En números anteriores, revisamos los conceptos de Estado, Régimen y Gobierno. Dijimos que el régimen es la forma en que se organiza el poder interno del Estado. Ahí marcábamos la continuidad entre dos regímenes particulares para el caso argentino: dictadura y democracia. Mientras con uno la burguesía derrotó a la clase obrera, con el otro cosechó los resultados: los políticos burgueses ahora eran electos sin mayor discusión, incluso por aquellos que años antes armaban barricadas en una ciudad. Pero seamos más precisos y expliquemos cómo funciona este régimen en concreto. No es un problema menor, sobre todo ahora que falta muy poco para las elecciones.
La democracia “es el gobierno del pueblo”, nos enseñan. Cuando no, al menos “es el mejor sistema político en el que podemos vivir”. “Menos mal que somos libres de elegir”. Seguramente, usted reconoce estas ideas, suelen enseñarse mucho en las escuelas. Sin embargo, si todos votamos, todos decidimos, todos gobernamos, ¿cómo es que la desigualdad se mantiene y crece?
La democracia es como un verbo transitivo. ¿Se acuerda de la primaria? Son aquellos verbos que no se pueden usar sin un sustantivo. Bueno, con la democracia es lo mismo. No existe a secas, porque la democracia en abstracto no existe y necesariamente es algo más complejo. Su forma de organizarse depende de varios elementos, entre los cuales, el más importante es la estructura de clases sobre la que se asienta.
Hagamos un poco de historia: ya en la Antigua Grecia había democracia. Pero no era la misma democracia que la actual. En ese entonces, la democracia tenía otra forma: la soberanía residía en la asamblea, o sea, los ciudadanos deliberaban de forma directa y decidían. Por eso, incluso algún trasnochado la llamó “democracia radical”. ¿En dónde estaba la “trampa”? En su contenido. Esta democracia se asentaba sobre relaciones esclavistas. De ella participaba una porción muy pequeña de la población (los hombres libres), dejando fuera a mujeres, niños, extranjeros, pero sobre todo, esclavos, que comprendían la mayoría de la población. Así, los que trabajaban para otros siquiera eran considerados “personas” en el sentido jurídico de la palabra. Era una democracia más real, porque los que participaban decidían todo. Pero claro, esos que decidían eran muy pocos. Era una democracia cargada de contenido, pero poco extensa. En la Edad Media pasaba algo similar, con los Caballeros de la Mesa Redonda.
Hoy la democracia que tenemos es una democracia burguesa y como es de esperar, se asienta sobre otras relaciones de clase: las capitalistas. La particularidad es que este régimen consagra la “igualdad” y la “libertad” jurídica entre los hombres. Así, un obrero es igual y libre, tanto como un capitalista. ¿Por qué la burguesía otorga estos derechos? Básicamente, porque necesita hombres libres que puedan venderles su fuerza de trabajo, que puedan ser contratados libremente a cambio de un salario y que puedan ser explotados a gusto (puede repasar el Concepto Básico del nº 1). De ese modo, si todos son libres e iguales, todos pueden tener en sus manos una porción de “soberanía”. Y así, todos se convierten en ciudadanos.
Pero hay un problema: los hombres pueden ser realmente libres solo si se apropian de lo necesario para producir en sociedad, lo que les permite vivir y desarrollarse. Entonces, cuando los capitalistas se apropian de los medios de producción, se colocan como mediadores entre la vida de la mayoría y las cosas necesarias para vivir. Así, los obreros podrán ser libres e iguales en el papel, pero en los hechos no lo serán tanto como los capitalistas. De ahí brota esa gran contradicción: como todos somos iguales ante la ley, todos tenemos el mismo derecho. Como todos somos desiguales (por la propiedad de los medios de producción), nadie tiene el mismo derecho.
Esa paradoja se resuelve con la democracia tal cual la entendemos hoy: tarde o temprano, la burguesía tiene que incorporar a casi todos los obreros al sistema político. Decimos “tarde” porque no lo hizo sin resistirse: costó con los “negros” en Estados Unidos, proscribió hasta bien entrado el siglo XX a las mujeres, inventó el “fraude patriótico”… Decimos “casi” porque todavía hoy los extranjeros no votan en donde residen. Y no es un problema menor cuando conforman buena parte de la clase obrera de cada país.
Pero entonces, ¿cómo es que la burguesía los “incorpora”? La burguesía extiende los derechos de ciudadanía, pero concentra el poder de verdad, el que habilita a tomar decisiones ejecutivas reales, en un número menor de personas y en mesas chicas. Piense el lector solamente lo siguiente: ¿cuántos funcionarios, cuántos policías, burócratas, tecnócratas que deciden sobre la vida cotidiana eligió y recusó? ¿En cuántas decisiones de política económica intervino? ¿Cuándo eligió a los jueces? ¿Qué posibilidades reales tiene de presentarse a elecciones? ¿Cómo podría financiar una campaña política? ¿Cuántas veces conocemos realmente lo que se hacen en las oficinas del gobierno?
Como se ve, en realidad, la burguesía crea una imagen mentirosa de la democracia: no todos somos iguales, no todos “somos parte”, no todos gobernamos. Pero se hace de cuenta que sí. En los hechos, la burguesía es la que gobierna. Pero como vimos en otra ocasión, todo esto se consigue y se mantiene solo si la burguesía se vincula establemente con la clase obrera. Es decir, si las cosas marchan más o menos bien para los capitalistas y no es cuestionada fuertemente por los trabajadores. Por eso, el régimen tiene sus límites y tampoco la burguesía puede hacer lo que quiere. De lo contrario, tarde o temprano la clase obrera se lo hará saber. Si realmente queremos una democracia sustantiva y, a la vez, extensa, hay que cambiar la naturaleza del Estado. Hay que poner en pie un Estado obrero.