“Hay que dejar de robar por dos años”. Esa famosa frase de Luis Barrionuevo, burócrata gastronómico, es una pequeña muestra –algo irónica– de una idea muy común: que todos los problemas del país se resuelven con un poco de honestidad. Si el político no roba, Argentina sale adelante. Entonces necesitaríamos políticos que defiendan las instituciones, que sean honestos, que sean “serios”.
Los spots de campaña de De La Rúa, ¿se acuerda?, hacían mucho hincapié en esto: “Dicen que soy aburrido, será porque no tengo Ferraris” (lo decía por Menem, a quien le habían cerrado la ruta 2 para que se diera ese lujito). No hace falta explicar cómo terminó: pagando coimas al Senado para aprobar una ley de flexibilización, y asesinando cuarenta compañeros bajo un estado de sitio criminal.
Con Macri no es muy diferente: Mauricio jura ejercer con “lealtad y honestidad”, pero de inmediato se le encuentran sus cuentas off shore y premia el “blanqueo” de capitales, que no es otra cosa que reconocer la corrupción. Y del kirchnerismo ni hablemos. “Un país en serio” decía Néstor allá por el 2003. Y ahí tenemos a sus amigos capitalistas presos, los paraísos fiscales, las causas de CFK, Boudou y el caso Ciccone. En definitiva, “la mano en la lata” parece una normalidad. Y para demostrar que el problema no es solo nacional, podemos trasladarnos al vecino país carioca y observar cómo Dilma, Cunha y Temer están enchastrados de corrupción, coimas y negociados. Ni que hablar de los grandes escándalos internacionales: el “watergate” en EEUU, o los de Berlusconi en Italia.
Por eso, el problema es más profundo: bajo estas relaciones capitalistas, difícilmente un gobierno pueda ser titulado como “honesto”. La corrupción es un problema estructural del capitalismo en general. Es la forma que tiene cada burguesía de imponer sus intereses. En el capitalismo, los Estados proclaman ser agentes neutros que representan y defienden a todos. No pueden admitir que está al servicio de la acumulación de unos pocos capitalistas. Por eso, el poder se digita de otro modo, por canales informales. Por eso también, los negocios capitalistas tienen su costado “oscuro” e ilegal. Los políticos y empresarios no pueden proclamar a los cuatro vientos lo que hacen, porque de la boca para afuera, el Estado no les pertenece en tanto clase social.
Pero el asunto se agrava en los países más chicos. En casos como el argentino, con un capitalismo chico y poco competitivo, la corrupción es también una forma que adopta la acumulación de capital. En un contexto así, los negociados son compensaciones a las que apela la burguesía argentina para tener una tasa de ganancia superior a la que les reconoce el juego del mercado. A burguesía chica, negocios chicos, corrupción alta. Y con cada gobierno, el juego continúa. Pueden cambiar los nombres propios, puede cambiar la “voluntad” de terminar con el asunto (seamos ingenuos por un momento), pero la lógica va a seguir vigente.
Ya dimos varios ejemplos al respecto. Pero podríamos agregar la cantidad de negociados que se hicieron mediante la corrupción y la sociedad con el gobierno de turno: privatizaciones de telefónicas, YPF, los sobreprecios de las empresas constructoras y un sinfín de etcéteras. Todas coimas con las que se consiguen contratos, con las que se ingresan al negocio del Estado. Ni hablar de aquellos que directamente construyeron su fortuna burguesa desde el robo liso y llano de la caja del Estado. Los De Vido de este país se multiplican de a montones.
¿Cómo terminar entonces con este círculo vicioso? Es evidente que el problema no es la falta de honestidad. El problema son estas relaciones sociales. Una salida por izquierda debe denunciar la corrupción como parte de un problema más general: el capitalismo. Para terminar con la corrupción, hay que empezar por expropiar a este grupo de parásitos explotadores y chorros. Encima que nos explotan y nos someten a su dictadura de clase, tienen el tupé de robar de la caja del Estado a la que aportamos nosotros. Está claro que no tienen nada para ofrecer.