«Escribí este libro en la Universidad de Cambridge ocupando la cátedra Simón Bolívar; fueron meses apacibles que me ofrecieron la hospitalidad del Centre for Latin American Studies (donde disfrute de la amistad de David Lehmann y David Brading) y de King’s College (cuyos miembros contestaron con gentileza mis preguntas mas obvias sobre viejas tradiciones universitarias y los principios de una educación exigente). King’s College dio a mi estadía un escenario muy cercano a la perfección. En el Centre for Latin American Studies, donde Ana Gray se preocupo de que nada me preocupara y donde llegaban casi cotidianamente las cartas que John King enviaba desde la Universidad de Warwick, para asistir mi educación en nuevas costumbres, trabaje sobre fuentes que había traído desde Buenos Aires, recopiladas diestramente por Sylvia Saitta.»[1]
«Este libro fue inicialmente una serie de notas publicadas en el semanario CGT a mediados de 1968. Desempeño cierto papel, que no exagero, en la batalla entablada por la CGT rebelde contra el vandorismo. Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamo Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país.»[2]
Poco más de veinte años separan ambos prólogos. No está mal referirnos a ellos en esto que, bien visto, es también la presentación de una aventura intelectual. Sobre todo porque en esa distancia se juega algo mas que un movimiento temporal. Es un trastorno radical en la conciencia de la intelectualidad argentina, especialmente aquella que alguna vez coqueteo con otra palabra, otro gesto tan en el olvido hoy: Revolución.
El tema es ya ampliamente conocido: «como monedas, tintineo su tema la desilusión» y Latinoamérica se lleno de conversos. La conversión fue tan apasionada que incluso se convirtieron aquellos que no tenían por qué hacerlo ya que nunca habían estado de aquel lado.
Se sabe también: «brillante exposición de moda, la desilusión». Pero el pasaje no fue tan directo, tuvo sus pasos intermedios, sus idas y sus venidas. Comenzó con la derrota de los años `70. Mal digerida. En lugar de aceptar que fue un triunfo de la reacción, la conclusión es que «se quiso demasiado». Y así se inició la alegre primavera alfonsinista. Los conversos se apropiaron de lo «nuevo», aprovechando el páramo cultural que dejó la negra noche de la dictadura y se dedicaron a proclamar su nuevo dogma.
Si descubrir la esencia tras la apariencia fue, en cierto tiempo, la marca de todo científico, ahora la apariencia se transformaba en la esencia misma de las cosas. No hay mas democracia que la de las practicas consagradas (no puede adjetivarse la democracia bajo pena de atentar en su contra); no hay más sociedad que el capitalismo (que, paradójicamente, si puede calificarse, e incluso, se puede elegir el adjetivo); el movimiento obrero no es el sujeto de los cambios progresivos sino los «sectores medios progresistas». No hay más intelectual que el que comprende estas tres sencillas razones.
La superficie es siempre terreno fértil para sabios ignorantes. Y la ignorancia es también un poderoso aliciente de la soberbia. Poseedores de las «verdades verdaderas», ocuparon cátedras, dominaron instituciones, participaron de gobiernos, se hicieron financiar por quienes años atrás repudiaban.
Inauguraron una nueva forma de militancia, la de aconsejar al poder y se dedicaron con ahínco a la impugnación de quienes no los seguían en su camino de vuelta. Si en los `70 quien no era marxista estaba fuera del mapa, en los `80 oponerse a la nueva corriente era salirse del planeta. Sin reconocerlo, compraron el fin de la historia. ¡Marx ha muerto! ¡Cayó el muro! ¡Verdades verdaderas!
Pero todo tiene un final. Después de la primavera llegó el invierno menemista y la desilusión. Quienes aconsejaban al poder se encontraron hablándole a las paredes. No se necesitaban grandes «cientistas sociales» para fundamentar las privatizaciones, bastaban seguros economistas y asesores bursátiles. No era necesario explicar que la flexibilización laboral con una alambicada terminología de «post-fordismo», o «toyotismo»; bastaba con aprovechar la desocupación generada por la propia crisis. Tampoco eran necesarios grandes teóricos de alta política internacional para insertarse en el mundo, alcanzaba con obedecer fielmente las órdenes del Departamento de Estado, o menos aún, de su embajador en la Argentina.
Otra muestra insoportable que la desilusión dejó fue la importación alegre de la ultima moda europea. Todos los post-ismos habidos y por haber tienen algún representante local, de modo que Derrida, Foucault, Castoriadis, Lacan, Deleuze, Baudrillard, han sido elevados a la categoría de dioses por la ola antimarxista aplaudida por la burguesía, alentando la «exposición de modas» postmoderna. Dado que un científico no es un coiffeur, su problema es la verdad, no los giros caprichosos del gusto. Abandonemos pues este baile de máscaras.
Una derrota política implica siempre una crisis ideológica y, que duda cabe, está por verse si el marxismo y su sueño, el socialismo, ocuparan algún lugar en el futuro de la humanidad. No hay ninguna certeza al respecto. Es más, nunca la hubo. Pero, si «el mal tiempo trae mala fe», no es menos cierto que el futuro no está escrito para nadie y que, hasta un converso tan poco imaginativo como Castañeda debe reconocer, la realidad juega a favor de la izquierda.
Y esto es así sencillamente porque el desarrollo capitalista confirma las tendencias fundamentales expuestas en El Capital. El hambre y la miseria se agudizan, haciendo realidad aquello de la «pauperización relativa». Asistimos a una concentración del poder nunca vista, haciendo más que real la expropiación masiva. La autonomía del capital se evidencia cuando los estados nacionales se pelean por servirlo reconociendo abiertamente su papel de instrumento. Observamos como la «democracia» se funda más que nunca en la violencia ideológica como lo demuestra la utilidad política de la hiperinflación. Y, entre otros aspectos, la crisis reaparece empecinadamente a pesar de lo que declaman los apologistas de la burguesía. Pero también retorna la lucha de la clase obrera, demostrando su vigencia y su potencialidad posee para barrer con este sistema social y construir una sociedad sobre nuevas bases.
Entonces, la utopía ha dejado de ser tal. Es hora de volver a trabajar. Hay que volver a la crítica y a la acción: Razón y Revolución.
Notas
[1]Sarlo, Beatriz: La imaginación técnica, Nueva Visión, 1992, p. 7
[2]Walsh, Rodolfo: ¿Quién mató a Rosendo?, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987, p. 7. La primera edición es de 1969.