En busca de una estrategia – Por Fabián Harari

en El Aromo nº 79

fabian harari liborio image 79Prólogo a la reedición del libro Bolivia: la revolución derrotada, de Ediciones ryr

Publicada por primera vez en Argentina en 2007 (por nuestro sello), esta invaluable obra de Liborio Justo, sobre la revolución boliviana de 1952, agotó su tirada en poco tiempo. En breve, nuestra editorial pondrá a disposición de los lectores una reedición. Aquí, un extracto del nuevo prólogo.

Por Fabián Harari (LAP-CEICS)

Liborio Justo es uno de los fundadores de la izquierda revolucionaria argentina. Como in­telectual revolucionario, rompió con su clase (la burguesía), se tomó el trabajo de compren­der la sociedad en que vivía, organizó diferen­tes periódicos teóricos y de agitación y hasta desarrolló el trabajo sindical. Es decir, fue un constructor partidario. Especialmente, duran­te un período muy importante de la vida polí­tica argentina: aquella que va desde el ascenso de la clase obrera a mediados del ’30, hasta los inicios del peronismo. Se constituyó, además, como un factor determinante para que el trots­kismo sea como es, en sus rasgos negativos y positivos: nacionalista y con una fuerte volun­tad de formar partido.

En el Big Bang trotskista

Cuando Justo se acercó a la militancia, el trots­kismo argentino (en ese entonces, peque­ños grupos que no pasaban de una decena de miembros) se debatía en una disputa progra­mática ciertamente fundante.1 Las primeras discusiones giraban en torno a la existencia o no de tareas inconclusas de la revolución bur­guesa. Es decir, del carácter de la revolución: enteramente socialista o democrático-burguesa en transición al socialismo.

Aunque pocos puedan creerlo, en sus comien­zos, el trotskismo nació delimitándose del na­cionalismo y proponiendo una política neta­mente socialista. El grupo de Antonio Gallo, Héctor Raurich y David Siburu, con sede en Rosario, que pregonaba que la Argentina ya había completado sus tareas nacionales y, por lo tanto, la revolución debía tomar un carác­ter netamente socialista. Se debía, por lo tan­to, combatir al conjunto de la burguesía, ya sea nacional o extranjera. Editaron un periódico llamado Nueva Etapa, donde aparecieron sus principales posiciones. La preocupación de este grupo fue combatir la estrategia del Frente Po­pular del PC de la segunda mitad de la década de 1930 y, por ello, intentaba explicar el papel contrarrevolucionario de la burguesía nacional, aún la más chica. Paradójicamente, el grupo no dejó de caracterizar a la Argentina como país “semicolonial”, pero todas las descripciones que efectuaba en concreto se alejaban de aque­lla denominación:

“El movimiento de la independencia fue en la Argentina una revolución burguesa, a diferen­cia de otros países del continente, donde no tuvo características tan nítidas como el Perú, por ejemplo. En la República Argentina hay proletariado y capitalismo, beneficio y plusva­lía, y por lo tanto lucha de clases y la estrate­gia del proletariado debe ser la de la revolución socialista…”.2

Es el propio Liborio Justo quien se encargó de llevar adelante una batalla contra las posiciones dominantes y de imprimirle al trotskismo su carácter más nacionalista y su aplicación a raja­tabla y religiosa del Programa de Transición. Su idea rectora, por la que combatió en el seno del movimiento de izquierda, fue que la Argenti­na no ha completado sus tareas nacionales, que la revolución burguesa no pudo triunfar y, por lo tanto, la burguesía nacional tenía enfrenta­mientos con el imperialismo, lo que daba lugar a movimientos nacionales de carácter progre­sivo. Si bien la burguesía nacional no parecía portar un rol revolucionario, explicó, la cla­se obrera debía prepararse para completar la construcción burguesa del país. Más adelan­te, como veremos, profundizó estas posiciones hacia un nacionalismo más desembozado. En 1943, Justo abandonó la política y se retiró a las islas del Ibicuy.

En 1957, Justo publicó Estrategia revolucionaria, en la que estableció un balance del trotskismo. Allí remarca que el principal defecto es el ha­ber intentado trasplantar un modelo europeo a una realidad “original” americana. En 1959, Justo acusó a Trotsky de ser un “agente de Wall Street”. Más adelante, propuso derribar las na­ciones para construir una nueva: Andesia. A partir de 1968, se dedica al estudio de la his­toria argentina y edita Nuestra patria vasalla. Historia del coloniaje argentina. Cinco tomos y un apéndice que termina de escribir en 1993. Allí afirmó que la Argentina nunca llegó a ser una nación y que, por lo tanto, el nacionalis­mo cumple un papel progresivo en la lucha de clases. En Pampas y lanzas (1962), detalló la acción de la burguesía terrateniente contra los indígenas en el proceso de formación na­cional. Mientas, para él, el gaucho conforma­ba una especie de lumpenproletariado, incapaz de resistir a los estancieros, el indígena sería el verdadero sujeto portador de la resistencia al coloniaje y el portador de la identidad nacio­nal. Masas y balas, editado en 1974, refleja la lucha del proletariado latinoamericano y nor­teamericano contra la burguesía. Justo nunca dejó de escribir ni de participar del combate por las ideas. Murió un 10 de agosto de 2003, a los 101 años.

La toma del poder en Bolivia

El libro que el lector tiene en sus manos fue es­crito en 1967. Claramente, en una discusión con el guevarismo. Se intenta, aquí, realizar un balance de esa experiencia en Bolivia, y de ese fracaso. Curiosamente, se hace a través de un estudio de otra experiencia, mucho más ambi­ciosa y que ha dejado huellas más profundas: la revolución de 1952. Pero no sólo es una discu­sión con el guevarismo, sino también con las tendencias nacionalistas en la izquierda en ge­neral y en el trotskismo en particular. Esas mis­mas tendencias que él ayudó a consolidar.

Los primeros diez capítulos están destinados a reconstruir la historia de esa sociedad: des­de su origen como reino preincaico hasta su conformación como república. Si bien no se ocupa exhaustivamente de cada período (Tawantisuyu, colonización, independencia, guerras civiles), sí ofrece un marco general para discutir los principales problemas. Aunque pueda parecer una larga digresión, se trata de una tarea imprescindible para un historiador que quiere hacer entender a un público muy amplio (bolivianos y no bolivianos) las grandes tendencias del desarrollo y las particularidades del caso boliviano. Esos capítulos le sirven a Justo para probar una primera idea contra el programa nacionalista y guevarista: la centra­lidad del proletariado, en especial, el minero. No son los campesinos (si los hubiese) quienes ocupan un lugar central a la hora de organizar y dirigir las fuerzas revolucionarias, sino la clase obrera. Es decir, en un análisis de las relaciones de fuerzas materiales, es el programa socialista el que sale indemne.

Esos señalamientos de las grandes líneas del desarrollo se particularizan a partir de la cri­sis de 1946, donde empieza el núcleo del libro. He ahí un primer balance con respecto a la ex­periencia guevarista. La primera pregunta que todo revolucionario debe hacerse antes de salir a la acción directa: ¿cuál es la relación de fuer­zas políticas entre las clases? El libro responde: en el momento, la clase obrera está en retirada. Justo señala que el proceso iniciado en 1946 con un levantamiento popular y que continúa con la intervención organizada del proletaria­do en 1952, se cierra en 1965. Ese año, luego de un largo reflujo, la burguesía procede a ter­minar con los restos de la revolución median­te una feroz masacre. En ese contexto, cual­quier intento de protagonizar una experiencia directamente militar constituía una aventura irresponsable.

La propia dinámica del proceso muestra la ne­cesidad de una estrategia bolchevique para Bo­livia. La crisis estalla en el centro del poder po­lítico y no en la periferia rural. El problema militar se presenta en la misma insurrección de abril, cuando la clase obrera se ve obligada a construir sus propias formaciones militares ante la impotencia de la dirigencia burgue­sa que buscaba solamente un golpe de mano. El triunfo de la insurrección lo decide la inter­vención de los mineros de Milluni y no algu­na fracción de clase rural. El problema militar, por su parte, se resuelve sin mayores dificulta­des: para mayo de 1952, el ejército nacional no existe y la capacidad de coerción la ejercen las milicias obreras agrupadas en la Central Obre­ra Boliviana, que nace, curiosamente, no como un sindicato en términos estrictos, sino como un organismo de centralización política, como una emulación de los soviets. La quiebra del propio Estado, como consecuencia de la agu­dización del proceso revolucionario, es la que produce la situación revolucionaria, que se ex­presaba en el doble poder: el del Gobierno del MNR, por un lado, y la COB por el otro. Es decir, el problema, una vez desatado el proceso, no es cómo formar un ejército en la periferia, sino cómo convencer a las masas de la capital de tomar el poder, en vez de cederlo al MNR (el partido reformista que acaudilla la revolu­ción). Esa tarea hubiese sido más sencilla con un partido revolucionario que hubiese ganado posiciones en el seno del proletariado.

Y hubo partidos que lo intentaron. Incluso, que lograron ganar amplias masas para su po­lítica. Más aún, uno de ellos se decía a sí mis­mo trotskista. El PC boliviano y el POR trots­kista fueron importantes partidos en el seno de la clase obrera durante la década de 1940 (con mayor primacía el primero). Sin embargo, la izquierda (como aquí) se dedicó a educar a la clase obrera en el nacionalismo, en la idea de que era necesaria alguna alianza con la burgue­sía local más castigada por la “oligarquía” y el imperialismo. A la hora de tomar el poder, las direcciones de izquierda optaron por la estra­tegia del Partido Bolchevique antes de abril de 1917: apuntalar al bonapartismo (no otra cosa representaba el régimen del MNR, apoyado en las milicias obreras y en el poder del capital no expropiado) y presionar por mayores reformas. Sin haber formado cuadros en una estrategia correcta, la clase obrera se encontró con armas en la mano, pero desarmada frente a su ene­migo. Resultado: quienes subieron por izquier­da, quienes prometieron el combate a muerte al capital, terminaron reconstruyendo el Estado y la hegemonía burguesa con la sangre de aquellos que los pusieron en el poder (y de los que no también).

Todo revolucionario debe repasar atentamente lo que nuestro compañero Liborio tiene para decirnos. Todo aquel que alimentó alguna es­peranza guevarista o cree que el nacionalismo es algo progresivo en América Latina, debería repasar estos hechos. El libro relata un proce­so sumamente rico, complejo, pero cuyas líneas de desarrollo sobresalen en forma límpida y ra­cional. En un país en el que podría llegar a dis­cutirse la pertinencia de las tareas nacionales, la revolución asoma como obrera y el naciona­lismo como su enemigo. Qué queda entonces para el resto…

Notas

1 Para mayores datos sobre este período, se su­giere consultar Coggiola, Osvaldo: Historia del trotskismo en Argentina y en América Latina, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2007.

2 Citado en Coggiola: op. cit., p. 49.

 

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