Unidos y Organizados. La unidad del campo en los ’70: el programa de la Comisión de Enlace – Gonzalo Sanz Cerbino

en El Aromo nº 70

unidos Unidos y Organizados

La unidad del campo en los ’70: el programa de la Comisión de Enlace
 
¿Usted se sorprendió en el 2008 cuando Federación Agraria se sumó a la Mesa de Enlace con la Sociedad Rural? No deje de leer entonces esta nota, en la que le contamos la historia de la Comisión de Enlace de 1970, que unió a los chacareros con la “oligarquía” para exigir, como en 2008, que el Estado dejara de apropiarse de la renta agraria para subsidiar empresas ineficientes y el consumo de las masas. Un programa profundamente reaccionario, que, hoy como ayer, nos depara hambre, desocupación y miseria. 
 
Gonzalo Sanz Cerbino
Grupo de Investigación de la lucha de clases en los ‘70
 
En números anteriores de El Aromo presentamos una serie de trabajos sobre la intervención política de las corporaciones agropecuarias en los ’60 y ’70. Hemos intentado demostrar que la unidad de chicos y grandes que se expresó en el conflicto de 2008 no era nueva, y que hace por lo menos 50 años que los “chacareros” y la “oligarquía” vienen coincidiendo en una alianza en defensa de un supuesto derecho a apropiarse de la riqueza generada por sus peones. En este artículo volveremos sobre el tema para reparar en un proceso particular, la formación de la Comisión de Enlace, que reunió a Federación Agraria, Sociedad Rural, CONINAGRO y CRA. Pero no hablamos de la alianza formada en 2008, que, no por casualidad, asumió una denominación similar. Sino de la que se formó en 1970 para enfrentar la política agropecuaria de la Revolución Argentina.
 
El proceso de unidad
 
Previamente, nos hemos ocupado de la confluencia de las corporaciones de la pequeña y mediana burguesía agraria (FAA y CONINCAGRO) y las de los grandes burgueses del campo (SRA y CRA) en la coalición golpista que llevó al poder al General Onganía [1]. Señalamos que las coincidencias se asentaban en dos elementos. En primer lugar, ambos bloques esperaban que el gobierno de facto redujera las transferencias de renta agraria hacia obreros e industriales urbanos. Demandaban, en este sentido, devaluar la moneda, recortar los gastos estatales y eliminar subsidios. Paralelamente, exigían una mejora de los precios agrarios y una reducción de los impuestos al sector. Por otro lado, esperaban que el gobierno restableciera el orden. Es decir, que disciplinara militarmente al movimiento obrero organizado, que había protagonizado importantes medidas de fuerza en el período anterior, como las tomas de fábricas en 1964. En el campo, las corporaciones rurales denunciaron las violentas huelgas de peones en las cosechas de 1965 y 1966, y exigieron reprimir a los díscolos.
Con el golpe, algunas de sus demandas fueron respondidas. Merced al avance represivo sobre el movimiento obrero, en 1967 se terminaron las huelgas de peones. Conjuntamente, el gobierno concedió la devaluación, que mejoró los ingresos del sector agrario. Por otro lado, la nueva gestión prometió recortar gastos estatales y comenzó a cumplir “racionalizando” los servicios públicos, con despidos y cesantías. Sin embargo, el país no podía prescindir por completo de las transferencias de renta, de las que el grueso de la industria dependía para su subsistencia. Por esa razón, la devaluación fue parcialmente compensada con el establecimiento de retenciones que, se aseguró, serían transitorias. Las corporaciones rurales, aunque no dejaron de hacer sentir su queja, aceptaron la imposición: hasta ese entonces, las ventajas obtenidas superaban los perjuicios. Además, coincidían con las propuestas esbozadas por el ministro de Economía, Krieger Vasena, que postulaba la necesidad de modernizar la industria y reducir su dependencia de subsidios y transferencias.
Pero la debilidad de la industria y su necesidad ingente de renta agraria para compensar su baja competitividad internacional respondían a problemas estructurales e históricos, imposibles de solucionar por más voluntad política que hubiera. La única forma de eliminar las transferencias de renta era soltando la mano de la débil industria local y condenándola a la quiebra, lo que pondría a miles de obreros en la calle y abriría conflictos políticos que el régimen no podía ni quería enfrentar. Por esa razón no solo no disminuyeron las retenciones, sino que el gobierno avanzó en la implementación de nuevos mecanismos para capturar mayores porciones de renta, como el impuesto de emergencia a la tierra de 1969. A ello se sumaron los controles de precios internos de las mercancías agrarias, con los que el gobierno ponía un límite a los aumentos y evitaba los conflictos sociales derivados de la inflación.
Este panorama fue erosionando el respaldo inicial de las corporaciones agropecuarias a la dictadura. Ya hacia fines de 1967, “chacareros” y “oligarcas” coincidían en señalar que Krieger Vasena no estaba cumpliendo con sus promesas, que no se avanzaba a fondo en la reducción de déficit público y que las transferencias de renta hacia el ineficiente entramado industrial no tenían perspectivas de disminuir. Las demandas coincidentes fueron abriendo el camino a una formalización de la confluencia de las cuatro corporaciones. Las reuniones de sus dirigentes se hicieron periódicas y comenzaron a intervenir en la vida pública con comunicados conjuntos, algo impensado tan solo una década atrás, cuando los motivos de disenso se imponían a los intereses comunes. En este clima se gestó la unidad agropecuaria. El terreno fue abonado por la dirigencia, que comenzó a insistir en la debilidad política del sector para imponer sus intereses, aún con gobiernos “amigos” y secretarios que salían de sus filas. Hacia 1970 se realizaron una serie de asambleas en distintos puntos del país, convocadas conjuntamente por las corporaciones otrora enfrentadas. En ellas comenzó a plantearse la necesidad de “unirse” para enfrentar una política adversa.
Estas tendencias unitarias finalmente derivaron en el llamado a una asamblea nacional conjunta, convocada por SRA, FAA, CONINAGRO y CRA, realizada el 26 y 27 de octubre de 1970, en Rosario. Para la preparación del encuentro nacional, se decidió impulsar una serie de asambleas regionales en distintos puntos del país, como Bahía Blanca y Rosario, en las que se constató que la unidad y los puntos centrales que abonaban la confluencia contaban con el respaldo de las bases [2]. En la asamblea nacional se votaron los reclamos generales, que serían redactados posteriormente por una comisión especialmente mandatada para ello. Un verdadero programa común, que sería presentado y refrendado en una nueva asamblea nacional [3]. 
 
El programa del campo
 
El documento fue presentado en un multitudinario acto realizado el 17 de noviembre de 1970, en el local de la Sociedad Rural en Palermo, Capital Federal. Allí se dieron cita 10.000 productores de diferentes puntos del país, que, además de aprobar el programa, votaron la constitución de la Comisión de Enlace, un frente conformado por las cuatro entidades que impulsaron el encuentro [4]. El documento se iniciaba con un balance general (negativo) de la situación económica, política y social del país, cuyo estancamiento se atribuía a la desidia expresada por los distintos gobiernos frente a la cuestión agraria. Señalaba que la evolución económica y social de la Argentina, especialmente desde la posguerra, no resultaba satisfactoria para ningún sector social. Ello sería el resultado de un grave error en la concepción del desarrollo y de la aplicación de políticas que, en todos los casos, habían contribuido a deteriorar progresivamente al sector agropecuario, estrangulando sus ingresos. Esto llevó al estancamiento del agro, que a su vez era la causa del estancamiento nacional. Esta concepción errada del desarrollo nacional se basaba en el criterio de que éste podría alcanzarse “mediante un fuerte proteccionismo, que posibilitara un rápido proceso de sustitución de importaciones”. Este diagnóstico, basado en la experiencia que siguió a la crisis del ‘30 debió haber sido revisado en los años subsiguientes, y en particular a partir de la última posguerra. Por el contrario, la política económica argentina siguió fundada en tales concepciones:
 
“En base a ellos, se protegió al desarrollo industrial con aranceles que llegaron a significar efectivas prohibiciones para la importación. Al amparo de dicha protección, se desarrollaron algunas industrias con niveles de eficiencia relativamente bajos en comparación con los internacionales y con notorios defectos en el orden de la dimensión de las empresas […] Por las razones apuntadas, se deprimieron las posibilidades de exportación, mediante la aplicación de tipos de cambio desfavorables o la imposición de altos tributos. Estas medidas, tenían un efecto indirecto de subsidio al consumo y al desarrollo industrial, mediante la artificial depresión de los precios de los productos agrarios.” [5] 
 
A pesar de la sucesión de gobiernos de distintos signos políticos, el esquema se habría mantenido, a excepción de períodos cortos que no modificaron la tendencia. Destacaban que su objeción no era hacia la industria en general, sino a la “falta de racionalidad en la concepción de la política industrial, así como los instrumentos puestos en ejecución para concretarla”. En este mismo sentido, se objetaba el alto costo de los insumos agropecuarios, derivados de niveles de protección “irracionales” que condenaban al sector a pagar precios por encima de los internacionales, subsidiando la industria nacional. Exigían que esas industrias vayan adquiriendo una “capacidad competitiva que produzca la liberación de recursos actualmente transferidos por el agro como subsidios”. Que el Estado, con la aplicación de herramientas promocionales (como el crédito o los impuestos) obligara a la modernización de estos sectores, “desechando una estrategia de simple e irracional transferencia de ingresos”.
Durante los cuatro años de la Revolución Argentina, sostenía el documento, se deprimieron los ingresos del agro a fin de lograr una estabilidad que no se consiguió. El Estado absorbía un tercio del PBI, con el agravante de una deficiente devolución en obras y servicios para la comunidad. A esto se agregaba la ineficiencia de las empresas estatales: “en lugar de reducir el gasto público, se lo ha aumentado con nuevos organismos burocráticos y nuevas aventuras de empresario que, en última instancia, siempre pagan los sectores productivos más eficientes de la población”. La reducción del gasto público debía ser el eje de toda política de estabilización, para liberar recursos de los sectores improductivos hacia los más productivos (el agro), lo que generaría un verdadero desarrollo económico. En consonancia, se expresó una fuerte crítica a la política fiscal hacia el campo, señalando que no debía tener una finalidad recaudadora, como hasta ahora, sino estimular una mayor producción y productividad. Demandaban una profunda reforma fiscal, discutida con los productores, que además de simplificar y evitar superposiciones de cargas, generara estímulos a la producción. En concreto, exigieron la eliminación del impuesto a las tierras aptas y las retenciones, aumento de los mínimos no imponibles y deducciones en réditos, entre otras cuestiones que apuntaban en la misma dirección: reducir sustancialmente la carga fiscal sobre la producción agropecuaria.
Señalaron también que cualquier política de estabilización estaba condenada al fracaso si no se apoyaba en exportaciones crecientes que alejaran el peligro de la crisis de balanza de pagos. Esto implicaba una mayor producción de aquellos bienes que la Argentina elaboraba a costos internacionales, y que podía colocar en mayores cantidades en el mercado mundial. Casi en su totalidad, este tipo de productos eran agropecuarios. Y la única forma de conseguir estas metas era estimular al sector, por ello pedían elevar sus precios relativos: “siendo el precio el incentivo inmediato de toda actividad económica, lo lógico es que para obtener una mayor producción agropecuaria exportable, deban mejorarse los precios relativos de dichos productos.” Sin mejores ingresos, no habría estímulo a la inversión y a la incorporación de tecnología que permitiera elevar la producción. Hasta el momento, señalaban, se había hecho todo lo contrario: el agro habría llegado a una situación de gran deterioro por las políticas aplicadas. Se referían particularmente a la política cambiaria y las retenciones, que impedían al agro vender sus productos a precios internacionales, y por las cuales el Estado obtenida una masa de renta que destinaba a subsidiar el entramado industrial. El reclamo también apuntaba a los controles de precios, que contenían los efectos de la inflación sobre los bienes-salario, oficiando como subsidio al consumo de las masas. Demandaban, por tanto, una política de desarrollo agropecuario, basada en la rentabilidad de las explotaciones y la participación de las entidades en su elaboración.
Este programa sintetizaba los planteos que las cuatro entidades venían expresando desde hacía por lo menos cuatro años. El corazón del mismo era la defensa de la renta agraria frente a la apropiación por otros sectores. En su concepción, una política que sustrajera parte de los ingresos del agro para destinarlos a subsidiar la industria o el consumo de las masas urbanas, terminaba liquidando al único sector capaz de impulsar el desarrollo nacional, condenándolo al estancamiento y con él, a todo el país. La política que postulaban apuntaba a evitar este tipo de transferencias del agro a la industria, haciendo que los productores agrarios percibieran el precio lleno por la exportación de sus productos, que los impuestos se redujeran al mínimo y sean iguales para todos los sectores (sin “discriminaciones”). Por eso exigían una mayor racionalización del aparato estatal y el saneamiento de la industria nacional, que eliminara progresivamente a los sectores ineficientes. Esa era la forma concreta que adquiriría el “restablecimiento de la rentabilidad de la explotaciones agropecuarias”: concentración y centralización del entramado industrial, achicamiento del Estado, desocupación y bajos salarios.
 
Unidos y reaccionarios
 
Más allá de las diferencias frente a problemas puntuales, todas las corporaciones agrarias compartían el objetivo de defender la renta frente a los intentos de apropiación de otras fracciones. No importaba si ésta se destinaba a financiar la burocracia estatal, una industria ineficiente e incapaz de competir o el nivel de vida que la clase obrera obtuvo bajo el peronismo. Las cuatro corporaciones coincidían en la defensa de un supuesto derecho a apropiarse para sí de esa riqueza. Y de ahí sus reclamos: había que racionalizar el Estado, despedir empleados, contraer los salarios reales y los gastos sociales. Un programa profundamente impopular, opuesto a cualquier forma de reformismo. Y si algún sector de la clase obrera osaba discutir esa forma de repartir la riqueza social, solicitaban inmediatamente el reestablecimiento del orden y la disciplina (que era la formula eufemística para pedir represión), como hicieron bajo el gobierno de Illia. Ese programa era el que se venía expresando en cada intervención pública y en cada demanda de las corporaciones agropecuarias y marcaría cada una de sus intervenciones futuras, que a partir de este momento serían formuladas conjuntamente, y con fluida periodicidad, a través de la flamante Comisión de Enlace. Un programa que ubicaba en el Estado la raíz de todos los problemas, sin identificar el proceso más general que explicaba la crisis del sector y del capitalismo argentino: la caída en los niveles de renta agraria, que otrora habían sostenido un desarrollo que ya no era viable en las nuevas condiciones. He aquí el único programa liberal, que ningún sector de la burguesía industrial estaba en condiciones de defender.
 
NOTAS:
[1] Sanz Cerbino, G: “Un solo corazón. La burguesía agraria y el golpe de Onganía”, El Aromo, nº 68, 2012.
[2] La Nación, 17/10/1970.
[3] La Nación, 26/10/1970.
[4] La Nación, 18 y 19/11/1968.
[5] CRA, SRA, FAA, CCEA y CONINAGRO: “El agro y el desarrollo nacional. Conclusiones”, Buenos Aires, 17 de noviembre de 1970.

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