LAP-CEICS
Mohamed Bouazizi tenía 26 años y vivía en Sidi Bouzid, una ciudad al sur de la capital de Túnez. Era graduado universitario en informática. Por lo tanto, nadie podía decirle que no estaba capacitado para las “nuevas tecnologías”. Pero Mohamed no encontraba empleo y tenía una familia que mantener, así que no tuvo más opción que salir a vender frutas y verduras en la calle. Había logrado hacerse con un pequeño puesto callejero y un modesto stock de mercadería, hasta que la policía lo desalojó, le destruyó todo lo que tenía y le propinó una fuerte golpiza. No podía volver a vender, no podía pagarse un médico y no podía mantener a su familia. Al día siguiente, lleno de rabia e impotencia tomó una decisión: se paró frente a la gobernación y se prendió fuego. Fue un 17 de diciembre del año pasado. El 5 de enero de este año, falleció. Toda esa pequeña ciudad salió a gritar su indignación.
Un mes y medio después, su nombre era vitoreado en todas las plazas del continente. El Magreb y la península arábiga se vieron sacudidos por un vendaval. Siete países sufrieron insurrecciones populares, como nunca antes había visto su historia (Túnez, Egipto, Libia, Argelia, Yemen, Jordania y Bahrein). Cuatro gobiernos tuvieron que renunciar con las masas en la calle (Túnez, Jordania y dos en Egipto) y uno más lo está por hacer (no sin antes derramar toda la sangre que pueda, incluso la propia). Regímenes con más de 30 años a cuestas empezaron a caer como fichas de dominó.
Resulta muy difícil vincular este gigantesco fenómeno con la acción de un individuo. Sin embargo, el caso es sumamente representativo de los problemas de la población en la región y por ello fue tomado como bandera. El periplo de nuestro personaje muestra la degradación de las condiciones materiales de la pequeño burguesía y las capas altas de la clase obrera árabe en la última década: de universitario a vendedor callejero, es decir, población que el capital no utiliza y se desentiende de su reproducción. Y de allí, se le da otro pequeño empujoncito hacia el pauperismo consolidado: la mendicidad y el hambre. No es raro que los explotados y hasta capas de la burguesía, sintieran que son, o pueden llegar a ser, Bouazizi. Es decir, en principio, el estallido se inicia como una rebelión contra un proceso de expropiación.
Fanáticos, malos y sumisos
En general los llamados países “árabes”, tienen una particularidad: suelen ser grandes extensiones poco atractivas para el capital, a excepción de una o dos ramas, que generalmente son petróleo y gas, concentradas en ciertos puntos (véase el suplemento OME). Por lo tanto, el grado de acumulación no permite la creación de una importante estructura estatal, ni la capacidad para una amplia alianza entre las raquíticas fracciones burguesas, por un lado, y entre la burguesía y la clase obrera por el otro. Debido al tamaño de la clase dominante, muchas veces, es el mismo personal político el que ejerce funciones técnicas (propietarios de empresas) y, a su vez, políticas (gobernantes), como aquí en tiempos de Rosas. Entonces, si en algunos países se hace difícil sostener un Estado nacional, mucho más complicado es configurar un régimen de plena hegemonía, lo que conocemos por “democracia”. Sin embargo, muchos de ellos tienen una posición estratégica en términos geográficos (canal entre Europa, Asia y África). Por lo tanto, las grandes potencias pueden llegar a sostener a aquellos estados que lo requieran (véase también los gráficos del OME). El resultado es la proliferación de dictaduras, monarquías, presidentes vitalicios y elecciones fraudulentas, que suelen rendir pleitesías a la potencia que pone el dinero.
Hay otro problema, que suele presentarse como la cuestión del Islam, la “teocracia” y el “extremismo”. Se trata en realidad, de un asunto que, en su manifestación actual, es relativamente reciente y se relaciona con los problemas de la hegemonía. Veamos.
La población árabe (o persa, en el caso de Irán) no es más supersticiosa que la norteamericana o la argentina. Simplemente, por una serie de razones, el Islam ocupa otro lugar en la vida. Las mezquitas cumplen la función de regular la vida social: educación, asistencia, pleitos comerciales y domésticos, casamientos, defunciones, universidades, bolsas de trabajo. Es decir, aquello que no puede hacer el Estado, lo hacen las mezquitas, con el dinero de los “contribuyentes”.
Luego de la posguerra, la expansión capitalista permitió una serie de experiencias bonapartistas combinadas con el reformismo (Nasser en Egipto, Qessem en Irak y Khadafi en Libia), que daban origen y sentido a la nacionalidad. Había plata y se logró cierto desarrollo, pero el ascenso de masas y la amenaza por izquierda no permitían un régimen democrático. Llamándose a sí mismos “socialistas”, emprendieron una serie de concesiones a la clase obrera. La URSS colaboró para sostenerlos y ahogar el potencial revolucionario. Los partidos que fundaron fueron laicos, con tendencias populistas y retórica socialista. Por lo tanto, el laicismo de la burguesía es, en este caso, directamente proporcional a su capacidad de construcción de hegemonía desde el Estado. No es extraño que estos bonapartismos estuvieran enfrentados a los grupos más ortodoxos.
La patria quedó chica
En estos momentos, las burguesías locales muestran serias dificultades para sostener experiencias nacionales que no tienen más de 50 años. Los levantamientos no se producen contra el “imperio” ni contra Israel, sino contra otros compatriotas. Entonces, el problema de fondo no es la democracia, sino la nación misma, es decir, la forma de estado acorde a las necesidades de las diferentes burguesías. Por lo tanto, la retórica de frentes nacionales antiimperialistas no tiene ningún papel que cumplir, más que hacer el ridículo frente a las masas.
Esta crisis se expresó en la movilización de todas las clases sociales, cada una con su programa y su salida. En cada lugar, la lucha de clases adquirió una forma diversa y cada clase tuvo un peso distinto, pero lo que debe tenerse en cuenta es que en todos los casos asistimos a un fenómeno insurreccional. Ligado a esto, se conforman respectivas fuerzas revolucionarias. Es decir, estamos frente al inicio de un proceso revolucionario en la región, con un inicio similar al que vivió América Latina al comenzar la década pasada, sólo que superior en cantidad. A diferencia de lo que sucede aquí, esos lugares tienen una cercanía con Europa y una importancia estratégica que hace más peligrosa su potencial ola expansiva.
La plaza es nuestra
Egipto es el país más importante de la región. Con 80 millones de habitantes, es el más poblado. Es el pasaje obligado entre África y Asia. Limita con Túnez, Libia e Israel. Además, tiene la llave del comercio europeo hacia la India, China y África oriental: el canal de Suez. No es extraño que sea el segundo país que más dinero norteamericano recibe en el mundo, sólo superado por Israel.(1) Aunque por ahora el conflicto en Libia parece ocupar todas las portadas, a EE.UU. le preocupa especialmente el país de las pirámides. Allí, el 25 de enero de este año, se instaló la revolución.
Este país vive una férrea dictadura desde los años ’70, cuando un golpe terminó con el régimen prosoviético de Nasser, en particular, luego de la estrepitosa derrota de la Guerra de los Seis Días (1967). De ese golpe surgió la presidencia de Anwar Sadat. La Guerra de Iom Kipur (1973), le permitió al ejército egipcio recuperar algo de prestigio. Al poco tiempo, Sadat se puso bajo la órbita norteamericana y firmó los acuerdos de Camp David (1979), en los cuales declaraba la paz con Israel, ayudarlo en la cuestión palestina y venderle gas. A cambio, recibió los territorios del Sinaí. El descontento en las filas militares provocó su asesinato y el ascenso en 1981 de Hosni Mubarak, un oficial del ejército, quien endureció las leyes de restricción política. Durante su mandato, los partidos políticos estuvieron prohibidos y las reuniones públicas severamente vigiladas.
La crisis comienza a manifestarse en los años 2007-2008 a partir de una serie de huelgas en la rama textil, química y petrolera. Las ciudades más afectadas son Alejandría y Mahalla, el distrito industrial más importante. Este movimiento comienza a afectar a la dirección sindical que responde al gobierno y a su Partido Democrático Nacional, al recibir fuertes denuncias, sin poder evitar los paros. En 2010, se producen una serie de hechos de tipo políticos que ganan la opinión pública. Como el gobierno no permite a los partidos ni a las reuniones, los militantes trabajan por Internet. Uno de esos activistas fue seguido hasta un ciber y, una vez allí, fue sacado y golpeado por el servicio secreto en plena calle, hasta dejarlo sin vida. Entre la juventud, comenzó entonces un movimiento de protesta. El segundo, y de mayor repercusión, fueron las elecciones fraudulentas de noviembre, por las cuales se les impidió participar al partido Hermanos Musulmanes y a sus candidatos (presentados como independientes). La participación en los comicios fue ínfima. Sólo la mitad de los ciudadanos está habilitada para votar. De esa mitad, sólo participó el 35%. La oposición perdió todas las bancas que tenía.
El movimiento comienza menos abruptamente. En diciembre una escalada de los precios provocó el retorno de las movilizaciones obreras. El kilo de tomate, por ejemplo, pasó de 0,35 libras egipcias a 2, que representa casi el 10% del salario medio. En ese marco, la noticia del joven tunecino provocó una serie de imitadores locales. Durante una semana, las principales ciudades egipcias asistieron a la inmolación de siete jóvenes pobres, desocupados y desesperados.
Aprovechando el clima, una serie de activistas deciden convocar a una marcha para el 25 de enero, día de la policía. El lema general es “contra la tortura, la pobreza, la corrupción y el desempleo”. La cita está cuidadosamente planificada para evitar la represión: ese día la policía estaría de festejo, los lugares de encuentro debían estar dispersos a lo largo de la ciudad e irían confluyendo progresivamente. La convocatoria excedió todas las expectativas y la población se fue sumando, hasta llegar al número de 80.000. La movilización se dirige al parlamento donde choca con la policía. Las movilizaciones de igual tenor se extendieron rápidamente a lo largo del país. En Alejandría, el movimiento ostenta su mayor radicalidad.
Luego de tres días de choques, la insurrección llama a un “día de la ira” o “del millón”. Dicho y hecho: el 28 de enero más de un millón de manifestantes termina de desbordar a todos los organismos policiales, que se retiran. Las comisarías son incendiadas. Los manifestantes siguieron creciendo hasta llegar a casi 2 millones en el pico de asistencia. El ejército entró en escena ese 28. Se negó a reprimir y fue saludado por los manifestantes. No reprimió, pero tampoco se fue. Hasta el 4 de enero, tampoco protegió a la plaza de los francotiradores y de las fuerzas de choque.
Todos los medios afirman que se trató de un levantamiento “espontáneo”. Sin embargo, quienes lo iniciaron tienen nombre y apellido: la agrupación Socialismo Revolucionario y el Movimiento Juventud 6 de abril, que programaron la marcha del 25. Es decir, la izquierda estuvo presente. Los grupos islámicos y liberales no se plegaron a la movilización sino una vez lanzada. El Baradei, líder liberal en el exilio, regresó al país recién el 27, intentó ponerse a la cabeza, pero fue rechazado. Hermanos Musulmanes, como organización, sólo apoyó activamente a la plaza el 4 de febrero, en los combates contra los partidarios de Mubarak. Al día siguiente, sus dirigentes fueron a negociar una salida pacífica del mandatario, quien se negaba a dimitir.
Las plazas del país mantienen su organización: seguridad, campamento, comida y, lo más importante, la asamblea. Tahrir es un escenario donde la vida política fluye constantemente. Nadie puede pasar por allí sin recibir una andanada de volantes y periódicos partidarios y sin escuchar los diferentes debates que se suceden en distintos puntos. Con el paso de los días, las tareas fueron mayores. Los partidarios de Mubarak atacaron con armas de fuego y hubo que organizar la defensa de la plaza. Policías de civil recorrían los barrios para amedrentar a la población. Se crearon, entonces, comités barriales de autodefensa. Muchos agentes del orden fueron apresados y juzgados por las masas. La plaza se mantuvo en pie durante 18 días, hasta la caída de Mubarak. Luego, se negó a desconcentrar. Ahora es un centro de poder.
Quiénes son, qué quieren
Las manifestaciones tienen distintas composiciones a lo largo del país. En la mayoría se congrega una alianza entre fracciones de la clase obrera, la pequeño burguesía pauperizada y la burguesía liberal. Sin embargo, el factor que terminó de inclinar la balanza y de provocar la renuncia de Mubarak fue la entrada en escena de la clase obrera organizada. El día 9, los sindicatos deciden lanzar la huelga general. La burocracia sindical le da la espalda antes de perder todo y, tras un día sin ninguna actividad económica, Mubarak dimite.
Las organizaciones que intervienen en el movimiento son Socialismo Revolucionario, Karama (nasseristas), el Partido Laborista (reformista islámico), Kefaya (una alianza heterogénea de elementos sindicalistas, socialistas y musulmanes), Ghad (liberal moderado, opuesto a la acción directa), Alianza para el Cambio (El Baradei, liberal) y Tagammu (izquierda más heterogénea).
El sucesor de Mubarak Ahmed Shafiq, tuvo que dimitir frente al repudio de la multitud por la lentitud en desmantelar el aparato represivo y en liberar a los presos políticos. La revolución ya comenzó a confiscar con su propia mano los archivos secretos. El nuevo Primer Ministro, Essam Sharaf, se presentó ante la asamblea de la plaza para pedir su apoyo, acompañado de un dirigente de lo Hermanos Musulmanes.
La fuerza revolucionaria en la plaza está en plena alianza aún con los reformistas. Sin embargo, las demandas de una y otras no son compatibles a corto plazo. No hay condiciones para intentar una plena hegemonía en Egipto. La democracia burguesa va a tener que lidiar con las demandas de la clase obrera, que están incorporadas al movimiento. Por otro lado, si quiere gobernar, debe antes ordenar la calle. Es decir, con el paso del tiempo, va a disolverse en las dos opciones: revolución o contrarrevolución.
El ejército busca erigirse como garante de la transición, pero su cúpula comanda la contrarrevolución. Si la revolución no avanza demasiado, podrá preservarse de hacer el trabajo sucio. Mientras ninguno se sienta suficientemente fuerte, el equilibrio va a mantenerse. El ejército y los liberales, apostando a un desgaste. Los revolucionarios, acelerando el desarrollo de su programa. El Estado perdió su capacidad de coerción material y moral. Sin embargo, aún no fue quebrado en su núcleo más duro: el ejército sigue entero. Es decir, todavía no se desató el momento propiamente militar del proceso. La guerra en Libia puede ser un factor desencadenante y, por eso, las potencias están intentando una pacificación o una intervención de anticipo.
En Libia, Khadafi, con la experiencia de sus antecesores, aceleró los tiempos y adelantó el conflicto militar ante las primeras manifestaciones. Pero su ejército no es el egipcio, sino un conglomerado de regimientos sin mucha disciplina ni centralización. Además, abrió la puerta a una intervención militar internacional directa o indirecta (por la vía de ayudar a algún grupo rebelde). Allí, la revolución sigue teniendo un problema similar al egipcio: cómo ganar la hegemonía en la clase obrera. Sólo que ese predominio político no está escindido del militar: no basta con tener buenas ideas, hay que saber ganar una guerra.
Nota:
(1) Datos extraídos de http://www.fas.org/sgp/crs/mideast/RL32260.pdf