A continuación, nuestro colaborador Francisco Martínez Hoyos, crítico literario, traza una reseña de una reciente antología de escritoras hispanoamericanas del siglo XIX. En la misma, el lector podrá recorrer una serie de debates sobre literatura y feminismo.
Francisco Martínez Hoyos
En 1893, la peruana Mercedes Cabello de Carbonera podía vanagloriarse de que su país contaba con cuatro literatas dedicadas escribir novelas, mientras “otras naciones, mucho más cultas y literarias, no cuentan con una sola” [1]. El comentario revela la irrupción, en el Perú decimonónico, de una importante generación escritoras que salieron de la esfera privada, el hogar, para brillar en la esfera pública gracias en su pluma. Aunque, de hecho, ninguna creyó que fuera incompatible su dedicación a las letras con un cumplimiento estricto de sus obligaciones domésticas. De esta manera, mezclando lo viejo y lo nuevo, los estereotipos de género con la ruptura de los arquetipos heredados, surgieron por toda América Latina mujeres entregadas al trabajo intelectual, “obreras del pensamiento”, con frecuentes contactos entre ellas. Aunque no deberíamos olvidar que, junto a la mutua colaboración, también se produjeron rivalidades e incomprensiones. Ahí tenemos el desencuentro entre Juana Manuela Gorriti y Mercedes Cabello, o el alejamiento entre ésta y Clorinda Matto de Turner.
Quién desee formarse una visión de conjunto de este fenómeno, dispone de una buena herramienta gracias a un volumen de reciente aparición. En Antología de escritoras hispanoamericanas del siglo XIX (Barcelona. Cátedra, 2012), Susanna Regazzoni ha reunido a una veintena de autoras de todo el continente, a las que considera más interesantes y representativas. Con textos que pertenecen a todos los géneros. Novelas, fundamentalmente, pero también teatro o correspondencia. Sin embargo, como suele suceder en estos casos, el criterio de selección puede impugnarse. ¿Es correcto formar un conjunto tan heterogéneo por el hecho de que todas sean mujeres?
No necesitamos una lectura demasiado profunda para advertir la escasa semejanza entre la ecuatoriana Marietta de Veitemilla, a la que encontramos implicada hasta el tuétano en las luchas políticas de su país, y la mexicana María Néstora Téllez Rendón, responsable de Staurofila, una anodina alegoría religiosa cargada de sensiblería y lugares comunes. Regazzoni parece buscar candidatas para su santoral feminista, pero obvia que los méritos de las candidatas no tienen el mismo peso. Ni como luchadoras ni por su contribución al desarrollo de las letras.
La antóloga se ha propuesto rescatar del olvido a escritoras que aún no forman parte del canon. La duda es si todas las propuestas merecen que se las incluya en él, vista la cursilería o la pobreza de estilo de algunas. Lo importante no debería ser el sexo del autor, sino su calidad, sin dejar de valorizar a ciertas pioneras que desbrozaron caminos. A una Clorinda Matto de Turner se le ha de reconocer su defensa de los indígenas, o su valentía al enfrentarse al asfixiante clericalismo, aunque nada de eso haga de Aves sin nido un libro relevante desde el punto de vista artístico.
Por otra parte, si se trata de recuperar a mujeres que deberían citarse en los manuales, resulta contradictoria la inclusión de la mexicana Laura Méndez de Cuenca, porque, aunque murió en 1928, su obra sigue pautas de la centuria anterior y prescinde de los avances de la mujer. Si ya en su tiempo resaltaba su anacronismo… ¿por qué reivindicar su memoria?
Regazzoni, por otra parte, exagera el carácter “desobediente” de sus literatas, sin percatarse de que su condición femenina no las convierte en iconos subversivos. Eso la obliga, en ocasiones, a forzar el sentido de los textos para hallar actitudes supuestamente transgresoras. Cita, en este sentido, la opinión de Gloria María Prado sobre Staurofila: Protogina se rebela contra una norma impuesta. No dice, en cambio, que la autora del cuento no pretendía ensalzarla sino todo lo contrario. La mujer, como la Eva bíblica, atrae la desgracia con su inclinación hacia lo prohibido. Algo similar sucede con Laura Méndez, que en Simplezas retrata en términos burlescos a un hombre que se deja gobernar por su esposa. Algo que, a sus ojos, resulta no sólo condenable, sino ridículo. La uruguaya Lola Larrosa tampoco se liberó de los prejuicios dominantes al presentar la historia de dos hermanas: la perfecta ama de casa, sin más aspiración que ser una esposa ejemplar, y la que sueña con algo más que sus estrechos horizontes. La segunda sería la oveja descarriada, el contraejemplo para las lectoras.
En alguna ocasión, el peso del tópico es tan fuerte que la antóloga no sabe cuestionarlo con su misma documentación. A Juana Manuela Gorriti la dibuja como si fuera una heroína feminista, sin tener en cuenta que la argentina aconsejó a Mercedes Cabello prudencia. Que no se atreviera a expresarse con la misma franqueza que un hombre, porque a éste sí le estaba permitido decir lo que quisiera. Juana Manuela aceptaba el statu quo, por más que cierta historiografía repita que “nació rebelde”. El motivo resulta obvio: no arriesgar una situación social privilegiada. Mercedes, en cambio, se aventuró a dar un paso más allá de los convencionalismos. Esa es la diferencia entre las que hacen que la Historia se mueva y las que temen adentrarse en territorios peligrosos .
No es un dato menor que la Gorriti fuera hija de uno de los próceres de la independencia nacional. De ahí que se dedicara, en más de una ocasión, a cultivar el recuerdo de su progenitor y a defender su causa. Resulta interesante comprobar como otras escritoras tuvieron también como padres a héroes de la emancipación. Como la también argentina Juana Manso, o la colombiana Soledad Acosta de Samper, representativas de esa vinculación entre las letras y la política que se prolonga hasta la actualidad. Regazzoni lo apunta en su introducción, lo mismo que la importancia de la aportación femenina a la construcción del discurso identitario en las diversas repúblicas.
Así, es posible rastrear en los textos de las novelistas decimonónicas reflexiones sobre los temas más candentes, desde la construcción nacional a las guerras civiles pasando por la esclavitud o la problemática indígena. Ahí tenemos las invectivas de Juana Manso contra el dictador Juan Manuel de Rosas para demostrarnos que las preocupaciones femeninas iban mucho más allá de cuestiones ligeras, más o menos intrascendentes. Pero es importante recalcar que el hecho de ser mujeres no las convierte, por arte de magia, en progresistas. La condesa de Merlín parece avanzada cuando reclama instituciones propias para Cuba, pero la ilusión se desvanece pronto. Desea que sus paisanos cuenten con representación política para garantizar una institución característica de la isla, un “hecho diferencial”. ¡La esclavitud! Porque, claro, los pobrecitos hacendados necesitaban una ley que los protegiera frente a los perversos abolicionistas de la península. Este punto demuestra un hecho que las historiadoras al uso no siempre tienen en cuenta: no se debe aislar la variable “género” de la variable “clase social”. Las mujeres, como los hombres, suelen defender sus intereses de clase.
Más simpática nos resulta Mercedes Cabello cuando aborda cuestiones políticas, sobre todo en El conspirador, disección sin contemplaciones de un revolucionario profesional, arquetipo del caudillo. Las páginas de esta novela ponen el dedo en la llaga al reflejar con valentía todos los vicios de una frágil república. Porque lo que prima en el Perú de su época son los golpes de Estado de uno y otro signo, no el respeto a las instituciones. Unos y otros tratan de apoderarse del poder para satisfacer a sus clientelas, no para velar por el bien común. No hace falta decir que, ante la pavorosa crisis mundial que estamos viviendo, sus reflexiones sobre la inanidad de la clase política no han perdido ni un ápice de actualidad. Por su parte, la mexicana María Amparo Ruiz de Burton critica con amargura la falta de aspiraciones de sus compatriotas, incapaces de hacer frente al imperialismo de su poderoso vecino del Norte.
Respecto a la Iglesia, las diversas actitudes se hacen eco del difícil proceso de secularización. Mientras Soledad Acosta manifestaba un catolicismo ferviente, en otras autoras se detecta cierto anticlericalismo. El de la chilena Rosario Orrego al censurar a uno sus personajes, una buena y santa señora, por cuidarse más “de los altares de la iglesia que de la educación de su hijo”. La boliviana Adela Zamudio, a su vez, se lamentaba de que las mujeres se entregaran al misticismo, convirtiéndose en esclavas de sus confesores.
A las escritoras decimonónicas, pues, hay que acercarse teniendo muy en cuenta sus coordenadas mentales, desde la conciencia de la pluralidad de experiencias que representan. Una cierta historiografía feminista las ha reivindicado de manera acrítica, sin pararse a distinguir sus respectivas circunstancias, colocando al mismo nivel obras y vidas muy dispares. Sin embargo, para hacer historia, no basta la militancia por muy loable que sea: se necesitan herramientas científicas e investigaciones en los archivos. Y, por desgracia, de muchas de estas mujeres nos faltan aún biografías solventes, donde prime el análisis objetivo sobre la hagiografía.
Quién desee formarse una visión de conjunto de este fenómeno, dispone de una buena herramienta gracias a un volumen de reciente aparición. En Antología de escritoras hispanoamericanas del siglo XIX (Barcelona. Cátedra, 2012), Susanna Regazzoni ha reunido a una veintena de autoras de todo el continente, a las que considera más interesantes y representativas. Con textos que pertenecen a todos los géneros. Novelas, fundamentalmente, pero también teatro o correspondencia. Sin embargo, como suele suceder en estos casos, el criterio de selección puede impugnarse. ¿Es correcto formar un conjunto tan heterogéneo por el hecho de que todas sean mujeres?
No necesitamos una lectura demasiado profunda para advertir la escasa semejanza entre la ecuatoriana Marietta de Veitemilla, a la que encontramos implicada hasta el tuétano en las luchas políticas de su país, y la mexicana María Néstora Téllez Rendón, responsable de Staurofila, una anodina alegoría religiosa cargada de sensiblería y lugares comunes. Regazzoni parece buscar candidatas para su santoral feminista, pero obvia que los méritos de las candidatas no tienen el mismo peso. Ni como luchadoras ni por su contribución al desarrollo de las letras.
La antóloga se ha propuesto rescatar del olvido a escritoras que aún no forman parte del canon. La duda es si todas las propuestas merecen que se las incluya en él, vista la cursilería o la pobreza de estilo de algunas. Lo importante no debería ser el sexo del autor, sino su calidad, sin dejar de valorizar a ciertas pioneras que desbrozaron caminos. A una Clorinda Matto de Turner se le ha de reconocer su defensa de los indígenas, o su valentía al enfrentarse al asfixiante clericalismo, aunque nada de eso haga de Aves sin nido un libro relevante desde el punto de vista artístico.
Por otra parte, si se trata de recuperar a mujeres que deberían citarse en los manuales, resulta contradictoria la inclusión de la mexicana Laura Méndez de Cuenca, porque, aunque murió en 1928, su obra sigue pautas de la centuria anterior y prescinde de los avances de la mujer. Si ya en su tiempo resaltaba su anacronismo… ¿por qué reivindicar su memoria?
Regazzoni, por otra parte, exagera el carácter “desobediente” de sus literatas, sin percatarse de que su condición femenina no las convierte en iconos subversivos. Eso la obliga, en ocasiones, a forzar el sentido de los textos para hallar actitudes supuestamente transgresoras. Cita, en este sentido, la opinión de Gloria María Prado sobre Staurofila: Protogina se rebela contra una norma impuesta. No dice, en cambio, que la autora del cuento no pretendía ensalzarla sino todo lo contrario. La mujer, como la Eva bíblica, atrae la desgracia con su inclinación hacia lo prohibido. Algo similar sucede con Laura Méndez, que en Simplezas retrata en términos burlescos a un hombre que se deja gobernar por su esposa. Algo que, a sus ojos, resulta no sólo condenable, sino ridículo. La uruguaya Lola Larrosa tampoco se liberó de los prejuicios dominantes al presentar la historia de dos hermanas: la perfecta ama de casa, sin más aspiración que ser una esposa ejemplar, y la que sueña con algo más que sus estrechos horizontes. La segunda sería la oveja descarriada, el contraejemplo para las lectoras.
En alguna ocasión, el peso del tópico es tan fuerte que la antóloga no sabe cuestionarlo con su misma documentación. A Juana Manuela Gorriti la dibuja como si fuera una heroína feminista, sin tener en cuenta que la argentina aconsejó a Mercedes Cabello prudencia. Que no se atreviera a expresarse con la misma franqueza que un hombre, porque a éste sí le estaba permitido decir lo que quisiera. Juana Manuela aceptaba el statu quo, por más que cierta historiografía repita que “nació rebelde”. El motivo resulta obvio: no arriesgar una situación social privilegiada. Mercedes, en cambio, se aventuró a dar un paso más allá de los convencionalismos. Esa es la diferencia entre las que hacen que la Historia se mueva y las que temen adentrarse en territorios peligrosos .
No es un dato menor que la Gorriti fuera hija de uno de los próceres de la independencia nacional. De ahí que se dedicara, en más de una ocasión, a cultivar el recuerdo de su progenitor y a defender su causa. Resulta interesante comprobar como otras escritoras tuvieron también como padres a héroes de la emancipación. Como la también argentina Juana Manso, o la colombiana Soledad Acosta de Samper, representativas de esa vinculación entre las letras y la política que se prolonga hasta la actualidad. Regazzoni lo apunta en su introducción, lo mismo que la importancia de la aportación femenina a la construcción del discurso identitario en las diversas repúblicas.
Así, es posible rastrear en los textos de las novelistas decimonónicas reflexiones sobre los temas más candentes, desde la construcción nacional a las guerras civiles pasando por la esclavitud o la problemática indígena. Ahí tenemos las invectivas de Juana Manso contra el dictador Juan Manuel de Rosas para demostrarnos que las preocupaciones femeninas iban mucho más allá de cuestiones ligeras, más o menos intrascendentes. Pero es importante recalcar que el hecho de ser mujeres no las convierte, por arte de magia, en progresistas. La condesa de Merlín parece avanzada cuando reclama instituciones propias para Cuba, pero la ilusión se desvanece pronto. Desea que sus paisanos cuenten con representación política para garantizar una institución característica de la isla, un “hecho diferencial”. ¡La esclavitud! Porque, claro, los pobrecitos hacendados necesitaban una ley que los protegiera frente a los perversos abolicionistas de la península. Este punto demuestra un hecho que las historiadoras al uso no siempre tienen en cuenta: no se debe aislar la variable “género” de la variable “clase social”. Las mujeres, como los hombres, suelen defender sus intereses de clase.
Más simpática nos resulta Mercedes Cabello cuando aborda cuestiones políticas, sobre todo en El conspirador, disección sin contemplaciones de un revolucionario profesional, arquetipo del caudillo. Las páginas de esta novela ponen el dedo en la llaga al reflejar con valentía todos los vicios de una frágil república. Porque lo que prima en el Perú de su época son los golpes de Estado de uno y otro signo, no el respeto a las instituciones. Unos y otros tratan de apoderarse del poder para satisfacer a sus clientelas, no para velar por el bien común. No hace falta decir que, ante la pavorosa crisis mundial que estamos viviendo, sus reflexiones sobre la inanidad de la clase política no han perdido ni un ápice de actualidad. Por su parte, la mexicana María Amparo Ruiz de Burton critica con amargura la falta de aspiraciones de sus compatriotas, incapaces de hacer frente al imperialismo de su poderoso vecino del Norte.
Respecto a la Iglesia, las diversas actitudes se hacen eco del difícil proceso de secularización. Mientras Soledad Acosta manifestaba un catolicismo ferviente, en otras autoras se detecta cierto anticlericalismo. El de la chilena Rosario Orrego al censurar a uno sus personajes, una buena y santa señora, por cuidarse más “de los altares de la iglesia que de la educación de su hijo”. La boliviana Adela Zamudio, a su vez, se lamentaba de que las mujeres se entregaran al misticismo, convirtiéndose en esclavas de sus confesores.
A las escritoras decimonónicas, pues, hay que acercarse teniendo muy en cuenta sus coordenadas mentales, desde la conciencia de la pluralidad de experiencias que representan. Una cierta historiografía feminista las ha reivindicado de manera acrítica, sin pararse a distinguir sus respectivas circunstancias, colocando al mismo nivel obras y vidas muy dispares. Sin embargo, para hacer historia, no basta la militancia por muy loable que sea: se necesitan herramientas científicas e investigaciones en los archivos. Y, por desgracia, de muchas de estas mujeres nos faltan aún biografías solventes, donde prime el análisis objetivo sobre la hagiografía.
NOTAS
1 Mercedes Cabello a “querido amigo”, 12 de ¿septiembre? de 1893. Biblioteca Nacional del Perú. Correspondencia Particular.
2 Martínez Hoyos, Francisco: “La construcción de la leyenda nacional: Juana Manuela Gorriti”, en Razón y Revolución nº 22, 2º semestre de 2011, pp. 27-46.
2 Martínez Hoyos, Francisco: “La construcción de la leyenda nacional: Juana Manuela Gorriti”, en Razón y Revolución nº 22, 2º semestre de 2011, pp. 27-46.