Por Fabián Harari – Por el momento, no podemos dejar de pertenecer a ellas, sepamos o no qué trae el carnet de socio. Son la forma principal por la cual se clasifica a las personas a lo largo del planeta. Se las llama “naciones”. Y si algún incauto concurriese a algún académico o funcionario a preguntar cuál es su contenido, seguramente, luego del estupor inicial, recibiría como respuesta una serie de desacuerdos, definiciones más bien contradictorias y provisionales o, directamente, la renuncia a cualquier explicación. La imagen no mejoraría si decidiera acudir a alguna organización revolucionaria. Muy por el contrario, se encontraría con lugares comunes más insólitos todavía. Es que, a diferencia de conceptos como “clase”, “explotación” o “Estado”, la ciencia social no ha logrado una definición de lo que llamamos “nación”.
“Los hombres de mi propio ganado
pueden hacer el bien o el mal,
pero ellos dicen las mentiras que yo quiero,
ellos están acostumbrados a las mías.
Y no necesitamos intérpretes
cuando vamos a comprar o vender.”
Rudyard Kipling, The Stranger (1908)
“La cosa es mucho más simple para los nacionalistas que para
los socialistas. Aquellos pueden decir:
‘en la mesa de la vida no hay cubiertos para todos’”
Josef Strasser, El obrero y la nación (1912)
Por el momento, no podemos dejar de pertenecer a ellas, sepamos o no qué trae el carnet de socio. Son la forma principal por la cual se clasifica a las personas a lo largo del planeta. Las entidades por la que se exige una lealtad casi excluyente. Las que imponen la celebración de fiestas en su nombre y prescriben solidaridades entre clases antagónicas. Nos reclaman una serie de obligaciones a veces ineludibles y, en cuanto lo necesitan, logran que millones de personas abandonen sus hogares durante un tiempo prolongado con el solo objeto de asesinar gente y destruir bienes en su nombre.
Se las llama “naciones”. Y si algún incauto concurriese a algún académico o funcionario a preguntar cuál es su contenido, seguramente, luego del estupor inicial, recibiría como respuesta una serie de desacuerdos, definiciones más bien contradictorias y provisionales o, directamente, la renuncia a cualquier explicación. La imagen no mejoraría si decidiera acudir a alguna organización revolucionaria. Muy por el contrario, se encontraría con lugares comunes más insólitos todavía. Es que, a diferencia de conceptos como “clase”, “explotación” o “Estado”, la ciencia social no ha logrado una definición de lo que llamamos “nación”. No hay una obra sobre el tema a la altura de El Capital o El Estado y la revolución. Pero, sin un conocimiento del objeto, decidir qué hacer con él (apoyar, combatir, aliarse circunstancialmente) resulta un enigma sin descifrar, que se resuelve empíricamente a través de intervenciones de corto plazo basadas en impresiones. Es decir, hay una disparidad importante entre la trascendencia del problema y los intentos por comprenderlo.
Podría decirse que ese contraste subyace al campo académico. El cuerpo principal de producción sobre las cuestiones nacionales se concentra en las décadas del ’80 y ’90 del siglo pasado (Gellner, Benedict Anderson, Hobsbawm, Löwy, Breuilly y Kymlicka, entre otros). Luego de los textos clásicos del siglo XIX (Fichte, Renan, Stuart Mill), hay que esperar a mediados del siglo XX para encontrar algunas pocas reflexiones más sistemáticas del fenómeno (Hayes, Kohn). Recién con la descomposición del bloque soviético y el resurgimiento de viejos nacionalismos, la cuestión aparece como un asunto acuciante a explicar.
El marxismo, en cambio, puede jactarse de haber tenido mayores reflejos. Los trabajos más importantes en torno al tema datan de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Podría decirse que allí se concentra el núcleo de su producción. Es lo que se llamó “el debate sobre la cuestión nacional y colonial”.1 La independencia de Polonia, las minorías del Imperio Austro-Húngaro, la India y la administración colonial en Asia y África aparecen como los debates que sacuden a la II Internacional. Lenin contra Rosa Luxemburgo, Strasser contra Otto Bauer y Kautsky contra Van Kol son los ejes de grandes discusiones en torno a las tareas revolucionarias, en el contexto de enfrentamientos y levantamientos armados en un mundo donde las revoluciones burguesas todavía no habían cerrado su ciclo, mientras el proletariado amenazaba con tomar la antorcha del relevo. Sin embargo, a pesar del conjunto de variables que se abordaron, la comprensión del fenómeno nacional quedaba más o menos diluida en la intervención sobre la coyuntura. La excepción es la obra de Otto Bauer, cuyos límites abordaremos más adelante. La reacción, la Guerra Mundial y la debacle de la Internacional que lo contenía, cerraron un debate que no se había terminado de saldar. Mucho más adelante, en las décadas de 1960 y 1970, intelectuales ligados al nacionalismo van a volver a desempolvar la cuestión con una lectura muy particular de Marx.2
Más allá de todo esto, y antes de entrar en los problemas generales, es necesario subrayar lo que es universalmente reconocido: las discusiones en el seno de la izquierda a comienzos del XX marcan el período intelectualmente más fructífero en torno al tema. Fue producido por una instancia de disputa política entre organizaciones revolucionarias de masas, con el objetivo de intervenir ante un problema real. Sus protagonistas no fueron catedráticos, sino militantes de sus respectivos partidos. Sus escritos, hoy citados en cualquier revista que se precie de prestigiosa, no fueron evaluados por ningún “jurado ciego”, sino por un comité de dirigentes con nombre y apellido, elegidos democráticamente, como expresión de la voluntad revolucionaria de una clase. Y el órgano en el que se procesaron estos debates no fue un congreso académico ni ningún departamento de universidad alguna, sino un partido internacional, que exigía disciplina a sus secciones nacionales. Gran parte del descuido intelectual y la desorientación teórica posterior deben explicarse por el retroceso político y moral que sufrió la clase obrera y la desaparición (o degeneración) de las instituciones que contenían ese desarrollo.
Ahora bien, en cuanto a la producción en torno al tema, hay que señalar una serie de dificultades que atraviesan a la mayoría de los trabajos, de cualquier corriente a la que pertenezcan. Primero, se abordan unificadamente dos problemas diferentes: la naturaleza del fenómeno nacional y el contenido del nacionalismo. O sea, se confunde las características de una construcción histórica (la nación) con las del programa del movimiento político que la sostiene (el nacionalismo). Al no poder trazar un límite preciso entre lo que la nación es y lo que sus defensores dicen que es, el resultado es que reparten vicios y virtudes a unos, creyendo que los reciben otros.
Segundo, reemplazan la identificación del contenido del fenómeno nacional por la explicación del largo desarrollo por el cual se crea. Dicho de otra forma: se mezcla a la nación con su historia. Sin embargo, un objeto no se compone de sus causas, sino que representa algo cualitativamente distinto: lo que se denomina un “emergente”. Es más, si no se comprende al primero (el resultado), no pueden identificarse correctamente las segundas (las causas), porque la historia, en la medida que se pregunta sobre el origen de fenómenos existentes, se escribe de adelante (desde lo que se conoce) para atrás (el desconocido proceso de gestación).3 A esto se suma que algunos análisis independizan estas dos variables: describen un proceso histórico que engendra una entidad casi eterna.
Tercero, (y esto sucede especialmente en el campo marxista), la discusión sobre la nación queda subordinada a –o directamente reemplazada por- la llamada “cuestión nacional”, cuando, en sentido estricto, estamos ante dos interrogantes con una relación muy estrecha, pero diferentes. Uno, qué constituye una nación. Otro, bajo qué circunstancias puede decirse que hay un conflicto y una tarea a solucionar. A lo que se puede agregar un tercero: en qué medida la clase obrera debe estar interesada en resolverla. Sea como fuere, no hay forma de determinar ninguno de ellos si no se define de qué estamos hablando. Hay muchos antagonismos que recorren a la sociedad, pero la cuestión nacional presume uno específico, que es la existencia de una nación oprimida, lo que supone algo aparentemente obvio, pero a dilucidar: la existencia de una nación.
Por ejemplo, a lo largo de la historia, muchas comunidades, incluso algunas infinitamente pequeñas, han clamado por sus “derechos nacionales”. Ahora bien, ¿todas representan una cuestión nacional irresuelta? ¿Por qué no levantar provincias, o incluso municipios, contra sus estados centrales? ¿Hay incluso algunas entidades que, aún sin saberlo, constituyen naciones oprimidas? Una respuesta razonable depende de una adecuada definición de nación y no hay forma de eludir el asunto. Hay que decir, además, que en la llamada “cuestión nacional” se reúnen una serie de problemas de naturaleza diversa, cuya confusión bajo el mismo rótulo provoca serios errores estratégicos.
En definitiva, lo que vemos es que, en muchos casos (no en todos), hay una dificultad para identificar y jerarquizar problemas diferentes, lo que obstaculiza una definición más límpida de lo que es la cuestión central: qué es una nación. Eso es lo que intentaremos resolver aquí, en forma teórica. Es decir, vamos a examinar las diferentes definiciones al respecto, muchas veces “limpiándolas” de las ambigüedades que señalamos. Habrá que recorrerlas todas, desde las más clásicas a las más posmodernas, sin descuidar las formulaciones que tienen en cuenta el análisis de clase. Lo curioso es que vamos a encontrar varios autores marxistas desperdigados en diferentes corrientes, más allá de que un grupo de ellos constituya un espacio propio. Esperamos, al final, llegar a una definición más adecuada y operativa. Por todo lo dicho, dejamos de lado –solo por ahora- las discusiones sobre eso que llamamos “cuestión nacional”.
El hombre y su sombra: las definiciones “objetivas”
Es la definición “clásica”, la que suelen manejar los intelectuales menos especializados (y, lamentablemente, los historiadores argentinos). Es la más difundida y la que, justamente, está instalada férreamente en el sentido común: un grupo humano que comparte un mismo lenguaje, una misma cultura, un pasado común y, en algunos casos, una característica étnica y hasta una religión. Se conoce como la concepción “romántica” de la nación. Es la escuela que inaugura formalmente Johann G. Herder y Johann Fichte, como pensadores de la “nación alemana”4, aunque no pueden omitirse los antecedentes de McPherson, Hegel y Montesquieu.5 Aparecen los casos de Michelet en Francia y Mazzini en Italia.6 Aunque parezca que han sido canónicas desde su fundación, hasta fines del siglo XIX estas definiciones competían con otras. Solo en ese momento van a convertirse, con la fuerza de los estados, en la versión suprema e indiscutible. Así aparecen, luego de Taine, Henri Vaugeois y Maurice Pujo en Francia (fundadores de la Acción Francesa), Modesto Lafuente para el caso español, Sabino Arana y la invención del nacionalismo vasco o Prat de la Riba para Cataluña. En Argentina, podríamos citar a Vicente F. López y Ramos Mejía.7 Aunque puedan llover las críticas, quitamos de la lista a uno de los considerados “baluartes” de la corriente, Ernst Renan, por razones expuestas más adelante.
No es extraño que en Argentina, regímenes que intentan intervenir contra la conciencia de clase esgriman estos postulados. Tal es el caso del peronismo, cuyo autor más prolífico en estos temas, Hernández Arreghi, trabaja bajo estos mismos supuestos. A pesar de ser considerado un escritor “progresista” y crítico de la producción más tradicional del nacionalismo peronista, el resultado es la reproducción de lugares comunes, propios del pensamiento más conservador.8 Lo mismo puede decirse para el caso de José Aricó.9
Su fuerza es tan grande que caen sugestionados por ella autores insospechados de idealistas, como Stalin o Trotsky.10 Del primero, vale decir que su análisis histórico es impecable, aunque llegado el momento de la definición del fenómeno, se rinde ante el sentido común.11 En el segundo caso, el problema se trata solo en función de intervenciones muy coyunturales y en ningún momento hay un esfuerzo por realizar al menos un relevamiento del problema, por lo que tampoco tenemos una definición clara de qué es una nación y hay que deducirla de un conjunto de posiciones.12
Luego de la experiencia del fascismo, esta definición pierde legitimidad en los círculos intelectuales europeos y norteamericanos, aunque mantiene alguna vigencia en el llamado “tercer mundo”, ocupado en la construcción de estados nacionales donde sólo había jurisdicciones de administración colonial (India, África, Medio Oriente). Su verdadero “renacimiento” será en la década de 1990, con el advenimiento del posmodernismo y de los estudios “poscoloniales”, donde se volverán a reivindicar las tradiciones históricas, y hasta las características étnicas.13 Aparecerá, entonces, el concepto de “estados multinacionales”. En América Latina, estas ideas tomaron fuerza como justificación del indigenismo y de los bonapartismos, especialmente el boliviano y el ecuatoriano.14
El elemento central de esta formulación es el intento de identificar propiedades comunes y excluyentes en los individuos, que permitan trazar límites entre las comunidades. Las comunes permiten agrupar. Las excluyentes, delinear una frontera. Generalmente, quienes se dedican a este aspecto de la historia intelectual dejan de lado esta última variable de las propuestas clásicas. Pero sin el elemento diferenciador era imposible, para el pensamiento nacionalista, decidir dónde terminaban las solidaridades y comenzaban los “extranjeros”.
Ahora bien, esas propiedades debían ser “objetivas”. Es decir, deben corresponder a los individuos más allá de la voluntad de estos. Pertenecer o no a una nación no es una decisión de sus miembros. Es un hecho. Es más, se hereda. Las naciones se remontan a la noche de los tiempos.
En un cuento típico del romanticismo alemán, el emigrado Adelbert von Chamisso (muy influenciado por Fichte) aborda la importancia de la pertenencia nacional a través de las desgracias de un hombre que vende su sombra al Diablo y se convierte en un verdadero paria, porque la sombra es la evidencia de que se ocupa “un lugar bajo el Sol”.15 Un hombre sin su sombra/nación ya no es un hombre. No se puede renunciar a ella sin romper lazos con su propia humanidad.
Diversos autores van a discutir la primacía o la exclusividad de uno o algunos de los factores: la conformación étnica, la lengua o la cultura. Es evidente que las tesis más proclives a jerarquizar el factor étnico derivan en posiciones racistas y tienen un componente que será utilizado por el fascismo, pero no hay que olvidar que buena parte del indigenismo se alimenta de estas tesis, mostrando su costado biologicista (el “derecho de sangre”). La lengua, en cambio, es el tópico más utilizado por las teorías más clásicas (Fichte) e incluso por autores marxistas para justificar los “derechos” de las llamadas “minorías nacionales”. Por último, la cultura. Aunque puede argumentarse que se trata de una variable susceptible de elección, aquí se toma como una herencia recibida y un instrumento necesario para relacionarse con sus congéneres.
El caso es que esta formulación se utilizó para demostrar que detrás de la construcción de cada estado nacional (o detrás de cualquier reclamo de esta naturaleza) se encuentra una nación histórica como principio anterior a cualquier instancia política. Un espíritu trascendente o Volkgeist, en palabras de los propios autores. Los estados nacionales no son, entonces, un resultado contingente, sino la coronación de un destino inscripto. Las naciones, así entendidas, preceden a los estados y le dan su justa forma. Hasta transformarse en entidades políticas, permanecen como “bellas durmientes”. Francia, España y Alemania, por ejemplo, se remiten a los tiempos del Imperio Romano. El sionismo ubica su nación judía aún más atrás, hasta llegar al primer milenio antes de Cristo. En nuestro caso, se conforma la idea de que hay una Argentina antes de 1810.
El trascendentalismo tiene como consecuencia una abstracción con respecto a los mecanismos concretos de funcionamiento del Estado y a las relaciones entre sus miembros. No le concierne si la nación deviene en estado monárquico, corporativo, republicano o democrático. Se desentiende de los derechos que puedan tener los ciudadanos. Lo que le importa es la coincidencia entre los límites del estado y los de la comunidad así entendida. Ningún miembro de la nación puede estar fuera del estado y, en lo posible, ningún extranjero debería estar adentro. En este sentido, resulta lógico que esta idea sea utilizada por las corrientes más conservadoras. Curioso es, entonces, este resurgir de la teoría impulsado por autores y corrientes que dicen oponerse a la “opresión”.
La formulación objetivista de nación tiene una serie de límites para explicar el fenómeno, algunos empíricos y otros (más importantes) metodológicos. Los empíricos fueron oportunamente expuestos por los autores más destacados. En primer lugar, no pueden identificarse características étnicas precisas que permitan clasificar a los grupos humanos. Desde que se demostró la inexistencia de “razas”, cuesta mucho más encontrar rasgos aún más exclusivos. Dicho de otra manera, si no se puede probar la existencia de una “raza negra”, menos puede distinguirse en forma precisa a un bantú de un zulú.
La lengua ha sido, como señalamos, un elemento considerado fundante para autores de casi todas las tendencias. Sin embargo, la evidencia histórica nos muestra que las diferencias lingüísticas corresponden a poblaciones mucho más acotadas o mucho más amplias que las formaciones nacionales. Por ejemplo, en la Francia revolucionaria, solo la mitad de sus habitantes hablaba francés y solo un 12% lo hacía “correctamente”. El occitano, el provenzal, el corso, el burgundio y las lenguas d’oïl, entre otras, recorrían el vasto territorio de la monarquía borbónica.16 En Italia, otro de los ejemplos clásicos, en la época de la unificación (1860), solo el 2,5% de la población hablaba el italiano para fines cotidianos. El alemán, tal como lo conocemos hoy, nunca fue hablado en ninguna región. Su sintaxis y normalización fue completada en la segunda mitad del siglo XIX, por el lingüista Theodor Siebs, quien tomó elementos de los diferentes grupos idiomáticos: bajoalemán (bajoprusiano, bajosajón y pomeranio), altoalemán (suavo, bávaro, frisón y diversos franconios), eslavo, indoario y escandinavo.17
Es decir, las “lenguas nacionales” no preceden a las naciones. Son un producto sumamente reciente y, más bien, fueron impuestas por los estados nacionales a través de diversos mecanismos como la administración, la literatura “nacional” o la educación pública. Además, las lenguas pueden abarcar más de una nación. El ejemplo más cercano es el de América Latina, en su mayoría hispanoparlante. Pero también está el portugués (Portugal, Brasil, Angola) y el caso del inglés, hablado en ambos lados del Atlántico y en Australia.
Despejado el problema de la “raza” y la lengua, la cuestión sobre la cultura en común resulta más sencilla de resolver. Sobre todo, porque a quienes defienden este tipo de delimitación no pueden precisar qué elemento de todo el universo cultural debe utilizarse como variable para definir a una nación. Además, recordemos que la cultura es un elemento históricamente variable y socialmente en conflicto. De acuerdo a los elementos que tomemos, una cultura puede abarcar un universo sumamente extenso (el cristianismo) o extremadamente pequeño (una aldea e incluso un clan familiar). En el medio, provincias, ciudades, barrios, agrupaciones políticas y hasta simpatizantes de algún club de fútbol podrían reclamar su derecho a ser nación.
A estas deficiencias, de tipo empíricas, se le suman dos de carácter metodológico. La perspectiva étnica trabaja con una formulación que podría resumirse del siguiente modo “todo conjunto de personas que comparten x características dadas”. Sentencia que implica un alto grado de ahistoricidad y de atomismo. La primera, porque características comunes pueden encontrarse en cualquier período histórico y en cualquier grupo humano. No dependen de cierto grado de desarrollo social o de ciertas relaciones específicas. Los rasgos étnicos, la lengua o la cultura común pueden aplicarse tanto a hordas cazadoras recolectoras como a los actuales coptos en Egipto. La nación deja de ser un producto social para ser un atributo humano tan universal como los biológicos.
El segundo punto representa el corazón de su pensamiento, y su principal premisa: parte del individuo aislado y busca encontrar en él atributos que puedan replicarse en otros. La nación es una yuxtaposición de individuos diferentes, pero con características comunes. Las particularidades “están” en cada uno de ellos, pero no obligan a ningún tipo de relación particular. La nacionalidad se porta individualmente. El elemento colectivo, en todo caso, es contingente. De acuerdo a ciertos rasgos, uno pertenece a la nación, uno es un “hermano” de alguien, independientemente de la conciencia y del vínculo que establezca con él. No importa si uno es esclavo del otro. Romper esa relación sería una “traición” a la patria.
Como vemos, esta formulación carece de valor explicativo real, aunque en la última década haya vuelto a tomar importancia entre los intelectuales de los países periféricos, especialmente, en América Latina. No solo impide pensar la nación como producto de una sociedad determinada, sino que, más grave aún, permite la reivindicación de cualquier lazo de sujeción.18 Es una hipótesis en la cual la sociedad y la historia desaparecen. Muy útil a la burguesía en momentos de argüir su raison d’etat.
“Hay que besarse más”: la tesis subjetiva
Como vimos, la tesis étnica, a pesar de su fuerza política, tiene serias limitaciones explicativas. Una de las principales, es que la nacionalidad aparecía como un elemento “objetivo”, adherido a cada ser humano. Esta sujeción es la que van a criticar los teóricos pactistas bajo el siguiente argumento: ninguna sociedad es anterior a los individuos. Es decir, las relaciones sociales son la consecuencia de la agrupación de seres humanos –libres, iguales y conscientes- y no al revés. Eso trae dos consecuencias. Primero, la nación, como cualquier vínculo, no proviene desde los orígenes de las sociedades humanas, sino que tiene un grado de contingencia histórica. Es decir, no hay un tiempo simultáneo, sino un antes y un después. Segundo, la pertenencia a tal o cual nación no es ineludible, sino que puede modificarse.
La tesis central en torno a la nación puede resumirse en lo que sigue: un conjunto de personas que comparte una decisión común de constituir una unidad nacional. La nación se mantiene en tanto se mantenga el pacto social que la fundó. El elemento objetivo es abandonado por el elemento subjetivo y se reclama una fuerte herencia con la tradición iusnaturalista y pactista. Es decir, no se trata simplemente de lo que lo hombres comparten, sino de lo que eligen compartir.
La aparición más temprana es la del clásico Ernst Renan. Como aclaramos más arriba, muchos trabajos lo ubican en la definición “objetiva”. No obstante, y a pesar de ciertos lazos con ella, una lectura más atenta permite descartar su lugar allí. Renan deja muy clara su oposición a la objetivación de la nación.19 En cambio, tiende a enfatizar la voluntad humana de conformarla. Decimos “tiende”, porque en algún momento pone en duda que una comunidad de intereses, por sí misma, construya la nación. Pero se refiere al elemento puramente racional de la misma, que debe estar acompañado de una comunidad sentimental.20 El factor más importante es la “conciencia moral”, que debe ser compartida.
Si bien Renan parece no seguir a pie juntillas el pactismo en su versión más liberal (el pacto no tiene un componente puramente racional), el énfasis en la voluntad humana y en la historicidad de la nación como principio21, lo acercan al subjetivismo propio de la corriente. La contingencia de la nación se fundamenta en la volatilidad de la consciencia de los hombres.
Otro autor, también considerado “clásico” en el tema es Ernest Gellner, cuya ubicación en esta corriente puede también acarrear más de una crítica.22 Esto, porque para Gellner la nación es la suma de la cultura y la voluntad. La cultura como lo heredado y la voluntad como lo decidido. A diferencia de la tesis objetivista, para el autor, la cultura en común no es una herencia antigua, sino más bien un producto del capitalismo (imprenta, extensión de la lectura, avance de las comunicaciones), imposible en sociedades agrarias aisladas. Reciente, pero una herencia al fin. No obstante, esta herencia es un insumo, una condición necesaria sin la cual no hay fenómeno nacional posible, pero no constituye por sí misma una nación (de la misma forma que no alcanza la voluntad sola). Para ello, hace falta el pacto social.23
El marxismo también ha dicho presente en esta corriente, a través de dos autores sumamente reconocidos. El primero es Otto Bauer, autor de quizás la única obra integral y sistemática sobre el problema, más allá de su eficacia explicativa.24 El segundo, Michel Löwy.25 Ambos, con un importante componente reformista.
Bauer explica la nación como la superación de la conciencia individual hacia una voluntad colectiva. Es, para él, el preludio del internacionalismo. No obstante, esta ampliación de la consciencia aparece en una perspectiva humanista. En el primer caso (la conciencia nacional), la voluntad colectiva oculta intereses de clase (tal como le explica Strasser). En la segunda, es la abolición de la conciencia de clase y no la extensión de la nacional lo que permite el predominio del internacionalismo. Sólo desde una perspectiva liberal, el clasismo puede ser considerado un particularismo.
Löwy comparte la perspectiva baueriana acerca de la nación como “comunidad con destino histórico”, definición que para él es útil a la hora de incluir comunidades indígenas, étnicas y hasta feministas. Toda una muestra del grado de delirio al que se puede llegar con una definición tan amplia.
Con las críticas a Bauer, avanzamos entonces hacia los límites del subjetivismo. El primero se relaciona con los límites del iusnaturalismo: la suposición de la existencia individual previa a toda instancia social. La evidencia disponible es muy amplia y contundente al respecto: la asociación permanente para resolver problemas vitales es anterior a la aparición de nuestra conformación biológica como especie homo sapiens sapiens. Desde un abordaje filosófico el resultado es similar, ya que la voluntad requiere de una conciencia o un sentimiento, estos solo pueden ser el producto de una educación particular, lo que excluye su creación como instancia pre-política. Con este mismo criterio, cada uno podría decidir cuándo entrar y cuándo salir de la nación, lo que vemos no sucede en la realidad. La pertenencia no siempre (casi nunca) puede decidirse libremente.
Además, la definición subjetivista mantiene el atomismo propio de la objetivista. Se toma a cada individuo por separado, pero en lugar de encontrar un elemento “objetivo” en cada uno de ellos, se indica una preferencia. Cambia el elemento en común, pero se mantiene la concepción de la sociedad como un agregado de individuos yuxtapuestos, esta vez, por una voluntad común, que llega a serlo no por una simple sumatoria.
El segundo límite es su énfasis en el aspecto formal del problema. Se hace referencia a una “voluntad común”. Es decir, todos están de acuerdo. Bien, pero ¿para qué? Lo más importante, el contenido del fenómeno, queda abandonado. Una familia comparte valores comunes y de común acuerdo: ¿son una nación? Lo mismo vale para provincias, religiones y clubes deportivos. Es decir, volvemos a definiciones que no pueden delimitar el problema y que se revelan tan ahistóricas como aquellas que pretendían superar.
Pero, además, el subjetivismo redunda en una definición circular. ¿En qué están de acuerdo? En construir una nación. ¿Y qué es una nación? Aquello en lo que todos están de acuerdo…
Promesas en caliente: la formulación cívica
Fuera de las explicaciones a las que recurren los intelectuales, encontramos la que la propia nación da sobre sí misma. En realidad, la que esgrimieron como arma de guerra aquellos que tuvieron la tarea de proyectarla o, más aún, de construirla contra el régimen feudal dominante. Las ideas de la época revolucionaria de la burguesía. Aquella en la que la nación cambió para siempre su significado.
La noción cívica va directamente al núcleo del problema: la discusión sobre la soberanía, es decir, el poder supremo. Si la nación es una unidad política, toda la cuestión es definir quién tiene ese poder en ella. La respuesta es el conjunto de individuos elevados a ciudadanos, que en algunos casos se va a designar como “pueblo”. Es lo que encontramos en Sieyes, en la constitución francesa de 1791 y en el clásico “We, the people”, de la norteamericana de 1787.26 Sieyes explica que “una ley y una representación comunes son lo que constituyen una nación.” La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, en Francia, expresa en su art 3°: “El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo ni ningún individuo pueden ejercer autoridad alguna que no emane expresamente de ella”.27 La Constitución Francesa de 1795 reza en su art. 2° “La soberanía reside en la totalidad de los ciudadanos franceses”.28 En su art. 25° le da el carácter de única: “La soberanía reside en el pueblo; es una, indivisible, imprescriptible e inalienable”. En el acta constitucional, expresa en dos artículos toda la doctrina cívica. En el 7° declara que “El pueblo soberano es la universalidad de los ciudadanos franceses” y en el 21° que “La población es la única base de la representación nacional”.
La Constitución de Cádiz, de 1812 es otra muestra de esta noción. En su primer artículo se decide que la nación española “es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1°) y que “la soberanía reside esencialmente en la nación” (art. 3°).29 También, aunque algo más matizado, puede verse en el preámbulo de la Constitución Argentina, cuando advierte su fuente de legitimidad: “Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina”. Es decir, el primer postulado de la nación es la soberanía popular, contra la que ejercía la nobleza. En una nación, el Estado representa al conjunto de los ciudadanos.
Ahora bien, esa soberanía, además, debe ser única, indivisible e inalienable, tal como reza la constitución jacobina.30 Única, significa que no admite enmiendas bajo la forma de privilegios ni fueros de ningún tipo. Es decir, que debe regir el principio de isonomía: una sola ley para todos los ciudadanos. No pueden subsistir códigos ni tribunales especiales, por estamentos, oficios, corporaciones o provincias. El principio estamental es reemplazado por el principio de ciudadanía. Si la monarquía tiene súbditos, la nación es habitada por ciudadanos, sometidos a una misma ley.
Indivisible, significa que esa soberanía no puede repartirse en diferentes órganos. El estado debe ser único. La emanación de la soberanía no puede estar disgregada en varios entes supremos (como bajo el feudalismo clásico). Puede haber una relación jerárquica entre entes estatales, pero estos no pueden concentrar la supremacía en paralelo. Ese tipo de régimen político comienza a desarrollarse en el absolutismo feudal, pero es sancionado en el estado moderno.
Por último, debe ser inalienable: ningún particular puede arrogarse la soberanía, nadie es dueño de la nación. Incluso la propiedad aparece como un atributo colectivo, porque la primera acción importante de la revolución burguesa es abolir al privilegio nobiliario como fuente del derecho de posesión y, por lo tanto, expropiar a la familia real y a la nobleza.31 El fundamento de la propiedad privada se funda, paradójicamente, en el principio de propiedad colectiva. Eso quiere decir que la nación no debe pertenecerle a nadie en particular, sino a todos en general.
El corolario es que la nación es la unidad política que representa al conjunto de sus habitantes. Es decir, que inaugura la representación común, capaz de responder a un interés común. De esta concepción de la soberanía se desprende la famosa consigna “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. En la nación, los ciudadanos somos todos libres, todos iguales y todos hermanos.
Si bien surge en el seno de la revolución burguesa, la idea cívica de nación es reivindicada por especialistas en el tema, contraponiéndola a la idea étnica. Particularmente, aquellos intelectuales ligados a las democracias occidentales. Uno de los clásicos, Kohn, por ejemplo, asegura que la diferencia entre la democracia norteamericana y británica frente a países con experiencias fascistas como Alemania o Italia se debe a la propia concepción con la cual se conformó la identidad nacional.32 De un lado, una asociación entre estado nación y democracia. Del otro, el estado nación como coronación de un grupo étnico.
La fórmula cívica tiene una serie de ventajas, como vimos: no eterniza la nación, la circunscribe a un período concreto, la asocia a ciertas fórmulas políticas y a cierta configuración social. Sin embargo, tiene una serie de problemas. Por sobre todo, confunde las constituciones con la dinámica real. Las constituciones, las grandes declaraciones fundacionales, no son más que una voluntad (en el mejor de los casos) o una promesa a futuro (en el peor). Y esas voluntades y esas promesas están hechas de tal forma que se niegan a sí mismas. O, dicho en términos más precisos, solo pueden cumplir con su contenido histórico (el desarrollo del capitalismo) negando su forma (la vida comunitaria). Este problema será objeto de un examen más preciso en el último apartado, pero vale la pena destacar algunos aspectos para dejar en claro los límites de las ideas que aquí discutimos.
Las críticas a las promesas de la burguesía revolucionaria, a ese liberalismo todavía lozano, son muy tempranas. Pueden remontarse, incluso, a los diggers en Inglaterra y a los enragés en la Francia revolucionaria.33 La superación de estas primeras posiciones, ligadas a clases precapitalistas (campesinos o artesanos), proviene de Graco Babeuf y sus seguidores, continuada en el siglo XIX por la tradición crítica hegeliana y el socialismo francés.34 Serán Marx y Engels quienes consiguen establecer un criterio más riguroso y construir un programa político que señala nuevas tareas históricas.
El núcleo duro de la crítica al liberalismo es que propicia una escisión. De un lado, la comunidad política: la vida genérica del ciudadano, el propietario libre e igual a los demás, la soberanía individual y los miembros de una nación como hermanos. Del otro, la sociedad civil: la vida material, la diferencia de poder, los poseedores frente a los desposeídos, la soberanía de los propietarios de medios de producción y la competencia. Pero es la sociedad civil la que le da fundamento a la sociedad política.
Para acceder al poder político, la burguesía tuvo que trazar una serie de alianzas con otras clases, también subalternas pero explotadas. Clases con intereses muy distintos a ella. En ese camino, tuvo que prometer lo que sabía no iba a cumplir: nadie le pertenece a nadie y la nueva unidad social nos va a pertenecer a todos. Dicho de otro modo, la definición cívica de nación se basa en lo que es básicamente (no todo, como veremos más adelante) una mentira. Por eso, desde el cierre de las revoluciones burguesas en Europa hasta el auge de la posguerra y el llamado “estado de bienestar”, permaneció más bien en las sombras. En momentos y en países en los que ciertos intereses (secundarios, por supuesto) podían encontrar eco en el Estado y allí donde era necesario apelar al consenso, esta forma de concebir la nación cobró más fuerza, aunque nunca logró desplazar del todo a la étnica, tan necesaria al menos como reserva para intervenciones más violentas.
Espectros que acechan: la nación inexistente
La crisis mundial en los ’70 derrumbó las ilusiones en un bienestar generalizado y una oleada revolucionaria comenzó a desarrollarse a lo largo del planeta. La derrota y la contrarrevolución no ofrecieron una mejora de la vida y la mayoría de los intelectuales que habían formado parte, de una u otra forma, de la fuerza que desafió al orden vieron el derrumbe no solo de las creencias del enemigo, sino de las propias. La burguesía no ofrecía el mundo que proclamaba, pero la revolución era imposible. Resultado: ningún proyecto es viable porque la realidad no puede conocerse. Son todos discursos y esa es nuestra única certeza. Una forma sumamente eficaz de silenciar cualquier crítica al mundo real, pero también una muestra de la incapacidad de la burguesía de suscitar entusiasmos. La crisis generalizada llevó a un desconcierto intelectual generalizado y a un retroceso histórico en el campo del conocimiento. No es extraño que los principales intelectuales de esta corriente tengan un pasado ligado al marxismo o que incluso pretendan hablar en su nombre.
En este cuadro, la enunciación cívica y la consensual de nación pierden terreno. El retroceso se corporiza en la negación del fenómeno y en el resurgimiento de la noción étnica bajo forma del “multiculturalismo”. Como ya nos ocupamos de la segunda, vamos a tratar aquí a la primera, que constituye la formulación posmoderna.
Los representantes más conspicuos del posmodernismo en este campo son los menos sospechados por el campo marxista: Benedict Anderson y Eric Hobsbawm, a quienes valiosos intelectuales llenan de inmerecidos elogios.35 No porque sus obras no merezcan ser leídas y analizadas, sino porque su metodología y sus conclusiones los coloca detrás del liberalismo.
No vamos aquí a examinar el conjunto de sus trabajos, ni todas sus hipótesis. No hace falta decir aquí que ciertas ideas que allí aparecen son realmente valiosas y que muchas de sus observaciones son insumos indispensables para cualquiera que se dedique al tema. Pero vamos a concentrarnos en sus postulados centrales, en aquello que constituye la médula de su argumentación, que es lo que nos interesa: la negación del fenómeno nacional.
El libro emblemático de la corriente planta su mojón desde el título: Comunidades imaginadas. Su autor, Benedict Anderson (hermano del conocido Perry Anderson), intenta dar una batalla contra el nacionalismo, al que correctamente considera una “expresión de una forma radicalmente alterada de la conciencia”. De allí, deduce que la nación es simplemente un “artefacto cultural”, en manos de la clase dominante. Decimos, “simplemente” no porque sea una construcción que implique un proceso de producción e imposición sencillo o porque su comprensión sea inmediatamente accesible, sino porque su existencia se limita al campo de la ideología, sin ningún correlato en la vida social, lo que no quiere decir que la primera no tome elementos de la segunda ni que las ideas no necesiten determinado desarrollo para ser convincentes. Pero, en definitiva, la nación es eso: una idea. En sus propias palabras: una nación es “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Incluso va más allá: afirma que las naciones no deben clasificarse por su capacidad de formar una entidad política propia, sino “por el estilo con el que son imaginadas”.
Comunidades, porque las naciones se prestan a un ideal de fraternidad y horizontalidad. Imaginadas, porque cada uno vive creyéndose en comunidad con individuos a los que no conoce ni conocerá nunca. Limitada, porque esa imagen excluye a individuos de otras naciones y traza una frontera precisa. Soberana, porque la nación se pretende sin ninguna limitación externa. Todo esto, como sabemos, es falso y es parte de la ideología burguesa. Ese es, sin duda, un punto fuerte en favor de Anderson. Pero, en sentido estricto, esto ya fue dicho antes. Mucho antes. Es un punto fuerte, pero muy poco original.36 Poco original e incompleto, porque en los clásicos, la evaluación de las ideas burguesas suponía el examen de aquellas relaciones que las hacen necesarias. La crítica a las religiones (la dominación celestial) es la crítica a la sociedad que las produce (la dominación en la tierra). Dicho de otra forma, confunde la nación (las relaciones reales) con el nacionalismo (la ideología que las defiende). Eric Hobsbawm participa también de este campo. Aunque dedica un libro a las “naciones” y a los “nacionalismos”, confiesa no poder definir el primer término:
“no hay forma de decirle al observador cómo se distingue una nación de otras entidades a priori, del mismo modo que podemos decirle cómo se reconoce un pájaro o cómo se distingue un ratón de un lagarto”37
Es, definitivamente, un mal comienzo para cualquier obra histórica. Que el autor no sepa cómo definir su objeto de estudio es garantía de que no podrá analizarlo. Ahora bien, que Hobsbawm no pueda definir eso que estudia no significa que no pueda y deba hacerse. Por eso, en el transcurso de su trabajo, intenta avanzar sobre el asunto y afirma que “es una entidad social solo en la medida en que se refiere a cierta clase de estado territorial moderno, el estado nación”. Es decir, una nación es algo que se “refiere” a un estado nacional. En la medida en que no se presenta la diferencia entre “nación” y “Estado nacional”, para el autor la primera es eso que se llama así a sí mismo. Ahora bien, tal como lo propone, el Estado nacional habría sido producto de los nacionalismos. O sea, esas maquinarias fueron creadas por ideologías. Pero, otra vez, si la nación, en sentido estricto, no existe, entonces se trata de ilusiones que se reproducen a sí mismas. En realidad, esta definición implica un retroceso con respecto a la noción cívica y se acerca no solo a la subjetiva (nación es lo que decidimos que sea), sino a la étnica, toda vez que postula a la nación como la sumatoria de elementos que yacen en cada individuo (en este caso, en sus ideas), pero que toma una vida espiritual propia.
El escepticismo propio de la desorientación intelectual tienen buena prensa, no hay dudas. La sensación de que vivimos en un sueño eterno es francamente liberadora. Creer que todo es cuestión de discursos lo exime a uno de tener que explicar cómo funciona la sociedad en que vivimos. Sí, pero no ayuda a comprender problemas reales. Si la nación no existe, entonces hay que eliminarla del horizonte de los enemigos del proletariado. Nadie lucha contra espectros. Sencillamente, basta con explicar que se trata todo de una ilusión. No hay que destruir ciertas relaciones contantes y sonantes, sino tan solo reemplazar unas ideas por otras. Ahora bien, por qué esas ideas muestran tamaña permanencia y solidez, es algo que tampoco nos pueden explicar.
Lo que permanece oculto para ciertos intelectuales es parte de la experiencia cotidiana de cualquier ciudadano de a pie, sea de la clase que sea: le guste o no, crea en ella o no, forma parte de una nación, a la que está sometido por una serie de lazos. Uno puede combatir las diversas formas de la conciencia nacional y tener muy claro que toda esa liturgia no representa más que un engaño. Incluso, puede abjurar de su pertenencia y renunciar a considerarse “argentino”, “brasileño” o “francés” y luchar incansablemente por la conciencia internacionalista del proletariado. No importa, a la hora de votar, de ir a trabajar, de pagar impuestos, de pagar con cierta moneda o de hacer un reclamo público, uno apela y se le imponen relaciones nacionales. Del mismo modo en caso infringir la ley, no nos reprime una ilusión, sino un cuerpo muy presente. Un cuerpo que responde a una entidad política y no a otra, que defiende unas leyes y no otras. Es decir, la nación implica una serie de relaciones, que implican obviamente la dominación. Esas relaciones se imponen en forma independiente de la voluntad de cada uno de sus miembros, aunque sí, a diferencia de las relaciones de producción, depende de las relaciones de fuerza políticas. En consecuencia, en tanto mecanismo del sistema, es objeto de lucha. Para combatirlo, hay que entenderlo. Para eso, hay que examinarlo en sus componentes objetivos y en su despliegue real, lo que implica un esfuerzo algo mayor que criticar a los nacionalistas.
En la convicción de que todo es un discurso, se confunde (otra vez) a la nación con el nacionalismo. La primera, algo real, pero conflictivo. La segunda, la sacralización de la entidad política y sus relaciones como las mejores posibles. Que la nación no sea lo que dicen los nacionalistas no significa que no exista. Es como creer que como las relaciones económicas no son como las santifica el liberalismo, entonces la explotación (una relación económica) no existe.
Una variante de esta corriente posmoderna es la identificación lisa y llana de la nación con el Estado. Es una variante algo más prudente: la nación no existe, pero los estados sí. El problema es que se pierde su dimensión histórica. La construcción del Estado se remonta al tercer milenio a.C., o sea hace unos 5.000 años. ¿Desde ese período provienen las naciones? Seguramente, ninguno de quienes estamos criticando suscribiría semejante afirmación. Dirían, uno cree, que están hablando de los “estados modernos”. ¿Y qué es lo que diferencia a un Estado “moderno” de uno “antiguo”? Volvemos al mismo problema: hay que definir positivamente la nación, como una unidad política real.
El peso del pasado: el marxismo ante el problema
Bien, para aproximarse seriamente al objeto, hay que abandonar las modas y remitirse a aquellos textos que priorizaban la búsqueda del conocimiento a los compromisos de tipo corporativos. Estamos hablando, en este caso, de intelectuales revolucionarios, que intentaban comprender un fenómeno para trazar una línea política de intervención. Aunque muchas veces las urgencias de la coyuntura impidieran afrontar el problema en forma con la profundidad necesaria, la mirada puesta en las consecuencias reales de lo que se escribiese impedían los delirios a los que tan acostumbrados (y resignados) estamos hace ya varias décadas.
Como vimos, la aproximación al problema en el marxismo se dio, salvo excepciones, en forma más bien indirecta: a través de la comprensión de las luchas entre naciones o entre grupos que exigían su derecho nacional. Todo ello en función de la resolución de una cuestión relativamente inmediata: apoyar o no los reclamos de los checos, permitir o no la secesión polaca, intervenir en los movimientos separatistas irlandeses y, por último, las posiciones en la guerra mundial. Se trataba en algunos casos, de lidiar con una tradición revolucionaria que había conseguido fundar una nueva sociedad en el corazón de Europa. En otros, de adaptar la política revolucionaria a un mundo al que todavía la revolución burguesa no había envuelto plenamente. Y, por último, tomar una posición positiva ante la guerra burguesa. Luego, en la posguerra, van a aparecer intelectuales, sobre todo latinoamericanos, pendientes de conciliar el socialismo con el nacionalismo, basados en los escritos de Marx sobre Irlanda.
Como buenos científicos, Marx y Engels no dejaron ninguna palabra revelada sobre el problema. No hubo un abordaje específico y riguroso del asunto y, menos aún, un intento de definición del término “nación”. Marx y Engels lo utilizan indistintamente con “pueblo”, “país” e incluso “raza”.38 No obstante, a lo largo de su obra, podemos rescatar una lógica de pensamiento y un sentido de en las intervenciones, que nos permite sacar en limpio una serie de postulados y algunos debates.
Empecemos por los postulados. En primer lugar, Marx parte de una perspectiva genérica. Es decir, de concebir a la humanidad como una especie escindida, que debe recobrarse como tal. En ese caso, no admite a las divisiones políticas como naturales ni como un objetivo histórico hacia el futuro. En segundo, a diferencia del idealismo, la nación es concebida como una condición colectiva y no como una preferencia (o un conjunto de preferencias) subjetiva, ni como una unidad lingüística. Es una encarnación de la vida social capitalista en un ambiente específico y su vitalidad descansa en la de la economía dentro de la cual florece. Por eso, se pronunció contra el derecho a la independencia de pequeñas entidades. Cuarto, la nación es un fenómeno histórico por excelencia. Esto quiere decir tanto que fue un agente de la transformación social, como que esos vínculos que construyó son potencialmente disolubles (aunque esto último no haya terminado de quedar explícitamente subrayado). Quinto, la “riqueza nacional” se apoya en la mayor explotación del proletariado, por lo que los obreros no pueden designar a la nación como suya, mientras esté bajo la dominación burguesa (“los obreros no tienen patria”).
La superposición temporal entre la obra histórica progresiva del hecho nacional con la necesidad de su superación, tanto como la tensión entre el hecho de su existencia real y la lucha contra la ideología que la defiende, generaron una serie de debates al interior del movimiento revolucionario en torno a la relación que se debía mantener con el nacionalismo. Esas discusiones tomaron la forma de una reinterpretación de la obra de Marx, en la búsqueda de frases o posiciones que avalaran una lectura “nacional”. Surge así un “marxismo nacionalista”, amparado en aquella frase del Manifiesto Comunista (“clase nacional”), la discusión con Lafargue39 y, fundamentalmente, la posición en torno a Irlanda.
La última de todas es la más famosa y dio lugar a la teoría del llamado “giro de 1867”.40 Como se trata de una discusión algo más “talmúdica” (es decir, qué dijo realmente Marx sobre Irlanda) y por falta de espacio, vamos a obviar la cuestión y concentrarnos en las otras dos. Vamos con la primera, si el Manifiesto Comunista explica que los obreros “no tienen patria”, ¿por qué propone que el proletariado se convierta en “clase nacional”? Sorprende que intelectuales de fuste caigan confundidos ante un problema sencillo. En primer lugar, lo que se está diciendo es que la clase obrera debe tomar el Estado, es decir, en la clase que se hace cargo de la nación. Segundo, que debe dirigir una alianza, es decir, representar los intereses de las mayorías que, en ese momento, no se limitaban a la clase obrera y la revolución de 1848 lo demostró trágicamente. Tercero, no es hasta la experiencia de la Comuna de París que Marx saca las conclusiones sobre qué hacer con el Estado. Por lo tanto, lo que hay que analizar no son frases sueltas de la palabra revelada desde el comienzo, sino una lógica de pensamiento que va evolucionando.
Algo similar ocurre con la famosa discusión con Lafargue y el stirnerismo. Como se recuerda, Lafargue señala la futilidad de las naciones y Marx le responde con una evidencia: las naciones existen. La discusión es similar a la que encara con Bruno Bauer, cuando le señala que los vínculos ideológicos (la religión, en ese caso) toman su fuerza en relaciones reales.41 Ahora, bien, que se señale que algo existe no quiere decir que no se lo deba combatir. Reconocer el simple hecho de la existencia de las naciones y combatir el idealismo que niega las determinaciones materiales no convierte a Marx en un nacionalista.
Esta es la herencia que asume Kautsky.42 Con una producción dispar sobre el problema, explica que la nación constituye una comunidad real, producto de un desarrollo histórico asociado al ascenso del capitalismo. En ese sentido, el Estado nacional es la forma “clásica” que adquiere la dominación política “moderna” (es decir, capitalista). “Clásica” porque se constituye como una tendencia, no como una determinación inmediata y lineal. No todas las economías capitalistas logran su Estado nacional y, en ciertas circunstancias, economías menores dan a luz experiencias estatales de ese tipo. Esta observación es sumamente importante, porque introduce un elemento de tensión y de movimiento en la dinámica política.
El otro aspecto sumamente interesante de este notable intelectual es la integración del problema a una explicación más general del funcionamiento del capitalismo. Con una tendencia creciente a la sobreproducción, las burguesías más competitivas utilizan al estado para barrer a sus competidores, físicamente si es necesario. Las más pequeñas, lo utilizan para garantizar su supervivencia, haciéndole pagar a la clase obrera (con sobreexplotación, o disminución de salarios reales vía proteccionismo) por sus propias deficiencias. La presión de las fuerzas productivas, que fácilmente encontraría un cauce con una planificación internacional, se convierte en un detonante de la crisis debido a los límites que imponen esas unidades políticas como expresión de determinadas relaciones sociales entre clases y en el interior de la clase dominante.
Ahora bien, Kautsky le atribuye un papel protagónico al capital comercial, a la expansión del comercio y a la unificación mercantil que tal vez sea excesivo. Es cierto que la libertad de circulación de las mercancías es una de las grandes reivindicaciones de la burguesía, pero no fueron las grandes burguesías comerciales, como las italianas o las hanseáticas, las que encabezaron la lucha por la creación de estados nacionales. Hay una sobrevaloración del problema de la circulación en detrimento de las relaciones de producción como elemento fundante del fenómeno nacional.
Sobre estos puntos, se levantan dos discusiones importantes. La primera, es la que dispara el trabajo de Otto Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, cuyas tesis centrales ya discutimos, pero cuyas consecuencias en el universo revolucionario habría que examinar. La segunda, la concepción de nación que subyace en la polémica entre Lenin y Rosa Luxemburgo.
Recordemos, entonces: Otto Bauer supone una “comunidad de destino” entre el conjunto de los habitantes de una nación, que comparten una cultura como “historia congelada”. Esa “comunidad” implica la superación de intereses particulares para someterse a un bien social mayor. Restringido a la nación, claro, pero aun así representa una evolución con respecto al individualismo burgués. La proclama internacionalista es simplemente la ampliación de la solidaridad nacional. Por lo tanto, la primera debe apoyarse en la segunda como un eslabón y el obrero debe defender su nación como algo suyo. Aparece la idea de que hay un “nacionalismo proletario” y otro “burgués”. El resultado político (y lo que trae la polémica) es la conciliación entre el clasismo socialista y el nacionalismo.
Lógicamente, el austromarxismo en su conjunto salió en su defensa. Gran parte de la socialdemocracia europea terminaría también referenciándose con estas ideas. No obstante, el grupo que custodiaba una enérgica perspectiva revolucionaria salió rápidamente al ruedo. La respuesta más famosa es la que aparece en los textos de Anton Pannekoek y de Josef Strasser.43 Aunque el trabajo de este último, por su carácter más popular, se convirtió en uno de los más leídos en la historia del marxismo, ambos autores trabajaron juntos y decidieron dividirse el público. Pannekoek, en un escrito más teórico. Strasser, en un folleto de propaganda y agitación.
Ambos combaten contra lo que llaman la visión “anfibia” del obrero (a veces pertenece a su clase y, a veces, a una nación). En principio, aceptan que obreros y burgueses viven en una comunidad, pero subrayan que eso no implica que tengan los mismos intereses. La nación aparece como una unidad económica, donde hay una comunidad objetiva, porque las clases están ligadas por una serie de relaciones, básicamente las económicas. Pero esas relaciones son antagónicas. Las mismas relaciones que reúnen, enfrentan. “Constituyen una comunidad laboral en sentido similar a como las fieras y sus presas constituyen una comunidad vital”, señala Pannekoek, muy acertadamente.
La idea de la “historia congelada” parece interesante, sólo si se cambia el sentido. Es “historia congelada” solo porque representa un resto superestructural del pasado. Durante la revolución burguesa, la subordinación de los explotados bajo la dirección burguesa es una realidad necesaria. Hay allí una unidad real. Un pueblo. Pero pasado ese período, la burguesía se vuelve un enemigo del proletariado, al que liga con relaciones que no se corresponden con los intereses actuales.
En ese sentido, lo mejor para la nación no es lo mejor para la clase obrera, sino para la burguesía. La idea de la “autonomía” para la nación es una idea propia del capitalismo, en el cual las relaciones económicas y políticas han penetrado todos los espacios. Esa reivindicación no supone una armonía entre naciones, sino el enfrentamiento. Autonomía significa expulsar los intereses de unos capitalistas de un espacio en beneficio de otros. La autonomía de las naciones no lleva a la armonía, sino que deja el campo libre para el combate, porque los estados no son más que armas de guerra. Por lo tanto, el nacionalismo es una ideología guerrera que atenta contra la solidaridad de los obreros en la actualidad y contra la estabilidad política bajo un mundo socialista. Como bien resalta Kautsky, la organización de la economía mundial requiere de una comunidad única y no soporta divisiones artificiales. Es el deber, entonces, de cualquier socialista consecuente luchar contra la ideología nacionalista bajo todas sus formas, sin conciliación alguna. El argumento de que los revolucionarios somos los nacionalistas más consecuentes es un error y una concesión inútil y peligrosa.
La respuesta a cuatro manos de estos representantes del internacionalismo fue sumamente esclarecedora, pero creemos que deja una serie de problemas en pie. En primer lugar, la idea de la nación como unidad económica y, hasta llega a decir Pannekoek, laboral. El vínculo económico de la burguesía con el proletariado excede lo que sucede en la fábrica. Además, si bien es cierto que el espacio nacional implica un espacio económico, la cuestión no se reduce a esa esfera. Los vínculos nacionales que ligan a la clase obrera con la burguesía exceden los económicos e implican relaciones políticas e ideológicas. La relación de explotación es común a la sociedad capitalista, pero ¿cuál es la particularidad del fenómeno nacional?
En relación con este primer problema aparece el segundo: ¿la nación es solo una carcasa inservible y perimida? Si es así, ¿por qué se mantiene en pie y millones de obreros la defienden? Evidentemente, hay una serie de relaciones objetivas que tienen existencia real y que se hace necesario comprender, si queremos combatirlas. A estos problemas nos vamos a dedicar en el próximo acápite. Pasemos ahora a la segunda discusión: Lenin vs. Rosa, pero más allá de Polonia…
El debate ya es ampliamente conocido. Su objeto es determinar si la Internacional debe apoyar o no el separatismo polaco. Pero lo que nos interesa aquí es otra cuestión: la definición de nación que tiene cada uno, que si bien no aparece explícitamente (lo cual es una limitación en ambos casos), puede deducirse de sus posiciones.
Rosa Luxemburgo comparte gran parte de las críticas del dúo Pannekoek-Strasser. Pero se inclina más por cierto matiz del primero, en una tendencia a negar el fenómeno nacional, que ella profundiza.44 En primer lugar, para Rosa la nación corresponde a dos características: el contenido popular y la autarquía económica. En relación al primero, señala que las contradicciones de clase inviabilizan la existencia de un “pueblo” a secas. Con respecto al segundo punto, nos dice que esa posibilidad se hallaba en la etapa de la “libre competencia”, pero que llegado el punto en que se imponen la penetración del capital extranjero y la división imperialista, eso ya no era posible: o se es colonia o se es imperio. Por lo tanto, las naciones, en términos estrictos, no existen. Solo quedan contradicciones de clase: entre la burguesía y el proletariado y entre diferentes burguesías, esta última sin importancia para los socialistas. Lo curioso es que propone la “libertad para el desarrollo cultural” para combatir opresiones de orden nacional. Es decir, que si por un lado reduce la nación a la autonomía económica, por el otro, la transforma en la “autonomía cultural”, que no es más que dar la posibilidad a la difusión de la conciencia nacionalista.
En la cuestión nacional, Rosa Luxemburgo adolece de un profundo reduccionismo economicista, en términos metodológicos, y de una idea inadecuada del funcionamiento de la economía mundial, en términos empíricos. Si la nación requiere una autarquía económica y la suspensión del antagonismo entre clases, entonces es claro que no hay nación alguna sobre el planeta. Algo de eso le señala acertadamente Lenin, cuando le explica que la autodeterminación nacional no congela los movimientos económicos, simplemente le da una forma política al estado burgués para cumplir mejor sus tareas.
Esto es el núcleo teórico en el que se maneja Lenin en esta cuestión.45 La nación es una creación de la revolución burguesa que promueve el desarrollo del capitalismo y la unidad económica y lingüística. Pero la independencia nacional solo tiene vigencia en tanto autodeterminación política, es decir, la capacidad de la burguesía de separarse y crear un estado propio.
Esas ideas resultan eficaces para neutralizar el economicismo de Rosa Luxemburgo y obligarla a discutir el problema concreto, pero muy insuficientes para describir el fenómeno nacional. Nos quedamos sin saber qué es una nación. La falta de distinción entre nación y estado nacional lleva a postular que la primera produce necesariamente la segunda y que ésta no puede sino contener a la segunda. Por eso se habla de “estados plurinacionales”, como una anomalía histórica.
La falta de una definición precisa obliga a argumentos muy coyunturales que no necesariamente pueden generalizarse. Por ejemplo, es cierto que la independencia política no congela las relaciones entre economías poderosas y débiles, pero no es neutra en ese sentido. Una burguesía con estado es capaz de imponer ciertas condiciones, de limitar al capital extranjero o asociarse en determinadas circunstancias. Si no, ¿para qué quiere su estado la burguesía nacional? Al escindir tan tajantemente la esfera política y la económica, se pierden de vistas aspectos muy importantes de la cuestión nacional.
Luego está la definición de la autodeterminación nacional como “derecho a la separación”, que no se concentra solamente en la cuestión geográfica y deja de lado el problema social. Por ejemplo, en Francia, en Alemania, en Inglaterra y en España, la cuestión nacional se resuelve en forma inversa: unificando territorios dispersos, luchando contra los separatismos propios del feudalismo. De hecho, los separatismos actuales, dirigidos por fuerzas burguesas, provocarían la disgregación de economías de mayor escala.
Como vimos anteriormente, tanto Stalin como Trotsky tienen una definición de nación similar a la étnica. Aunque, nobleza obliga, Stalin ofrece un análisis del fenómeno mucho más riguroso. En general, entonces, el marxismo ha permitido un acercamiento científico al problema, del cual podemos extraer tres conclusiones generales:
- La nación tiene una existencia real. No es simplemente un discurso, sino la encarnación de una vida social real. Esa existencia produce una fuerza política notable y una identidad en el grueso de la clase obrera.
- La nación no es un vínculo indisoluble ni eterno, sino el producto del desarrollo histórico que implica la aparición del capitalismo.
- Las entidades nacionales están ligadas a los intereses de la burguesía, más allá de que el proletariado pueda compartir o no alguno de ellos. Por lo tanto, son un obstáculo al desarrollo del socialismo.
Sin embargo, queda pendiente una definición rigurosa del fenómeno, que nos permita comprender una serie de problemas. Primero, es cierto que la nación descansa sobre vínculos económicos, ahora bien, toda vinculación entre burguesía y clase obrera no implica un fenómeno nacional. ¿Cuáles son esos vínculos? Segundo, ¿existe la “burguesía nacional”? ¿Cuál es su especificidad? Tercero, ¿por qué la nación es un fenómeno intrínsecamente burgués? Estos problemas vamos a tratar en el siguiente, y último, apartado.
Hacia una definición científica
Comencemos por el propio término. La palabra “nación” no nace en la era contemporánea, sino que se remonta a la Alta Edad Media y remite al lugar de nacimiento o a una descendencia. Por ejemplo, durante la segunda mitad del siglo XIV, en su relato sobre la Guerra de los Cien Años, Jean Froissart escribe: “retorné al país de mi nación en el condado de Haynnau”.46 En España, recién encontramos una definición más sistemática en 1611, en el diccionario que prepara Covarrubias. Allí el término se entiende como “Reyno o Provincia estedida [sic]”, es decir, que hace alusión a una unidad política particular o general.47 En 1679, aparece como “gens” (“es de mi nación: est meus gentilis”).48 Pero habrá que esperar a 1787 para ver otra definición de nación, parecida a la de 1611: “Nombre colectivo que significa algún pueblo grande, Reino, Estado sujeto a un mismo príncipe o gobierno”. A su vez, se aclara que “el bajo pueblo dice en Madrid nación a cualquiera que es de fuera de España”.49
Las traducciones retrospectivas dan la impresión de la existencia de “naciones feudales” en la Edad Media. Por ejemplo, se toma a Juana de Arco como un símbolo nacional francés, traduciendo “pays” como “patria”. O cuando Jean Masselin habla de “reinos”, se lo traduce como “nación”. Cuando se refiere a las regiones de “Italias”, “Germanias” e “Hispanias”, se lo traduce como “Italia”, “Alemania” o “España”, entidades, en ese entonces, inexistentes.50
Es recién en el siglo XVIII cuando el término adquiere todo su significado, tomando incluso un atributo revolucionario. Voltaire escribe: “Un republicano se siente siempre más ligado a su patria que un súbdito, puesto que se ama más el bien propio que el del amo”. Brissot de Warville denuncia en 1787: “no puede haber ningún buen plan allí donde ese pueblo no posee ninguna propiedad; porque, sin propiedad, no tiene en modo alguno nación”.51 Pero la frase que se lleva todos los laureles es la indicación de Jean Sylvain Bailly cuando exclama frente a los representantes de la nobleza y el clero que “la nación reunida no puede recibir órdenes”. Es decir, se identifica a la nación con el conjunto de habitantes, pero excluyendo a los nobles.
Entonces, el término, tal como lo conocemos y tal como hemos visto, es propio del ascenso de la burguesía, que lo utiliza como su santo y seña. Lo hace porque la nación constituye el proyecto de estructura política necesaria para el desarrollo del capitalismo. A lo largo de un siglo (fines del XVIII hasta fines del XIX), la revolución burguesa, la nación y el Estado nacional surgen, se confunden y se desarrollan desigualmente, según el lugar. Lo importante, entonces, es poder distinguir estos términos.
La revolución burguesa es, resumidamente, la transformación consciente de las relaciones sociales en un sentido capitalista. Es un proceso muy general y no equivale necesariamente al surgimiento nacional. Por ejemplo, en España y Alemania, la transformación social aparece ligada a la dominación francesa. En el caso de Escocia y Gales, la llegada del capitalismo requiere la negación de las pretensiones nacionales y su integración al Reino Unido. Pero, además, como vimos, esas pretensiones son anteriores al estallido de la revolución. Por lo tanto, ambos términos no pueden utilizarse en forma idéntica.
Lo mismo puede decirse de nación y estado nacional. Si fueran idénticos, las naciones serían la creación de los estados. Además, podríamos hablar de naciones allí donde se hubiesen formado estados. Es evidente que hay una relación, pero también que hay una diferencia y que esa diferencia puede convertirse en fuente de conflicto.
La nación supone una serie de relaciones en un territorio dado. Dicho de otra forma, supone una forma particular de organizar socialmente un territorio. Es, ante todo, una unidad política. Es decir, intenta delimitar su espacio de funcionamiento y, en este caso, en forma precisa. De allí las ideas del “derecho histórico” o el “espacio vital”. Que todo el tiempo se esté tratando de correr ese límite es otro problema. La cuestión es que se reclama un espacio físico para determinada sociedad, para ejercer una dominación. La dominación formal, en este caso, ya no es la de una persona o un linaje, como en sociedades precapitalistas, sino de la misma nación. De allí el concepto de “nación soberana” o “soberanía nacional”. La cosificación de la dominación: no domina nadie, domina “la nación”. Esto impide cualquier patrimonialización del poder. El poder lo tiene la sociedad, que está organizada de determinada manera.
La nación supone un miembro especial: el ciudadano. El ciudadano es libre políticamente y es un igual jurídicamente. Es decir, hay que abolir toda sujeción personal (servidumbre, esclavitud) y todo derecho estamental (títulos de nobleza y limpieza de sangre). La libertad de circulación, la unificación de los pesos y monedas. Todo ello requiere la nación. El modelo es el mercado: no importa la condición de quien posee una mercancía, todos pueden concurrir a comprar y vender. Todos somos iguales en tanto poseedores de mercancías y desiguales de acuerdo al contenido de las mismas.52 Entonces, las relaciones nacionales son las relaciones políticas necesarias para la dominación de una burguesía específica sobre un espacio de acumulación.
Si bien esas relaciones se imponen con el Estado, comienzan a desarrollarse antes, si bien con mucha dificultad. Los fueros, antes del siglo XVI, y las reformas burguesas bajo el absolutismo son un ejemplo. Francia unifica su moneda en el siglo XVI. En Inglaterra, las reformas de 1530 liberan a la burguesía de varios obstáculos políticos. En Buenos Aires, se extienden las relaciones asalariadas y no hay sujeciones nobiliarias. La burguesía traza, entonces, relaciones económicas, pero también políticas con el resto de las clases: a los aprendices, los libera del yugo del maestro y a los siervos del señor. Relaciones políticas e intereses comunes. Claro, con los límites que supone no tener el control del Estado. La revolución y el sujeto revolucionario, entonces, son posibles porque sus condiciones se incuban bajo el sistema anterior.
Ahora bien, hay un problema que ha sido muy poco abordado (por no decir directamente desconocido): ¿qué forma una burguesía con pretensiones nacionales? Es una pregunta muy importante, porque las relaciones burguesas recorren el mundo. La idea de que la relación capitalista requiere una nación es válida, pero entonces deberíamos tener una pretensión nacional por cada burgués. Y es allí donde aparece una pregunta formulada en su tiempo por Edward P. Thompson, que no por mal resuelta pierde su vigencia, en especial, para el caso de la burguesía (clase para la cual Thompson no la planteó). ¿En qué momento la clase cobra una personificación social? Más precisamente, ¿cuándo el conjunto desperdigado de burgueses forma una burguesía nacional? Es que, a diferencia del proletariado, la burguesía es una clase cuyo interés histórico es su afirmación (como fenómeno estatal) y su delimitación (es decir, la exclusión y el enfrentamiento con otros miembros de su clase), no la solidaridad y su negación, como el caso de la clase obrera.
Por lo tanto, la formación de la nación requiere un doble movimiento: de reunión y de expulsión. Reunión: los diferentes burgueses deben encontrar y/o crear (violenta o pacíficamente) un interés común. Expulsión: ese interés común debe delimitar quiénes quedan afuera y pasan a ser adversarios. Es decir es un movimiento que pone un límite a la competencia (o, más bien, a sus consecuencias) en un espacio determinado y la exacerba hacia el exterior. Ese proceso no fija una burguesía nacional de un momento y para siempre, sino que es una dinámica constante. Aunque la creación de estados haya fijado ciertos parámetros generales, no se anula completamente el movimiento. Los problemas en la definición de las naciones (Balcanes, África, Medio Oriente, Ex URSS) lo prueban constantemente.
¿Qué es una nación, entonces? El espacio de dominación de una burguesía lo suficientemente amplia (para reclamar un espacio común), cohesionada (para reclamar intereses comunes) y lo suficientemente delimitada (para competir). Tres procesos que suelen aparecer en forma simultánea, aunque desigual. Es una tendencia, lo que quiere decir que hay burguesías más chicas o menos cohesionadas que reclaman su derecho a la nación, porque está en su interés histórico conformarse como tal. Que pueda hacerlo o no (es decir, que la dejen) es otro problema.
El Estado nacional es la coronación de la nación. Es la actualización de todas esas tendencias que están, justamente, como eso: como un conjunto de relaciones subalternas y en estado formativo. Entre la nación y la formación del Estado nacional aparece, entonces, la cuestión nacional. Es decir, si no hay una burguesía nacional (formada o en formación) capaz de hegemonizar un espacio, no hay ninguna cuestión nacional que resolver. Si esta ya construyó su Estado, entonces, está resuelta. No importa las influencias económicas y las desiguales relaciones de fuerza política que son propias de cualquier sociedad donde las clases dominantes compiten entre sí.
La nación, entonces, no es un ente social neutro: es burguesa. Supone la propiedad privada y la división de la humanidad en estados enfrentados. En el primer caso (la propiedad privada), la igualdad formal es borrada por la desigualdad de la propiedad de los medios de producción, la verdadera soberana. En esos ámbitos, la libertad y la igualdad se transforman en el despotismo. La soberanía general cesa en la propiedad particular (“cuando en casa estoy, rey me soy”, dice el adagio castellano). Como la propiedad particular está desigualmente repartida, el despotismo en el espacio particular cobra forma en el despotismo social: la sociedad en su conjunto no puede decidir cómo administrar los medios de producción que le dan vida. O sea, no puede administrar su propia reproducción física. En el segundo punto (la división de la humanidad), las naciones producen necesariamente esas “armas de guerra” (como bien señalaba Strasser) que defienden intereses capitalistas generales enfrentándose. La nación no es el espacio físico, como dijimos, sino una forma de organización del mismo. Por lo tanto, no se trata de que los obreros recobren una nación que no es suya, sino que la destruyan como estructura política para construir una sociedad a una escala más amplia.
El nacionalismo, por su parte, no crea naciones. Es la expresión ideológica de ese proceso. Es la forma que tiene la burguesía de ligar a la clase obrera con su dominación. Por lo tanto, es tarea de cualquier partido socialista y revolucionario combatirlo en cualquiera de sus formas.
La nación como comunidad política solo aparece como un medio de preservar a la segregación humana. Esa segregación tiene como objetivo la competencia. Hacia afuera y hacia adentro. Es decir, la negación de la propia comunidad. Por eso, la revolución deberá librarnos de nuestros gentilicios para hacer de nosotros algo mucho más digno que “argentinos” o “franceses”. Esa hermandad que nos exige “la patria” será la que tracemos con toda la humanidad, como dice nuestro verdadero (y único) himno.
Notas
1Para estos debates, véase AA.VV.: La Segunda Internacional y el problema nacional y colonial (primera parte), Cuadernos de Pasado y Presente, n° 73, México, 1978 y AA.VV.: La Segunda Internacional y el problema nacional y colonial (segunda parte), Cuadernos de Pasado y Presente, n° 74, México, 1979.
2Por ejemplo, el clásico trabajo de Haup, Georges y Weill, Claudie: Marx y Engels frente al problema de las naciones, Fontamara, Barcelona, 1978. También Bloom, Salomon, El mundo de las naciones. El problema nacional en Marx, Siglo XXI, Madrid, 1975. Para la reformulación en Latinoamérica, véase Spilimbergo, Jorge Enea: La cuestión nacional en Marx, Ediciones Octubre, Buenos Aires, 1974.
3No hay que temer a las críticas que braman contra la “historia retrospectiva”. La mayoría provienen de intelectuales sin mayor aspiración explicativa, ligados a espacios con mucho prestigio, pero con poco apego a los métodos propios de la actividad científica.
4Herder, Johann: Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, 1784 Losada, Buenos Aires, 1950 y Fichte, Johann: Discursos a la nación alemana, 1808 Taurus, Madrid, 1988.
5Véase Hegel, Georrg: Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política, 1821 Sudamericana, Buenos Aires, 2012 y Montesquieu, Charles Louis de Secondat: El espíritu de las leyes, 1748, Akal, Madrid, 2002. Para el caso de James Mcpherson, véase Fragmentos de antigua poesía recogida en las Tierras Altas de Escocia Fingal (1762), Temora (1763) y Los trabajos de Ossián (1765).
6Para el caso de Jules Michelet, se puede consultar su Historia de Francia en seis tomos. Para una obra más al alcance, se sugiere El origen del derecho francés (1837).
7Seguramente, podríamos encontrar antecedentes para atrás y la lista sería incompleta hacia adelante.
8“La nación es dato definible, pues sin territorio no hay nación, e institucional, pues sin normas sociales aceptadas por el grupo no hay vida social, y un hecho histórico, con su génesis y desarrollo, pues expresa el origen y permanencia en el tiempo del grupo institucionalizado, de la continuidad de las generaciones cuyos frutos se mantienen lozanos en el recuerdo de los vivos sobre el reposo y legado de los muertos, en primer término, por la lengua, ‘existencia y sangre del espíritu’, y además por la aprobación supraindividual de parecidos valores, pasados y presentes, con los cuales la comunidad nacional se reconoce a sí misma como unidad de cultura.”, Hernández Arregui, Juan José: ¿Qué es el ser nacional? (la conciencia histórica iberoamericana), Ed. Plus Ultra, Buenos Aires, 1973, pp. 17-18.
9Para el caso de Aricó, puede leerse: “El renacimiento nacional y la lucha por la construcción de una nación independiente presuponía invariablemente un trabajo previo de recolección y redescubrimiento de una cultura popular que tenía en el campesinado su base de sustentación y en una relación inédita de los intelectuales con las masas populares la posibilidad de su transformación en una fuerza histórica”, en Aricó, José: Marx y América Latina, Catálogos Editora, CEDEP, Lima, 1980, p. 103.
10Para el caso de Stalin, véase Stalin, Josef: “El marxismo y la cuestión nacional” 1913, en Obras Escogidas, disponible en http://goo.gl/CzqrR7‘. Para Trotsky véase El derecho de las naciones a la autodeterminación (1917), disponible en https://goo.gl/PQaKCt.
11“Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura”, en Stalin, op. cit., p. 22.
12“Una comunidad nacional es el corazón de la cultura, igual que la lengua nacional es su expresión viva, y este hecho mantendrá su significación a través de períodos históricos indefinidamente largos. La socialdemocracia desea y está obligada a salvaguardar la libertad de desarrollo (o disolución) de la comunidad nacional en interés de la cultura, material o espiritual”, en Trotsky, op. cit.
13Para una reseña de estas nuevas teorías véase Hroch, Miroslav: Social Preconditions of National Revival in Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1985 y Smith, Anthony D.: The Ethnic Revival, Cambridge, Cambridge University Press, 1981. Para una defensa de estas posiciones veáse Kymlicka, Will, y Norman Wayne: “El retorno del ciudadano. Una revisión de la producción reciente en teoría de la ciudadanía”, en Cuadernos del CLAEH, n° 75, Montevideo, 1996, pps. 81-112. Para una crítica, Žižek, Slavoj: “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Jameson, Fredric y Žižek, Slavoj: Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo. Buenos Aires, Paidos, 1998, pp. 137-188.
14Véase principalmente García Linera, Álvaro: Estado multinacional. Una propuesta democrática y pluralista para la extinción de la exclusión de las naciones indias, La Muela del Diablo, La Paz, 2005.
15Véase su novela La asombrosa historia de Peter Schlemihl 1814, Nórdica, Madrid, 2009.
16Véase Auroux, Sylvain: “Instrumentos lingüísticos y políticas lingüísticas: la construcción del francés”, en Revista argentina de historiografía lingüística, 2016, vol. 1, nº 2, p. 137-149.
17Véase Mellado, Carmen y Patricia Buján: “El estatus oficial del bajo alemán como ‘lengua regional’”, en Revista de Filología alemana, n° 13, 2005, pp. 129-142.
18Véase la interesante crítica de Carlton Hayes al respecto en Hayes, Carlton: Essay on Nationalism, The MacMillian Company, New York, 1926, especialmente el cap. IV.
19“Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama una nación”, en Renan, Ernest: ¿Qué es una nación?, disponible en http://goo.gl/6vZMRf.
20“La comunidad de intereses es, con seguridad, un lazo poderoso entre los hombres. ¿Bastan ellos, sin embargo, para hacer una nación? No lo creo. La comunidad de intereses produce los tratados de comercio. Hay en la nacionalidad un lado sentimental; ella es alma y cuerpo a la vez; un Zollverein no es una patria”, en ibidem.
21“Las voluntades humanas cambian; pero ¿qué es lo que no cambia en este bajo mundo? Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán”, en ibidem. Se trata de una sentencia sumamente importante en su teoría, que pocas veces es tomada en cuenta por sus analistas.
22Gellner, Ernest: Naciones y nacionalismo, Alianza Universidad, Madrid, 1993.
23“Una simple categoría de individuos llegan a ser una nación si y cuando los miembros de la categoría se reconocen mutua y firmemente ciertos deberes y derechos en virtud de su común calidad de miembros”, en ibidem, p. 20.
24Otto Bauer: La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, Siglo XXI, México, 1979
25Löwy, Michael: ¿Patrias o planeta? Nacionalismos e internacionalismos. De Marx a nuestros días, Homo Sapiens Ediciones, Rosario, 1998.
26En Sieyes, Emmanuel, ¿Qué es el Tercer Estado?, disponible en https://goo.gl/a5CHZy.
27Puede consultarse en http://goo.gl/KXZtU.
28Puede consultarse en https://goo.gl/7HTMXg.
29Constitución de Cadiz de 1812, puede consultarse en http://goo.gl/0eYwt.
30“La soberanía reside en el pueblo; es única, imprescriptible e inalienable”, Constitución Francesa de 1793, disponible en http://goo.gl/XQaXk5.
31La Constitución de Cádiz, de 1812 reza en su art. 2: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Es un artículo poco analizado hasta ahora, pero que resulta una llave para comprender los procesos en América Latina. En próximos trabajos, volveremos sobre el punto.
32Véase Kohn, Hans: The idea of nationalism: A study in its origins and Basckgraund 1944, Transaction Publishers, New Jersey, 2008. Véase también Hroch, Social Preconditions…, op. cit. y Breton, Raymond: “From Ethnic to Civic Nationalism. English Canada and Quebec”, en Ethnic and Racial Studies, Vol. 11, n° 1, 1988, pp. 83-102.
33Para entender el programa de los diggers y el proceso que lleva a su constitución, puede consultarse la gran obra de Christopher Hill: El mundo trastornado. El ideario popular extremista en la Revolución Inglesa del siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1983. Para el universo que se ubica a la izquierda de los jacobinos en la Revolucion Francesa, otro clásico: Guerin, Daniel: La lucha de clases en el apogeo de la Revolución Francesa, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2011.
34Véase Babeuf, Graco: El tribuno del pueblo, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2009.
35Anderson, Benedict: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, México, 1993 y Hobsbawm, Eric: Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 1991.
36Lo interesante de su trabajo es la historia de un aspecto de esa idea: la transformación de la noción del tiempo y el espacio producto de la expansión del capitalismo.
37Hobsbawm, op. cit., p. 13.
38Bloom, op. cit. y Rosdolsky, Roman: Friedrich Engels y el problema de los pueblos ‘sin historia’: la cuestion de las nacionalidades en la revolución de 1848-1849, Pasado y Presente, n° 88, México, 1980.
39Uno de los que insiste con la conciliación sobre la base de esa discusión es Salomon Bloom.
40Los principales teóricos de esta posición son Georges Haup y Claudie Weill. Véase su obra citada. También se destacan Bloom, Aricó y Splimbergo.
41Para este debate, véase Marx, Karl y Bruno Bauer: Sobre la liberación humana, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2012.
42Véase Kautsky, Karl: “La nacionalidad moderna 1887” en AAVV.: La Segunda Internacional y el problema nacional y colonial (primera parte), Cuadernos de Pasado y Presente, n° 73, México, 1978. Sus otros dos trabajos en el debate “Socialismo y política colonial” y “Vieja y nueva política colonial” tienen un contenido más polémico.
43Pannekoek, Anton: “Lucha de clases y nación” y Strasser, Josef: “El obrero y la nación”, en AA.VV.: La Segunda Internacional y el problema nacional y colonial (segunda parte), op. cit.
44Luxemburgo, Rosa: “La cuestión nacional y la autonomía” 1908, en Textos sobre la cuestión nacional, Ediciones de la Torre, Madrid, 1977.
45Lenin, Vladimir Illch: “El derecho de las naciones a la autodeterminación” 1914, en Obras completas, Cártago, Buenos Aires, 1970, t. XXI.
46“Je fus retourné au pays de ma nation en la conté de Haynnau”, Froissart, Jean: Le chroniques, Bureau du Phanteon Literaire, París, 1852, t. III 1386-1388, p. 532.
47Los diccionarios antiguos pueden consultarse en el sitio de la Real Academia Española (RAE): www.rae.es. Este, específicamente en http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.1.0.0.0.
48RAE, http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.1.0.0.0.
49RAE, http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.1.0.0.0.
50Estas observaciones son tomadas de Vilar, Pierre: Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Altaya, Barcelona, 1999, pp. 160-161.
51Alegato de Brissot de Warville en 1787, cita tomada de Bloom, op. cit., p. 30.
52Para un desarrollo mayor de este punto, consúltese Sartelli, Eduardo: La cajita infeliz, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2005, cap. VI.