Todo partido que se precie aspira siempre a convertirse en una poderosa influencia cultural. De allí que ningún aspecto de la vida le resulta ajeno. El arte pasa a ser entonces un campo de disputa y de exposición de los valores que se consideran necesarios para el desarrollo de sus fines. Con esta idea en mente comenzamos nuestra investigación sobre la política cultural del Partido Socialista, concentrándonos en la coyuntura del primer gobierno de Yrigoyen. La pregunta que nos hicimos fue la siguiente: ¿qué cultura debía adquirir, según el PS, un obrero socialista? El estudio de la página cultural de La Vanguardia revela tanto los valores que defendían como la caracterización que hacían de la propia clase obrera. Nos concentramos aquí en una crítica a una obra de teatro estrenada el 1º de mayo de 1917.
“Conservatorio La Armonía” de Rafael José De Rosa y Armando Discépolo, se estructura sobre la base de la oposición de los dos personajes principales, ambos socios propietarios de una escuela de canto. Uno es italiano, honesto hasta el fanatismo, preocupado siempre por la calidad musical. El otro, francés, con más espíritu de comerciante que de otra cosa, es un profesor mediocre sólo interesado por la plata de sus alumnos. Llena de peripecias cómicas en las que siempre queda en ridículo el espíritu poco práctico del italiano y la “viveza” del francés, la obra termina con la reivindicación del segundo personaje: abre su propio conservatorio y se queda con todos los alumnos.
¿Qué opina La Vanguardia de esta obra? “Conservatorio La Armonía” refleja una moral poco edificante donde el talento está de más y para triunfar basta con un poco de astucia. Rescata la actitud del italiano quien, a lo largo de toda la obra, defiende sus principios y su moral que antepone el arte al dinero. A su vez, se la critica por “contener muchos chistes” y “por hacer reír al público”, por lo cual “durará mucho en cartel con la complicidad de sus espectadores”.
¿Qué valores expresa la crítica y qué imagen ofrece de los obreros espectadores? Por empezar, nos encontramos otra vez con la figura del superhéroe: el hombre solo contra la multitud, exposición de una moral individualista que desconoce los condicionamientos sociales (ver El Aromo, Nº3, julio de 2003). Esta moral propia del socialismo fabiano (recuérdese a Bernard Shaw) era el fundamento político del socialismo juanbejustista y sigue siéndolo en la actualidad de expresiones políticas como el ARI o Zamora. En esa moral, la acción de los obreros aparece desdibujada. Son el elemento pasivo, incapaz de comprender los problemas. Ese público se ríe del italiano cuando en realidad debiera defenderlo. Se subestima así la capacidad de comprensión del público, un niño al que se le debe explicar la verdadera lectura.
Sin embargo, podemos arriesgar otra interpretación de la obra: en su incapacidad para comprender los condicionantes sociales, en su inflexibilidad moralizante, el italiano se vuelve un personaje ridículo, incapaz de vivir en el mundo real. La risa de los obreros puede, perfectamente, corresponder a una lectura más “seria” de la realidad: en la dura vida proletaria, los principios y la moral cuestan caros. En la dura vida proletaria no hay lugar para superhéroes. Es un mundo en el que el héroe sólo puede ser colectivo, algo que la moral burguesa propia del socialismo juanbejustista no puede entender. Ese socialismo no expresaba valores que rompieran con el discurso dominante. Era una mera extensión del liberalismo. Esta cultura socialista no podía ser sino una cultura reformista.
Julieta Pacheco.