¿Robo para la corona o reino (en crisis) del capital?
Juan Kornblihtt
Un análisis de las contradicciones económicas que llevaron al gobierno a romper con una fracción de la clase obrera y los límites de las alternativas patronales de la oposición. Para leer junto con las otras notas de esta sección que ilustran en detalle problemas particulares aquí tratados.
El capitalismo argentino es débil y entra en forma cíclica en crisis cada vez más profundas (1975, 1982, 1989, 2001…). La ineficiencia de sus empresas, (nacionales y extranjeras) en relación a los competidores internacionales, requieren que para sobrevivir se las compense con transferencias desde otros sectores. Se trata de una particularidad histórica del capitalismo argentino que no fue revertida ni en los ‘90 ni con el crecimiento de la era kirchnerista.
La renta de la tierra, al ser una ganancia extraordinaria que no es necesaria para la reproducción del capital agrario (que ya recibe su tasa de ganancia normal), puede ser disputada por otras fracciones de la burguesía para esta función. Cuando los precios de las materias primas crecen, como ocurrió a partir de 2004, las transferencias se multiplican y los capitales industriales y el Estado adquieren la apariencia de motorizadores de un proceso de transformación.
Los salarios y el empleo suben y parece posible la conciliación de intereses contrapuestos entre obreros y patrones en pos del “desarrollo nacional”. El gobierno, en tanto agente de transferencia de la renta, no dudará en atribuirse los méritos de los años de bonanza. Pero la renta de la tierra no alcanza para revertir la ineficiencia de la industria local. Por esta razón, aparecen presiones para conseguir otras fuentes de compensación: el ajuste fiscal, la baja salarial y la deuda externa aparecen como objetivos de la mayor parte de la burguesía. Se revierte el momento expansivo, y lo que es resultado de los límites históricos del capitalismo argentino, aparece como culpa del gobierno de turno. Así como antes se lo apoyó, ahora se lo ataca por populista e ineficiente. Se busca entonces una salida en una oposición burguesa tan incapaz de resolver estos problemas como los políticos a los que les toca atacar. Para no volver a caer en este error de nuevo, la clave es identificar el problema de fondo.
La sintonía fina y los #N
El gobierno de los Kirchner emergió como resultado de la crisis de 2001: una combinación entre el mayor colapso económico de la historia argentina con la emergencia de una insurrección masiva de la clase obrera y la pequeñaburguesía, condensada en el “Argentinazo”. Fracasado el intento de salida represiva que expresaba el gobierno de Duhalde (gracias a la movilización en respuesta al asesinato de los piqueteros Kosteki y Santillán), Kirchner articuló una política que permitió dar concesiones a las diferentes fracciones sociales movilizadas. Con el aumento de los precios de las materias primas, en particular la soja, y con la suba de la rentabilidad por la fuerte baja salarial gracias a la devaluación, se motorizó una intervención del Estado que además de garantizar la reproducción de la ineficiente industria local y generar empleo, permitió otorgar asistencia social masiva a las capas más empobrecidas de la clase obrera. Posibilitó también establecer una alianza con los sectores mejor pagos de la clase obrera, canalizada a través de la acción de sindicatos afines que, en un contexto de expansión del empleo, consiguieron recuperar el peso que habían perdido en los ‘90. Fue el momento de apogeo de Moyano. Las fracciones menos sindicalizadas de la clase obrera, como la empleada en los servicios y en las pequeñas empresas, no quedaron afuera y consiguieron mejoras por el sólo hecho de tener empleo que antes faltaba.
De todas formas, como se ve en la nota de Viviana Rodriguez Cibulski en este número de El Aromo, esta mejora en las condiciones de vida no implicó cambios históricos. El poder de compra de los salarios no superó en promedio el de la década de 1990 (si tomamos en cuenta la inflación no oficial), el empleo en negro se mantuvo en niveles que oscilan entre el 30 y el 40%, y el desempleo nunca bajó del 7%. Con todo, frente al colapso de 2001, cualquier mejora fue ganancia para el gobierno que se atribuyó un nuevo modelo social y productivo.
Para la burguesía, esta recuperación del nivel de vida no afectó en primera instancia su rentabilidad. Se multiplicaron las transferencias de renta, algunas en forma directa a través de subsidios y planes de promoción industrial y otras en forma indirecta, como el control de las tarifas. El control de las tarifas es un subsidio para el capital por dos vías: permite que los salarios se mantengan a tope, ya que parte del costo de vida queda subsidiado por el Estado, y reduce los costos en tantos son insumos básicos para la producción. Aunque a costa del nivel de vida de los obreros, ya que los servicios son cada vez peores, puesto que no hay estímulo a invertir al estar la rentabilidad garantizada por el Estado sin que este exija nada a cambio (más allá de las dádivas a los funcionarios). Pero esta ecuación que tan buenos resultados le dio al gobierno por un tiempo, no tiene bases sólidas. En 2008 y 2009 se resquebrajó, llevando a las masivas movilizaciones de los dueños de la tierra y el capital agrario, y a la derrota electoral de Kirchner en la provincia de Buenos Aires.
Sin embargo, la caída de la renta de 2009 ocasionada por la crisis mundial se detuvo y el nuevo ciclo de suba de las materias primas de 2010 y 2011 frenó su debacle. A esto se sumó la estatización de las AFJP. Con ello, pudo renovar su alianza con los sectores más pobres de la clase obrera. En particular, a través de la Asignación Universal por Hijo (AUH), un plan de asistencia diseñado por el Banco Mundial que no cambia el carácter de la población beneficiada, pero que otorga una mejora inmediata a sus magras condiciones de vida. A la vez, mantuvo la estructura de subsidios no sólo a las empresas de servicios sino en forma directa al capital industrial y financiero. El aire ganado le permitió estirar la carrera hasta las elecciones presidenciales y lograr la reelección de Cristina Fernández de Kirchner en octubre del año pasado.
La nota de Damián Bil sobre las cuentas fiscales, también en este ejemplar, muestra que las dificultades para sostener este complejo entramado son empero cada vez mayores. Aun sin que se produzca una nueva caída del precio de la soja, el gobierno sufre el déficit de no contar con otra fuente de divisas para satisfacer a las fracciones de la burguesía sobre la que se sostiene. Empezó una vez más a quedarse sin riqueza para compensar a la ineficiente burguesía radicada en el país. La magnitud de la renta no es tan grande como para evitar la crisis de una industria con una productividad muy inferior a la media mundial.
Por ello, a las retenciones sumó la sobrevaluación de la moneda. La expansión de la inflación hizo que el peso se sobrevalúe en relación al dólar. De esta forma, los sectores exportadores se ven perjudicados porque reciben, por cada dólar exportado, menos poder de compra en el mercado interno. Esto favorece a dos sectores: a quienes importan mercancías, porque compran los dólares baratos en el mercado interno, y al capital extranjero (industrial y financiero), ya que al remitir ganancias a sus casas matrices, los pesos que gana en el mercado interno se multiplican. Emiliano Mussi muestra en su nota que la remisión de utilidades de las empresas transnacionales a sus casas matrices alcanzó un récord histórico durante el kirchnerismo. Pero aunque permite apropiar parte de la renta y financiar el gasto público, el mecanismo inflacionario por su parte, lleva a un encarecimiento de los costos frente a los competidores extranjeros. Por lo tanto, empiezan fuerte presiones para que se bajen los salarios, en particular de las fracciones mejores pagas de la clase obrera (ver nota de Rodríguez Cibulski).
Dado este panorama, el gobierno tiene que empezar a procesar la crisis. El primer paso es frenar el déficit fiscal. En parte, por eso no eleva el mínimo no imponible a las ganancias, impuesto que le permite aumentar la recaudación sobre la base del salario a la vez que pone un tope a su aumento. Una parte importante del financiamiento del gasto social se realiza de hecho con los impuestos que paga la fracción mejor paga de la clase obrera a través de este impuesto y del IVA, que es pagado en su mayor parte por asalariados. A la vez, tiene que satisfacer la demanda de devaluación de la moneda que pide una fracción de la burguesía industrial y agraria, que ve cómo las importaciones empiezan a poner en riesgo sus negocios, mientras que a los más exitosos se les dificulta exportar. En tanto, la devaluación abierta implica perder la sobrevaluación que, como vimos, es una herramienta para transferir renta, el mecanismo adecuado pasa a ser el control de cambios (“el cepo”). Este apunta a mantener las transferencias de renta de la tierra a la vez de conservar los beneficios de reducir los costos laborales. Mientras con el tipo de cambio sin cepo había que repartir entre muchos burgueses, pero también entre obreros y pequeñoburgueses, es una medida que permite discriminar a quién se transfiere. Obreros y pequeñoburgueses utilizan el dólar como forma de ahorro. La imposibilidad de conseguir créditos de vivienda u otro tipo de bien de consumo de largo plazo, obliga a resguardar el consumo a futuro en alguna forma más confiable que el peso.
Con el cepo, el gobierno busca hacerse de dólares. Por un lado limita la fuga de capital y por el otro, se queda con parte de la renta de las exportaciones agrarias más baratas, ya que obliga los exportadores a liquidar sus divisas al tipo de cambio oficial. Con esto en parte rompe su alianza con el capital extranjero. Pero como estos dólares tienen por destino por un lado, importar combustible para venderlo barato y por el otro, efectuar los pagos de deuda externa en búsqueda de poder endeudarse en un futuro cercano (ver nota de Mussi), aun no se produjo una ruptura de cuajo con el capital extranjero, principal afectado por el cepo cambiario. La promesa a futuro de que algo de esto se revertirá, sobre todo dado por el historial del gobierno, es todavía creíble por el siempre favorecido capital extranjero. No tanto para la clase obrera afectada por estas medidas y para el sector agrario, que ya empiezan a mostrar su descontento. La deuda aparece como una posibilidad de extender el gasto y esta estructura de alianzas. Pero pese a todas las pleitesías y pagos rendidos, aun no parece estar disponible.
Republicanismo estéril
El gobierno presenta todas estas medidas como una “sintonía fina” para distribuir el ingreso de los más beneficiados de la sociedad hacia los más pobres, sin hacer distinción de clase. Con esto busca dividir a los explotados, igualando a los obreros mejor pagos con los burgueses.
A pesar de que son medidas que también afectan a la burguesía, el cepo, los ajustes de tarifas segmentados y el no aumento del mínimo no imponible, deben ser combatidos. El Estado acusará que se trata de un planteo egoísta de una porción social beneficiada. Pero esto solo será cierto si se incluye, dentro de los reclamos, los pedidos de la burguesía. Por eso es necesaria una acción que separe la paja del trigo dentro de los movilizados del 8N y el 20N. Los burgueses que hoy aparecen como aliados son en realidad enemigos agazapados que motorizarán, con este u otro gobierno, medidas de ajuste contra los obreros y pequeño-burgueses que hoy marchan a su lado. Lo mismo con Moyano y Micheli, que proponen ir detrás de las patronales grandes y chicas, respectivamente.
En ese sentido, los reclamos que atacan al gobierno con argumentos liberales le hacen el juego. La crítica a la re-reelección, a la intervención estatal contra la ley de medios, al uso de impuestos para el enriquecimiento de una capa social vinculada al poder político, remite a problemas superficiales. De estas ideas emerge de una defensa del republicanismo y de un “capitalismo en serio”. Son propuestas que creen que si se depuran las “distorsiones” introducidas por los Kirchner existe una solución a la crisis. En esa lucha, la disputa se plantea entre el poder político y los civiles en búsqueda de libertad. El problema de la Argentina sería el riesgo a la “eternización” de esta “casta” en el poder. De allí que quienes luchan sean identificados como ciudadanos y se borren sus intereses inmediatos e históricos contrapuestos. Se pierde de vista que entre los que se movieron el 8N hay intereses irreconciliables: los de una fracción de la clase obrera y pequeña burguesía en proceso de proletarizarse versus los de la burguesía.
Las políticas llevadas adelante por el gobierno que desataron este conflicto apuntan a salvar a un capitalismo en crisis sobre la base del aumento de la tasa de explotación y la depuración del capital sobrante. Lo que Cristina y sus funcionarios cobren o lo que puedan robarse, es insignificante frente a la expropiación que realiza la burguesía a través suyo.
Es el capitalismo lo que está en crisis y no la forma en que se lo administra. Cualquier alternativa burguesa tendrá el mismo resultado social que el implementado por los actuales gobernantes. El problema es que el enemigo no es la “reina Cristina” sino el capital, que reina tanto a través de ella como de la oposición.