Por Marina Kabat
Es sabido que, en la Argentina, el mayor avance de las leyes laborales tiene lugar bajo los primeros gobiernos peronistas. Sin embargo, en la segunda presidencia de Perón, ante las dificultades económicas ocasionadas por una balanza de pagos deficitaria, el “Primer Trabajador” intenta modificar su política económica y social. Por un lado, trata de favorecer al sector agrario, hasta entonces postergado; por otro, intenta consensuar una serie de reformas que permitieran aumentar la productividad en las fábricas. Se lanza así el Congreso de la Productividad.
El objetivo era remover los principales obstáculos al aumento de la productividad: principalmente el ausentismo y la labor de las comisiones internas; otro requerimiento patronal era poder rotar al personal entre distintas funciones por fuera del sistema de categorías. La CGT, presionada por Perón convoca al Congreso, pero desde el vamos anuncia que habrá una dura batalla: el mismo nombre del congreso es objeto de una disputa que ganan los sindicatos. El llamado será al congreso “de la productividad y el bienestar social”. Este agregado no fue sólo nominal: a pesar del empeño del gobierno, los sindicatos no hicieron ninguna concesión y los empresarios se fueron con las manos vacías. Ante cada demanda, los trabajadores “pasaban la pelota” al campo empresario: el ausentismo, como otros problemas, se solucionaría con más inversión en salud y con mejores condiciones de trabajo; la productividad debía aumentarse por una mejor organización empresarial y por inversión en maquinarias (difícil en ese contexto por la escasez de divisas) y no por una mayor intensidad del trabajo.
De este modo, fracasa el primer intento por “flexibilizar” las condiciones de trabajo poco antes conseguidas. El golpe del ’55 exime a Perón de tan ingrata tarea. A partir de entonces, ya sea bajo gobiernos militares o democráticos, operó un paulatino desmantelamiento de esta legislación laboral, cuya liquidación completaron las últimas tres leyes de flexibilidad laboral.