De cromañon a Olavarría

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Tapa-CulpableDe Cromañón…

Los muertos en el último recital del Indio Solari trajeron a la memoria una comparación inevitable: el recital de Callejeros en Cromañón, que dejó 194 muertos. Periodistas y opinólogos recurrieron a la comparación para explicar Olavarría, aunque no siempre de forma acertada. Es que el paso del tiempo instaló una explicación falsa (e interesada) de lo sucedido en Cromañón. Una explicación que minimiza la responsabilidad de los empresarios y el Estado, y carga las tintas sobre las víctimas: el público y la banda.

Repasemos los hechos. En Cromañón se produjo un incendio por el uso de pirotécnica en un local cerrado. Pero eso es apenas la punta del iceberg. Antes de llegar ahí, hubo decenas de hechos que permitieron que todo terminara con decenas de víctimas fatales. La pirotecnia generó un foco de incendio porque el techo y las paredes estaban recubiertas de material inflamable (y tóxico) que el dueño de la empresa, Omar Chabán, había colocado en las semanas previas para “acustizar” el local. No recurrió a ninguna empresa especializada: compró las planchas en un remate y las hizo colocar por un empleado suyo. Al colocarlas, inutilizaron la principal salida de emergencia. El resto de las salidas no reunían las condiciones mínimas para garantizar una correcta evacuación. Si a esto le sumamos que esa noche se vendieron el triple de las entradas permitidas por la habilitación, se completa el cóctel fatal. Con o sin pirotécnica, hubiera terminado igual. Un cigarrillo o un cortocircuito hubieran generado lo mismo.

¿Por qué Chabán se comportó de esta manera? Porque ese es el comportamiento normal de los empresarios en la sociedad capitalista. De hecho, todos los empresarios de la noche en la Ciudad de Buenos Aires hacían lo mismo. Minimizar costos para maximizar la ganancia, sin que importe demasiado la vida o la seguridad del público. Si venden el triple de entradas, la ganancia se multiplica por tres. Si gastan lo mínimo para poner el local en condiciones, es más el dinero que queda en sus bolsillos.

A ello hay que sumar la responsabilidad del Estado municipal, conducido en ese entonces por el kirchnerista Aníbal Ibarra. Se supone que debía controlar este tipo de actividades, para evitar riesgos. Eso nunca paso, y no por casualidad: el Estado actuó (y actúa) como garante de la ganancia privada, haciendo la vista gorda ante las irregularidades. No hubo control porque el cuerpo de inspectores había sido desmantelado por Ibarra un año antes. Y aunque hubieran llegado los inspectores, nada garantizaba la clausura del local por la corrupción imperante en los organismos de control. Es más, se comprobó que Chabán pagaba coimas a la comisaría 7ma. para que no entorpecieran sus negocios. También fueron condenados los bomberos encargados de controlar que los locales de la ciudad cumplieran con la normativa contra incendios, por cobrar coimas para emitir certificaciones. Todas estas irregularidades eran conocidas por Ibarra, que había recibido decenas de advertencias públicas y privadas sobre la situación de los boliches. Pero no hizo nada. No vaya a ser que arruine algún negocio…

Cromañón fue un crimen social. Un crimen producido por el normal funcionamiento de la sociedad capitalista, donde la ganancia importa más que la vida y los empresarios viven mezquinando los gastos que hacen a nuestra seguridad para embolsar un poco más de plata. Donde el Estado hace la vista gorda, porque garantizar los negocios empresarios es más importante que cuidarnos. Es lo mismo que sucede cuando los trenes chocan porque los dueños de la empresa no ponen un peso para renovar la chatarra en la que viajamos, o cuando los aviones se caen porque viajar con el combustible justo es más rentable.

…a Olavarría

En Olavarría, nuevamente, el afán de lucro empresario y la reducción de costos en materia de seguridad formaron un cóctel fatal. Más de 300.000 personas asistieron a un recital en un predio que apenas podía albergar a la mitad, en una localidad en la que viven 100.000 habitantes. Era obvio que todo se iba a desbordar. El personal de seguridad fue a todas luces insuficiente, al punto de que nadie controlaba el ingreso al predio. Ni hablar de la cantidad de ambulancias, médicos o enfermeros: ínfimos. Si presenciar el recital fue una odisea, salir de ahí se convirtió en tormento. Las deficiencias en el sonido y la falta de pantallas gigantes generaron una presión de la masa para acercarse al escenario, produciendo enormes avalanchas. Lo mismo sucedió al terminar el recital, cuando todos intentaron salir por una única puerta que ni siquiera estaba bien señalizada.

Las crónicas de los asistentes describen bien la pesadilla: un caos en donde la gente era presionada por la marea humana contra las paredes del predio, donde muchos caían y a duras penas podían zafar de terminar aplastados. Al salir a la calle, la cosa no mejoraba. Muchos lograron escapar por el campo, caminando en la oscuridad con el barro hasta las rodillas. En las calles de Olavarría, los que podían se subían a los techos de las casas para escapar del infierno. Caminando varios kilómetros para llegar a algún lado donde se pudiera respirar, varados en la ruta porque los micros se fueron o volviendo en auto a paso de hombre porque los caminos colapsaron. Una verdadera odisea, en la que si no hubo más muertos fue por casualidad.

¿Y qué tiene que ver esto con Cromañón? Alquilar un predio en un pueblo perdido es evidentemente más barato que hacerlo en una gran ciudad. Más aún si no tiene la infraestructura necesaria ni siquiera para brindar un buen espectáculo. Lejos de las luces también es más sencillo burlar las normas. Sobre todo si contamos con la complicidad del intendente. El gasto en el operativo de seguridad hubiera sido mucho mayor en la Ciudad de Buenos Aires. Hacer siete u ocho recitales en un estadio, con menos público, hubiera multiplicado los gastos. Como en Cromañón, la productora que organizó el recital del Indio buscó minimizar sus gastos para multiplicar las ganancias. Y lo hizo poniendo en riesgo al público. No importa si las víctimas murieron por aplastamiento o de un infarto por el consumo de drogas.  De comprobarse esto último, ¿acaso no influyó en nada el estrés causado por una evacuación en tales condiciones? ¿No podrían haberse salvado si el recital hubiera contado con la cantidad suficiente de médicos? ¿No hubiera sido más sencillo que consiguieran atención médica si no hubieran estado rodeados por 300.000 personas hacinadas? Morir en un recital no es normal.

También es responsable el intendente, que quiso salvarse con un evento masivo y no puso ninguna traba a la realización de un recital que a todas luces era una trampa mortal. ¿Y el Indio? Los defensores que aún le quedan lo exculpan diciendo que es un artista. Puede ser, pero ante todo es un empresario. En el mundo del rock, una banda que recién empieza, como Callejeros, trabaja para otros: para el dueño del local, para la discográfica. Nunca impone condiciones: si quiere vivir de la música, tiene que aceptar lo que imponen otros. Pero ese no es el caso de los artistas que convocan multitudes, que no solo imponen las condiciones, sino que organizan sus propios espectáculos y tienen a cargo cientos de empleados. El Indio, que facturó en Olavarría 10 millones de dólares, claramente se encuentra en el segundo grupo. Aunque se compruebe que no tenía relación comercial con la productora. Porque la productora no contrató al Indio, el Indio contrató a la productora. Con décadas de trayectoria en el mundo del rock, no puede alegar inexperiencia o desconocimiento. Si sometió a sus fans a algo como lo de Olavarría fue porque quiso, porque no le importó lo que le pasara a su público. Porque, una vez más, la ganancia importó más que la seguridad del público. Así funciona el capitalismo.

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