Por Guillermo Parson, miembro del comité editorial de EA, militante de Razón y Revolución.
Yo mismo me considero de clase media. La clase media es contradictoria, y esas contradicciones son lo que no entiendo y lo más atractivo que tiene. Estos son algunos de los conceptos que el director Adrián Israel Caetano (33 años, uruguayo, para más datos) vertía en un reportaje del pasado enero, luego de un 2002 cargado de éxitos: su filme Un oso rojo fue multipremiado en la Argentina al igual que en el resto de América Latina y Europa. Repasemos muchas de las virtudes de dicha película: la actuación de Julio Chávez en el papel de Rubén alias «el Oso», recién liberado luego de un asalto en el cual mató a un policía y necesita reencontrar a su hija de diez años que vive con su madre y la nueva pareja de ésta, es sencillamente perfecta. Si una de las premisas del cine de Caetano es que sus personajes hablen y se muevan con naturalidad, el actor de la recordada La película del rey, la cumple con creces. Igual mérito – aunque en un grado no tan superlativo – le corresponden a los demás interpretes: Soledad Villamil, Luis Machin y Enrique Liporace, por nombrar sólo algunos. La fotografía y el «ritmo» cinematográficos son impecables (incluída la fuerte escena del final: un «western urbano» la definió el propio director) y no es un acierto menor del guión, la elección del cuento Las medias de los flamencos de Horacio Quiroga como argamasa – y en definitiva como cierre – de la relación interrumpida de padre e hija.
Pero es allí precisamente en donde quiero detenerme: en el guión. Los que provenimos de las ciencias sociales sabemos – o al menos deberíamos saber – que la posición del observador, las categorías con las que cuenta, no son sólo el presupuesto del carácter científico de su tarea, sino también y sobremanera, demarcan el «campo de visibilidad» de su objeto de estudio. ¿Por qué todo esto? Porque un logro importante de Un oso rojo – y de toda la producción caetanista y no sólo de ella – fue hacer visible al desocupado devenido ratero y finalmente convertido en «mano de obra» al servicio de lúmpenes aspirantes a pseudo capitalistas del juego, la prostitución y otras yerbas. Pero en el sur bonaerense «canibalizado» del Oso (y nos hallamos pos caída delaruísta), no aparecen otros sujetos sociales que aún hoy para el arte en su mayoría (excluyo al abundante y valioso cine documental) se mantienen «invisibles» o en el peor de los casos, caricaturizados. Me refiero – claro está – al piquetero, al propio cartonero que se ve obligado a organizarse para garantizar su precario «empleo», a la infinidad de trabajadores y sus familias que recuperaron fábricas y las han vuelto a producir, etc. En definitiva, un amplio y heterogéneo arco de luchadores, que con absoluta conciencia – o sin ella – están plantando las «semillas del futuro». Allí, me parece, «empalman» las definiciones del comienzo. La clase media, como «franja» capaz de realizar y consumir cine, vive su contradicción de hallarse fluctuando entre los propietarios de los medios de vida – que dominan y dirigen la sociedad, ergo: el arte mismo – y la numerosa legión de desposeídos, que traen en sus puños la posibilidad de un regimen social más humano y por ende la transición a un arte nuevo. La tarea es que finalmente éstos se asuman como sujetos de dicha transformación. Toda expresión artística puede – y debe – colaborar en dicha odisea. Quizás sea éste un aspecto que figura en el debe de la nueva cinematografía social, de la cual Caetano es uno de los más brillantes y originales exponentes.