Recientemente, el problema catalán copó las agendas televisivas. Ello llevó a muchos pronunciamientos de todo tipo y color. Entre ellos, la izquierda criolla. ¿Qué dijo? Asumió que había que apoyar a la “nación oprimida” (Cataluña) contra la nación “opresora” (España). ¿Los motivos? Un razonamiento burdo: como Lenin habría dicho algo similar en 1914, necesariamente aplicaría a este caso. Pero hay que ser cuidadosos: Lenin no dijo lo que le atribuyen y la cuestión nacional no es lo que la izquierda cree.
Pero para entender este punto, debemos resolver primero, qué es una nación. Nuestro sentido común nos dice que la nación “es de todos”: todos somos argentinos y la Argentina es enteramente nuestra. Así, todos los ciudadanos somos “soberanos”, en tanto constituimos ciudadanos libres, iguales y fraternos. Pero, ¿esto es efectivamente así? Para nada. Las naciones, en realidad, son construcciones burguesas. Su origen histórico data de las revoluciones burguesas, época en que las relaciones capitalistas presionaban por desarrollarse y expandirse. O sea, revoluciones como la francesa, inglesa, norteamericana o nuestra revolución de 1810.
Bien, pero entonces, ¿qué es una nación? Una nación es el coto de caza de una burguesía. Se trata de un espacio de dominación, que ella organiza a su modo, o al menos aspira a hacerlo. ¿Para qué? Para que el capitalismo funcione y se desarrolle en una escala nacional. La burguesía entonces aspira a una unidad política nacional que posibilite la compra y venta de mercancías -incluyendo la mercancía “fuerza de trabajo”-, la unificación mercantil de varios espacios, la circulación y comunicación de las personas, la generalización de relaciones asalariadas.
Además, como sabemos, las relaciones asalariadas involucran a propietarios de fuerza de trabajo (obreros) y propietarios de medios de producción (capitalistas). Esa relación de intercambio entre las partes necesita de cierta “libertad” jurídica: todos concurren al mercado como propietarios «libres». Por eso, la burguesía liquida cualquier tipo de sujeción personal (esclavos, servidumbre) y crea un cuerpo ciudadano al que le promete todos los derechos y garantías. A su vez, los ensalza: les dice que ellos también pueden ser “soberanos” y participar del juego ciudadano. Claro que allí hay una ficción, porque la burguesía los invita a jugar, pero ella es la verdadera dueña de la pelota.
Ahora, ¿hablar de “ficción” supone entonces que las naciones en realidad no existen? No. Pensemos un poco: incluso si yo renunciara públicamente a ser argentino y apostara a la derrota del equipo de Sampaoli en el Mundial, mucho no voy a lograr. Estoy objetivamente atado a un vínculo nacional y ese vínculo es algo real, no imaginario. Si tengo que trabajar, vivir en mi casa y pagar impuestos, apelar a un juzgado, o recibir una sanción, tengo que hacerlo como ciudadano argentino. Malas noticias: de algún modo, yo también soy argentino.
La pregunta entonces puede surgir: ¿pero es necesario que haya una burguesía que aspire a una nación? ¿Acaso los catalanes no son una nación porque hablan catalán y conforman una misma cultura, tienen un pasado común y una misma identidad? Bien, ya vimos en este número que eso no es exactamente así. Pero más allá del caso en particular, hay que decir que los lenguajes, como las culturas, son dinámicos y cambiantes. No existen culturas inmodificables y estancas que pervivan a lo largo de los siglos. Por ejemplo, lo que hoy entendemos como cultura “francesa” se construyó solo después del surgimiento del estado nacional francés. Antes existían numerosos lenguajes en todo el territorio. Solo un 12% hablaba bien el “francés”. Por ende, hablar de un “lenguaje” o “cultura común” no es un buen parámetro para definir qué es una nación. Y eso sin mencionar que el criterio étnico es la puerta de entrada para ideas que hablan de la “pureza” cultural. El lector imaginará entonces las consecuencias…
Finalmente, ¿qué es entonces la “cuestión nacional”? Es la reafirmación de las aspiraciones nacionales de una burguesía que todavía se encuentran en estado embrionario y subalterno (o sea, oprimida por algo que le impide desarrollarse). Es el proceso por el cual, la nación toma forma estatal, se identifica con un Estado, creándose un Estado nacional. Así, cuando una burguesía tiene estas aspiraciones nacionales, decimos que hay una “cuestión nacional” a resolver. Eso sí, al contrario de lo que se cree, la «cuestión nacional» no distingue tamaños: se puede ser un capitalismo chico, con menor capacidad de acumulación, menor población y menor mercado interno, pero tener la cuestión nacional resuelta. Se trata efectivamente de dos problemas diferentes.
¿Qué tiene que ver Lenin con todo esto? Ocurre que en 1914, algunas burguesías orientales (como la polaca) pujaban tardíamente por el desarrollo capitalista, pero eran oprimidas por un poder feudal y atrasado como el de la Rusia zarista. En esa ocasión, Lenin apoyó la “autodeterminación” polaca porque suponía un desarrollo progresivo, un movimiento hacia adelante. Como vemos, algo muy diferente al caso catalán: su capitalismo está plenamente desarrollado y su economía integrada a la nación española. No es una colonia. Ni siquiera es comparable con Palestina o los kurdos, que ameritaría más debate.
Por ende, en un contexto semejante, el reclamo nacional separatista solo puede tomar un contenido puramente reaccionario. Con el mismo criterio, habría que incentivar a los obreros bolivianos de la media luna fértil a separarse de Bolivia… Como se ve, cuando lo que está en discusión es el conflicto entre obreros y capitalistas, apelar a un supuesto reclamo de “autodeterminación” nacional es llevar la historia para atrás y entregar a la clase obrera al enemigo.