Mono Sabio**
Un ratito de psicología
Yo no se si la curiosidad será madre del saber o si sólo se tratará de una tía segunda, pero es lo cierto que si no fuera por la curiosidad, el hombre estaría ahora poco más o menos a la altura mental de la crema chantilly.
Esos señores de barba que se pasan la vida leyendo libros para averiguar cómo somos los que nos afeitamos día por medio, son curiosos; esos otros que se encierran en un laboratorio y permanecen allí 17 años para descubrir que el bacilo de la majadería segrega una toxina más enérgica que el de la vagancia, son curiosos; los que se arman de un formidable telescopio y se pasan las noches de farra corrida persiguiendo a miles de kilómetros estrellas celestes, teniendo tan cerca otras estrellas más fáciles, son curiosos; los coleccionistas de botines, los exploradores de Palermo, los conquistadores de mucamas, los salteadores, los mártires, los héroes, los sabios, todas estas expresiones de la inteligencia humana no son sino elevadas y multiformes maneras de la curiosidad.
El curioso, todo lo ve, todo lo oye, todo lo sabe. Es un hombre interesante, mundano, entretenido, inagotable. A él se recurre a cada momento para que nos cuente cosas, para que nos entere y nos ilustre. El hombre curioso, triunfa. En cambio, al hombre que no es curioso se le llama chancho.
Demostrada así la excelencia de esa virtud, no tengo ningún inconveniente en con-fesar al lector que soy una de las personas más curiosas del mundo.
No hay para mí ninguna cosa que carezca de interés. Una carta cerrada, una conversación en voz baja, una simple seña entre dos personas, un silbido en la noche, todo lo que pueda significar una intriga, una aventura, un enigma, me excitan de tal modo que no pudiendo sustraerme a su influjo tengo que seguirles la pista.
Esta manía me ha hecho perder negocios, faltar a mi palabra y hasta exponer la modesta pero necesaria piel en más de una ocasión. Sin embargo no escarmiento. El techo, el piso y las paredes de mi pieza están llenas de agujeros escudriñadores de la vida ajena. Tengo teléfono aunque no lo necesito, para aprovecharme de los cruces y sorprender conversaciones ajenas. En la calle, mis miradas son registros policiales y mis oidos, resonadores de alarma.
Allí donde haya una puerta abierta, me cuelo; si está entornada, espío, y si está cerrada, acecho. Cuando veo un cartero, tengo que hacer un enorme esfuerzo para no arrebatarle la correspondencia, aquel inmenso tesoro de secretos, aquel puchero a la criolla de curiosidades.
Serían interminables mis memorias, si contara todos los trances en que me he visto por curioso y de los que muchas veces he escapado con vida, gracias a la suerte o gracias a las piernas.
En estos últimos tiempos en que la vida pública está tan agitada y son tan enconadas las luchas de los partidos, he tenido la aventura más formidable de mi vida y he pasado los días más terribles y más azarosos, profundamente emocionado por el pavor de un crimen cuyos preparativos sorprendí y seguí luego paso a paso.
Se trataba nada menos que de la vida de… Pero vamos por partes, curioso lector.
Revelaciones sensacionales
Iba yo, no hace mucho, por debajo de la calle Rivadavia y aunque no me movía, avanzaba vertiginosamente: quiero decir, que viajaba en el subterráneo y como todos sabemos en lo que consiste, no voy a incurrir en la impertinencia de esos señores novelistas que nos hacen perder nuestro tiempo describiéndonos con todo lujo de detalles las escenas más vulgares de la vida, que estamos hartos de conocer.
Había tomado yo el tubo en Caballito y no teniendo nada en que pensar me entretenía contando las estaciones. Como se ve, tratábase de un inocente ejercicio de matemáticas elementales. Una… dos… tres… cuatro… Había salido de Loria y cuando creía llegar a la estación 5 se me ocurre mirar y veo que me encuentro en la estación Once. Había, pues, fallado mi aritmética, lo que me sentó bastante mal y me hizo desistir de mi propósito. Indudablemente no he nacido para contador.
Abandonando los cálculos, paré mi atención en los pasajeros que me acompañaban. Frente a mi iba una señora lo suficientemente gruesa como para impedir toda compañía en su mismo asiento, a menos que se tratara de un corredor de avisos, que son los hombres más flacos del mundo. Al otro lado, iba una joven bastante linda, leyendo, mientras un tilingo le pisaba de cuando en cuando un pie, forma de hacer el amor completamente subterránea y de resultados muy dudosos a juzgar por los obtenidos en el caso concreto en que había fijado mi atención
En esto estaba, cuando oigo pronunciar a retaguardia mía y con un susurro como conspiratorio, esta palabra sugerente: «Micheo». Vuelvo la faz y me encuentro con otras dos, inclinada una hacia otra, en indudable posición de confidencia. Una de aquellas faces era barbuda y la otra afeitada. De la barbuda salía una voz de inflexiones napolitanas y de la afeitada una tonadita correntina. Cuando la voz suditaliana emitía sus arpegios, la norteargentina acallaba los suyos y vice-versa, lo que demostraba que aquello era una conversación y no una disputa, la que hubiera sido con toda seguridad en detrimento de la voz tonadillera dado que la voz barbuda correspondía a un ejemplar humano de dimensiones idóneas para cualquier zafarrancho victorioso.
Excitada mi empecatada curiosidad al oír el nombre de una estancia que será famosa, por lo menos hasta el año 1922, aunque luego nadie se acuerde de ella, me acomodé en el asiento y cerrando los ojos fingí dormir apoyando el codo en el respaldo del asiento y la cabeza en la mano, cuando en realidad no hacía otra cosa que colocarme en la mejor posición para sorprender el diálogo.
Aquellos dos terribles conjurados hablaban tan en difícil que a través de sus jergas regionales sólo podía escuchar centavos de conversación o sea palabras sueltas, pero tan significativas que cada una me herían como mosquitos bravos o como interrupciones del diputado Moreno.
«Puñal»… «Ravanoski»… «calle Brasil»… «pesos»… La cosa estaba como para ponerle los pelos de punta a Oyhanarte. A mí no me importan gran cosa los oprobios ajenos, pero, francamente, cuando uno se encuentra a dos pasos de un crímen bárbaro no tiene nada de particular extremecerse como el inocente sauce al soplo lánguido de la brisa.
Las ideas empezaron a bailar en mi mente con tan poca gracia como la «Bella Cacharrete» en el Tango Salvaje y ya me estaba mareando cuando la voz del guarda anunció que habíamos llegado a Plaza Mayo.
Aquellos dos monstruos salieron. Yo también, detrás, ocultándome entre esos cachivaches que tragan indefectiblemente las moneditas pero no siempre largan la pastilla de chocolate.
Cuando subían la escalera observé sus huellas. ¡Ah, todavía no dejaban rastros de sangre!
El asalto a un Banco
Cuando salimos a la superficie, la tarde declinaba como un mal estudiante de segundo año de latín. Era un crepúsculo sangriento que presagiaba no se qué catástrofe de tragedia. Los últimos rayos del moribundo sol ponían en la Casa Rosada rojeces de lacre y de corbata socialista y las hojas caídas parecían libretas de enrolamiento arrojadas al suelo por un electorado claudicante.
Los dos desalmados, sin impresionarse lo más mínimo ante aquel espectáculo patético, miraron de soslayo al vetusto caserón y sonrieron con una mordacidad que me hizo palidecer hasta el lustre de los zapatos.
Bajaron la barranquita y luego la volvieron a subir, pero no como hacen los chicos cuando salen de paseo, sino siniestramente y contemplando con insistencia la faz adusta del Banco de la Nación. Parecía como si discutieran la altura del edificio o indicaran grandes pilas de monedas, lo que les causaba un íntimo regocijo.
En esto, advirtieron mi presencia y murmuró uno a otro no se qué amenaza furibunda. Comprendiendo que yo les seguía, trataron de despistarme admirando con grandes extremos de entusiasmo la pirámide. Ni la pirámide ni yo les llevamos el apunte.
Agarrados del brazo, comenzaron a dar vueltas como si anduvieran en calesitas. La gente de la plaza se había dado cuenta de todo y nos contemplaba con curiosidad. Las vueltas se hacían cada vez más rápidas, llegando a una vertiginosa carrera. Ibamos como volando, olvidados unos de otros y cediendo solamente al pavoroso influjo de la huida. Aquello parecía no terminar nunca. ¡Qué carrera! Ríanse de la carrera de Maratón, de la carrera de médico y hasta de las carreras de caballos y digo que se rían porque en esos tres grupos no es tan fácil encontrar de cuando en cuando algún animal de carrera.
Yo no sé después de cuanto tiempo, logré ponerme a la par de aquellos dos camellos. El napolitano iba cediendo poco a poco, pero el otro cada vez corría más. No hay que olvidar que era correntino.
Una muchedumbre compacta había abierto cancha alrededor nuestro. La prueba era más difícil que la de un traje a principio de estación. De repente el vesubiano tropieza con un perro y cae. Yo ya no podía más. El correntino tampoco. Nos miramos. Miramos en torno…
Allá, entre la gente, divisamos medio banco vacío. Un esfuerzo supremo. Una carga. Un correntino por el suelo y yo, invicto, me abalanzo sobre el banco y me siento ¡triunfador! mientras sus ocupantes huyen despavoridos.
Los duelos con pan son menos
Terminado aquel espectáculo gratuito, los curiosos se retiraron. La plaza quedó casi desierta y a medio envolver en las primeras sombras de la noche. Los dos siniestros foragidos se unieron en la derrota. El correntino arrastraba una pierna como si fuese un acoplado, pero con ayuda del compañero logró llegar hasta donde yo estaba y sentarse.
Yo no llevaba arma alguna. No soy cobarde, pero reconozco que la prudencia nos hace a veces, si no disparar, cuando menos andar deprisa. Además, todo podía esperarse de aquellos criminales que se veían descubiertos en su horroroso plan. Me estremecí discretamente, pero me mantuve en mi puesto.
Súbitamente, se encendió en mi mente una idea con mucha más facilidad que un fósforo de cualquier marca. Disimuladamente saqué cuatro monedas. Tres de ellas superpuestas y escalonadas, las sujeté fuertemente con el pulgar y el índice de la mano izquierda y haciendo resbalar apretadamente sobre los bordes de aquellas el de la otra, obtuve un ruido muy semejante al de una pistola que se amartilla.
Un éxito inmediato coronó mi obra. Los canallas abandonaron el banco y echaron a andar hacia el Paseo de Julio, convencidos sin duda de que yo era más inexpunable que los Dardanelos.
El ascendiente que cobré sobre ellos gracias a mi estratagema, era uno de esos ascendientes que honran a cualquiera: como un abuelo patricio o un tatarabuelo corregidor. Esta situación envidiable me colocaba en condiciones de desarrollar con todo éxito mi peligrosa pesquisa, evitando así la consumación de lo que no dudé era uno de los crímenes más sensacionales que puedieran perpetrarse en el país, aún incluyendo las truculencias melodramáticas y lacrimosas del Dr. Berisso.
Desde cierta distancia seguí a los tenebrosos. De vez en vez volvían la cabeza para mirarme y me fulminaban con miradas que parecían reflectores. ¿A dónde iban? Eran las siete de la noche. Nosotros los criminólogos sabemos que esa no es hora de matar a nadie. Hasta las diez o diez y cuarto, no se desarrolla en las neuronas de la corteza cerebral el viscoso humor de las ideas asesinas. De una a dos de la madrugada, la masa encefálica de los criminales natos está toda rezumada como los botijos españoles.
Entraron en «El Galápago», un fondín tétrico y sucio, alumbrado por unas tristes lámparas eléctricas cubiertas de polvo y como moteadas de pecas por la acción abusiva de las moscas.
Una concurrencia numerosa llenaba aquel humano pesebre. Afortunadamente había dos mesas vacías, una de las cuales pensaba ocupar yo, dejando la otra para los criminales, pero anticipándose ellos se instalaron de a uno por mesa, frustrando así mi plan de acecho.
Quedeme parado en mitad del recinto, solo, aislado, mirando a todas partes como un orador que no sabe que decir. Enseguida comenzaron las sonrisas. Una bolita de miga de pan me zumbó en una oreja. Otra, ya más grande, me ladeó la galera. Aquello se iba poniendo feo. Me dirigí al patrón y le pregunté si no podría ubicarme. Al ver un cliente más distinguido que toda aquella chusma que llenaba su estableci-miento, el patrón mismo, con sus propias manos, sacó de una pieza interior una mesa y una silla y me instaló regiamente en un rincón desde el que podía avizorarlo todo.
Los dos malhechores se estaban hartando de tallarines. Devoraban con una fruición pantagruélica las densas cortinas de filamentos y al volverse para espiarme agitaban en el aire los cabos sueltos como flecos, tal que si se hubiesen tragado una colcha.
Yo pedí un pollo «allo spiedo» para hacer gasto y congraciarme con el patrón y enseguida él mismo me trajo un fósil de quién sabe que época antediluviana, hallado talvez en las excavaciones del Balneario Municipal. Aquella pieza de museo tendría sin duda un alto valor arqueológico y se advertía que era bien gaucha porque no se dejaba cortar.
Al rato, el correntino pidió recado de escribir y el napolitano se dirigió hacia la puerta. Titubeé. ¿Qué hacer? ¿A cual de ellos perseguiría? ¡Oh, no poder dividirme en dos para que no se escapara ninguno!
Por fin me decidí a continuar vigilando al correntino, pensando que de todos modos el crímen tendrían que confeccionarlo ambos y era fácil que el otro volviera, como 1as obscuras golondrinas.
Volvió, en efecto, cuando el otro tenía ya terminada la carta. Salieron y yo, detrás, a corta distancia.
En la puerta había un automóvil particular pero que no tenía «carrosserie», semejando al esqueleto monstruoso de un animal extraño. Subieron a aquel coleóptero y se pusieron en marcha hacia la Plaza de Mayo.
Por suerte mía, estaba detenido un taxi a pocos metros.
-¿ Agarra viaje?
-¡Cómo no!
-Bueno, sígame a ese chirimbolo y tendrá una buena yapa.
Y la horrible cucaracha se vió seguida por mi poderoso auto.
La fuga
El armatoste férreo donde viajaban los dos facinerosos, se arrastraba lentamente por el Paseo Colón al impulso de su motor que estornudaba como si fuera presa de un resfrío juliano. Parecía que aquel mecanismo estruendoso y rechinante padeciera una artritis antigua que le arrancara de cada gozne de su pobre organismo un lacerante ¡ay! con todas las angustias de una eterna agonía.
Pero no hay ¡ay! que fiarse de los ca-chivaches, porque a veces reservan sorpresas más desagradables que un acordeón. Aquel hemíptero achacoso, comenzó de repente a trepidar con furia; sus flejes, sus chapas, sus palancas, vibraron como sacudidas por la mano de un titán; retembló el pavimento, parpadearon con fuerza las estrellas y en los muros de las casas se abrieron anchas grietas como las que exhiben en sus manos pecadoras esas fornidas mozas del servicio doméstico importadas de su tierruca.
Se diría que un cataclismo inminente amenazaban a los dulces pagos del Dr. Cantilo. El estridor horrísono de aquel cacharro vertebrado, ponía espanto en el alma más serena. ¿Qué iba a ocurrir allí?
Ocurrió sencillamente, que el adefesio emprendió una marcha vertiginosa, una huída veloz, como si fueran a leerle un discurso de Dickman.
-¡Métale duro!- le grité al chauffeur del taxi.
En el silencio de la noche se realizó la carrera más formidable que puede imaginarse. Las casas pasaban con tal rapidez que no se distinguían, pudiendo verse solamente las manzanas amontonadas como en las riberas de los riachos del Tigre.
Los gritos despavoridos de los escasos transeuntes, apenas se distinguían entre la baraunda de la marcha. Los pitos de los vigi-lantes desgarraban el aire con ritmo lastimero, pidiendo auxilio. En Sarmiento y Callao vol-camos un tranvía Lacroze y diez minutos después despanzurrábamos un carro atmosférico que perfumó la noche con sus emanaciones entrañables.
La ciudad era chica para nosotros. Flores, Belgrano, la Boca, eran como piezas de un departamento, pasando de una a otra con sorprendente facilidad.
Habíamos perdido la noción del tiempo, la del espacio y, en general todas las nociones, incluso algunas que yo tenía de bioquímica y de solfeo. Allí no había más que velocidad, una velocidad aplastante, de delirio, de caos, de apocalipsis, de maximalismo.
Yo no sé cuanto tiempo duro aquella pesadilla. Miré al taxímetro y marcaba $79.20. Sentí que algo se me congelaba en el alma. ¡¡79.20!! Las cifras bailaban ante mis ojos una rumba infernal. Estaba perdido.
Y entretanto, el horrible aparato infernal redoblaba sus fuerzas. Bárbaras explosiones del motor atronaban el espacio como deflagraciones de gigantescos polvorines y avanzaban de frente, de costado, adelante, a izquierda, a derecha, hasta lo inenarrable, hasta lo imposible, hasta lo fantástico, hasta siempre.
Pero mis ojos no se separaban ya del taxímetro, que subía, subía como los artículos de primera necesidad. Ya eran 80. Luego 81. Enseguida 82. Y de allí a 83, a 84, a 85, a 86 a 87, a 88, a 89, a 90. ¡Ah!, el 90 ¡Mi corazón se estremeció de piés a cabeza. Allí estaba bien clarito: ¡90! Parodiando la frase célebre exclamé: «¡Ah, 90! ¡Qué de vivos se cobijan en tu nombre!»
Y de repente, ¡zás!
Dos cosas que no ocurrieron
No, carísimo lector, esta vez te has equivocado.
Ya esperabas ver llegar al bicharraco a la. calle Cabildo, cruzar las vías del Central Argentino e inmediatamente bajarse las barreras, interponiéndose entre perseguidor y perseguido, como tantas veces hemos visto todos en el biógrafo.
Aquí no se engaña a nadie. Ere recurso pobre y falso no ha de poner ingrato epílogo a esta verdadera historia.
Tampoco se tirarán los malhechores al Riachuelo desde el puente de Barracas, como esperarán las adoradoras de Wallace Reid o de Douglas Fairbanks. No hay que olvidar que estos malos actores de biógrafo son excelentes acróbatas y cobran pingües sueldos por sus pruebas gimnásticas, mientras que aquellos dos modestos criminales trabajaban gratuitamente. Y piediendo disculpa al benévolo lector por haber violado los cánones novelescos contando no sólo lo que hacen los protagonistas sino lo que dejan de hacer, veamos lo que sucedió.
Un fenómeno de acústica
Todo el mundo conoce ciertas curiosas resonancias que se producen en determinadas condiciones. Ya es un valle donde el eco se multiplica hasta que el espectador se aburre; ya una sala tan particular que si se pronuncia a media voz una palabra en uno de sus rincones, el sonido se eleva por el ángulo de las paredes, cruza la bóveda y desciende por el ángulo frontero, pudiendo recoger la voz el mismo que la ha emitido; ya el curioso caso de los versos de no sé que famoso poeta que habiendo gritado «¡Venganza y guerra! » el eco le respondió «¡Vaya a bañarse!»
Tales fenómenos son extraños a primera vista, o más exactamente, a primer oído, pero nada de extraordinario se verá en ellos si se recuerda que se deben a la caprichosa volubilidad de la ninfa Eco, según nos cuenta la mitología.
Sin necesidad de caminar mucho, tenemos en Buenos Aires algo muy parecido a los casos indicados.
En la frenética disparada de los dos bandidos, habíamos llegado a la calle Godoy Cruz. A la altura del puente del Ferrocarril Pacífico se produjo el fenómeno.
El cachivache de los foragidos llevaba al taxi como dos cuadras de ventaja y de repente ¡zás!
Una explosión violentísima y una humareda densa y blanca. Aquello fué horrible. La máquina de correr debió quedar hecha añicos y sus tripulantes reducidos a bifes de casa de pensión.
Paramos en seco sobre un charco y avanzamos cautelosamente. Nada se veía. Aguzamos el oído y escuchamos unos violentos estertores, como los de un gigantesco moribundo. Era sin duda el napolitano que expiraba.
Pero el sonido se iba haciendo cada vez más fuerte y enseguida pudimos darnos cuenta el chauffeur y yo, y cualquiera que hubiera estado presente, que no se trataba de la respiración anhelante de un agónico, sino de la locomotora de un tren de carga, uno de esos trenes tan largos que dan la impresión de que la humanidad se mudara a otro planeta.
Después de diez minutos de angustiosa espera, todo quedó nuevamente en silencio y los vapores se disiparon.
Apretados contra los muros de las casas, nos aproximamos al lugar del siniestro. Nuestros pechos se agitaban con una zozobra singular.
Yo sentía una mezcla de compasión y contento. El chauffeur no me dijo como era su momento espiritual.
Al llegar al sitio del siniestro, nada vimos. Parecía que allí no hubiese ocurrido nada. Ni sangre, ni miembros sueltos, ni trozos del extraño automóvil. Sólo allá, junto a un poste del tranvía, descubrimos una lata de aceite completamente carbonizada y oliendo todavía a pólvora.
¡Ah, canallas! Se trataba sin duda de una estratagema. Era un petardo que habían hecho estallar mientras continuaban la fuga. A estas horas quién sabe dónde estarían.
Pero ¿cómo dejé de oir el ruido de su automovil? ¡Ah!, el fenómeno de acústica que consiste en que un estrépito mayor apaga a otro menor, como el pez grande se come al chico. El ruido del tren de carga me había perdido.
Y ahora, ¿qué hacer?
Se necesita un salvavidas
Sí, ¿qué hacer? ¡Qué hacer, después de haber perdido la pista de los asesinos? ¿Qué hacer a las tres veinticinco antemeridiano, con doce pesos moneda nacional en la cartera, frente a un taxímetro que marca noventa y ocho pesos también completamente nacionales? Mi desventura era horrenda.
El chauffeur, iracundo, me miraba con ojos que daban miedo. Su aspecto no era nada tranquilizador. Contemplaba su coche con pena, viendo los destrozos que había sufrido en aquella carrera espantosa hacia la nada.
Me armé de coraje, de ese coraje al que recurrimos como una salvación unica en los desastres en que nos jugamos la vida y sintiéndome tan chauffeur como él, le grité con tono imperatívo:
-Siga p’lante.
-¿ Pa donde ?
-Pa’l centro.
Me obedeció con una sumisión de cordero pascual y el auto comenzó una penosa marcha. Hundido en el asiento, medité que podía hacer para escapar con vida de aquella situación vidriosa. ¿Huir? ¿Matar?
No se me ocurría nada práctico. Estaba horriblemente nervioso y las ideas se agítabarn en mi mente como la campana presidencial en día de debate político.
Decidí, por fin, imponerme mediante una farsa arriesgada. Me apee del vehículo y encarándome con el chauffeur le increpé:
-¿Tú quieres ir a presidio?
Me miró estupefacto.
-Sí, ¿quieres que los dos vayamos a Ushuaia?
Su estupefacción llegó al paroxismo.
-Pues, bien; yo soy Simón Radowisky, el anarquista.
Apenas oyó estas palabras, disparó como alma que lleva el diablo.
La denuncia de un papel secante
Dicen que la última noche de su vida la pasan los condenados a la pena capital en pleno velorio, o por lo menos en vela. Lo propio me aconteció aquel amanecer triste de mis correrías desgraciadas en que perdí no sólo el hilo sino también la madeja de mis pesquisas. No era para menos. Por puro meterete me había expuesto a ser conducido a la Comisaría, de lo que salvé gracias a mí sangre fría, había cogido un resfrío precursor de algunos días aburridores de cama, amén de la ruptura de relaciones con mí prometida, una hermosa y romántica morocha de ojos de ensueño, que sin duda me daría con la puerta en mi preciosa nariz borbónica, por haber faltado por primera vez a la visita habitual del día jueves, en los cinco años que llevamos de novios.
Todos estos tristes pensamientos me tenían hondamente preocupado y perdí toda esperanza de conciliar el sueño reparador. Pero no era hombre de morir despierto entre dos almohadas. Como en trances parecidos, consulté a una de éstas, con resultado completamente negativo. Debía ser sorda de nacimiento. Entonces le hice una confidencia a la otra. Ni medio. Agarré ambas y las arrojé debajo de la cama. No hacían sino calentarme el recipiente de las ideas como si fuese una vulgar pava. Estaba desesperado, tumefacto y escuálido.
¡Fiat lux! Subitamente, cual lucecilla que alumbra en la profundidad de la noche tormentosa, brotó en mi cerebro una idea más luminosa que la del gallego Colón que vino a hacer la América para luego ir a morir tristemente a Palos.
¡Papelito canta!, dije en mi adentro. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Si, no cabía la menor duda. Allí en ese modesto papel secante de la fonda estaba retratado el misterio del pavoroso crímen.
El papel secante ha jugado siempre un papel importantísimo en la investigación de la verdad, por sus propiedades eminentemente reflexivas y confidenciales. No hay tradición de que haya hecho papelón. Confesor tácito de todos los secretos que se confian al papel, refleja fielmente todo lo que éste le dice en el coloquio de un beso. Es una especie de pantalla cinematográfica perdurable. Si no fuera por el papel secante, todo lo que el hombre escribe con la mano, lo borraría enseguida con el codo, tan voluble es. Pero ahí queda el papel secante como un documento de irrecusable autoridad, como la prueba escrita por excelencia. Su testimonio es mudo, pero elocuente y definitivo.
El problema estaba, pues, resuelto. Me vestí de prisa, cogí mi hermosa galera verde mar, obsequio de la Infanta Isabel, y me encaminé a la fonda de «El Galápago» en el Paseo de Julio.
-¿Y el patrón?, interrogué al primer mozo que encontré.
-Ahí nomás viene.
Efectivamente se presentó un hombre bajo, gordo, en cuyos ojos picarescos jugaban las pupilas como chicas traviesas que no tuvieran tutor.
-Seguro servidor, y me extendió francamente su diestra al reconocerme.
-¿Está usted seguro que es servidor seguro?
-¡Hombre!, nadie que sepa se ha quejado hasta ahora del establecimiento.
-No me refiero a eso. Deseo saber únicamente si siempre hay seguridad en sus servicios.
-¡Cómo le va! Ordene el patroncito y ya verá.
-Bueno, pues, las palabras vuelan y los escritos quedan. ¿Quiere traerme recado de escribir?
-Enseguida.
Volvió con papel, tinta, lapicera y el tan ansiado papel secante. Lo reconocí inmediatamente por el color rosa. Ardía de impaciencia y le arrebaté bruscamente, exclamando en mi incontenible júbilo:
-¡Un completo!…
-No hay manteca-, gimió el dueño de la fonda.
-¡Triunfo!, imbécil- epilogué presto.
Mi alborozo duró muy poco. El papel secante aquel estaba tan usado que era poco menos que imposible descifrar las palabras copiadas. No había más remedio que cargar con él a mi casa. Así lo hice buscando un pretexto y arrojando una moneda.
Una vez en mi domicilio, con el auxilio de un microscopio que no recuerdo bien en que laboratorio se me cayó al bolsillo, pude sacar en limpio después de ímprobo trabajo, únicamente estas palabras truncas:
«Ir…i…Hipo…Argent… Brasil…es…noch…»
Un rayo que hubiese caído a mis pies me habría partido seguramente por el eje, pero no me habría producido la emoción y angustia que me causó la traducción de ese papel acusatorio.
Pero no era posible tan monstruoso atentado. Mi imaginación se resistía a creerlo y mi conciencia se sublevaba de indignación. El hombre más popular y honrado, manso de corazón y limpio de culpa, no podía acabar así nomás a manos de obscuros asesinos. Después de todo él no habría hecho ningún daño. Y ¡válgame Cristo!, primero pasarían por mi cadáver antes que tocarle un solo pelo.
Más, era realmente lo que yo me imaginaba lo que denunciaba el papel? Confieso que en parte era fruto de mi fantasía.
Y contrariamente a lo que aconsejan las gentes timoratas de que en la duda uno debe abstenerse, yo resolví obrar enseguida y por partes.
Las tres primeras palabras decían:
«Ir… i… Hipo… Argent…»
¿Por qué no podía ser el Hipódromo Argentino?
Determiné, pues, para salir de dudas, concurrir al día siguiente domingo, a las carreras, prosiguiendo mis investigaciones.
Sobre la pista
¿Alguna vez habéis visitado en vuestros ratos de ocio un gran manicomio? No. ¿Por lo menos el Hospicio de las Mercedes o el Open Door? Tampoco. Pues, bien, yo igual, pero es el caso que sin encontrarme en ninguna casa patentada de Orates, donde todos han perdido hasta la quinta razón, me hallé en aquella ocasión memorable al medio de una multitud enloquecida que, como Calígula, coronaba al ídolo de sus ensueños y posaba sus labios frenéticos en el delirio del vértigo equino sobre los lomos de la bestia arrastrada a la apoteosis: un bruto de cuatro patas, de nobilísima ascendencia en la fauna criolla.
El Hipódromo Argentino y especial-mente la tribuna popular, para quien vaya allá por primera vez, es efectivamente un manicomio. Si bien los cuantos miles de locos que lo frecuentan habitualmente no han sufrido aún el derrumbe de su razón, en cambio han perdido la lógica, el sentido común y lo que es peor todavía el dinero y la moral. Esto en fija.
Después de todo, acaso son felices así. La vida del hipódromo es un mundo aparte, con sus necesidades y sus pasiones. Dentro de la elipse de su hermosa pista y sus espléndidas dependencias, germina una noble preocupación y un alto estímulo por el elevaje nacional…
La primera impresión que tuve en la puerta fué de franca sorpresa. Me imaginé que dentro debía desarrollarse un espectáculo estupendo o por lo menos gratuito, tal era la cantidad de gente que se aglomeraba alrededor de las ventanillas. Sin embargo debí erogar tres pesos de la nación, para ingresar no sin gran trabajo.
Arrastrado por una ola humana contra mi voluntad, fuí a dar frente a una enorme pizarra llena de cifras y nombres incomprendidos para mí, donde la multitud impaciente y febril tomaba nota con el mismo entusiasmo que si fueran las últimas informaciones de la rebaja de alquileres o el abaratamiento de los artículos de primera necesidad.
Nunca contemplara una muchedumbre más heterogénea y afiebrada, como la que ví aquella tarde inolvidable en que el hilo interrumpido de mis pesquisas me llevó a aquel lugar. Los barrios obreros de la Boca y Barracas se destacarían como núcleos aristocráticos, frente a aquella poblada que se diría vaciada de todas las penitenciarías y hospicios.
Estaba contemplando con manifiesta incomprensión el espectáculo, cuando creí distinguir a la distancia a los malhechores. Rápido como el rayo me precipité en pos de ellos, pero con tal mala suerte, que atropellé a un «catedrático» arruinándole un callo. Un horrible interjección contra la que me dió el ser, un puño en alto y … no ví más. Una oportuna oleada de gente me salvó del incidente desgraciado. Mientras tanto, los facinerosos habían desaparecido confundidos con los jugadores, que, después de disputarse a puño limpio las ventanillas de venta de boletos, como si tuvieran prisa por perder su dinero, se alejaron en dirección a las tribunas donde se ubicaron estratégicamente para no desperdiciar un solo detalle del desarrollo de la carrera. No había una sola fisonomía risueña. El gesto contraído en un rictus de impaciencia, las manos accionando en alto con ademanes temibles, toda aquella gente diríase que no estaba en su juicio. Y cuando se hizo conocer el resultado de la cotización en la pizarra, una exclamación unánime, mezcla de estupor y esperanza, brotó de todos los pechos, provocando comentarios y disputas acaloradas.
Sonó la campana reglamentaria, flameó en alto la bandera roja y la movible línea horizontal de cuadrúpedos, rompió en una veloz carrera, distanciándose cada vez más del punto de partida.
Cuando los caballos dieron vuelta por la recta, en un tren violento, un clamoreo espantoso partió de las tribunas, algo así como si un transatlántico estuviera naufragando y cinco mil voces humanas en el espasmo del horror clamaran socorro a la vez en diez. idiomas diferentes. Al pasar la caballada por la tribuna popular, se produjo la debacle. Era una Babilonia de gritos, imprecaciones y protestas airadas de los jugadores que con los ojos desorbitados y las manos crispadas avanzaban hacia la pista, como queriendo dar impulsión a los caballos que habían jugado y que agotados por el esfuerzo de la carrera llegaban retrasados. Varios sombreros volaron por los aires y algunos carreristas saltaban como acróbatas, reflejando en el rostro y en la actitud insólita la satisfacción del triunfo. Sentí miedo y repugnancia al medio de aquellos hombres afiebrados por el juego.
Había ganado el caballo menos coti-zado, lo que no fué obstáculo para que afirmaran casi todos los jugadores que «lo tenían en fija» y no lo jugaron por cualquier inconveniente imprevisto. Otros, más parcos, se conformaban con la derrota del suyo, reflexionando filosóficamente que «sólo había perdido por media cabeza». Un catedrático quedaba satisfecho porque su caballo a salir ganador habría repartido un sport de 300$… El favorito fué el último en el orden de llegada.
Después de que había concluído la carrera todos discurrían con una clarividencia estupenda y a ninguno le fallaba la lógica, pese a los boletos rotos que demostraban lo contrario.
Entre tanto, inútilmente había buscado a mis «recomendados». Haciendo de tripas corazón, ambulé por uno y otro lado, estropeado por la multitud. Traté de reconocerlos a la distancia, sino por la fisonomía, por lo menos por su indumentaria. Todo fué inútil. Aquellos «catedráticos» me sabían cómplices de su ocultación, por la similitud de rostros y vestimenta.
En esto, habían concluído las carreras y sin saber cómo me encontraba sobre la pista, no de los bandidos, sino del hipódromo. Un empleado de uniforme tuvo la gentileza de advertímelo, invitándome a salir de allí, para evitar confusiones lamentables.
Malhumorado, polvoriento y deshecho, abandoné aquel lugar, cementerio de fortunas y prestigios. La gente tornaba al centro, colgada en los tranvías completos, como racimos de uvas mendocinas. Los más afortunados que, sin duda, ganaron en las apuestas, se daban el lujo y el corte de regresar en taxis, cosa más difícil y costosa de lo que yo suponía.
En la puerta del «paddock» y de la «peIousse», el aspecto de la gente era más humano y distinguido, si bien no menos triste y preocupado. Una doble fila de hermosos automóviles esperaba con temblores de impa-ciencia a sus felices dueños para conducirlos a sus confortables moradas.
Me dirigía a la estación a tomar el tren al Retiro, cuando una sacudida violenta de mis nervios y una precipitación insensata de los latidos de mi corazón, me advirtieron la inminencia de algo extraordinario. ¿Había chocado con un tren de pasajeros? Felizmente no. Me restregué los ojos para comprobar sino me engañaba, como un vulgar ilusionista, mi vista. No. Estaba cierto, como de mis deudas, que eran ellos, los dos famosos criminales que volvían de las carreras discutiendo violentamente con el pesar de la derrota, fieros, patéticamente fieros. No me cabía la menor duda. No se dieron cuenta del espionaje de que eran objeto.
Maquiavelo, en la cúspide de sus intrigas y de sus glorias, no debió sonreir como yo lo hice aquella tarde.
No los perdería más de mi alcance. Desde ese momento eran míos, definitivamente míos. Fueran a donde fueran, al centro de la tierra o al reino de las nubes los seguiría como la sombra al cuerpo, dispuesto al último sacrificio, con tal de descubrir el misterioso crímen y entregar a sus autores a la justicia.
Horrida Nox
Espantosa noche de invierno, fría, obscura, lluviosa. La tempestad se desata sin consideración, jugando con los rayos y los relámpagos como si fueran simples serpentinas luminosas. Diez mil baterías de cañones 42 estratégicamente ubicadas en las nubes, no producirían el ruido horrísono que descarga en las alturas el choque eléctrico de los elementos alborotados, lastimando sin motivo los tímpanos.
La Naturaleza, sorprendida. llora a cántaros y la tierra viuda del viejo sol, se anega en ese llanto turbio, cubierta de crespones de tinieblas. El huracán brama de cólera. El Riachuelo, aprovechándose del mal tiempo y de un descuido municipal, ha salido de madre, y el Arroyo Maldonado de abuelita. Los dos van a juntarse más tarde, a altas horas de la noche y sin que nadie los vea, cerca de Barracas. La enorme urbe, con sus calles inundadas, trata inútilmente de imitar a Venecia: ¡ay! le faltan las barcarolas y los rayos de plata.
Es una atmósfera de tragedia, de electricidad, de diluvio. Visión de apocalipsis. ¡Es la horernda noche del crímen …!
¿Cómo no temblar de angustia y frío ante espectáculo tan meteorológicamente patético y viceversa? Sólo en las sumidades de la conciencia náufraga de los miserables no se vislumbra ni un pequeño rayo de luz. El arrepentimiento no ha llamado aún a sus puertas. ¡Desgraciados!
Impasibles, serenos, resolutos, aquellos monstruos siguen fraguando su siniestro complot tripartita, con la manifiesta complicidad de un moscovita, procurando no dejar rastros de su crímen.
¿Qué cosa buena, efectivamente, podían hacer entre un hijo del Vesubio, uno de la estepa y un yacaré?
Sólo un complot maximalista, talvez un enorme atentado de repercusiones continentales, acaso un asesinato ferocísimo sin precedentes en los anales de la Criminología. ¡Quién sabe!
Y esto, precisamente iba a descubrir en breve, pues desde aquella tarde de mi feliz encuentro a la conclusión de las carreras, les había seguido la pista por fondas y tugurios, ya por los barrios tenebrosos de la Boca, como por las calles desoladas de Liniers. Muchas veces, disfrazado de atorrante habíame convertido en Cristo, comiendo y durmiendo al medio de dos malhechores. Pero mi calvario ya llegaba a su fin.
¿Quién sería el crucificado? La historia lo dirá.
Habiendo convivido momentáneamente con los malevos, sospeché por conversaciones sorprendidas a media voz, que el espantoso crímen se consumaría aquella misma noche a las doce, en cierta casa de la calle Brasil.
Más puntual que un miembro de la Cámara baja, desafiando el horrible temporal y el peligro, me aposté en un sitio estratégico al acecho de los facinerosos.
El crímen
Silbaban el viento y el pito del vigilante en el silencio de la noche horrenda. El temporal había amenguado. De vez en vez cruzaban los tranvías completos de gente sorprendida por la lluvia que retornaba del corazón de la urbe después de haber prodigado sus pesos y sus aplausos en la nocturna farándula teatral.
Discretamente embozado en una capa española, comencé a explorar el terreno para darme cuenta del teatro al que debía asistir gratuitamente para la presentación de la tragedia inminente.
En esto, dieron doce campanadas lentas y sonoras en una torre próxima, las últimas probablemente de su vida para el presunto sacrificado.
Como dos ojos escrutadores siniestros en la lobreguez de la noche, vislumbré a la distancia los dos reflectores de un automóvil que avanzaban vertiginosamente. Ya más cerca me parecieron las fauces de un monstruo inmisericorde. Sonó la corneta de prevención. Disminuyó su velocidad y por último se detuvo frente al Nº… (iba a cometer la imprudencia de nombrarlo), de la calle Brasil. El corazón me dió un pálpito y lo llamé al orden.
Descendió precipitadamente del vehículo uno de los criminales y antes de aproximarse a la puerta miró con desconfianza a derecha e izquierda. A pesar de que no soy una cosa inanimada ni un mueble, me confundí en ese momento con la puerta desde la que observaba sin perder detalle. Sacó una llave del bolsillo del pantalón, abrió la puerta y llamó al compañero. Entre los dos y el chauffeur sacaron un enorme bulto del auto. ¿Qué era? ¿Una persona maniatada? ¿Un gran tesoro? No pude darme cuenta a la distancia.
Con manifiesta dificultad, porque debía pesar bastante, lo llevaron hasta la casa, Enseguida penetraron precipitadamente, cerrando la puerta por dentro. Poco me faltó para que me aproximara a mirar por el ojo de la llave, cuando salió el chauffeur, subió al auto y partió a escape.
Entonces me acerqué resueltamente, pero no pude penetrar, porque la puerta estaba herméticamente cerrada. No me quedaba, pues, más recurso que espiar de afuera. Y así lo hice.
Por el agujero de la cerradura observé como por el tubo de un anteojo de larga vista. No se veía nada. Profunda obscuridad. Reinaba dentro un silencio absoluto. Sin embargo no tardarían dos minutos que se hizo la luz y se proyectaron en el patio las figuras de los facinerosos jugando a la sombra de sus movimientos y actitudes como en una pantalla cinematográfica. A juzgar por este detalle debían encontrarse en una pieza del costado derecho del patio, por la disposición especial del foco que les alumbraba. Y con el auxilio de este medio visual inesperado y el de mi imaginación exaltada pude asistir a la perpetración del crímen más horrendo que haya cometídose en la humanidad.
Comenzaron los preámbulos. Uno de los malhechores afilaba un enorme puñal en una piedra, mientras el cómplice se sacaba la blusa y se arremangaba las mangas de la camisa a la altura del omóplato. Por la sangre fría con que ejecutaban aquellas maniobras, debía tratarse indudablemente de criminales clasificados en la categoría de «natos» por el ilustre Lombroso. Se veía a las claras del foco que no tenían ni un chiquito de piedad para 1a pobre víctima. Reían de satisfacción, con muecas siniestras y se frotaban de rato en rato las manos con infernal júbilo.
Pero, la víctima ¿dónde estaba, que no pedía auxilio? ¿Por qué no daba señales de vida cuando la iba a perder en seguida y para siempre? ¿Había enmudecido presa de terror o presa de aquellos desalmados?
Apoyé el oído en la cerradura. Se sentía hasta el vuelo de los mosquitos que tanto han dado que hablar en estos últimos tiempos como si no hubiera nada más importante de que ocuparse.
Enseguida me dí cuenta de la horrible realidad. Una respiración anhelante, cortada, angustiosa, como si llevara sobra el pecho el peso de muchos pesos en oro o el fuelle de una herrería, me sugería su situación amordazada. Mi primer ímpetu, más noble que un duque de la Edad Media, fué derribar la puerta y acudir en su salvación. Pero ¿cedería la puerta, como lo hace siempre el Presidente con sus sueldos a la Sociedad de Beneficencia? Era muy problemático, porque el armatoste aquel era de roble macizo y mis músculos se sentían flojos después de una larga vacación. Aun en el hipotético caso de salvar ese obstáculo insuperable, no podía hacer frente yo solo, desarmado, a dos temibles criminales, profesionales del puñal.
¡Ah, no, eso nunca! gimió dentro de mí, mi instinto de conservación en la cúspide de la batata.
Además, ya era tarde.
Un grito agudo, horrendo, espeluznante, como sólo articularía uno a quien le arrojaran 100 kilos de plomo sobre un callo y le taparan luego la boca con una frazada, partió del interior de la casa. Apoyé nuevamente el oído. Se conocía que entablaba una lucha desesperada con los asesinos, porque éstos bramaban de esfuerzo. Después siguió un silencio profundo y los estertores inconfundibles de la agonía.
¡Asesinos! ¡miserables! vociferé en mi impotencia, pero muy despacio para que no me oyeran porque tenía miedo. Dí un golpe con el puño cerrado contra la pared y me lastimé. Lloraba de indignación. Momentos después cruzaba el patio uno de los homicidas con el puñal tinto en sangre. No cabía la menor duda, el crímen estaba consumado y yo, ¡desgraciado de mí!, no había podido evitarlo. Mi conciencia honrada me reprochaba mi fea conducta y para hacerla callar corrí precipitadamente a la comisaría próxima.
Apoteosis final
En una carrera de Maratón salvé milagrosamente de estropear mi cuerpo -¡oh, irrisión!- en el salvavidas de un tranvía, superé la velocidad vertiginosa de un automóvil que quiso llevarme por delante, como si no me bastaran los piés, tumbé a dos peatones y atropellando al vigilante de guardia, me presenté en el despacho del comisario, cadavérico y sudoroso. Apenas atiné a tartamudear:
-Un….un… un… a … a… aa … aase … se … se… si… na … nato…
El comisario, como si le anunciara el pago de sus sueldos devengados, dió un brinco y tomándome del brazo, me apremió:
-Diga dónde ¡Pronto! ¡En nombre de la ley, se lo ordeno!
Y cuando le dije el número y la calle dificultosamente, como si una corriente galvánica lo impulsase salió a la calle, seguido de ocho vigilantes armados hasta los dientes. Se había telefoneado al mismo tiempo al Departamento Central y al 10º de Caballería.
La puerta de la casa fué derribada y sorprendidos los asesinos «infraganti» no tuvieron tiempo para fugar. Uno de ellos fué cogido con el puñal en la mano. El otro cuando se lavaba las manos ensangrentadas. Les aseguraron las muñecas con esposas, no obstante manifestar ser casados.
Cuando les increpaba el comisario su feo proceder, me sabía Júpiter Tonante echando rayos y truenos desde el Olimpo. Los homicidas por toda disculpa, respondían:
-Lo hemos hecho por necesidad, señor comisario. No teníamos ni para un completo.
El suelo estaba alfombrado de púrpura por los charcos de sangre caliente aun. Todos los muebles habían sido forzados. Por acá y por acullá se veían tohallas y colchas empapadas en sangre.
El público protestaba airadamente predispuesto a hacerse justicia por sus propias manos.
Mas, el cadáver de la víctima no parecía. ¿Que había sido de él? ¿Lo devoraron en su feroz apetito aquellos antropófagos? ¡Ay! bondadoso lector, no derrames una lágrima prematura sobre la tumba de una presunta víctima humana, sacrificada cruelmente por la ferocidad de dos malhechores. Muy luego vas a saber, como yo lo supe desgraciadamente, la triste verdad.
Escucha, pues, sin inmutarte.
Ante el silencio obstinado de los criminales y su negativa de enseñar el cadáver, se requisó toda la casa.
En una pieza del fondo ¡horror! una enorme cabeza de cerdo, separada del tronco, con su trompa cónica terminada en dos peludos orificios, caídas las anchas orejas y entornados los párpados, sangraba sobre una vetusta mesa de pino oregón en una zoológica degollación.
¿Alguna vez conociste, lector, un piel roja? Así me volví aquella noche en un segundo.
Los dos presuntos asesinos eran dos famosos cuatreros de la provincia de Buenos Aires. El cochinillo fué robado de la hacienda de Micheo y el puñal comprado en el negocio de cambalache del ruso Ravoniski…
No quise oír más.
Y para no caer fulminado por la. mirada maximalista del comisario, defraudado en sus esperanzas de contemplar al día siguiente su retrato con el relato de la famosa captura, en los diarios de la mañana, me escurrí discretamente, aprovechando la confusión y la rechifla del público que parecía acompañar mis pasos fugatorios de pesquisa en desgracia.
Ya en la calle y en el augusto silencio de media noche, pensé tristemente que a «cada chancho le llega su San Martín».
FIN
[i]Publicada en Ediciones Semanales de Los Contemporáneos, n° 2, 1920. Se publica respetando la ortografía y las erratas del original.
**Seudónimo de Alfredo Palacios Mendoza.