Para combatir al enemigo no hay mejor forma que conocer su historia y su condición de clase. Por eso, quien quiera encontrar una presunta dominación de una “oligarquía” latifundista sobre el mercado tendrá que revisar mejor. Ni siquiera en tiempos coloniales es posible cotejar la existencia de un grupo de terratenientes con tales características.
El stalinismo y el peronismo señalan que un grupo de grandes latifundistas improductivos feudales formaban parte de la clase dominante colonial. Se trataría de una clase sobre la cual la Revolución no habría realizado transformación alguna. Uno de los mecanismos de dominación de este grupo sería la fijación de los precios de las mercancías agropecuarias, cuyos costos se trasladarían al conjunto de la sociedad. Es decir, dichos hacendados sacaban provecho de las características feudales de los mercados coloniales. El trotskismo, si bien no les atribuye características feudales, sí les atribuye un protagonismo dominante sobre un “capitalismo deformado”. La historia burguesa, por su parte, sostiene que en el período se desarrollan mercados “libres” o “modernos”. Sin embargo, los datos demuestran que todas estas visiones no pueden sostenerse seriamente.
El comercio regional
Para 1800, no existía en la campaña de Buenos Aires unidades productivas autosuficientes. Ni chicas ni grandes. En efecto, cualquier hacendado de Buenos Aires necesitaba abastecerse de insumos para la mano de obra de su estancia, tales como la yerba, el tabaco o los textiles. Dado que dichas mercancías no eran producidas en la campaña de Buenos Aires, el hacendado debía necesariamente adquirirlas en el mercado. Jugaba allí un rol fundamental el comercio regional. De este modo, junto con el flujo de efectos de Castilla y plata –el flujo principal del comercio-, se desarrolló una relativa especialización productiva regional orientada a diversos mercados como el litoraleño, el potosino o el trasandino. Así, numerosas mercancías producidas en el Virreinato se incorporaban al comercio regional.
¿Cómo llegaba la yerba a Buenos Aires? Comerciantes porteños ligados al negocio adelantaban mercancías a sus pares paraguayos. Dichos mercaderes abastecían a su vez a los organizadores de la producción -hacendados yerbateros paraguayos-, quienes descargaban la caída general del precio de la yerba y la expoliación del capital comercial, endeudando a sobreprecio a sus peones.1 Por ejemplo, mientras dicho peón, adquiría un poncho en el beneficio yerbatero en 120 reales, la misma mercancía podía ser adquirida a 6 reales en Asunción. Del mismo modo, el peón del beneficio entregaba la yerba por un valor de 8 reales por arroba, con lo que cancelarían una deuda exorbitante. No por casualidad, Félix de Azara señalaba que “los precios que cargaron los géneros el dueño al beneficiador y éste al peón, dan para todo”.2 La yerba formaba así parte de un circuito de transacciones que se ligaba con Buenos Aires. Quienes pudieran operar entre los mercados, lograban ganancias a costas de la especulación con el diferencial de precios, aprovechando cada coyuntura particular para abastecer los mercados con dicha mercancía.
El tabaco también fue parte de estos circuitos que conectaban Asunción con Buenos Aires. En 1779, la Real Renta de Tabaco, Pólvora y Naipes dio vida al Estanco del Tabaco, un monopolio de la Corona, en el que ésta adquiría el tabaco a cambio de plata contante y sonante. La Corona, a través de esta Renta, pagaba la arroba de tabaco por un precio fijado para posterior comercialización río debajo de Asunción. El tabaco óptimo era pagado a 2 pesos la arroba, para una posterior reventa por parte de la Renta a 9 pesos 3 reales. La Real Renta compraba todos los años una cantidad de tabaco que oscilaba entre las 15.000 y 45.000 arrobas y se volcaban anualmente a la circulación entre 20.000 y 65.000 pesos en reales.3
En definitiva, observamos un comercio de características precapitalistas, posibilitado por la existencia del monopolio. Es decir, se trataba de mercados en los que no funcionaba la ley del valor, y que se veían resguardados de la competencia. Ello posibilitaba, para una clase de comerciantes que contaran con la liquidez y escala necesaria –y el favor de la Corona-, la posibilidad de fijar los “mejores precios posibles”, entre diferentes mercados (interoceánicos y virreinales), expoliando a burguesías y productores directos. Dicho comercio se basaba en la especulación, es decir, la espera de los momentos de escasez para realizar mercancías a mejor precio. Por otra parte, esta forma de operar requería de las condiciones atrasadas del Virreinato, donde prevalecían mercados y poblaciones precariamente conectadas –cuando no se encontraban relativamente aisladas- y proclives a la carestía, lo que permitía aumentar los márgenes de ganancia.
Se puede apreciar, en este caso, que la fijación de precios de cualquier insumo necesario en Buenos Aires escapaba al poder de los hacendados de la campaña. Por el contrario, es el hacendado el que aquí “toma” precio, por su lugar en esta estructura mercantil.
El abasto de Buenos Aires
El sistema de corrales para el Abasto de Buenos Aires consistió en un mecanismo organizado por el Cabildo, con el objetivo de centralizar el control sobre los circuitos de faenas y comercialización de productos derivados del ganado, en un contexto de creciente expansión demográfica.4 De ese modo, el cuerpo capitular podía mantener los precios y aranceles que fijaba cada año. Para diciembre de 1775, había tres corrales en Buenos Aires: los del Sur (Corrales “del Alto”, en el terreno de Santo Domingo), del Norte (en La Recoleta) y del Oeste (en el ejido de la ciudad, conocido como de “Carricaburu”). Más tarde se agregarían el Corral de San José de Flores y el de Barracas.
Con los corrales, surgieron los “corraleros” (también “reseros”), es decir, hombres que recorrían la campaña en busca de novillos para el abasto. Sus adquisiciones eran realizadas tanto a pequeños y medianos criadores como a la mayoría de los hacendados de la campaña de Buenos Aires. Una vez ingresados en los corrales, los ganados eran sacrificados por obra de los “matanceros”, muchos de ellos también “carniceros”. Acto seguido, éstos últimos recorrerían con carretillas la ciudad y vendían la carne al menudeo según los precios fijados por el Estado.
El sistema poseía una fuerte regulación. El Cabildo se atribuía la potestad de reconocer “marcas” (es decir, la propiedad) y “corraleros”, confeccionando listas y concentrando la producción y circulación en torno a los más “reconocidos”, con el fin de “simplificar” y asegurar el abasto de la ciudad, impidiendo la introducción de marcas no reconocidas, pero también el ingreso de ganado de mala calidad (por flaco o “cansado”). De este modo, el Estado imposibilitaba el libre acceso a la competencia por el abasto de Buenos Aires.
Conocemos también sobre la intervención del Estado en la regulación del precio. Tanto el Cabildo como otras autoridades estatales se encargaban de fijar por adelantado los precios de venta al público para los distintos tipos de corte. El Fiel Ejecutor debía vigilar cotidianamente su estricto cumplimiento. De este modo, mediante penas y controles, el precio se encontraba cautivo de fuerzas extraeconómicas, viéndose resguardado de otro tipo de fuerzas: el aumento poblacional, las variables climáticas, pero sobre todo, la venta internacional de cueros mediante el embarque de navíos. Aunque dichas variables tuvieron su incidencia, el precio en alza de la carne a lo largo del siglo XVIII encontraría su límite en el marco regulatorio.
De este modo, el precio a fijar era objeto de una puja constante entre el Cabildo, los reseros y los hacendados. El Cabildo buscaba regular constantemente la producción, los precios y el nivel de oferta. Los corraleros, en cambio, intentaban abastecer con diversas marcas –incluso aquellas no reconocidas– comprando la res en la estancia, vendiendo al mejor precio posible en la Plaza y pagando la menor cantidad de impuestos cobrados por los administradores de los Corrales. Del mismo modo, se nucleaban en el Gremio de Abastecedores de Carne para obtener el propio beneficio del Cabildo: la regulación de la competencia. La otra parte en cuestión –los hacendados– procuraba realizar al máximo el valor generado en la producción. De este modo, el precio parece imponerse a los hacendados desde la regulación, aunque no implique que ello los sometiera a quebrantos. En efecto, la principal puja por la determinación del precio de la carne y de las regulaciones generales se centraba mayormente entre el Cabildo y los corraleros.
Algunos números permiten ver de cerca cómo incluso grandes hacendados se articulaban con este tipo de mercado “regulado”, tomando precio y no fijándolo. En 1802-1809, la gran estancia Los Portugueses de Chascomús requirió de la mediación de los corraleros, quienes compraban ganado para introducirlo en los Corrales de Buenos Aires.5 Un 90% del ganado vendido por la estancia se concentra en transacciones efectuadas con tan solo cinco reseros. En la estancia de Clemente López Osornio –nada menos que el abuelo de Rosas- para 1785-1795, los corraleros mediaron en al menos un 64,11% de las transacciones.6 Así, para 1803, mientras una estancia vendía a un precio promedio de 20,95 reales cada novillo medio (el precio “normal”), su aprovechamiento integral en condiciones óptimas para el corralero, luego de la matanza y faena en los corrales, implicaba ingresos de 40 reales por cabeza.7
Un cuento de fantasmas
Para combatir al enemigo no hay mejor forma que conocer su historia y su condición de clase. Por eso, quien quiera encontrar una presunta dominación de una “oligarquía” latifundista sobre el mercado tendrá que revisar mejor. Ni siquiera en tiempos coloniales es posible cotejar la existencia de un grupo de terratenientes con tales características. En su lugar encontramos a la burguesía de carne y hueso en su estado más embrionario: aquel que le permitía subsistir y desarrollarse bajo ciertos márgenes cuando todavía no había tomado el poder político. Una burguesía que requería un mercado donde imperara la ley del valor, el desarrollo de las fuerzas productivas y del mercado de trabajo. Los antepasados de los que hoy combatimos.
Notas
1Garavaglia, Juan Carlos: Mercado interno y economía colonial, Prohistoria ediciones, Rosario, 2008.
2Azara, Félix de, Geografía esférica, pp. 330-331.
3Saguier, Eduardo: “La Crisis Fiscal. La Corrupción de la Burocracia Colonial Borbónica y los Orígenes de la Revolución”, (Jahrbuch für Geschichte von Staat Wirtschafts und Gesellschaft Lateinamerikas), Colonia, West Germany, n°29, 1992.
4Flores, Juan, “Hacendados, Cabildo y corraleros. El acceso de los hacendados al abasto de carne a partir del estudio de dos estancias de la campaña sur de Buenos Aires. (1785-1809)”, en Revista Sociedades Sociedades Precapitalistas, n°4, 2014.
5Archivo General de la Nación, Sucesiones 7777
6AGN, Sucesiones 6726
7Garavaglia, Juan Carlos, Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense (1700-1830), Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1999, p. 246.