Por Eduardo Sartelli
«Quien aún esté vivo no diga jamás.
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
Quién puede atreverse a decir «jamás»?»
(Bertold Brecht, Loa de la dialéctica)
El arribo de la generación intelectual sobreviviente del Proceso supuso la aparición, en el ámbito de la producción de ideas, de una serie de problemas que se imponían al historiador atento a la actualidad social. El estado, la democracia, las «transiciones» desde las dictaduras, se convirtieron en puntos centrales en la agenda de las ciencias sociales. El conjunto de intelectuales que renovaron el universo de preocupaciones académicas cayeron sobre las instituciones universitarias y de investigación, desplazando de ellas a los que aprovecharon la trágica primavera que la dictadura militar ofreció a quienes, en condiciones «normales», difícilmente podrían presentarse en público como «científicos». Los que fuimos sus alumnos desde 1983 en adelante presenciamos entusiasmados el fenómeno: nuevos profesores, nuevos temas, nueva bibliografía, nuevos enfoques y, sobre todo, una más agradable posición ideológica. Había sonado la hora de la izquierda en la Universidad y los que todavía podíamos presenciar el triste espectáculo de los «profesores del proceso», no teníamos motivos para no festejar. Los nuevos se autotitulaban marxistas (o al menos lo parecían) y tenían un discurso crítico (o al menos así lo creíamos algunos). Filosofía y Letras, Historia en particular, era una fiesta.
Los años pasaron y no en vano. Lo que podríamos denominar «alianza progresista» duró todo lo que tardó el gobierno alfonsinista en mostrar sus límites hacia la izquierda. Para 1987 el impulso «progre» del radicalismo se agotaba víctima de sus propias contradicciones y el movimiento de intelectuales que gestó a su vera empezó a sufrirlas en carne propia. La agenda que éstos habían propuesto a la comunidad académica como forma de participar en la refundación democrática argentina, las soluciones a las que aspiraban arribar y, sobre todo, las apuestas políticas implícitas, fueron jaqueadas por la dura realidad de esa socialdemocracia a desgano que intentó ser el alfonsinismo. La derrota de Angeloz los sumió en una crisis intelectual de la que, difícilmente, el Frente Grande pueda sacarlos. Ricardo Sidicaro sintetizó con precisión el núcleo duro de las esperanzas socialdemócratas:
«Cuando se inició, en 1984, el proceso de democratización, muchos pensamos equivocadamente de un modo que suelo denominar optimismo de sistema. Las nuevas reglas del juego político darían lugar a la formación de un sistema que permitiría la emergencia de nuevos actores que revalorizarían el sistema generando una especie de círculo virtuoso. Esta forma de razonar tenía un sesgo economicista y tomaba su modelo de la metáfora del mercado: la política era un juego con múltiples participantes; todos tenían recursos para intervenir con relativa igualdad de oportunidades; el nuevo sistema democrático enterraba a los actores del autoritarismo y enviaría a la noche de los tiempos las ideas del liberalismo económico que habían fracasado con Martínez de Hoz; en fin, el espacio democrático restringiría el poder de los grupos empresarios que habían hecho muy buenos negocios con la dictadura.»[1]
Es sorprendente la enorme ingenuidad del planteo. Las ciencias sociales nacidas de ese esfuerzo están hoy a la deriva. Y quienes perciben con más claridad esta verdadera «línea de sombra» en que se halla la historia en Argentina son los alumnos que ahora se acercan a ella en busca de respuestas que no llegan. En su lugar se ofrecen soluciones estériles: la de una historia pobre en ideas y alejada de la política inmediata, refugiada en un supuesto virtuosismo técnico, o bien la atracción de la moda, la importación de temas, autores y problemas que se consideran válidos en sí mismos sin importar su adecuación a los problemas locales. También pareciera hallarse en el horizonte de soluciones, la referencia a una tradición gloriosa, a disposición para ser retomada por quien quiera hacer el esfuerzo. Vamos a examinar estas propuestas a partir del análisis de algunos textos aparecidos recientemente, en los que se resume buena parte del clima intelectual que se vive entre los más jóvenes, que oscila desde la nostalgia por tiempos mejores hasta el festejo autocomplaciente, pasando por el delirio metafísico.
La muralla china
En un artículo aparecido en Entrepasados[2], uno de los miembros de la revista, Ema Cibotti, cuenta la historia de la «generación ausente», grupo de historiadores que, habiendo estudiado durante la dictadura, constituirían la primera línea de jóvenes investigadores de la era democrática. Esta «generación» habría carecido de una formación intelectual adecuada como producto de la dictadura. Cambiado el «clima de ideas», tendría dificultades serias para dejar de ser la «generación perdida» (según sus «hermanos mayores») y transformarse en algo con personalidad y producción. Reunidos en torno a intelectuales con sede en instituciones como el CEDES o el CISEA, aprendieron allí los palotes del oficio, sobre todo gracias a la prédica de Leandro Gutiérrez. Diez años después, la generación descubre, al menos de boca de la autora, que no todo está perdido: la inserción institucional (la mayoría de sus miembros se encuentra en cátedras de las principales universidades como Jefe de Trabajos Prácticos, Adjuntos, etc.) y la producción intelectual (sobre todo su creación central, la revista que publicó este artículo), demuestran que puede darse rienda suelta al festejo.
«Generación» alude a una contrucción temporal que de alguna manera se caracteriza por denominadores comunes. Por lo tanto, «generación» refiere siempre a los hijos de una época en cuya vida se reflejaría el tono particular de la misma. Sin embargo, la «generación ausente» de Ema Cibotti reúne sólo a un selecto grupo. En rigor, limitado a los participantes de Entrepasados. Se muestra, entonces, una primera hilacha: quienes no son como nosotros, no son. No importa lo que hayan hecho. La apropiación excluyente del lugar del historiador es la clave de la conformación de la identidad: los que hacemos esto lo somos. Los que no, no. Quedan así marginados compañeros que siguen otras vías (tan o más lícitas) como Pablo Pozzi, Patricia Funes, Ernesto Salas, Jorge Warley, Carlos Mangone, Jorge Cernadas, Horacio Tarcus, Gabriela Gresores y Gabriela Martínez Dougnac, por nombrar a algunos intelectuales que podrían, temporalmente, pertenecer a la «generación».[3]
En el mismo sentido, los temas que no pertenecen a quienes escriben en la revista no son temas propios de la historia, sobre todo, los años que corren desde Perón en adelante. Así, Cibotti puede declarar que «la problemática [la del surgimiento del peronismo] … no constituye aún una preocupación en el campo historiográfico».[4] Que no interese a Cibotti y compañía no significa que no interese a nadie.[5] Esta dificultad para distinguir (y valorar) lo que no constituye el «círculo íntimo» es una constante en la exposición de la autora y su revista.
¿En nombre de qué se efectúa tal omisión? ¿Hay realmente textos fundamentales forjados por el «círculo» que lo separen claramente del resto de los mortales? No. No se trata de despreciar la honesta tarea de los colegas, pero lo cierto es que ni siquiera un libro ha salido de ese grupo (mientras los compañeros excluidos han editado varios). Todo lo más son artículos de valor disímil. El hecho se hace evidente cuando Cibotti debe incorporar a la prueba sobre la producción intelectual del grupo varios textos en estado de «mimeo».
Mayor gravedad reviste la enumeración de las tareas que denuncian como las propias del historiador durante estos 10 años: «una preocupación sistemática por el uso renovado de fuentes en general poco transitadas, y a la vez la puesta en valor de repositorios documentales a través de la exploración minuciosa de los mismos…»; «…la preocupación por la suerte de los repositorios…»; «Los congresos y las jornadas… muestra de nuestra voluntad de adscribirnos a las reglas de la actividad académica»; «… descubrimos la complejidad específica de la sociabilidad entre historiadores, los ritos de iniciación y los actos de legitimación…»[6] Cuando pretende demostrar la apertura hacia aspiraciones no académicas, la enumeración no deja de desilusionar:
«Cuántos de nosotros sabíamos lo que hacían nuestros pares; qué conocíamos de sus aportes; fuera de la universidad qué pasaba con la enseñanza de la historia; cómo difundir el conocimiento de los textos en lengua extranjera; cómo perfeccionar nuestro acceso a las fuentes documentales; cuáles eran los canales de comunicación con quienes trabajaban en otras disciplinas sociales; qué pasaba con la producción histórica en el interior y qué circuitos tenía. Cómo sortear el desnivel entre el aumento del número de los avances de investigación y su escasa circulación. Este cúmulo de inquietudes era el desideratum de nuestra experiencia generacional. La revista Entrepasados, nació así del encuentro entre quienes compartíamos esas preguntas y sus respuestas.»[7]
¿Qué hay aquí que denuncie la intención de «generar otros espacios … fuera de los consagrados para nuestra actividad académica»? Este encasillamiento en los estrechos límites de la actividad puramente académica se refleja en la ausencia de preguntas significativas en la labor realizada por los miembros de la «generación». En efecto, cuáles son las cuestiones no «académicas» (tomando, sin aceptar, la definición propuesta por Cibotti) es decir, cuáles son las preocupaciones políticas del grupo? Es muy difícil descubrirlo. De hecho, esta «generación» no tiene preguntas propias:
«Desde el `84, nuestros «hermanos mayores» emprendieron la conflictiva y necesaria tarea del rearmado de sus tramas. Qué hicimos nosotros? seguirlos.»[8]
Podría decirse que la «generación ausente» sufre del síndrome de la muralla china: como se sabe, en el cuento de Kafka la población comenzaba el trabajo sabiendo qué, por qué y para qué. A poco de empezar, el sentido de la obra se pierde y se transforma en una tarea sin sentido. Los «hermanos mayores» (¿hermanos o padres?) trajeron una serie de problemas que surgían de su preocupación por la situación política argentina. Intelectuales de cuño socialdemócrata, estaban interesados en instalar un proyecto que quería ser la refundación de la Argentina en clave postperonista y anti conservadora. Su apuesta central giró en torno al alfonsinismo y su tarea fue la de discutir la viabilidad de tal proyecto. El estado, la política y la clase dominante fueron los focos en los cuales se dibujaba el deseo de construir la democracia, concebida ésta como entidad sin adjetivos (y, por lo tanto, desligada de anclajes clasistas). Un interrogante clave para la fortuna de esta aventura se encontraba en el movimiento obrero y el peronismo. Entender la política de la clase obrera resultaba importante para saber «dónde anida la democracia».[9] Si esa pregunta orientaba globalmente la tarea de los «padres», los «hijos» parecen haberla perdido. Entre otras cosas, porque las motivaciones originales desaparecieron. Sólo queda, entonces, la repetición mecánica de temas cuya clave política se pierde en la noche de los tiempos.
Se nos dirá que no se trata de un texto colectivo y que, por lo tanto, no debemos tomarlo como si lo fuera. Pero Ema Cibotti ha hablado por el grupo y ninguno de ellos ha salido a desmentirla. El que calla otorga. Lo que Cibotti señala sobre la «generación» en gran medida es correcto. Por ejemplo, ¿qué es lo que interesa a Entrepasados? En los últimos cuatro números editados, ningún artículo hace alusión a nada que pase más allá de 1930-40. Cuando traspasa esa frontera, lo hace para entrevistar a alguien «importante» del mundo académico. Muy poco hay que tenga que ver con problemas presentes enfocados con perspectiva histórica. Y cuando «se juegan» no se trata de producción local.[10] Fiel a su nombre, Entrepasados se queda allí, entre pasados, y lo constituye en el único lugar lícito que puede habitar un historiador… El mismo nombre de la revista marca con claridad la vocación de escapar al presente, de despolitizar el pasado, de aislar la experiencia vivida de la actual. Es difícil elegir el nombre de una revista, pero Pasado y Presente, La ciudad futura, El cielo por asalto, evocan la voluntad de relación y de perspectiva política propias de quienes pretenden algo más que la creación de un archivo. Entrepasados constituye una deserción a esa voluntad.
Las mismas críticas a Cibotti pueden encontrarse en otros artículos de la revista. El meritorio trabajo de Mirta Lobato y Juan Suriano sobre la historiografía de los trabajadores, a pesar de constituir un buen intento de pasar en limpio la producción más reciente sobre el tema, es buena prueba de lo que decimos. Por ejemplo, la enumeración de las tareas propias del historiador no es más alentadora que la de Cibotti:
«En primer lugar, hay algunos vacíos historiográficos que llenar. Los interrogantes sobre las ideas de los empresarios… algunos tópicos que la sociología industrial ha delineado… el exámen de diferentes grupos de trabajadores … una vuelta al lugar de trabajo…»[11]
El mismo «olvido» de los compañeros que no pertenecen al «círculo íntimo» se repite cuando Pablo Pozzi, que ha escrito uno de los pocos libros sobre movimiento obrero y dictadura, no aparece en la bibliografía … sobre movimiento obrero. Peor es la forma curiosa de fundamentar la posición historiográfica asumida, colocando a Engels como si aceptara la conclusión antimarxista de los autores:
«Los inconvenientes para compaginar la lucha de clases, sobre todo a partir de la segunda posguerra, con la filosofía de la historia que constituía su hilo conductor obligan a una revisión de las interpretaciones del movimiento obrero basadas en la sobrevivencia del paradigma leninista. Las dificultades en torno a las esperanzas revolucionarias y los resultados concretos ya habían obligado a reflexionar a Engels cuando escribía en la Introducción a «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850»: «La historia nos dio también a nosotros un mentís y reveló como una ilusión nuestro punto de vista de entonces. Y fue todavía más allá: no sólo destruyó el error en que nos encontrábamos, sino que además transformó de arriba a abajo las condiciones bajo las cuales tiene que luchar el proletariado». La hipótesis de que el desarrollo capitalista conduce a una creciente polarización y oposición entre las clases, la idea de que al fin se produciría un enfrentamiento decisisivo sufrió al menos dos ensombrecimientos: en 1848 -a él hace referencia Engels- y hacia mediados del siglo XX cuando los procesos históricos siguieron un rumbo distinto al de la transformación revolucionaria.»[12]
Aquí Engels aparece como si desconfiara de las líneas de análisis básicos del desarrollo histórico que él mismo desarrollara con Marx: ni el desarrollo capitalista lleva necesariamente a la polarización y oposición entre las clases ni se producirá jamás un enfrentamiento decisivo entre ellas. Si afirmar que hacia mediados del siglo XX los procesos históricos siguieron un rumbo distinto al de la transformación revolucionaria es más que discutible, más lo es citar mal. Porque lo que Engels señalaba (en el mismo prólogo, no en otro) era que la revolución no pudo pasar de una conspiración de minorías, al estilo de las anteriores, porque el capitalismo no se había desarrollado lo suficiente. Cuando él escribe, casi 40 años después de la publicación del libro cuya reedición prologaba, lo que había sucedido era que
«La historia nos desmintió, como a todos los que pensábamos de manera análoga. Señaló claramente que el estado de desarrollo económico del continente estaba aún entonces muy lejos de la madurez requerida para suprimir la producción capitalista; lo probó mediante la revolución económica que, a partir de 1848 ha ganado a todo el continente… Pero esta revolución industrial, precisamente es la que aclaró por primera vez, y en todas partes, las relaciones de clases; suprimió una cantidad de existencias intermedias provenientes del período manufacturero … engendrando una verdadera burguesía y un verdadero proletariado industrial y empujando a ambos hacia el primer plano del desenvolvimiento social.»[13]
Muy lejos estaba Engels de sacar como conclusión lo que Suriano y Lobato quisieran. Y esto viene a cuento porque una de las características de la «generación» consiste en insinuar la pertenencia a la tradición marxista o en filiarse a partir de autores prestigiosos de esa corriente, cuando en realidad lo que se hace es muy diferente. Así, se alude a Thompson[14] y Hobsbawn como inspiradores de la «Nueva Historia Social», cuando ésta no tiene ningún contacto firme con la historiografía marxista inglesa: ni el énfasis notorio del primero en la lucha de clases y en la clase como fenómeno unitario, ni la orientación claramente leninista del segundo figuran en la «Nueva…».[15] En realidad, la «Nueva…» es una producción muy dispar, en la que reina, en el mayor número de casos y con algunas pocas excepciones, el empirismo propio de un folclorista.
La conclusión no permite festejar. La «generación» ausente sigue, salvo excepciones, estando «ausente» del verdadero debate: ¿cuál es el sentido político de nuestra tarea? Mientras no se asuma que todo intelectual es un político, mientras no se tome como tarea central la construcción de una historia conciente y abiertamente comprometida con la actualidad política, se persistirá en una tarea sin rumbo. Los «hermanos mayores» saben eso. Los hijos no necesitan matar a los padres: bastaría con imitarlos. No hay por qué efectuar parricidio alguno: bastaría con retomar la senda socialdemócrata que los «padres» nunca abandonaron. Salvo que, como en nuestro caso, rechacemos una paternidad que nunca fue.
Tradiciones…?
De la vieja guardia de intelectuales setentistas, Walsh, Carri, Ortega Peña, Milcíades Peña, queda poco. Tal vez sólo Bayer y Viñas recojan, todavía hoy, algo de aquella pasión y la vuelquen en libros de historia. No estaría de más releer textos como La Forestal de Gastón Gori o Los vengadores de la Patagonia rebelde, de Bayer. Poco citado, Milcíades Peña es el padre negado de la mayoría de las ideas «modernas» que andan circulando bajo otros nombres. Sin embargo, su prosa indignada se juzga exceso verbal. Se ha puesto de moda la inflexión barroca, la frase ampulosa que no dice nada, la crítica en potencial. Incluso quienes se creen críticos de la historiografía actual rinden tributo a los «hermanos mayores» y abominan de una tradición a la que se mira con el desdén con que los «modernos» miraban a la edad media.
Un par de compañeros han salido a la palestra en defensa de esa tradición,[16] entendiendo que ella contiene una perspectiva que está hoy ausente en el resto de la producción intelectual. Clasifican así a toda la historiografía argentina según sea «historia para dominar» o «historia para liberar», siendo la primera aquella al servicio de la generación de la hegemonía de la clase dominante y la otra la que dota al pueblo de un instrumento de lucha. Al margen de un tono populista manifiesto, de la arbitrariedad dicotómica de la clasificación, de la dudosa realidad de la tradición de la «historia para liberar», de la no menos dudosa filiación de muchos de sus miembros, de la generosidad excesiva con el revisionismo (que era, en general, una «historia para dominar»), interesa fijar la atención en algunos puntos centrales del escrito. Sobre todo en la caracterización errónea de la orientación ideológica de la historiografía académicamente dominante y en la vaguedad de la formulación «historia para liberar».
Pozzi y Salas pretenden demostrar que los herederos de la historiografía liberal son los actuales descendientes de José Luis Romero (incluyendo a Halperín Donghi), siendo a su vez una continuación de Mitre y López. Así, todos los que no hacen «historia para liberar» son liberales, valga la contradicción, repitiendo una fórmula cara a la hagiografía peronista que gusta de unificar a los críticos bajo la común denominación de gorila, sea Alvaro Alsogaray, sea el Che Guevara. Y lo que esta maniobra tan poco sutil impide ver es que la corriente intelectual que hoy domina académicamente poco tiene de liberal. Es, hablando claramente, socialdemócrata. Y se afianza plegándose a la ola mundial de defenestración del marxismo (con el que no se deja de coquetear, sobre todo cuando el auditorio así lo exige en universidades extranjeras o en reportajes «para la tribu»…) al mismo tiempo que criticando a una historiografía liberal que, lejos de morir, está más vital que nunca, no sólo porque Cortés Conde, Díaz Alejandro, Gallo y Botana, son los autores de varios de los textos más significativos de los últimos años, sino porque el discurso histórico liberal, aquel que pretende que la Argentina entró en decadencia en 1930 por la presión del «estatismo» (según la brutal pero pedagógica formulación del «ingeniero»), es el discurso socialmente dominante.
Esta incapacidad para reconocer las características básicas del campo en el que debe moverse una propuesta que intente ser superadora, va de la mano con la indefinición de los objetivos de esa práctica: «historia para liberar». ¿A quién? ¿De qué? ¿Para qué? Son preguntas cuyas respuestas son la clave para saber «qué hacer». El objetivo político de la socialdemocracia puede verse en sus ilusiones y sus realidades (generalmente el espacio que queda entre la oposición y el poder). Las expectativas que rodeaban el ascenso de la socialdemocracia europea pueden fácilmente contrastarse con la desazón que rodea al «progresismo» del primer mundo en la era Berlusconi, cuyo fantasma recorre Europa a pesar de las derrotas electorales. No es sólo el haber asumido el ajuste capitalista como tarea propia. Es también haberse beneficiado con las migas de la plusvalía que una imágen ético-biologista muy de moda gusta llamar corrupción. Los mejores miembros de esta tradición o bien abandonaron el campo intelectual (refugiándose en la producción «académica»), o bien denunciaron la traición y esperan con cierta amargura la hora de una nueva apuesta. Los peores son agregados culturales de alguna embajada, miembros del staff permanente de alguna dependencia oficial, empleados de ministerio, etc. Pero no hay que confundir los tantos: más allá de coincidir o no, la socialdemocracia intelectual tenía un proyecto político atado al alfonsinismo, que no era liberal. Era, sí, capitalista: repetir en Argentina la experiencia de Felipe González en España. No coincidir con este objetivo puede ser bueno o malo según sea lo que se proponga en contrario. No proponer nada es peor.
Y lo que Pozzi y Salas eluden es una definición clara de objetivos: ¿liberar a quién?, ¿de qué?, ¿para qué?[17] En efecto, ¿qué es esta historia para liberar? Vista en general, aparece como una «melange» de autores diversos, algunos con fuertes contradicciones entre sí, cuya única comunión pareciera ser el haber protestado alguna vez (aunque no siempre contra el mismo objeto y por las mismas razones). Si ese es el denominador común que constituiría una historia dueña de potencialidades como las enunciadas por los autores reseñados, huelga decir que toda la historia socialdemócrata es «para liberar». Porque ese denominador común ni siquiera se distingue por su anticapitalismo. Y esta es, sin dudas, la mayor debilidad de la propuesta: frente a una toma de posición clara, compartible o no, de las historiografías liberal y socialdemócratas, lo que se opone es un conglomerado amorfo que no puede jamás convertirse en alternativa. La consecuencia lógica de estos planteos es la carencia de una posición teórica firme que pueda sostener tanto una mejor práctica intelectual como una posición política más adecuada.
Sólo una propuesta respaldada por una sólida teoría y objetivos políticos claros puede dar luz a una historia nueva, que resulte útil a la hora de pelear contra el capitalismo. Si se adopta la decisión de luchar contra el capitalismo el objetivo sólo puede ser el socialismo y la teoría, el marxismo. La única opción seria a una historia liberal o socialdemócrata es una historia marxista. Y desarrollar una historia marxista es mucho más complejo que citar algunos autores famosos y hacer historia oral.
Cambalache, o la era de acuario
«Esta concreta extravagancia, según mi opinión, se ha materializado enormemente en una capa social determinada, la lumpen-intelectualidad burguesa: se trata de aspirantes a intelectuales, cuya formación intelectual de aficionados los desarma ante absurdos evidentes y disparates filosóficos elementales, y cuya inocencia en la práctica intelectual los deja paralizados en la primera telaraña de razonamiento escolástico con la que topan; y burgueses porque, si bien muchos de ellos quisieran ser «revolucionarios», son sin embargo ellos mismos el producto de una particular «coyuntura» que ha roto los circuitos entre la intelectualidad y la experiencia práctica (tanto en los movimientos políticos reales como en la segregación impuesta por las estructuras institucionales contemporáneas), por lo cual son susceptibles de efectuar imaginarios psicodramas revolucionarios ‑en los cuales cada uno supera al otro en la adopción de feroces posturas verbales, mientras que de hecho recaen en una muy vieja tradición de elitismo burgués para la cual la teoría althusseriana está hecha a medida. Mientras que sus antecesores intervenían en la política, ellos tienden más a menudo a apartarse de ella, encerrados y aprisionados en su propio drama, o a ser, como se ha dicho, «emigrados interiores». Sin embargo, continúan teniendo una importancia práctica considerable en desorganizar el discurso intelectual constructivo de la izquierda y en reproducir continuamente la división elitista entre teoría y práctica.»
(E. P. Thompson, Miseria de la teoría)
Hace poco hizo su aparición un libro que pretende poner en cuestión el conjunto de la historiografía universal[18] intentando demostrar su agotamiento definitivo. Pretende también constituir un desafío frontal y sin concesiones contra la institución «historia» y su inscripción académica, postulando la incapacidad de la misma para hacerse cargo de la emergencia de la problemática de la alteridad radical. El análisis de un texto de Tulio Halperín Donghi[19], vendría a demostrar la absoluta caducidad de lo que O. denomina «problemática racional en la historia», al menos en lo que atañe al capítulo argentino de una crisis de más vastas extensiones, una verdadera catástrofe universal.
O. comienza su narración de una manera extraña y sorprendente, con una afirmación que debió ser mejor fundamentada: el discurso histórico estuvo durante más de dos siglos ligado al estado, tanto el discurso «oficial» como el «alternativo». Toda historia estaba ligada indefectiblemente al estado-nación y, por lo tanto, a su suerte. Si los dos siglos precedentes fueron el auge del estado, fueron, consecuentemente, el del discurso histórico. La crisis actual del estado-nación supone, simétricamente, la del discurso. Así, un mundo sin estado supone un mundo sin historia. Este es el eje de todo el libro y, sin embargo, los autores se han guardado bien de probar este punto de partida. Nos han hecho, tramposamente, una petición de principio en la que se encuentra la misma conclusión.
Esto no es todo: a la crisis externa del discurso histórico se suma otra, la de su consistencia interna. La problemática se ha agotado por sí misma, en un juego extraño de autodestrucción: no puede explicar la aparición de la alteridad radical y, por lo tanto, no puede seguir disimulando la ausencia de una solidez de la que se vanagloriaba. Una nación… no hace más que ofrecerse como muestrario de los síntomas de tal agotamiento. La nueva problemática todavía no ha hecho aparición pero ella vendrá de la mano de la «novedosa» producción de Nietzsche, Heidegger, Barthes, Foucault, Althusser, Castoriadis y, dios de dioses, Badiou. La problemática post-racionalista permitirá pensar de otro modo y dar cuenta del nuevo «mito fundacional», el acontecimiento.
O. establece cuáles son las coordenadas de la problemática racionalista: 1. el discurso histórico tiene una unidad porque tiene un objeto, la historia, presentado como unidad y, por lo tanto, despliegue de una sustancia, de su ser en potencia a su ser en acto; 2. es racionalista porque está organizado según el principio de razón, sea el de la razón subjetiva (todo efecto consistente es efecto de la racionalidad del sujeto), sea el de la razón estructural (todo efecto consistente encuentra su razón en el automatismo estructural); 3. el discurso histórico se presenta como representación (representa la historia en sí, como reconstrucción y, por lo tanto, se conoce algo cuando se da su razón); 4. la unidad de la historia se garantiza mediante los métodos solidarios de empirismo y racionalismo; 5. el progreso historiográfico se concibe como apropiación progresiva del reservorio documental; 6. la doctrina del signo es la concepción del lenguaje adoptada para el funcionamiento del dispositivo historiador (la fuente es representación de lo efectivamente acontecido).[20]
Si estas son las coordenadas de la problemática racionalista, cuando un texto que pueda considerarse como «bíblico» sea incapaz de resolver el problema que se plantea, nos encontraremos, «evidentemente» ante la ruina del «dispositivo historiador». En este punto aparece Una nación …, colocado simultáneamente en el lugar de acusado y acusador. Así, Halperín surge como la figura máxima de la historiografía nacional y como eje de todos los debates (en «casi todos los campos de la historia argentina»[21]). Siendo la autoridad máxima de la «comunidad de pares», Halperín aparece como un observatorio ideal desde el cual juzgar al conjunto de la historiografía nacional (y dado que no se trata más que de un capítulo de la historia mundial, también puede ser, sin problemas, un portador de síntomas de la producción intelectual de todo el planeta). Construido de esta manera el objeto de análisis, se debe proceder a buscar los «síntomas» de la crisis.
Así, la primera muestra de la enfermedad, el primer síntoma, lo constituye la incapacidad de Halperín para dar razón del surgimiento del Estado argentino. Dado que el automatismo de la estructura parece no funcionar como explicación y que tampoco la razón subjetiva («los proyectos») triunfa, el Estado aparece sin razón alguna. Esta incapacidad de «dar razón» es prueba de que una grieta fundamental se ha abierto en el corazón de la práctica historiográfica. Pero, esa grieta se agranda cuando vemos que el texto procreado por Halperín no puede generar un lector acorde con lo que se espera de un libro de historia. Halperín desmitifica, destruye panteones, no cita las fuentes, se despreocupa del material erudito. La hemorragia es ya generalizada: Halperín no escribe mal, su «barroquismo» es síntoma de decadencia, de incapacidad para «dar razones». Esa incapacidad de enunciación se confirma porque el autor no coloca el cuerpo, no es un yo ni un nosotros sino un «se». El enfermo ha muerto…
A pesar de la soberbia inútil que se encuentra página tras página, soberbia que tiene como sustento la pretensión de haber descubierto la piedra filosofal de la historia y tratar a todo el mundo de idiota útil[22], el libro hace gala de un rigor que no tiene y que se manifiesta desde la relación establecida entre historia y estado-nación: todos han sido cómplices del Estado. Después de despacharse con semejante proposición sin mayor prueba que frases tales como «Todo parecería indicar…», se plantean otras relaciones no probadas, como la que establece que todo barroquismo es síntoma de decadencia. En tanto estas afirmaciones son el eje del texto, debió haberse exhibido alguna prueba de la veracidad de las mismas. Al menos remitir a algún cuerpo de conocimientos verificables y accesibles, que permitiera dar alguna solidez a tales afirmaciones. Resulta patético ver a alguien que muy suelto de cuerpo señala el fin del mundo a partir de peticiones de principio sólo sostenidas por frases de Borges o anécdotas protagonizadas por desconocidos.
Más grave aún es la afirmación de que toda la historiografía mundial debió su prestigio a su complicidad decidida con el Estado-Nación, metiendo en la misma bolsa a Ranke y Marx, a la historiografía oficial británica y a Edward Thompson, a Gramsci y la vulgata fascista, al chauvinismo racista americano y a Eugene Genovese, a Trotsky y el stalinismo, a Milcíades Peña y Bartolomé Mitre. No sólo es grave porque se insulta sin fundamento a muchos intelectuales notables,[23] sino porque introduce una forma de pensamiento cara a los autores sobre los que O. se asienta: el poder y su oposición son funcionales. De tal manera, el poder lo es todo y cualquier resistencia es inútil, porque ella no hace más que reforzar el poder. Foucault y su absurda política vuelven, esta vez también, como farsa.
Esta última conclusión se reafirma con el tratamiento que O. da al concepto de «problemática»: nadie puede salir de la problemática en la que habita. Por sobre todo, por deducción de lo anterior, la problemática es una sóla: no hay lugar para oposición puesto que la oposición misma pertenece a la problemática. Para peor, la problemática se desarrolla sola, nadie puede abrir o clausurar una problemática, se es su prisionero. Cuanto más, lo que puede hacerse es interpretar los síntomas de su agotamiento, pero aún así se sigue en sus límites puesto que sólo una ruptura puede agotarla. En este caso, Halperín oficia el lugar de borde, de texto sintomático, O. el lugar de denuncia del agotamiento de la problemática y luego deberá venir quien sea el iniciador de la nueva problemática, el primer post-racionalista.[24] Ahora, una vez que uno mismo se ha entregado en esclavitud, ¿cómo puede reivindicarse libre? ¿Cómo podemos estar seguros de que O. constituye el momento de denuncia del agotamiento y no más bien una nueva vuelta de tuerca, una nueva «astucia» de la problemática? El lugar del sujeto que conoce ha sido eliminado, colocado en la posición de la representación de un drama «a puertas cerradas» donde la posibilidad de hacer otra cosa es nula. En tales condiciones, se hace imposible cualquier afirmación. Para ser coherente, O. debió haberse callado.
A pesar de ello, prefirió seguir adelante, «inventando» la problemática racionalista[25]. Tratando de rehuir del sesgo irracionalista que esto pudiera tomar, se asume que en realidad se trata de aceptar que existen «razones» y no «razón» (con lo cual, la nueva problemática, paradójicamente, seguiría siendo racionalista…) El desemboque hacia un historicismo subjetivista e idealista se hace evidente, aunque los autores no lo desarrollen.
Si analizamos la «acusación» a la problemática racionalista veremos con más claridad este idealismo absoluto que señalamos como la característica más marcada de esta forma de razonar que O. tipifica hasta el hartazgo: el primer punto que caracteriza a la problemática, el tener un objeto, está, como todos los otros, cuestionados, pero no se nos señala por qué. La nueva problemática, la que gracias a Badiou vamos a disfrutar, ¿propondrá una historia que carezca de objeto? El segundo no es menos arbitrario: ¿por qué se supone que la problemática sólo puede albergar bien la razón estructuralista, bien la del sujeto? ¿Ignora O. (como ignora todo el althusserismo y todo el estructuralismo francés del que está intoxicado) que la historiografía marxista, desde el mismo Marx, ha hecho de la lucha de clases el eje del análisis social? Y los resultados de la lucha de clases no pueden deducirse ni de la estructura ni de los sujetos sino de la lucha misma. Ni Althusser ni los estructuralistas entendieron jamás este tema. ¿Cómo iba a entenderlo el posalthusserismo del subdesarrollo?
En torno al tercer punto, la nueva problemática evitará la historia como reconstrucción? Cómo sería algo así es difícil de adivinar, toda vez que O. sugiere que «reconstrucción» equivale a cualquier forma de mención al objeto del que se habla. El quinto es sin duda una nueva arbitrariedad propia de alguien que conoce poco de lo que está hablando: ¿puede decirse que, por ejemplo, el aporte de la historiografía marxista consistió sólo en «rellenar» el archivo?[26] ¿En qué se está pensando cuando se dice esto? Nuevamente nos encontramos con afirmaciones fuertes que, a juicio de O., no hace falta probar. El cuarto y el sexto son de una arbitrariedad tal que no merecen ser discutidos. Armada, inventada sin fundamento alguno, sin prueba alguna, sin análisis de casos que pudieran al menos indicar que se habla de algo que realmente existe, esta «historia» pasa al banquillo de los acusados.
El acusado no es Halperín ni Una nación…, sino lo que la comunidad de pares reconoce allí. Así, se nos insiste que no se habla sobre el autor, pero toda la significación del texto no depende del texto mismo sino de que fue escrito por Halperín. Para eso es necesario constituirlo en la representación arquetípica de toda la historiografía argentina. Pero, ¿es Halperín tan representativo? ¿Qué tiene de Halperín la producción de la gente de CICSO (Marín, Balvé, Podestá, Iñigo Carrera)? ¿Y los que se nuclean en torno a Pablo Pozzi y Alberto Pla en Buenos Aires y en Rosario? ¿Y los que desarrollaron la historia agraria como Pucciarelli, Flichman y Murmis? Aún más, ¿Milcíades Peña, Frondizi, los intelectuales ligados a Contorno? ¿La vertiente neoliberal (Gallo, Cortés Conde, Botana)? ¿El revisionismo? Aún aquellos que con gusto se filiarían a partir de Halperín señalarían importantes divergencias con su obra. No hay que confundir el prestigio actual de Halperín para algunos miembros de la «comunidad de pares» con su influencia real. Hoy, la mayor parte de la producción historiográfica cae fuera de las temáticas preferidas de Halperín (centralmente, la historia política del siglo XIX, de Mayo a Roca): la historia del movimiento obrero y de los sectores populares, sobre los que Halperín jamás dijo palabra, la historia rural pampeana, sobre la que lo poco que dijo no es tenido en cuenta por nadie, los estudios sobre la clase dominante, donde su posición es discutida incluso por aquellos que más lo admiran, la historia colonial, que no sigue a Halperín ni tienen mucho que esperar de él. Halperín ya fue: su tarea se agotó en el desmonte del imaginario revisionista y hoy, por mucho que se lo aprecie, los caminos seguidos por la historiografía van por otro lado.[27] Sus intervenciones en la historia contemporánea, propios de la manualística vulgar, igual que las de José Luis Romero (a cuyas preocupaciones la historiografía actual y el mismo Halperín le deben más que a este último) pierden todo rigor cuando escapan a sus ámbitos preferidos (el siglo XIX argentino o la edad media europea) y están lejos de constituir un cánon a seguir.
Más grave aún es el hecho de haber constituido a Halperín en toda la historiografía, constituirlo en autoridad suprema: si Halperín no puede dar razón del estado, pues entonces la Historia no puede hacerlo. ¿Es necesario señalar que esto es arbitrario? Peor aún, no sólo Halperín habla por todos sino por la realidad misma: si Halperín no puede dar «razón» del estado, no sólo la historia no puede sino que los hechos mismos no pueden obedecer a lo que la problemática racionalista supone. Si Halperín duda, entonces, la historia misma, «sin duda alguna», «indudablemente», obedece a la lógica propia de la alteridad radical y la aparición del estado argentino es un «verdadero» acontecimiento. Lo que esto revela es la confusión notable entre la realidad y el discurso sobre la realidad, por la vía de la eliminación de la realidad misma. Si O. quiere introducir la problemática de la «alteridad radical» en la historia, lo que necesita es hacer una investigación sobre la realidad y demostrar que el surgimiento del Estado Argentino no puede explicarse a partir de las coordenadas de la problemática racionalista y que se entiende mejor a partir de otros presupuestos. Pero la realidad no es algo que inquiete a quien habita en las nubes de la teoría… Este desdén por la realidad, esta forma de la teoría que se basta a sí misma, que no necesita justificarse más allá de sí, es la marca de fábrica del universo intelectual que gira en torno a los peores vicios del althusserismo que O. ha copiado con total servilismo.
Una vez construido Halperín, a quien, en lugar de criticar se termina constituyendo en la octava maravilla de la historiografía argentina, se procede a construir Una nación… empezando por afirmar que el texto es lo que no es: el texto no es un estudio sobre el surgimiento del estado ni de la nación.[28] El texto habla sobre algunos intelectuales y sus vicisitudes con el poder. De tal manera, Halperín no tiene por qué dar cuenta del surgimiento del Estado, con lo cual el desajuste que constituye un síntoma, no es tal.
Los otros «síntomas» pueden ser evaluados de la misma manera: ¿el lector no se puede ubicar frente al texto porque Halperín vacía el panteón? Falso: allí está Sarmiento y, si se lee bien, también está Alberdi. ¿El erudito no se siente cómodo? Falso: un erudito está cómodo cuando se encuentra con otro.[29] ¿Halperín no cita? Cierto: pero, aunque no se quiera pensar en esta posibilidad, esa es la marca Halperín.[30] Por otro lado, lo que Halperín cuenta en Una nación… es conocido por todos (al menos por aquellos que tienen alguna idea de la historia argentina de ese período…) ¿Cuál es el sentido de citar lo que se reconoce a simple vista? El problema surge cuando no se conoce ni la obra de Halperín ni el período sobre el que habla…
El resto de los «síntomas», el estilo de la prosa de Halperín y la posición que ocupa el autor, también pueden fácilmente explicarse por una remisión a sus cualidades. O. reconoce esta posibilidad pero la descarta sin probar que no es la clave. Y ese es el punto: para que lo que aparece como síntoma pueda considerarse como tal es necesario probar que lo es. O. no se preocupa por nimiedades, le basta decir que la posibilidad de que tales datos constituyan síntomas resulta «Mucho más activo…»[31] Es más, tramposamente, O. excluye la posibilidad de una lectura en clave de autor con la misma actitud de paranoia con la que declara que el «lector racionalista» es un «no lector».[32] Se cierra un círculo en el que no queda otra posibilidad que aceptar su posición. El mecanismo es sencillo: se dictamina la verdad sobre un objeto inexistente y luego se procede a adecuar los datos materiales, voluntariamente escogidos, a la voluntad de quien escribe. Luego se eliminan todas las salidas posibles sin examinarlas. El último paso es la tortura del texto para hacerle decir lo que no dice. Por ejemplo, para que Halperín aparezca contradiciéndose a sí mismo, titubeando en el momento de dar razón sobre el estado argentino, se intenta hacer creer que en algún momento parece afirmar que la razón subjetiva es la causa. O. cita:
«Según esta mirada autocontemplativa -planteada ya en la introducción:
«el progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia»[33]
Entonces, Halperín pareciera decir aquí que los proyectos son la causa de la aparición del Estado. Sin embargo, O. se olvida que el párrafo comienza de otra manera:
«La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer realizada una aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso…»
Si se lee con cuidado, Halperín no está diciendo que en Argentina los proyectos dieron cuenta de la realidad: eso es lo que los intelectuales extranjeros (y los protagonistas) que examinaban la historia argentina creían y, precisamente, Halperín quiere desmentir. La excepcionalidad argentina no radica en que allí se realizó esa «aspiración» sino que allí «iba a parecer realizada». Halperín no afirma en ningún momento que los proyectos crean el estado. Si alguna razón aparece en el texto, es la estructural: cualquier proyecto tendrá que tener en cuenta la realidad económica y las fuerzas sociales que ella origina. Todo proyecto que no las tenga en cuenta está condenado al fracaso: si trazamos el arco de las esperanzas, desde la locura metafísico-católica de Frías hasta el racionalismo burocrático de Roca, es visible en Una nación… cuáles son las coordenadas que determinan la ubicación correcta. Recién a partir de Sarmiento comienza el universo de proyectos «realistas»: si el ídolo de Halperín fracasa, no es claro que su oponente lo haga. Por el contrario, Halperín y su ídolo reconocen la victoria de Alberdi.[34] Si la falta de «cintura» política le impidió a éste último recoger los frutos, Mitre y Roca sabrán capitalizarlo mejor. Pero jamás será porque ellos hayan «creado» algo, porque den «razón» de la historia: ésta sólo obedece a ese bulto esquivo pero determinante, la élite económico social y la realidad económica que la ha creado. Más que oscilar entre «razones» Halperín se acerca peligrosamente al materialismo vulgar.
El libro de O. se cierra con una confesión de impotencia: no se puede saber si se ha abierto otra problemática, pero, la confianza en el agotamiento de la actual permite esperar el futuro con tranquilidad. Badiou, más tarde o más temprano vendrá a traernos la felicidad y la sabiduría en una nueva era anunciada con la misma pasión mesiánica que los promotores de la era de acuario…
La peor consecuencia del texto es que no ha sabido interpretar las raíces de la actual crisis de la historiografía argentina. Ha ascendido a los cielos de la metafísica y ha fracasado en traer alguna respuesta. Se presenta como revolución contra la «institución» académica pero termina señalando que, de la mano de la sicología y consortes se inaugurará una nueva época, con lo cual todo el enfrentamiento con la «institución» se limita a un enfrentamiento «institucional», una problemática contra otra, una institución contra otra.[35] Ningún planteo político fue siquiera insinuado. Los «enemigos» son entelequias desprovistas de contenido social: «la institución» académica, «el estado», la «problemática racionalista». No es extraño entonces que todo transcurra al nivel de las ideas: no existe la sociedad, las clases, la lucha, el conflicto. La inmensa rebelión a la que nos convoca se consume en un típico sicodrama revolucionario a los que nos tiene bastante acostumbrados cierto sector del «progresismo».
Posiciones
El recorrido elegido a través de los textos ha bordeado dos temas centrales: el primero, el de la «responsabilidad de los intelectuales», por recoger algo del eco de figuras tan queridas como Chomsky y Sartre; el segundo, la crisis de la historia como práctica intelectual. ¿Qué debemos hacer los que pretendemos ser «intelectuales» en esta coyuntura y, por lo tanto, como debemos encarar nuestra labor específica, la historia? Hay allí varias cuestiones de primer orden, que exigen toma de partido. En principio, cualquier posición es válida, en tanto que tan legítimo es hacer historia por placer como por obligación moral o política. Nadie puede decir qué tipo de historia hay que hacer. Pero, en cualquier caso, hay que hacerse cargo, reconocer el lugar en que uno se ha colocado y ser consciente de lo que ello significa. No habitamos una torre de marfil ni moramos en el aire. Para bien o para mal nos inscribimos, por acción u omisión, en un combate que se libra fuera de los recintos académicos, una lucha que involucra a la sociedad toda y, por lo tanto, a nosotros mismos. Y no tomar partido es tomarlo de la peor manera. Por lo tanto, quien elige festejar en momentos como éste se equivoca. Lo mismo que quien prefiere desvariar en el Olimpo. Aunque más noble, la necesidad de buscar una tradición que nos haga sentir menos solos en esta hora tan triste, no alcanza para trazar una perspectiva de futuro. No se suma al carro de los triunfadores, pero se hace poco por trabar sus ruedas.
Para poder hacerlo es necesario tomar partido por un conjunto de ideales que representen la promesa de un futuro diferente y trazar desde allí las necesidades de la teoría y la historia en esta coyuntura específica. No es necesario demostrar que la sociedad existente, el capitalismo, no puede resolver la mayoría de los grandes problemas en ninguno de los mundos posibles o imposibles. Puede haber fracasado una experiencia histórica pero ello no alcanza para invalidar la insatisfacción frente a este estado de cosas ni para impedirnos pensar en un futuro diferente. Y para bien o para mal, si puede ser cierta la crisis de los grandes relatos, hoy por hoy no es menos cierta la crisis de las críticas a esos grandes relatos. Todo lo que las críticas al socialismo puedan tener de verdadero, lo tiene también el que ninguna de ellas pudo reemplazarlo como pensamiento de lo real ni como potencialidad utópica. Entonces, declararse socialista no sólo puede ser una exigencia moral: es sobre todo, la conclusión lógica de cualquier exámen honesto de la historia reciente.
Si el socialismo como ideal sigue en pie, la teoría que lo imaginó con más fuerza no puede ser desechada con tanta sencillez. El marxismo, más allá de las críticas, ha aportado más de una verdad a nuestro cuerpo de conocimientos presentes, sobre todo aquella que señalaba que el capitalismo no podía resolver los problemas de la humanidad. ¿Hace falta probar esto? Millones de muertos por la miseria capitalista en todo el mundo (incluido el «primero» al que hemos venido a pertenecer por la decisión delirada del payaso de turno) se levantarían indignados ante la menor exigencia de prueba. Pero también, aquella otra que veía al desarrollo social como un proceso de expropiación paulatina. ¿Hace falta demostrar que la concentración de capitales existe, en la era de las super multinacionales? Pero aún más: ¿es necesario remarcar la existencia de las clases sociales en el momento de la más sangrienta avanzada de la burguesía sobre todos los explotados por el capital? En otros planos: ¿puede sostenerse alegremente teorías de la «democracia a secas», desligadas de todo anclaje socioeconómico cuando un puñado de capitalistas cambia de la noche a la mañana un programa económico votado por millones? ¿Puede, tranquilamente, soñarse con experimentos socialdemócratas ya fracasados en sus países de origen? Quien criticaba al marxismo de «economicismo» debería repasar la historia europea y latinoamericana de los últimos años. Lamentablemente, el capitalismo sigue siendo aquello que Marx analizó hace mucho.
Si esto es así, si podemos definirnos socialistas y pretendemos ser marxistas, las tareas son de dos tipos: primero, recomponer la relación entre política e historia; segundo, reasumir el acerbo teórico constituido por la tradición marxista. Tengo muy en claro que decirlo es más fácil que hacerlo y que no podría colocar mi propio trabajo como ejemplo. Hacer una historia más vinculada a la problemática política implica asumir los problemas que la realidad actual plantea, posponiendo aquellos que una práctica académica propone. Esto es particularmente difícil porque no hay interlocutores fuera de los ámbitos universitarios. No hay «demanda» externa, lo que contrasta con la contención que brinda el aparato institucional armado durante estos años. Pero ello no nos exime de hacerlo. Recuperar el diálogo entre historia y política significa también pensar seriamente la militancia partidaria, tan defenestrada hoy día.
El segundo aspecto se presta mejor a las características de la coyuntura: recuperar la tradición marxista significa leer a los «clásicos» y a los no tanto, con ánimo de discutirlos como herramientas de trabajo, como instrumentos para el análisis de la realidad. Parece claro que la mayor parte de los estudiantes de historia no tienen idea de textos como El Capital, incluso aquellos que se pretenden marxistas. Abundan las lecturas de segunda mano y escasean los ámbitos de estudio y discusión. Pero nada de esto serviría si luego no aplicaramos esos desarrollos en el análisis de la realidad histórica argentina, tan pobre en resultados desde esta perspectiva teórica. No hay, actualmente, una historia que pueda reivindicarse marxista, aunque haya historiadores que sí lo son. La historia que se dice ligada al marxismo «inglés» es en realidad, su caricatura. Areas enteras de la historia argentina, hoy de crucial actualidad, carecen de estudios serios: ¿qué hemos hecho los historiadores socialistas para aclarar el sentido de la actual reestructuración capitalista? Poco, muy poco.[36] Reinstalar en las discusiones historiográficas conceptos como clase, lucha de clases, discutir las concepciones dominantes del estado, o criticar la pobreza de los análisis económicos que en el mejor de los casos son puro keynesianismo de café, no es una mala manera de contribuir al resurgimiento de la teoría.
Pero la clave es la política. Sin una apuesta política que guíe la labor intelectual, surge la carrera académica como un fin en sí mismo, el viaje «iniciático» a universidades extranjeras, el «papelito» como certificado de méritos intelectuales. Esta concepción, que guía la enseñanza de la historia en la mayor parte de las universidades argentinas, condiciona el futuro de los alumnos como intelectuales. La universidad se ha transformado en una autopista hacia un incierto éxito como «carrerista». El alumno, acicateado por un espacio que se estrecha a medida que avanza la reestructuración menemista, se desespera por el «certificado», por el «título», la «maestría», el «curso». Producir «artículos» (que serán publicados dos y más veces en revistas extranjeras con el sólo trámite de cambiarles el título) es más importante que producir ideas. La misma disciplina en Filosofía y Letras no es más que un inmenso relato que hay que deglutir y saber escupir a tiempo en los exámenes, exactamente igual que antes, con la diferencia que ahora es un relato socialdemócrata.
Se dirá que esta es una propuesta de alcances limitados: no sirve a quienes no son socialistas o marxistas. Es cierto, pero no pretendo hablar por todos y para todos.[37] Que resuelvan su crisis los socialdemócratas. Que sigan festejando los que quieran festejar o vagando por el éter los sofistas. Los socialistas marxistas debemos preocuparnos por otras cosas. No por destruir las «academias»: la investigación científica es útil y necesaria. La fiscalización de los conocimientos adquiridos también lo es. Lo preocupante es cuando esas cosas se transforman en un fin en sí mismo. Cuando contemplar el mundo se vuelve el único objetivo válido. Porque, de lo que se trata, es de transformarlo.
Notas
[1]. «Touraine en Buenos Aires, noviembre 1992», en Punto de Vista, nro. 45, abril 1993, p. 40
[2]. Ema Cibotti: «El aporte en la historiografía argentina de una «generación ausente», 1893-1993″, en Entrepasados, nro. 4-5, 1993.
[3].Pozzi, Pablo: Oposición obrera a la dictadura, Contrapunto, 1988; Salas, Ernesto: La resistencia peronista: la toma del frigorífico Lisandro de la Torre, CEAL, 1990; Mangone, Carlos y Warley, Jorge: Universidad y peronismo (1946-1955), CEAL, 1984; Warley, Jorge: Vida cultural e intelectuales en la década de 1930, CEAL, 1985; Tarcus, Horacio: «La visión trágica en el pensamiento marxista argentino: Silvio Frondizi y Milcíades Peña», en El cielo por asalto, nro. 5, otoño 1993.
[4]. p. 16
[5]. Una larga lista de títulos podría oponerse a esta afirmación. Consúltese como ejemplo los reseñados por Mirta Lobato y Juan Suriano en el artículo del que hablamos más adelante.
[6]. p. 10-11
[7]. p. 12. Cursivas en el original.
[8]. p. 11
[9]. Véase, por ejemplo, PEHESA: «La cultura de los sectores populares: manipulación, inmanencia o creación histórica», en Punto de Vista, nro. 18, agosto 1983 y «¿Dónde anida la democracia?», en idem, nro. 15, agosto-oct. 1982
[10]. Como el texto de Hobsbawn sobre la tortura, aparecido en el último número.
[11]. Ibid. p. 58
[12]. p. 41
[13]. Prólogo de Engels a Las luchas de clases en Francia, de Marx, edición de Claridad, 1973, p. 15
[14]. Una aclaración no viene mal: la «reflexión» de Thompson no tenía que ver con las «dificultades en torno a la aplicación de las categorías marxistas en otros períodos históricos». El historiador inglés se rechazaría semejante motivación intelectual. Su preocupación era el combate contra la sociología británica y su apología del capitalismo como sistema perfecto. La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra no debate con marxistas sino con funcionalistas y teóricos del desarrollo, para mostrar que la marcha del capitalismo sólo podía seguir adelante mediante la miseria y el dolor de la mayoría de la humanidad. Al mismo tiempo, quería afirmar la esperanza en la utopía, porque, lejos de aceptar pasivamente la transformación de sus vidas, la gente resistió y aunque tal resistencia no diera por resultado la eliminación del capitalismo no por eso dejaba de testimoniar el rechazo a tal tipo de sociedad.
[15]. Sobre el aporte de Hobsbawn, ver Hilda Sábato, «Hobsbawn y nuestro pasado», en Punto de Vista nro 46, donde la misma autora reconoce la poda que efectuaron a un árbol que queda completamente mutilado: «Pusimos en duda, primero y luego rechazamos una filosofía de la historia que otorga un sentido preciso y progresivo a la marcha de las sociedades, así como el postulado de la existencia de sujetos portadores del cambio histórico.» p. 16
[16]. Pozzi, Pablo y Ernesto Salas: La historia argentina, el revisionismo y la búsqueda de hegemonía cultural, Cuadernos del Centro de Estudios Universitarios José Carlos Mariátegui, nro. 1, oct. 1992
[17]. Hagamos abstracción de la desafortunada connotación manipuladora de la expresión «historia para liberar». La historia sirve a quien la hace y su utilidad depende de lo adecuado de los objetivos políticos del historiador y de su capacidad como científico. Lo único que el historiador que intenta estar presente en la lucha popular puede hacer es tomar partido en favor de ideales sociales superadores, una toma de partido profunda que sea capaz de escapar a las desilusiones momentáneas. Pero allí no termina todo: la historia, como toda ciencia, necesita responder a criterios, métodos, conceptos y teorías desarrolladas a partir de un trabajo conciente, que no se adquieren sin estudio ni entrenamiento. Ser un historiador es tarea complicada, más aún si quiere ser marxista. No bastan las buenas intenciones. Y esto implica eludir tanto la tentación del populismo acrítico como del «iluminismo» académico. Ni una historia creada para el pueblo (como si este pre-existiera y, de hacerlo, careciera de todo reflejo histórico) ni una historia creada por el pueblo (como si la conciencia histórica fuera el producto inmediato de la praxis cotidiana, como si de la fábrica o el hogar surgiera por sí sola y bastara colocar allí el micrófono). Pozzi y Salas aciertan en colocarse del lado del pueblo. No es poca cosa en estos tiempos de tilinguería política. Pero fallan en dar por sentado la existencia de una corriente subterránea de historia «liberadora» a la que simplemente habría que adscribirse e invocar desde allí al pueblo ávido de liberación.
[18]. Oxímoron: La historia desquiciada. Tulio Halperín Donghi y el fin de la problemática racionalista de la historia, ed. del autor, Bs. As., 1993. El seudónimo oculta la autoría de un grupo de alumnos de la carrera de historia de Filosofía y Letras capitaneado por Ignacio Lewkowicz, docente de la mencionada institución. Respetaremos aquí el deseo de presentación del texto como tarea colectiva y, en adelante, haremos alusión a su autor como O.
[19]. Halperín Donghi, Tulio: Una nación para el desierto argentino, CEAL, Bs. As., 1982
[20]. p. 33-38
[21]. p. 47
[22]. Menos Althusser, Badiou y compañía, Halperín y, sobre todo, los miembros de Oxímoron…
[23]. Anotemos de paso que generalizaciones como esta muestran la lógica con la que actúa O., transformando un dato real (la organización de la vida, en los últimos dos siglos, ha estado enmarcada por el Estado nación) en una afirmación sin conexión evidente con aquel (todos los historiadores le rindieron secreto tributo al EN). Que la historia tendiera a contarse en un marco nacional (aunque habría que discutir semejante afirmación: los textos de Wallerstein, Dobb, Perry Anderson, Hobsbawn, la misma teoría de la dependencia, pueden catalogarse como textos de historia «nacional»?) no se deduce inmediatamente que rindieran tributo al Estado Nacional. Podría pensarse eso de la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky o El desarrollo del capitalismo en Rusia, de Lenin, simplemente porque sus textos hablan de Rusia? Cuál sería la forma de evitar hablar de una historia nacional? Cuál es la relación de «complicidad secreta» entre Los vengadores de la Patagonia trágica y el estado argentino? En el mismo sentido, cabría acusar a O. de connivencia con la reestructuración capitalista en marcha, por el simple hecho de escribir en momentos como éste. Se evidencia aquí una confusión elemental y torpe entre Estado y Sociedad, donde la segunda ha desaparecido en beneficio del primero.
[24]. Aquí O. se refugia en el futuro y elude el cuerpo a la crítica: ¿cómo podemos criticar una propuesta todavía inexistente, pero que desde ya se considera superadora? Por otro lado, ¿por qué la nueva problemática será mejor? Los poderosos influjos de la teleología más caprichosa sobrevuelan todo el texto…
[25]. Conviene aclarar que todo el texto tiene un fuerte tufo irracionalista, aunque se insiste en negarlo. El desarrollo intelectual que el grupo de autores elegidos por O. dió cabida, apunta, sin embargo, en ese sentido. Véase Ellen Meiksins Wood: The Retreat from Class, Verso, 1988, para el althusserismo y Perry Anderson: Tras las huellas del materialismo histórico, Siglo XXI, 1986, para Foucault, Derrida y Lacan.
[26]. Durante años historiadores de muy diferentes tradiciones insistieron en la necesidad de formular y resolver problemas que tuvieran una importancia actual y negarse a la pasión del folklorista. Con la facilidad de generalización, con su «segualismo» científico, O. podría señalar que Lucien Fevbre es lo mismo que Langlois-Seignobos, o que los tomos de la Academia se encuentran en la misma trama que David Viñas.
[27]. La mayor parte de la historiografía previa a la «restauración» democrática, en realidad, ha girado casi con exclusividad en torno al peronismo. Toda la obra de Halperín giraba en torno a la mitología peronista, con la que entabló un debate oblicuo: sus mejores trabajos esquivaron el período propiamente peronista, que sólo mereció ensayos de dudoso valor. Todos los deficits del análisis halperiniano sobre el movimiento peronista se hallan condensados en su nuevo (y más lamentable) libro La larga agonía de la Argentina peronista, editado por Ariel. Todos los lugares comunes sobre el radicalismo y el peronismo se suman a una visión de la crisis argentina que ha venido a coincidir con la que nos profetizó hace años Alvaro Alsogaray, rematado con un final que remeda la vulgata toynbiana.
[28]. Señalemos, de paso, que Una nación..., no es un texto que haya causado alguna revolución en el mundo historiográfico argentino, como sostiene O.
[29]. Un erudito no sólo sabría que todo lo que señala Halperín es fácilmente verificable sino que, haciendo caso a la nota * de p. 10, habría buscado la edición original, la venezolana (hay edición argentina), fácilmente accesible y se hubiera encontrado con el más documentado libro de Halperín: a las 101 páginas de la introducción suceden 463 de las fuentes sobre las que habla el texto, ordenadas de la misma manera y bajo los mismos títulos que la introducción, acompañadas, por si fuera poco, por 130 páginas de cronología.
[30]. Para que Una nación... constituyese un texto de ruptura (y no pudiera ser inscripto en el «estilo» del autor) sería necesario mostrar las novedades que presenta frente a los anteriores libros de Halperín. Una «lectura atenta» mostraría una notable continuidad de temas y estilo. Incluso el síntoma más caprichoso, la ausencia de citas, es difícil de ubicar como novedad: De la revolución de independencia a la Confederación rosista tiene un promedio de 0,20 citas por página frente a las 0,12 de Una nación... y a 1 de la obra más importante, Revolución y guerra. Sin dudas, La democracia de masas rompe todos los récords sin ninguna cita en 170 páginas. Es sugestivo que un texto tan importante como Revolución y guerra tenga un aparato erudito tan escueto en comparación con otros: La locura en la Argentina, de Hugo Vezzetti, con sus 345 notas para unas 230 páginas y un promedio de cita y media por página parece no haber podido sortear los peligros de la «problemática racionalista» a pesar de la tutela de Michel Foucault… Por otro lado, la tendencia a mostrar un aparato erudito abundante es más bien reciente en la historiografía argentina (hasta se podría decir que es extraño a los clásicos si recordamos la obra de José Luis Romero, Milcíades Peña o José María Rosas).
[31]. p. 122
[32]. p. 95, nota 19
[33]. p. 58
[34]. Halperín lo hace en página 44 y Sarmiento en la 140.
[35]. A esta altura del partido, ¿puede creerse que Foucault, Althusser, Nietszche, Barthes, Castoriadis y el mismo Badiou, no forman parte de la «institución»? Sobre todo Badiou, que dicta clases en esa «institución» (privada y capitalista) que es la Fundación Banco Patricios. No sólo son parte, sino más: una secta académica cuyo lenguaje esotérico sólo al alcance de iniciados está en brutal contradicción con la pretención de inaugurar una nueva época revolución mediante. Pero los seguidores son peores, sobre todo aquellos que juegan con las palabras. El elitismo del lenguaje esconde la ignorancia tras una pátina de barniz «culto»: si alguien «habla en difícil» es porque sabe… Esta pretensión (no más que eso) de «rechazo total» termina en la apología de la marginalidad como toda acción política válida. Carlo Guinzburg llama a la política que se desprende de esta posición «populismo negro». Notable definición, por lo correcta y por lo descriptiva, sobre una corriente que, cuando no hace política es inútil y cuando la hace es reaccionaria.
[36]. En este sentido, los trabajos de Nicolás Iñigo Carrera deberían ser más tenidos en cuenta.
[37]. Esta modalidad, la de hablar por todo el mundo, es típica de los programas televisivos donde se invita a cualquiera que tenga entre 15 y 25 años y se le hacen preguntas tales como ¿Qué piensan los jóvenes argentinos sobre…? En el ámbito de la historia está muy extendido, no sólo por «jóvenes» historiadores, sino por aquellos cuya madurez no los exime de responsabilidad.