El número pasado, explicamos que cuando los números no cierran, las patronales nos hacen pagar su crisis. Sin embargo, no dijimos todo: el asunto es más grave cuando el país en cuestión está lleno de parásitos ineficientes. Es decir, capitalistas que librados a la competencia, no pueden hacer otra cosa que perder. Eso es Argentina: un país de burgueses que producen en escala chica, tanto nacionales como extranjeros radicados, lo que da como resultado una productividad muy por detrás del promedio de todos los capitalistas del mundo. Un ejemplo claro: una sola planta automotriz en Japón produce lo mismo que once terminales acá. Una diferencia abismal. Eso significa que en Argentina producir cuesta caro: tanto para los más “grandes” como los más chicos. Y ni hablemos si sumamos los “costos laborales”: en el 2016, un trabajador argentino “costaba” 16,4 dólares, uno brasileño 11,5 y uno mexicano 7,1.
Ante este escenario, el Estado juega un rol central: una batería de transferencias de dinero sirve de inyección a una industria que, de otro modo, pierde. ¿La fuente de ese dinero? Fundamentalmente, renta agraria o deuda, pero también impuestos al consumo o salario. Lo grave es que todos esos subsidios no sirven para dar un salto productivo: apenas opera como tubo de respiración para un enfermo terminal. Prueba de esto es que una vez que el chorro se corta, los industriales se funden.
Así, a la salida del 2001, el kirchnerismo dilapidó riquezas y riquezas que ingresaron vía soja (en parte, a eso nos referimos cuando hablamos de renta agraria): entre 2007 y 2015, gastó un total de 27.380 millones de dólares en sostener con distintos programas industriales a pequeños, medianos y grandes capitales. Al mismo tiempo concedió beneficios a empresas por 5.380 millones de dólares. Una bestialidad. Se crea una carga cada vez más costosa y difícil de sostener. Todo para subsidiar la ganancia capitalista.
Ahora bien, ¿qué pasó en 2017, cuando la necesidad de sanear las cuentas y esperar una “lluvia de inversiones” supuso bajar este tipo de transferencias? Ya no alcanzaba para todos. Así, en 2017, los beneficios para las empresas bajaron de 5.000 millones de dólares a casi 444 millones. Los programas industriales bajaron de 5.900 a 2.300 millones. Y varios sectores entraron en crisis.
Pensemos en industrias como las metalúrgicas o las alimenticias. Un caso testigo es el de Cresta Roja: una pollería ubicada en Ezeiza que recibió subsidios y subsidios, y que fuera presentada como el “sí se puede” del gobierno nacional. Sin embargo, Cresta Roja ha pasado de manos en manos desde el kirchnerismo con una crisis latente. Sus nuevos dueños –Tres Arroyos- fueron claros: le “sobran” más de 1.100 empleados. O pensemos en el caso de metalúrgicas como Stockl (Burzaco) o Rapiestant (Isidro Casanova), metalúrgicas de entre 130 y 170 trabajadores que cierran, adeudan salarios o cuyos patrones se borran.
De este modo, el capitalismo argentino tiene límites insalvables y escaso margen para resistir ante su bancarrota. Claro, siempre puede haber una variable que cambie momentáneamente la ecuación, como tomar deuda o un nuevo boom sojero. Pero eso no cambia la regla. El capitalismo argentino nunca va a poder dar un salto para adelante y siempre nos va a empujar a una situación más degradante. Más miseria, más explotación. Porque en cada “recuperación”, lo que no se recupera son nuestros salarios, que década tras década pierden poder adquisitivo.
La única salida es romper con ese círculo. No tenemos que sostener burgueses ineficientes. No podemos hacer un llamado a una “defensa de la industria nacional” ni a defender sus subsidios, como nos quieren convencer los peronistas. La verdadera salida es el Socialismo, una sociedad que, liberada de la ganancia, pone la producción y la riqueza al servicio de todos.