades de una «reflexología» más o menos pavloviana, o la imbécil oposición entre un arte «burgués» y un arte «proletario» que condujo a la teoría mediocre y conservadora del «realismo socialista»– el descuido de la atención prestada a la especificidad de esa práctica, y a las dificultades de una concepción determinista–historicista del arte. Y fue, para empezar, el propio Marx el que –con su habitual honestidad intelectual y política– confesó su perplejidad ante el hecho de que, por ejemplo, un género literario como la tragedia griega, concebido en una sociedad y una época histórica tan radicalmente diferentes al pujante capitalismo del siglo XIX, lograra conmovernos hoy (aunque sin duda por diferentes razones) a nosotros tanto como a los habitantes de la polis ateniense del siglo V A. C.
Aclarado esto harto esquemáticamente, es necesario consignar otro hecho en apariencia paradójico: mucho del mejor esfuerzo intelectual de los grandes teóricos marxistas del siglo XX está consagrado al pensamiento sobre el arte y la estética. Piénsese sólo en nombres como los de Lukács, Bloch, los principales miembros de la Escuela de Frankfurt, Sartre, Althusser, Della Volpe, o más cerca en el tiempo, Macherey, Eagleton, Jameson, Callinicos y tantos otros. Tal vez tenga una parte de razón Perry Anderson cuando cree ver en esta inclinación un cierto retroceso del pensamiento marxista hacia la «superestructura» filosófico–cultural, en detrimento de la economía y la política. Pero, en primer lugar, ello no alcanza para explicar el inusitado interés que demostraron por las cuestiones estético–culturales dirigentes revolucionarios «prácticos» como Gramsci o Trotsky. Y, lo que es más importante, es una visión parcial que no toma en cuenta, precisamente, el enriquecimiento y la complejización de la noción misma de «superestructura» a lo largo de un siglo en el cual el capitalismo sufre profundísimas modificaciones, la menor de las cuales no es el crecimiento y (al decir de Adorno) la progresiva dominación de la Industria Cultural, ya no como una industria productora de mercancías más, sino como una instancia decisiva de la interpelación ideológica, los efectos de «reconocimiento» y la subjetivación de la hegemonía burguesa. No puede ser de manera alguna un dato azarozo que toda la filosofía del siglo XX gire, de una u otra manera, alrededor de los problemas vinculados al arte, la literatura y el lenguaje, así como no puede ser azarozo que el propio arte haya sufrido transformaciones radicales entre fines del siglo XIX y principios del XX, en coincidencia cronológica con los grandes movimientos revolucionarios mundiales (y basta mencionar, como síntoma, que los nuevos movimientos estéticos se identificaran como vanguardias, un término de obvias connotaciones político–militares). El famoso «giro lingüístico» que en las últimas dos décadas ha llenado tantos tomos de manuales postestructuralistas, postmodernos y etcétera, fue para los pensadores y críticos marxistas un tempranísimo descubrimiento: no hay más que recordar que ya en la década del 20 (en plena contemporaneidad de Saussure, Pierce o Wittgenstein) Gramsci, Bakhtin o los formalistas rusos llamaban la atención sobre la importancia del lenguaje ya no como «superestructura», sino como campo de batalla simbólico –pero no por ello menos «material»– de la propia lucha de clases.
Pero, por supuesto, el siglo XX es también el siglo del psicoanálisis. Tampoco vamos a entrar aquí en la bizantina discusión sobre los equívocos y malentendidos que siempre atravesaron la relación (cuando la hubo) entre marxismo y psicoanálisis. Limitémonos a enunciar una convicción que, por falta de espacio, no puede sino aparecer como una quizá autoritaria admonición: un marxismo verdaderamente complejo, intelectualmente rico y adecuadamente «moderno» no puede darse el lujo de ignorar esa otra única teoría que comparte con el marxismo un criterio central que diferencia a ambas de cualquier otra filosofía o teoría de la cultura «burguesas»: el criterio de la praxis : transformar el mundo o transformar al sujeto, no en lugar de «interpretarlos», sino para mejor «interpretarlos» y así contribuir a su transformación. El psicoanálisis también ha tenido mucho que decir sobre el arte. Mucho y bueno, una vez superados a su vez los reduccionismos y mecanicismos que también tuvo que dejar atrás el marxismo. Y es porque ambos, en sus mejores momentos, supieron ver también en el arte, en la práctica estética, una homología estructural con la praxis en sentido amplio, aunque desprovista de las ilusiones «vanguardistas» de que desde el arte pudiera «cambiarse la Vida», como pretendía Rimbaud. Es de esto que quisiéramos ocuparnos en el resto de este ensayo.
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La primera frase que quiero evocar aquí es de Sigmund Freud, y dice así: «Si el psicoanálisis se parece a alguna forma de arte, no es a la pintura, que agrega algo a una superficie en blanco, sino a la escultura, que quita algo a un volumen para que aparezca una forma». Encuentro en esta frase un par de ideas que me interesa destacar. La primera (por la que pasaré brevemente, porque quiero llegar rápido a la segunda) es que comparar al psicoanálisis con un arte es poner en juego muy audazmente un concepto que Freud enuncia en alguna otra parte, a saber que la Verdad tiene estructura de ficción, quiero decir, que es sólo en el trabajo de «ficcionalización» de las operaciones del Inconsciente donde puede reconocerse el núcleo de Verdad que determina al sujeto. En este sentido, el mejor elogio del psicoanálisis posiblemente lo haya hecho Borges creyendo denigrarlo, cuando lo calificó de una «ciencia–ficción». Aunque ya habrá ocasión de problematizar el estatuto de esta ficción en su relación con las teorías estéticas contemporáneas, la idea me parece capital por lo siguiente: si es posible encontrar algo así como una teoría estética en Freud, no es desde luego en sus ensayos sobre arte donde hay que ir a buscarla –lúcidos y hábiles, pero acotados trabajos de mera aplicación de la teoría– sino en sus investigaciones sobre la lógica de lo que modernamente llamaríamos el trabajo del significante: el chiste, el lapsus, el acto fallido y por supuesto, en primerísimo lugar, el sueño. Digamos, de paso, que estos trabajos de Freud en los que podríamos reconstruir la matriz de una teoría sobre la «creatividad» estética, también son un ejemplo de lo que podría ser una teoría de la ideología en la sociedad capitalista tardía, y que no es casual –dados nuestros propósitos– que asociemos aquí esas dos posibilidades.
Pero la idea que más me interesa, aquí y ahora, es –puesto que se habla de la escultura, o al menos de lo que era la escultura en la época de Freud– la del arte como lucha contra una resistencia, la resistencia de esa roca viva que, a la manera de la Esfinge que enfrenta a Edipo, se niega a entregar completamente su secreto, que puede muy bien ser el secreto del Espanto último, irrepresentable. Y en esta idea –que en sí misma constituye toda una teoría de la interpretación y por lo tanto de la crítica, pero en la que también, reconozcámoslo, persiste la marca hereditaria de cierta mayéutica socrática–, en esta idea hay ya sin embargo al menos dos implicaciones inquietantes por su novedad radical: primero, la de que tanto el psicoanálisis como el arte suponen el acercamiento a un Horror indecible, en donde la Verdad y la Belleza llevan la marca de un Goce del cual nada queremos saber, justamente porque ese no–querer es la estofa última del Deseo; parafraseando a Eliot, se podría decir que el arte no es la expresión del sentimiento, sino una huída del sentimiento, de lo que en él pudiera haber de insoportable y que el arte permitiría simbolizar o, como suele decirse, «sublimar». Pero es una huída, un retroceso, en el que no podríamos dejar de percibir, oscuramente, la huella de los pasos que nos llevaron hasta el borde del abismo. «Tenemos el arte para defendernos de la muerte», apostrofa Nietzsche, y Lacan traduce: «El arte es una barrera externa que impide el acceso a un Horror fundamental». Pero mucho antes que ellos, Kant decía que justamente basta poner una barrera para poder ver lo que hay del otro lado: el arte del siglo XX que realmente me interesa es el que (en contra, por ejemplo, de la ilusión de un retorno a la pureza neoclásica que es más propia del «realismo de Estado» de los totalitarismos), se hace cargo de la contaminación de la Belleza por las llagas de aquél Horror fundamental, y que es también –por esa vía haremos ingresar a Marx– el «horror» de la Historia. Es, en la literatura, el empeño por volver loca a la lengua para hacerle decir lo indecible, que encontramos en Joyce, en Kafka o en Beckett, cuyo personaje nada azarozamente llamado El Innombrable testimonia la persistencia de un Deseo sin objeto cuando declara: «Es necesario seguir hablando, aunque ya no haya nada que decir…» Son, en la pintura, esos cuerpos inestables de Bacon, siempre a punto de derramarse en un estallido de carne desgarrada, o de escaparse viscosamente de la vida por el agujero del Grito mudo de Munch… Es, en el cine, la claroscura claraboya abierta sobre lo siniestro de los expresionistas, la desarticulación de las certidumbres espaciotemporales en Orson Welles, la postromántica fragilidad de la relación entre palabra e imagen en Godard o en John Cassavetes… Son, en la música, las desconcertantes atonalidades de Schoemberg o Alvan Berg, la casi imperceptible tensión hacia el silencio de Cage, la «basura del callejón» –como él mismo la llama– deslizando su hedor entre las notas exquisitas de la trompeta de Miles Davis…
Todas estas contaminaciones que dejan ver lo que hay del otro lado de la barrera que hemos puesto para separarnos del Horror, no podrían haberse puesto en acto en otro siglo que el del psicoanálisis, en el siglo que nos ha acercado más que ningún otro al borde mismo de una política de lo insoportable. Quiero recordar aquí otra frase célebre de Freud, de la que el arte, en su práctica, se ha hecho cargo mucho más de lo que la crítica estética es capaz de reconocer: es la que dice que «La cultura es el producto de un crimen cometido en común». Que en la cultura haya una dimensión constitutivamente criminal, que en su propio origen mítico haya un acto catastrófico que es la causa misma del Deseo, causa perdida desde siempre pero eficaz en sus retornos insistentes, es lo que hace de la obra de cultura un síntoma, y lo que la instituye no como conteniendo sino como siendo un malestar: es esa dimensión señalada por Freud la que enuncia el marxista Walter Benjamin como la consustancial solidaridad entre cultura y barbarie, y es la que el mejor arte del siglo del psicoanálisis intenta sostener, recusando –como lo hizo el propio Freud– no la Razón sino las ilusiones sin porvenir de la religión racionalista, no el Conocimiento sino el falso optimismo positivista de un saber sin límites, no la Belleza sino la creencia narcotizante en una armonía eterna. El arte del siglo XX es, ante todo, un campo de batalla y un experimento antropológico. En él –al igual que en el «conflicto de las interpretaciones» del que también participa Freud– se juega el combate por las representaciones del mundo y del sujeto, de la Imagen y de la Palabra. Ese combate no podría dejar de ser político, no en el sentido estrecho de la explícita tematización propagandística de lo político por el arte –lo cual casi siempre lo ha conducido a la más mediocre banalidad–, sino en el sentido mas amplio, pero también más profundo, de un cuestionamiento de los vínculos del sujeto con la polis, es decir, con su lengua y su cultura.
La materia de ese conflicto, lo sabemos, es esencialmente trágica: la tragedia es el género estético paradigmático, la matriz cultural perdida de los discursos más críticos de la modernidad: el de Freud, por supuesto, pero inmediatamente antes de él, el de Marx y el de Nietzsche. En el recurso a la tragedia por estos tres «fundadores de discurso», en estos tres «maestros de la sospecha» –para utilizar esas etiquetas ya canónicas–, se hace sentir no sólo la ya señalada importancia de la ficción como vehículo de la Verdad, sino también la lucidez implacable que no admite consolaciones fáciles ante la catástrofe subjetiva implicada por una modernidad que ha asesinado a Dios, que por la lucha de clases ha provocado el retorno de los cuerpos reprimidos por la Historia, que ha volteado de su trono a la Conciencia. En los tres, se trata no de retroceder tímidamente hacia terreno más firme, sino de llevar hasta las últimas consecuencias la crisis (¿de dónde más proviene el término de «crítica»?) para reconstruir la esperanza sobre las ruinas de la ilusión. Ellos saben, o presienten –como lo explicita Freud llegando nada menos que a Nueva York–, que están trayendo la peste al mundo: saben que no hay «cura» del mundo que no incluya este carácter pestilente de la cultura: ninguna sociedad, como ningún sujeto, pueden pretender conocerse a sí mismos sin pasar por la contaminación. La Peste es a Tebas como la Verdad a Edipo.
Tragedia y Peste son, pues, la materia del arte del siglo XX. Hay que insistir en que esa materia es política, porque –y esta frase no es de Freud ni de Marx ni de Nietzsche, sino de Napoleón Bonaparte– la política es la tragedia de una época que ha perdido a sus dioses. Sin embargo, la cultura y la política del siglo XX, la cultura y la política del siglo que ha prodigado las mayores tragedias colectivas de la Historia, esa cultura y esa política –como siguiendo la asombrosa predicción de Marx de que la historia se produce una vez como tragedia y otra como farsa– no es trágica: es paródica. Parecería que si hay un Marx que ha terminado triunfando y dominando el arte en el siglo XX no es tanto Karl como Groucho, con sus bigotes pintados, su chaqueta de mangas demasiado largas, su manera ridícula de caminar con las rodillas dobladas, pegado al suelo, como achatado por el peso de una realidad aplastante en la que sólo se puede sobrevivir por la rápida verborragia chistosa. O tal vez sea Buster Keaton –de quien casualmente también se cumple este año el centenario de su nacimiento–, a quien no caprichosamente eligió Samuel Beckett como protagonista de su único film (llamado, precisamente, Film: la tautología irónica, la repetición paródica, es el último recurso del arte en un siglo que ha perdido el sentido de la tragedia): Buster Keaton, con su rostro pétreo que mira con una suerte de azorada impasibilidad la sucesión de desastres en el mundo que lo rodea, constituye junto a Groucho Marx la metáfora más perfecta del sujeto del siglo del psicoanálisis y el marxismo: la metáfora de la sustitución del sujeto trágico por el sujeto cómico, es decir del sujeto incómodo dentro de sus ropas, ridículo en su desconcierto ante la catástrofe, pero que se hace el distraído, como si nada sucediera. Porque, en efecto, como lo sugiere Freud, el origen de la comicidad es la impotencia para asumir la realidad trágica de una situación. Es ese sujeto de identidad inestable, en permanente deslizamiento, del que nada certero puede predicarse, como en ese chiste ejemplar del propio Groucho Marx, digno de figurar en la galería de chistes judíos de Freud, y en donde un hombre interpela a otro diciéndole: «Es verdaderamente asombroso cómo se parece Ud. a Fulano» «Pero… si yo soy Fulano!», responde el interpelado. «Ah», se tranquiliza el primero, «debe ser por eso que se parece tanto a él».
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Este lugar cómico, esta posición incómoda de un sujeto que no termina nunca de acomodarse a su propio nombre, a su propia imagen, a su propia época trágica, esta es su verdadera tragedia imposible. Como si dijéramos: la tragedia del siglo XX consiste en la imposibilidad de la tragedia, en ese proceso de desimplicación entre el sujeto y el mundo, de no coincidencia entre el sujeto y los espacios de su deseo, de desencuentro entre la conciencia y el cuerpo. A ese desencuentro, a ese malentendido, que para el psicoanálisis es constitutivo de la división estructural del sujeto, Marx lo había historizado –en el sentido de que le da una cierta fechabilidad a la constitución de sus síntomas– bajo el rótulo de la «alienación» capitalista. Fue Marx, en efecto, quien nos enseñó que hay en el capitalismo algo de irresistiblemente cómico (a condición, claro está, que entendamos ese chiste en el sentido freudiano de un síntoma, de una impotencia del sujeto para encontrarse con su propio cuerpo, con su propia historia). Cómica –es decir: repetición de lo trágico bajo la forma de la parodia– es la pretensión del capitalismo de ser una época seria y profunda, cuando está basada en (son palabras de Marx) la «banalidad» superficial del fetichismo de la mercancía. Y cómico es también que las víctimas de esa banalidad no sean capaces de reirse de ella, se (des)encuentren a sí mismos, alienados de su propio humor. Esta palabreja, «alienación», ha recorrido un largo y sinuoso camino en el llamado «marxismo cultural» del siglo XX, desde Lukács hasta Adorno. Y no debe ser en absoluto azaroso que esos dos autores, los que más han hecho por devolverle a ese término hegeliano su densidad histórica y material, sean también los autores de los dos únicos intentos serios de construir, en nuestro siglo, una teoría estética.
Intentos serios y actos fallidos, demás está decirlo: en la era del sujeto cómico y de la subjetividad escindida, de la experiencia fragmentada y de los fetichismos económicos y políticos, una interpretación totalizadora de la praxis artística aparece, también, como una empresa trágica en su comicidad. Al contrario: es esa propia praxis estética la que aprendió muy pronto, en los albores mismos del siglo, a reirse de sí misma: la actitud desafiantemente lúdica e irónica de las vanguardias históricas ¿no apunta simultáneamente en el sentido de Marx, al denunciar la banalidad de la cultura en la época del fetichismo mercantil, y en el de Freud, al asumir el valor del chiste como síntoma del desencuentro del sujeto con su propia Palabra? La paradigmática polémica realismo / modernismo, característica de la época de las vanguardias, adquiere allí toda su dimensión de «retorno de lo reprimido»: en el juego sin reglas visibles de la «asociación libre» de los dadaistas o los surrealistas, el trabajo improductivo, incluso caprichoso, del significante reclama su derecho a sustraerse a las imposiciones de la realidad alienada de la eficiencia mercantil, y el principio del placer se levanta como crítica insobornable de un principio de realidad funcional a la dominación ideológica. Contra el llamado de Lukács a un regreso a cierto realismo totalizador que vuelva a hacer de la obra del arte una pantalla para proyectar las concepciones del mundo en pugna, Adorno ve con lucidez que la vanguardista «obra de arte autónoma», como él la llama, a pesar –o quizá, justamente, a causa de– su elitismo impugnador del sentido común, tiene la posibilidad de instalar una «dialéctica negativa» en la que no se trata solamente de un juego caprichoso del significante: la singularidad de la obra, irreductible a toda totalización, está por esa misma singularidad en estado de permanente tensión con la universalidad del Concepto. Como en el sueño, las «asociaciones libres» de la obra revelan un trabajo del Inconsciente que produce un pensamiento transformador y crítico de las ilusiones y las certezas del Yo sobreadaptado a la realidad. En tanto manifestación de una utopía del Deseo, la obra vanguardista muestra, por contraste, la pobreza de una realidad en falta, no en el sentido de esa falta constitutiva que es el origen del deseo, sino en el de un deseo secuestrado por la fetichización capitalista, que –por la promesa de una satisfacción plena que no podría sino ser siniestra– justamente no le permite al sujeto esa forma crítica de comicidad que sería la de reirse de su propia falta. La obra de arte autónoma, recurriendo a la ironía trágica, a la memoria impugnadora de su propia tradición, se transforma en «pre–apariencia» y en «memoria anticipada» (las expresiones son de Ernst Bloch) de lo que podría ser el sujeto reconciliado con su Deseo, si el sujeto no estuviera tan enajenadamente reconciliado con su mundo presente de explotación y alienación.
Pero, ¿hasta dónde llega este poder del arte? Contra la confianza un poco ingenua de Benjamin en el potencial «liberador» de las nuevas tecnologías estéticas que sabotean la museificación de la cultura, Adorno advierte, premonitoriamente, la posibilidad de que incluso la obra de vanguardia termine cayendo en la ilusión «narcisista» –digámoslo así– de sustituir a la realidad que empezaron por contradecir en su alteridad utópica. Si ello ocurriera, la cada vez más ubicua Industria Cultural, apoyándose en ese mismo potencial tecnológico, tiene la posibilidad inédita de apoderarse de la obra de vanguardia para ultimar el proceso de fetichización ideológica al mercantilizar la lógica misma del Inconsciente, al realizar imaginariamente en la actualidad del mercado la utopía del deseo imposible, al cubrir con un tejido de imágenes las faltas insoportables de lo real. El siglo del psicoanálisis es también el siglo de lo que Marcuse llamó «colonización del Inconsciente» o «desublimación represiva», para indicar la puesta del Inconsciente al servicio de la alienación, una operación que sería imposible sin los recursos de la creatividad estética. Es sintomático, en este sentido, que Adorno (al igual que Freud, aunque por distintas razones) tuviera una sospechosa desconfianza en la única forma de arte inventado en el siglo XX, en la única forma de arte que prácticamente desde su nacimiento tiene el «pecado original» de ser un producto de la industria cultural y una mercancía fácilmente fetichizable: me refiero, naturalmente, al cine, que además tiene el privilegio de ser la forma estética que con mayor claridad reproduce en sus construcciones ficcionales las operaciones del Inconsciente. No hay tiempo de demostrarlo aquí, pero bastaría ver el más convencional y comercial film bajo el protocolo de lectura del capítulo séptimo de La Interpretación de los sueños de Freud y de los escritos sobre teoría del montaje de Eisenstein, para encontrarse allí con todo: condensación, desplazamiento, inversión en lo contrario, superposición de representación de cosa y representación de palabra, lo que se quiera. Y es eso lo que hace a esta forma de arte –que tanto ha influido a todo el arte del siglo XX– un objeto ideológico por excelencia. Se podría, incluso, ensayar la siguiente definición extemporánea: el cine –y con más razón la televisión– es el punto de conflicto, pero también de encuentro, entre el fetichismo de la mercancía y el proceso primario.
De todas maneras, este triunfo de una racionalidad instrumental que logra poner al arte al servicio de un deseo alienado que oculta las faltas de lo real, obliga a replantar de manera radical el estatuto liberador de la ficción. Ya no parece tan evidente que toda ficción pueda producir la Verdad. Las teorías estéticas postestructuralistas, deconstruccionistas o como se las quiera llamar, corren aquí el peligro de recaer en una ingenuidad simétricamente inversa al del realismo tradicional pero con efectos ideológicamente similares, al suprimir la alteridad crítica que la ficción opone a una realidad que –por la mera existencia de esa alteridad– puede percibirse como cruelmente imperfecta. La postulación del mundo, de la sociedad o de la subjetividad como pura dispersión fragmentada de imágenes y palabras desinvestidas, de flujos deseantes desligados, de átomos rizomáticos destotalizados, ¿no puede resultar contradictoria con la idea del mismo Foucault –de quien tantas de estas teorías se dicen tributarias– de que es el Poder mismo el que ha adquirido este carácter en apariencia caprichosamente circulatorio, de «asociación libre» desligada de todo objeto real, para mejor ocultarse en una «ficcionalización» que quiere mostrarse inofensiva? Frente a esto, sería paradójico –pero de ninguna manera impensable– que el Lukács que se equivocaba en 1930 tuviera razón hoy, y que tuviéramos que abogar por alguna forma de nuevo realismo totalizador que permitiera instalar el marco para recuperar la diferencia crítica entre ficción y realidad, y a partir de ella dejar que el Inconsciente produjera nuevas utopías del Deseo, se pusiera de nuevo a jugar.
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Por supuesto, todo juego tiene un límite, implacablemente levantado por aquélla contaminación de lo real que señalábamos antes. Ya en 1948 –el mismo año, casualmente, en que se publica 1984 de Orwell–, el propio Adorno se pregunta: ¿sigue siendo posible el arte, después de Auschwitz? Es notable que no se pregunte, como muchos bienpensantes de su época, si después de Auschwitz sigue siendo posible la humanidad : él sabe que esta sería una pregunta estúpida, porque es una cierta forma de humanidad la que ha hecho posible Auschwitz: la «humanidad» de las formas más salvajes del capitalismo (y no me refiero solamente a la «forma» fascista, aunque ella haya sido la principal responsable). Pero si el arte se postulaba como ese «laboratorio antropológico» que iba a mostrarle al sujeto el horizonte en perpetuo desplazamiento del encuentro consigo mismo, ¿cómo competir ahora con este otro laboratorio antropológico, que ha llevado a sus últimas consecuencias la misma racionalidad instrumental capitalista de la que el arte pretendía burlarse, y lo ha hecho al punto de que ha logrado que el sujeto se encontrara con lo que hasta entonces se pensaba como su propio imposible? La pregunta de Adorno tiene una implicación extrema: si ante Auschwitz el arte ha perdido su condición de barrera para un Horror fundamental, ¿no será porque Auschwitz ha realizado, por el absurdo, la utopía de cuya imposibilidad el arte extraía su valor crítico, la del encuentro con una Verdad absoluta e insoportable? De ser así, habría que admitir que la contaminación entre el Arte y lo Real ha alcanzado su punto extremo de fusión, de completa identificación, nunca mejor criticada que en la célebre anécdota en la cual un grupo de turistas alemanes en el museo, creyendo reconocer a Picasso, le señalan el Guernica y le preguntan admirativamente: «¿Usted hizo eso?» «No», responde el pintor, «lo hicieron ustedes».
Relatada hoy, esta respuesta adquiere el valor de un enunciado escandaloso por su anacronismo. Como si dijera: señoras y señores, lo real existe: la Guerra del Golfo sí ha tenido lugar, y parece ser incluso –aunque monsieur Baudrillard no lo crea– que allí se ha matado gente, al igual que en Bosnia, Rwanda, o ahora en Serbia y Kosovo. Los poderes de la ficción, quizá por fortuna, no han llegado al extremo de borrar lo que los diferencia de un deseo mortífero que desborda la débil barrera que el arte creía poder oponerle al mismo tiempo que lo mostraba. Desde luego, los monsieur Baudrillards que hoy hacen el agosto de los suplementos culturales no han llegado al extremo de decir que tampoco Auschwitz ha tenido lugar, aunque no se entiende muy bien por qué no lo harían: no digo que esté en sus intenciones, pero está en su lógica. Ellos quisieran, para no tener que sentirse cómicamente incómodos, que también Auschwitz pasara a formar parte de esta reserva de imágenes deshistorizadas en que se ha transformado la realidad en nuestra polis videoelectrónica. ¿Será demasiado injusto recordarles lo que decía Benjamin, a propósito de que la estetización de la política –y, por lo tanto, de la muerte– es el ademán más característico del fascismo?
Se me objetará, claro está, apelando a la literalidad, que precisamente decir que un acontecimiento no ha tenido lugar es aludir críticamente a su no–localización simbólica, a su ubicuidad indeterminada por la simultaneidad de la imagen electrónica. Pero esto es un juego de palabras que no pone realmente la Palabra en juego: el efecto de esa indeterminación es justamente el borramiento de la alteridad, de esa alteridad radical que es lo real de la muerte, su dispersión en la indiferencia de la pura representación: una in–diferencia que muestra, justamente, que es en el plano de las representaciones antes que en el plano de los conceptos, donde se juega hoy el conflicto ideológico–simbólico: el escenario de esa lucha es hoy el arte antes que la filosofía, porque la hipótesis de un mundo como pura representación, como pura imagen ficcional visualizable en un eterno presente significa la liquidación de la memoria histórica tanto como de la «memoria anticipada» a la que alude Bloch. En un libro reciente que significativamente habla del exterminio en los campos de concentración, y que igual de significativamente se titula «Los asesinos de la memoria», Vidal–Naquet califica de inexistencialismo al rasgo central de la cultura contemporánea, que consiste en postular –apoyándose sobre la celebración de un triunfo de las imágenes– la desaparición de las realidades sociales, políticas, ideales, culturales o biológicas, y (cito) «remitir a la inexistencia las relaciones sexuales, la dominación, la opresión, la sumisión, la historia, lo real, el sujeto, la naturaleza, el Estado, el proletariado, la ideología, la política, la locura y los árboles». Si el arte, cuya lucidez crítica –a tenor de Adorno– era la de instalarse como diferencia con esa realidad desgarrada para hacerla más evidente e inquietante, si el arte ahora fuera a sustituirla, ¿no sería también algo espantosamente cómico?
Esta liquidación de lo Real en aras de los puros «juegos de lenguaje» o del «significante vacío» es lo que (más allá de sus mejores o peores intenciones ideológicas, que no es el caso juzgar aquí) pretende oponer el «textualismo» postestructuralista al supuesto «reduccionismo» de la crítica estético–cultural inspirada en el marxismo. Pero es una falsa opción. Por sólo poner algunos ejemplos, la mejor crítica literaria y estética reciente de orientación marxista –Terry Eagleton, Pierre Macherey, Fredric Jameson, Franco Moretti o Slavoj Zizek son en ese terreno paradigmas insoslayables–, precisamente es la que no ha dejado de tener en cuenta la multiplicidad «rizomática» o «textual» incluso de la obra clásica, denunciando su falsa apariencia (o su «verdadera» ideología) de unidad orgánica –de totalidad, si se quiere decir así–. Para Eagleton, la obra debe ser vista como un acto proveniente de una práctica a través de la cual un conglomerado de materiales heteróclitos (fenómenos lingüísticos y operaciones retóricas, materias primas sociales y psicológicas, «fantasmas» personales o ideológico–culturales, fragmentos de saberes científicos y técnicos, tópicos del «sentido común» gramsciano y de la literatura pasada y presente, etcétera, etcétera) es condensado bajo aquélla apariencia de un todo orgánico por el poder de las estrategias de construcción estética.
Una lectura apresurada indicaría la coincidencia de esta postura con la perspectiva meramente «deconstructivista» o, para decirlo con el lenguaje sartreano, «destotalizadora». Pero precisamente, se trata de «retotalizar» el análisis para descubrir en cada caso las razones (generalmente Inconscientes) de esa necesidad unitaria. Como afirma Jameson elaborando sobre las tesis de Macherey, esos materiales heterogéneos y discontinuos son de una u otra manera sociales e históricos: llevan estampadas, aunque sea en su «congelamiento», las huellas de antiguas luchas y de su otrora fechable emergencia. Las incompatibilidades textuales entre, digamos, esta o aquélla unidad narrativa y ésta o aquélla experiencia psicológica, esta o aquélla formulación estilística y esta o aquélla característica del género, pueden ser leídas como las señales y los síntomas de contradicciones –o simplemente de antinomias– sociales e históricas que el análisis crítico debería contribuir a develar además y al mismo tiempo de someter la obra a la intervención «deconstructiva». Moretti, por su parte –tomamos sólo un ejemplo de los muchos análisis semejantes que lleva a cabo–, interpreta la oposición entre las figuras literarias de Drácula (en Bram Stoker) y Frankenstein (en Mary Shelley) en términos de la oposición emergente en el siglo XIX entre burguesía y proletariado, y simultáneamente en términos freudianos del «retorno de lo reprimido» y lo «siniestro familiar». ¿Qué es lo que da su aparente unidad a estos materiales de registro tan disímil? Justamente la estrategia textual de «desplazamiento» ideológico de los terrores de la burguesía decimonónica, que casualmente es la que escribe en esas obras.Pero esto no va en detrimento del valor específicamente estético de esos textos, sino todo lo contrario: es porque tienen un alto valor estético –al menos, en los límites de su propio género– que el desplazamiento es tanto más eficaz.
Pero a su vez, si la discontinuidad original de los elementos disímiles es vista como una serie compleja de múltiples y entremezcladas contradicciones, entonces la homogeneización de esos componentes inconmensurables y la producción de un texto, de una «obra», que se muestra unificada deben ser entendidas como algo más que un acto «estético»: es también un acto ideológico, y apunta –al igual que los mitos según Lévi–Strauss– a nada menos que la resolución imaginaria del conflicto real. La forma artística recupera, así, su condición de acto social, histórico y protopolítico. No obstante, se debe subrayar que aquél acto ideológico, justamente por ser al mismo tiempo estético, mantiene su alto carácter de ambigüedad, por lo cual debería ser leído de dos modos distintos e incluso antitéticos: por un lado, mediante el análisis de las operaciones de configuración de la aparente unidad, por el otro, mediante el análisis de los restos no articulables de contradicción que generalmente impiden que la resolución sea ideológicamente «exitosa», e implican el (a menudo magnífico) «fracaso» del texto.
Como puede observarse, ésta es una estrategia crítica que –sin reducir o condicionar mecánicamente en lo más mínimo la riqueza del análisis «deconstructivo»– opera en los límites (siempre dudosos, claro está) entre el «adentro» y el «afuera» del texto estético, resguardando su especificidad pero al mismo tiempo dando cuenta de las sobredeterminaciones sociales, políticas o ideológicas de la «totalidad» (es decir, del modo de producción), que son precisamente –si uno quiere respetar al menos cierta dialéctica– las que demarcan el lugar de autonomía relativa (ya que «relativa» significa «en relación con») de la obra: si todo es el texto –como a veces parece pretender incluso Derrida– entonces no hay texto; sólo este «entre–dos» (este in–between, como lo llama Homi Bhabha) permite la crítica consecuencia de la falsa totalidad de Adorno, construída por las hegemonías ideológicas. Las posibilidades mismas de esa crítica –siguiendo la lógica de la «lectura sintomática» de Althusser– son internas al propio texto: las dispersiones, los desplazamientos, las ambigüedades del sentido en las que ponen el acento los deconstruccionistas pueden pensarse como resistencias del » Inconsciente político» (la expresión es de Jameson) de la propia obra, resistencias a la interpelación ideológica que busca otorgarle al texto su unificación estética (su monoglosia, diría Bakhtin), de manera análoga a cómo los sujetos sociales resisten (a menudo Inconscientemente) las interpelaciones de la ideología dominante dirigidas a constituir a los sujetos como «identidades» fijas y sin fisuras que permitan una mejor «administración de los cuerpos» (Foucault). Etcétera.
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Para una teoría marxista del arte se trata pues del «juego de las diferencias», a menudo indecidibles, pero nunca completamente eliminables, entre lo Imaginario y lo Real. La in–diferencia entre esos dos registros sería el triunfo definitivo de la barbarie, en la forma estetizada o «semiotizada» que ha adquirido el capitalismo en la era de las redes informáticas, la Industria Cultural y los medios de comunicación de masas. Y ello tendría dos consecuencias igualmente inquietantes. La primera la insinúa el propio Adorno, en la primera frase de su Teoría Estética : «Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni él mismo, ni su relación con la totalidad, ni siquiera su derecho a la existencia». La inevidencia actual del arte –su inevidencia, no su inexistencia–, creo entender, proviene del hecho de que ya no puede arrogarse derechos de representación utópica de una humanidad que ha traspasado los límites de lo imposible. Pero si ello es así –y esta es la segunda consecuencia, que Adorno no explicita– ¿no le queda como única aspiración al arte la de ser radicalmente inhumano, la de afirmarse en su propia alienación, la de disolverse en su propio fetichismo, la de complacerse en su carácter de mercancía, la de liquidar su propia memoria y su propia historia? Paradójicamente, la radicalización del modernismo que terminó identificándose con esa etiqueta de conciencia infeliz que es el llamado «postmodernismo» (lógica cultural del capitalismo tardío, traduce Jameson), esa radicalización que se pretende disolución definitiva del arte en la vida cotidiana, lo es en efecto: disolución en la cotidianidad alienada, reificada, mercantilizada, de un vértigo de la novedad que esconde una inmovilidad mineral : historia sin historicidad, recuerdo sin memoria, imagen sin potencia simbólica, mimesis sin alteridad, el arte dominante de hoy es roca muerta que ya no tiene secretos que entregarnos: ni siquiera guarda su valor de síntoma o de malestar, ya que no pretende incomodar a sujetos cómicos que no se ríen de sí mismos, puesto que ni siquiera están seguros de existir.
¿Qué oponerle a eso, aún en medio de la desesperanza? No se me ocurre más que citar una última frase, sobre la cual sería incapaz de hacer un comentario que además la frase no requiere, ya que es suficientemente clara en su llamado a una especie de subjetividad activa que pudiera devolverle toda su comicidad trágica, toda su pestilencia, al libre juego de un Deseo transformador de la realidad. La frase es de Jean–Paul Sartre, y dice: «La pregunta ya no es qué es lo que la historia y la cultura han hecho con nosotros, sino qué somos capaces de hacer nosotros con eso que nos ha hecho».