Fabián Harari
Grupo de Investigación de la Revolución de Mayo – CEICS
El autor
Daniel Guerin nació en 1904 en el seno de una familia burguesa liberal parisina. Su familia fue fundadora de la casa Hachette (famosa librería). En 1927 viajó al Líbano (en ese entonces, junto a Siria, bajo mandato francés) como gerente de la sucursal. Allí pasó dos años en los que tuvo contacto con intelectuales de la izquierda anticolonialista. Se volvió partidario de las causas nacionales de las colonias. Sus primeros artículos fueron escritos en el periódico de Henri Barbusse y denunciaban la situación en Indochina.
A su vuelta a Francia, decidió afiliarse al Partido Socialista Unificado (SFIO, en francés), en la fracción de Alexander Luquet, izquierdista y sindicalista revolucionario. En 1932 y 1933 visitó dos veces Alemania, donde escribió en varios periódicos revolucionarios. Sus observaciones lo llevaron a publicar La peste parda (1932). En Francia, mantuvo reuniones con Trotsky, exiliado, con quien coincidió en muchas de sus propuestas.
En 1935, el SFIO asistió a una crisis. Los trotskistas fueron expulsados de la fracción leninista. Pivert creó una nueva fracción izquierdista a la que se sumó Guerin. Al año siguiente, el Frente Popular se hizo con el gobierno y Pivert asumió como asesor de Blum. En este período, si bien compartía la caracterización de Trotsky del agotamiento del PC y de la socialdemocracia, Guerin mantenía la posición centrista de Pivert, por la cual creía necesario el trabajo político en aquellos partidos que tuvieran predicamento de masas. Por lo tanto, se negaba a fundar una nueva organización. Publicó, en ese tiempo Fascismo y gran capital (1936). Formó parte de las comisiones que investigaron las calumnias de los procesos de Moscú. En 1937, la fracción de izquierda fue disuelta por la dirección del SFIO. Guerin aconsejó la secesión. Pivert se resistió, pero finalmente debió crear el Partido Socialista Obrero y Campesino (PSOP), que mantuvo su centrismo. Guerin lideraba una fracción cercana al trotskismo. En 1939, pugnó, por consejo de Trotsky, por una fusión con el PSI trotskista. Durante la guerra civil española, colaboró personalmente en la ayuda al POUM.
A los inicios de la guerra, conformó la dirección del Frente Obrero Internacional, una organización contra la guerra. En 1940 partió a Oslo para organizar el trabajo político clandestino. Allí fue apresado por el régimen nazi y enviado a Alemania en calidad de prisionero.
A pesar de juzgar precipitada su fundación, Guerin adhirió a la IVº Internacional. A su vuelta a Francia, en 1942, bajo la dictadura de Vichy, organizó en su casa las reuniones con el fin de crear la sección francesa de la IVº Internacional y participó de la redacción del periódico La verdad clandestina. Durante la guerra, realizó una intensa tarea de investigación y escritura de lo que iba a ser su libro más trascendente.
En 1959, decidió poner por escrito su nueva orientación, un eclecticismo entre el marxismo y el anarquismo, bajo el nombre de “socialismo libertario”: Juventud del socialismo libertario. Siguiendo los derroteros de esa orientación, cada vez más alejada del marxismo, publicó, en 1965, El anarquismo y Ni Dios ni Amo: antología del anarquismo. También tuvo oportunidad para revisar la política del Frente Popular en España, en su trabajo ¿Frente Popular, revolución frustrada? (1963).
Fue invitado de honor en La Habana por la revolución cubana. En 1968, dictó numerosas conferencias sobre la “autogestión” en la Sorbona tomada. Puede decirse que su militancia marca una línea ascendente hasta el fin de la segunda guerra mundial y, luego, cierta desorientación. Es evidente que la derrota de la revolución, la guerra y la vitalidad del capitalismo de posguerra produjo un notable impacto sobre sus convicciones. La desilusión provocó un viraje. Sin embargo, a diferencia de varios de su generación, nuestro autor, con todos sus errores, no se pasó al enemigo, como sí lo hizo, por ejemplo, Pivert. En 1984 se editó su último libro Africanos del nuevo mundo, sobre el movimiento negro norteamericano. Murió el 14 de abril de 1988, en Suresnes, un pueblo en los Altos del Sena.[…]
La obra
El libro que aquí tratamos se consagró como un clásico porque intervino contra todas las tradiciones políticas que se apoyaban en tal o cual herencia de la Revolución Francesa. Revolvió a todas las corrientes intelectuales, las obligó a una seria revisión y produjo un vuelco en la discusión sobre el verdadero legado que este hecho para una política revolucionaria. Todos los historiadores, de derecha e izquierda, tomaron su guante. No hay libro sobre el tema que no lo nombre, aún cuando hayan pasado 65 años de su publicación. Es un libro de batalla. Una obra pensada para desacralizar las verdades que la tradición republicana, la democrática y la de la izquierda reformista (hoy llamada “nacional y popular”) juzgaban sagradas. Para ello, no necesita tomar todo el proceso revolucionario. Le basta con concentrarse en tres años, aquellos que resultaron cruciales: los que describen el apogeo y el ocaso de la intervención de las clases explotadas en la revolución. Para ser más exactos, desde 1793 a 1795. Esa lucha, de la que esta obra forma parte, es un aspecto del combate que Daniel Guerin dio en el seno de la izquierda francesa contra posiciones reformistas y stalinistas. Muestra, también, el momento de mayor madurez política del autor. […]
La socialdemocracia tuvo sus grandes historiadores como Jean Jaurés, autor de la primera gran obra histórica marxista, fuertemente documentada: Historia socialista de la Revolución Francesa. Un verdadero clásico de la historia universal. Esta tendencia hacía énfasis en los logros políticos y económicos de la dirección burguesa y en su carácter progresivo frente al absolutismo feudal. Se detenían particularmente en la Declaración de los Derechos del Hombre y en el sufragio universal, verdaderos objetivos de su corriente.
El trabajo de Guerin desenmascara las ilusiones reformistas en la democracia social y en las expectativas de la acción de fracciones burguesas más avanzadas. Lo hace mostrando crudamente lo que sucedió en aquellos años donde este programa tuvo su comienzo y, en cierto sentido, su auge: el período de sufragio universal y la participación popular. El libro describe, con lujo de detalle, cómo la burguesía más revolucionaria y más democrática utiliza la alianza con los explotados para someterlos; cómo las necesidades del capital llevan al empobrecimiento de las masas y a la represión y persecución abierta, en caso de que éstas no estén dispuestas a aceptar lo que les toca. Los grandes revolucionarios, los grandes demócratas, como Robespierre o el mismo Marat, son retratados, con documentos en la mano, como lo que fueron: defensores del capital, de la propiedad privada y de la explotación. El único momento en que las masas vieron una mejora, fue cuando ellas mismas tomaron el problema y se ocuparon del control de precios. Esto se retrata muy bien cuando se aborda la cuestión del asignado. El asignado fue una moneda emitida tras la crisis financiera de 1790. Ese papel moneda estaba respaldado por la venta de la propiedad eclesiástica nacionalizada. La expropiación de los bienes eclesiásticos se produjo el 2 de noviembre de 1789 y constituyó el mayor embargo más importante de los tiempos modernos. Pues bien, la burguesía, en su intento de financiar sus guerras, emitió asignados, que fueron depreciándose, mermando, cada vez más el poder de compra de las masas. En cambio, la burguesía operaba con pesos fuertes. Sólo la intervención popular permitió frenar momentáneamente este proceso. Todo aquel que aún cree que la democracia, la Constitución y los Derechos Humanos tienen algo que ofrecer, debería leer este libro.
Los historiadores comunistas, por su parte, hicieron énfasis el arrojo y tesón de la dirección jacobina y en la necesidad de la dictadura, sobre todo, luego de 1917. Albert Mathiez, en 1920, al ingresar al Partido Comunista escribió un folleto titulado Bolchevismo y jacobinismo. Más adelante, con el arribo de Stalin, esta línea tomó un cariz particular llegando a sugerir que las movilizaciones de los enragés (los rabiosos) y de los sans-culottes conformaban verdaderos obstáculos a la necesaria dirección burguesa. La idea de que debían respetarse las etapas de la revolución, en especial la burguesa, justificaba los frentes populares y el apoyo a direcciones burguesas más radicalizadas. Robespierre podía ser Stalin, pero también Chai-Kan-Chek. Y, más acá, por qué no Perón, Chávez, Kirchner…