Fragmentos del prólogo a Literatura y revolución, de León Trotski, de pronta aparición por Ediciones ryr.
Por Rosana López Rodriguez y Eduardo Sartelli (CEICS)
“Se advierte de antemano al lector que no encontrará en estas líneas ningún sistema ni nada acabado. Esto es literalmente el diario de un lector, un espectador, un oyente, de un lector y un oyente ruso en el occidente europeo. Un ejemplar reciente de una revista, un descubrimiento científico, un nuevo drama, una exposición de cuadros, una exposición de técnica, ése es el territorio sobre el que vamos a reunir nuestras observaciones.”
Introducción
Con estas palabras, Trotsky se ubica ante los lectores de la revista en la que empieza a colaborar sobre temas de cultura. Lo que anuncia es claro y debiera figurar en la cabeza de todo trotskista, militante, intelectual o simple simpatizante del jefe del Ejército Rojo: Trotsky no es un especialista en análisis cultural, ni en crítica literaria ni en nada por el estilo. De modo que tomar sus palabras como una verdad revelada no sólo reproduciría una actitud religiosa impropia de un marxista, sino que resultaría una apelación a un dios incapaz de resolver la mayoría de los problemas por los cuales se le elevan oraciones. Al mismo tiempo, hay que recordar que quien habla es un hombre de Estado, un político con tal vocación, estando en la oposición o en el Gobierno. De modo que todo lo que haya escrito sobre cualquier asunto está atravesado por esta determinación primaria: Trotsky es un político escribiendo sobre literatura no por intereses “literarios”, sino políticos. Como se verá más adelante, esta doble determinación se cruza con otras dos: su indudable capacidad intelectual, por un lado; su protagonismo en los grandes procesos sociales y políticos del siglo, por otro.
En este cuadrilátero de determinaciones se encierra un libro de notable importancia: su autor no es un especialista en el tema, no tiene autoridad por su dominio de la materia en discusión, sino por su tremendo peso político, como destructor y constructor de procesos históricos. Es alguien, además, cuya habilidad intelectual lo precave de lo obvio y de lo necio en cualquier tema que aborde, pero cuya preocupación central pasa por otro lado. “Humano soy y nada de lo humano me es ajeno”, podría repetir Trotsky con justa causa. Pero tal afirmación, en sus labios, no significa un deber ser, sino un hecho: su vida se confunde con la trama misma de las acciones principales de un proceso general que está cambiando el conjunto de las relaciones humanas. Tiene, entonces, un punto de vista privilegiado.
Esta es la razón por la que Trotsky (y todo revolucionario en acción) se ve arrastrado a hablar prácticamente de todo: de literatura, pero también de relaciones internacionales, de los problemas industriales, de los ciclos económicos, de la estrategia revolucionaria, del arte militar, de la historia y el presente de los países más disímiles, de Filosofía, del feudalismo chino y del fascismo alemán, de los nuevos métodos productivos industriales americanos y de la agricultura soviética, etcétera y un largo listado de etcéteras. Así como de todo habla, de nada se sabe que haya dicho tonterías. Es esta conjunción propia de las figuras universales, la que le da a su palabra tanta autoridad. Tanta que, o se lo adora como un dios que no conoce el error, cuyo gesto vale hasta el final de los tiempos y más allá, o se lo denosta por completo, por lo general, como un loco o un maniático que no pudiera haber dicho nunca una palabra justa. Pocos han sido los esfuerzos por entender realmente los límites de sus intervenciones, sobre todo en aquellos campos que no son centrales a su vida.
En relación a personajes como Trotsky, que han protagonizado una historia que ellos mismos cuentan, hay que tener cuidado con el “efecto Sócrates”. Recuérdese que el maestro ateniense no escribió nada sino que es Platón quien lo presenta discutiendo con los sofistas. El lector ingenuo toma a los sofistas como los presenta Sócrates, olvidando que la construcción del diálogo está hecha por su discípulo, que era “socrático”, aunque con diferencias sustantivas con su ilustre padre intelectual. Hay una doble mediación: ese Sócrates es el Sócrates de Platón y esos sofistas son los sofistas del Sócrates de Platón. Trotsky ocupa los dos lugares, el de Trotsky/Platón (el que cuenta) y el de Trotsky/Sócrates (el protagonista). Lo que Trotsky dice, acerca de sus oponentes, debe entonces ponerse entre paréntesis hasta leer directamente a los implicados. Este “efecto socrático” fomenta la ignorancia sobre el conjunto del debate, agiganta la figura de Trotsky y subestima la talla de sus antagonistas. Lleva a una lectura religiosa.
Este libro fue editado con la intención seria de combatir dicha lectura. Este prólogo es, entonces, esencialmente anti-trotskista, no en tanto crítica destructiva de la reputación del personaje en cuestión, cuanto de la caricatura tan propia de la izquierda que dice defender el socialismo científico, pero necesita apoyar su acción política no en el análisis concreto de la situación concreta (la ciencia), sino en la referencia permanente al texto sagrado. No pretendemos salvar a Trotsky de los trotskistas, porque no necesita que lo salven, mucho menos por gente como nosotros. Una idea como esa sólo es pensable en el marco de los que desean reconstruir una supuesta ortodoxia que, a partir del “verdadero” rostro de Dios, pudiera expulsar herejes y lanzar una renovada cruzada contra no se sabe qué. Trotsky está muerto y, como tal, es insalvable. Como Lenin, como Marx. Lo que no significa que lo que hayan dicho pueda hoy carecer por completo de relevancia, sino que no importa la magnitud de esas virtudes, ninguna de ellas nos excusa de un enfrentamiento original con la realidad. En ese enfrentamiento, muchos muertos pueden volver a la vida para colaborar en el combate, pero somos nosotros los protagonistas, somos nosotros los que hablamos, son nuestras las palabras y nuestra la acción. No es Trotsky (ni Marx, ni Lenin) quien va a decirnos cómo actuar hoy, porque no puede hacerlo, esta realidad es la nuestra. Sólo un perverso ejercicio de ventriloquía, que busca evitarse la tarea de hablar por sí mismo, puede hacernos creer que los muertos no lo están. En dicho ejercicio, el que habla no es Trotsky, sino una caricatura ad hoc. Contra esa caricatura, y en defensa de un análisis científico de los problemas que exige la transformación social, está dirigido este prólogo.
La caricatura Trotsky
Hablamos de “caricatura” porque se trata de una imagen deformada de la realidad, no la realidad misma o en su representación inmediata. La caricatura exige un proceso de eliminación y selección de determinaciones. Así, un individuo cuyos rasgos reales exhiben una prominente nariz, será caricaturizado como dominado por completo por esa parte de su fisonomía, literalmente, “un hombre a una nariz pegado”. Va de suyo que las caricaturas no son falsas, en el sentido de carecer de relación completa con lo caricaturizado. No: una caricatura es la estilización de un rasgo; la reconstrucción de la totalidad a través de la parte. Es, entonces, una mirada parcial de la realidad. Una “parcialidad” intencionada, es decir, un hecho ideológico.
Las caricaturas de Trotsky pueden dividirse en dos tipos: la anarquista-conservadora, por un lado; la liberal-trotskista, por otro. La primera construye la imagen del loco totalitario, un Stalin fracasado cuyo discurso libertario va en sentido directo a su ostracismo político. El enorme daño producido por su acción contra el capital que pueden achacarle los conservadores, hace comunión con la acusación anarquista de criminalidad imperdonable a causa de Kronstad y Makhno, entre otras cosas abominables. La segunda, pretende que Trotsky encuentra repulsiva la idea misma de censura, defiende la libertad sin límite alguno del artista y concibe al arte como una esfera enajenada de la vida social, un ámbito puro de gratuidad ideológica y necesariamente exento de crítica, todo ello como consecuencia de una convicción irreprochablemente democrática. Obviamente, la alianza de la democracia burguesa con la lucha antiestalinista está detrás de esta segunda caricatura.
La primera no nos interesa: la variante conservadora no recuerda el ejercicio burgués de la violencia y pretende totalitario cualquier sistema que la combata, confundiendo en un mismo plano una puja interior a la clase (la fracción liberal contra la fracción nazi) con una revolución social. Como consecuencia, intereses antagónicos perfectamente racionales (como los que oponen el dominio burgués y la liberación proletaria) aparecen disimulados en una mítica batalla civilización (burguesa) versus locura (proletaria). La variante anarquista no reconoce las necesidades de la guerra (Kronstad) ni la naturaleza de clase del conflicto (Makhno): el que nos reprime es malo, no importa si estamos haciendo las cosas mal o defendemos intereses mezquinos. En ninguno de los dos casos nos enfrentamos a un balance de nuestro personaje en su contexto real. O, lo que es lo mismo, a un análisis científico de la lucha de clases.
La segunda caricatura, la que nos interesa combatir, podría sintetizarse en la siguiente lista de “tesis”:
- Trotsky tenía una enorme erudición, en particular, en lo que a literatura se refiere;
- Trotsky acuerda “toda libertad al arte y los artistas”;
- Trotsky simpatiza con todas las vanguardias;
- Trotsky rechaza la concepción stalinista del arte y, en particular, el realismo socialista;
- Trotsky se opone a la censura;
- Trotsky expresa una coherencia profunda en sus concepciones sobre el arte;
- Trotsky elabora una política revolucionaria para el arte válida en todo tiempo y lugar.
En los acápites finales examinaremos cada una de estas tesis. Antes resulta necesario volver a colocar en su sitio el texto que tenemos entre manos, que, como el lector sabe, reúne el conjunto de las intervenciones de Trotsky sobre literatura, además de la edición original de los dos tomos deLiteratura y Revolución. La importancia de esta edición se revela en la posibilidad de realizar dos operaciones distintas pero imprescindibles: primero, una “arqueología” del pensamiento de su autor; segundo, comprender la función política del libro original y, por lo tanto, su génesis y estructura en el pensamiento de Trotsky, como resultado de las coyunturas que atravesó. No obstante, ninguna de estas operaciones es posible sin reconstruir el escenario del drama. Empecemos por allí.
(…)
En este último apartado, vamos a retomar las tesis que presentamos al comienzo, ahora bajo la forma de pregunta-respuesta.
¿Qué es el arte para Trotsky?
Como vimos, el arte para Trotsky es una actividad social, subordinada al proceso social en su conjunto. No es una actividad liberada de toda constricción social; por el contrario, los artistas sufren el peso de sus relaciones sociales y expresan los intereses de las clases sociales a las que pertenecen. Esto no quiere decir que no puedan salirse de su clase. Por el contrario, ese proceso puede desarrollarse a partir de dos situaciones que se influencian mutuamente: una fuerza sicológica que el artista ya trae y que Trotsky no explica, por un lado; las condiciones sociales que favorecen ese desarrollo sicológico. El caso Gorki es, en este sentido, modélico.
Reflejo de la vida social, el arte puede ser “verdadero” o “falso” y es la posición de clase que se adopta la que hace posible que la producción artística alcance el éxito. El caso Pilniak es el ejemplo más claro de esta concepción. Como contraejemplo, valgan sus juicios sobre el realismo socialista. La racionalidad de la obra es, en línea con esto, un presupuesto necesario (recuérdese las reticencias de Trotsky frente al surrealismo). Siendo social, el arte es comunicación. La comunicación presupone el contacto, la relación con el receptor, por lo tanto, la innovación artística sólo tiene valor si se produce en el marco de la comunión comunicativa con el receptor. He aquí la raíz de su desprecio a la vanguardia en general, al futurismo y a Meyerhold en particular.
¿Cuál era el gusto artístico de Trotsky?
Trotsky se alinea claramente en este punto con los “tradicionalistas” (Lenin, Stalin, Lukacs, Bogdanov) para quienes la innovación formal es secundaria en relación al contenido, al contrario de aquellos que se podrían caracterizar como “innovadores” (Lunacharski, Bujarin) por su cercanía a la vanguardia artística. Para Trotsky la preocupación privilegiada por la forma puede arruinar una obra (piénsese en Esenin), incluso al punto de declararla inútil (véase su juicio sobre el formalismo en general). La importancia del tema puede imponerse a la forma y hasta a la incorrección política (véanse sus juicios sobre Blok). Espejo de la vida social, el arte, en línea con los grandes críticos literarios rusos del siglo XIX (Chernichevski, Belinsky) es sobre todo análisis y crítica de la vida social, de allí la preferencia por el drama realista (en el juicio sobre Fontamara, de Silone, por ejemplo o por los realistas rusos del siglo XIX como Gogol o Turgueniev).
Privilegiando el contenido, Trotsky no es ciego a la forma. Aborrece el didactismo, por ejemplo, porque no le parece natural (piénsese en sus críticas a Gorki) y la declamación (Maiakovski) porque resulta fanfarronería voluntarista.
¿Cuál era para Trotsky el verdadero arte revolucionario?
Por más que se diga lo contrario, Trotsky tenía una idea clara de qué debía alentarse y qué desestimarse e incluso combatir más allá de las letras. Para Trotsky el arte revolucionario era aquel que ponía sobre la mesa las tendencias reales del proceso revolucionario en marcha. Trotsky lo distingue del arte “de la revolución” (el que realmente aparece con la revolución), del arte proletario (que es imposible según su concepción) del arte socialista (que se realizará en el futuro). Realista, descriptiva, la obra revolucionaria expone la verdad del motivo de la lucha.
¿Trotsky era partidario de otorgar “toda la libertad al arte”?
No. Trotsky negaba libertad a todos aquellos que estuvieran a la derecha de los compañeros de ruta, es decir, de todos los que no apoyaban a la revolución. Para el momento en que este criterio se estabiliza, apoyar la revolución es equivalente a apoyar a la dirección del Partido Bolchevique. Incluso dentro del reducido campo de los “compañeros”, no todos son iguales. Cuando Trotsky habla de “libertad” al arte se refiere pura y exclusivamente a la cuestión formal (aunque en ese caso, no todo da lo mismo, recuérdese los juicios sobre la biomecánica de Meyerhold). La cuestión temática es más compleja: si se escribe desde un punto de vista reaccionario, se hace acreedor a la censura; si se actúa lo que se escribe, se expone a cosas peores. La “libertad” temática llega exclusivamente hasta el campesinismo (Esenin, por ejemplo), sobre todo si es titubeante (Pilniak, en particular) o al nacionalismo (Alexis Tolstoi y el grupo Cambio de rumbo), es decir, los componentes de la alianza sobre la cual se asienta la NEP. En última instancia, la libertad temática tiene como límite la política bolchevique del momento.
¿Cuál fue la verdadera política de Trotsky hacia el arte?
Antes de la revolución ninguna. A Trotsky le preocupa el arte, pero como análisis social, no como política y estrategia. El análisis literario le sirve para observar la evolución de la intelligentsia rusa posterior a 1905 y es, de hecho, un instrumento del análisis social en general. El Partido bolchevique tampoco (conviene en este punto revisar las posiciones de Lenin sobre la literatura de partido). De hecho la “herejía” bogdanoviana tiene que ver precisamente con esto, con construir una estrategia cultural.
Durante la primera etapa de la revolución, la política de Trotsky es claramente utilitarista: si apoya a la revolución, sirve, si no, no. De allí que todo el que apoye está adentro, así sea el místico Blok, el campesinista Esenin o el demagogo Biedni. Con el fin de la guerra civil, Trotsky es muy consciente de la alianza de clases que sustenta la NEP y de las consecuencias que se derivan de ella. Ahora, Krasnaia Nov es el instrumento de esta política y los compañeros de ruta el campo de batalla. Hay que frenar a la izquierda y cubrir de virtud una compañía incómoda. En los años ’30, Trotsky parece abandonar la fórmula de la NEP para abrazar una formulación claramente liberal.
¿Qué actitud tuvo ante la vanguardia?
Contrariamente a quienes ven en Trotsky a un pensador abierto a la novedad, sus gustos estéticos se sumaban a las diferencias políticas para rechazar a la vanguardia artística. Sus gustos conservadores le impedían valorar adecuadamente a escritores como Maiacovski o a dramaturgos como Meyerhold. Pero además, y tal vez más importante, la posición anti-nepista de la vanguardia la unía a otras oposiciones de izquierda que cuestionaban la apuesta de la mayoría de la dirección bolchevique, proclive a la alianza de clases con la burguesía. Esto es lo que tal vez irrite más a Trotsky. En los ’30, su vinculación con el surrealismo debe ser interpretado como un recurso extremo para salir del aislamiento político, más que como la expresión de su apertura estética. Es por esos años que Trotsky prologa Fontamara, una novela muy alejada de las propuestas de Breton y compañía.
¿Qué actitud tuvo ante el arte “proletario”?
Trotsky negó enfáticamente la posibilidad misma del arte y la cultura proletarias. Ya hemos señalado las aporías a la que esta posición lleva: si no existe la cultura proletaria, no se entiende cómo puede el proletariado arribar a una conciencia independiente de la burguesía; si no hay conciencia independiente, no se entiende cómo puede haber revolución alguna; si la cultura proletaria consiste en una asimilación de la cultura burguesa, no se entiende cómo puede desarrollarse una conciencia independiente sin una crítica que la reduzca a otra cosa que cultura burguesa.
Como señalamos, para Trotsky, “cultura” se identifica con “desarrollo humano”, es decir, con la ciencia y el arte en general. Puesto en esos términos, sobre todo en época de Trotsky, resulta claro que el proletariado ni ha producido ni puede producir algo parecido. Pero no hay por qué aceptar esa definición de “cultura” que finalmente la reduce a lo que en su momento se llamó “alta cultura”. Si expandimos la definición de cultura a las prácticas culturales más amplias, la objeción de Trotsky se desvanece.
Por otra parte, el problema detrás de la cultura es el problema de la conciencia. Cuando se habla de “cultura proletaria” se está designando por tal una forma de asumir valores, usos, costumbres, prácticas cotidianas, sentimientos, desde una perspectiva proletaria. Es decir, desde una conciencia proletaria. Esa necesaria reeducación durante el período de transición al comunismo, es decir, durante el socialismo, no puede ser el resultado automático de la alfabetización ni de la “asimilación” de la cultura burguesa, porque o se absorben concientemente valores burgueses (y entonces no se entiende cómo se transitará hacia otro mundo nuevo con los valores del viejo) o bien se los critica y se los supera, es decir, se los incorpora críticamente en un nuevo cuerpo. Trotsky no ha sabido comprender este problema.
¿Qué queda de válido de la reflexión trotskista sobre la cultura, la literatura y el arte?
En realidad, lo más importante de Literatura y revolución no es la posibilidad de extraer de allí una política para el arte, que no es el caso, sino la prueba de la imperiosa necesidad de tener una. Las contradicciones de Trotsky, contradicciones que brotan de la coyuntura en que debió operar y de las posiciones políticas que asumió en ellas, resultan en paradojas inoperantes. La más importante es la que pretende que la negación de toda política (eso es, finalmente, la consigna “toda libertad al arte”) es una estrategia política. Trotsky sabe, no hace falta que nadie se lo explique, que lo único que la revolución no puede aceptar es neutralidad. Las tribulaciones del Doctor Zhivago no son más que el reconocimiento de esta verdad elemental. De modo que es falso que no promoviera un alineamiento de los artistas con el gobierno bolchevique. Lo que en todo caso puede aceptarse es que los métodos que promovió fueron menos compulsivos que los que utilizó Stalin. También es cierto que fueron métodos menos compulsivos para los que estaban políticamente más cerca, en un contexto en el que ser artista y no trabajar para el Estado equivalía lisa y llanamente al hambre. De modo que es falso que Trotsky promoviera “toda la libertad al arte”. Por el contrario, su defensa de la censura y de la represión a los intelectuales da por tierra con tal concepción. El Manifiesto no demuestra lo contrario, ni siquiera textualmente.
En la propia práctica política de Trotsky se evidencia que esta ausencia de política artística es parte de una falta de concepción estratégica más general de la política y, en especial, de la política partidaria. En efecto, como queda claro para todo lector atento y no comprometido emocionalmente, Trotsky no ha sabido construirse una línea política propia dentro del partido. En el mejor de los casos tiene partidarios ocasionales que suelen acusarlo de no protegerlos adecuadamente. En lugar de acumular poder interno, Trotsky se enajena las simpatías de todo el mundo: si en el Ejército su política hacia los especialistas pre-revolucionarios causa sus problemas, pero no puede ser objetada en vistas de su efectividad, su propuesta de militarizar los sindicatos resulta en una oposición muy enconada. La política del comunismo de guerra, que lo tiene como su cara más visible, no le genera simpatías en el mundo campesino. En la política artística, este error de tomar posiciones sin observar el proceso político más amplio, que incluye su propio lugar en el partido y el Estado, se observa más claramente: Trotsky repudia a la vanguardia, insulta al Proletkult y se erige en principal defensor de los compañeros de ruta, es decir, la fracción más derechista del mundo artístico soviético y la que menos peso tiene en el partido. El trotskismo ha transformado esta evidente incapacidad política en una supuesta virtud “anti-burocrática”, pero es lo mismo que tapar el sol con las manos. La impotencia e incapacidad de Trotsky ante las maniobras de Stalin saltan a la vista de cualquiera que lea con atención Mi vida.
Esta supuesta política que Trotsky nunca aplicó ni sostuvo, aunque enunció confusamente, ha determinado la actitud de los trotskistas en este campo, dando como resultado dos líneas de intervención desastrosas: por un lado, una prescindencia absoluta que resulta en una ausencia de política sobre el campo cultural, reduciendo el ámbito de intervención política del partido; una política completamente oportunista que lleva al carrerismo de los intelectuales burgueses en la izquierda y a la conciliación de la izquierda con la burguesía.
La base “filosófica” de esta aberración política es la idea de la imposibilidad de una “cultura proletaria”, lo que es lo mismo que reconocer que no hay ninguna lucha política que dar entre los intelectuales, que los obreros no tienen incorporada la ideología burguesa y que no hay que luchar en su cabeza contra ella. Se deduce de aquí que la conciencia brotará exclusivamente de la acción, espontáneamente. Detrás de esta posición absurda se encuentra el presupuesto de que no existen en el seno del proletariado funciones intelectuales, es decir, que todo intelectual es inevitablemente burgués. Esta premisa podía tener alguna realidad en la Rusia de los tiempos de Trotsky, pero es muy difícil de defender hoy.
[…] Por otra parte, en el Prólogo que escriben Sartelli y Rosana López Rodríguez a la reciente edición de Literatura y revolución, critican la “caricatura trotskista” de la posición de Trotsky en el arte, diciendo que la misma “pretende que Trotsky encuentra repulsiva la idea misma de censura, defiende la libertad sin límite alguno del artista…”. Afirman que Trotsky “negaba libertad a todos aquellos que estuvieran a la derecha de los compañeros de ruta, es decir, de todos los que no apoyaban a la revolución. (…) Cuando Trotsky habla de ‘libertad’ al arte se refiere pura y exclusivamente a la cuestión formal… La cuestión temática es más compleja: si se escribe desde un punto de vista reaccionario, se hace acreedor a la censura; si se actúa lo que se escribe, se expone a cosas peores” (http://razonyrevolucion.org/trotsky-literatura-y-revolucion-por-rosana-lopez-rodriguez-y-eduardo-sar…). […]