Una tesis kirchnerista – Rosana López Rodriguez

en El Aromo n° 29

Una tesis kirchnerista. Reseña de Lisandro, obra teatral escrita por David Viñas y dirigida por Villanueva Cosse, en el Teatro Regio.

 

Rosana López Rodriguez

Grupo de Investigación de Literatura Popular – CEICS

En el teatro Regio se estrenó la obra Lisandro, con dirección de Villanueva Cosse y protagonizada por Miguel Callau, Leandro Castello y Norberto Díaz, quienes representan a Lisandro de la Torre, a Enzo Bordabehere y al Gral. José F. Uriburu, respectivamente. Escrita en 1971 por David Viñas, es una obra con tema histórico que muestra algunos momentos de
la vida del fundador del Partido Demócrata Progresista. En una entrevista, el director explica la interpretación que pretende para supuesta: “Quisiera que esta obra, que termina en un suicidio, no arrime piedras al edificio del desencanto, sino que plantee preguntas: ¿este tipo serviría? ¿Qué le tenemos que pedir a un político? Lisandro es un tipo que molestó mucho. Fue el enemigo del fraude patriótico y tuvo un pensamiento que fue evolucionando, con una ética de fierro, intransigente y famoso por su calentura.”
En el inicio de la obra el protagonista aparece como crítico del gobierno de Yrigoyen, en medio de una sesión parlamentaria. A pesar de ello, defiende a ultranza la democracia (burguesa). Esto le consigue un lugar ambiguo, en especial frente a los representantes de su propia clase de origen: aquellos con quienes va a practicar esgrima al Jockey Club, entre los cuales se encuentran Federico (Pinedo) y Julito (Roca, hijo del ex presidente), entre otros. Lo vemos después como amigo íntimo de Uriburu, quien lo convoca para ofrecerle la presidencia. De la Torre no acepta porque sus principios democráticos se lo impiden. Aparece, ahora, como un “traidor” a su clase. Sale de su ostracismo político luego del golpe, para presentarse como candidato a presidente por la Alianza Demócrata Socialista. Durante la campaña, su secretario, Enzo Bordabehere, le aconseja que su discurso se acerque a aquellos que lo votarían. No debe dirigirse a ellos como “vosotros”, sino como “ustedes”, ni dar discursos teóricos, sino hablar de sus necesidades. Lisandro debe acortar distancias con el “pueblo” para que ambos puedan comprenderse. Es que el mismo De la Torre no “entiende” al pueblo, como se observa en la excelentemente lograda escena de la comida en la estancia, en la cual el protagonista no puede tragarse el vino que le ofrecen. Lisandro, que ha roto con la práctica política burguesa, no puede romper con la conciencia ideal de la política burguesa y piensa que eso es demagogia. Cree que para actuar basta con comprender. Si comprenden es suficiente y debieran comprender, porque lo que él propone es perfectamente razonable. Como todo buen fabiano que en el fondo es,
supone que no hace falta nada más. A fuerza de resistirse a llevar adelante una política que considera demagógica, sostiene una posición inquebrantable y consecuentemente idealista. Se niega a ver la política como acción, como no sea discursiva y aparece defendiendo los “intereses de la patria” en abstracto: el punto culminante se produce con su denuncia ante el Congreso del pacto Roca-Runciman. Argentina se habría vendido al imperialismo inglés (beneficios para la instalación de frigoríficos, concesión de transportes), pero la denuncia consistía en algo más grave a los ojos de Lisandro: las empresas extranjeras no pagaban los impuestos correspondientes al Estado argentino, a cambio de prebendas para los representantes de la oligarquía vacuna, a la sazón ministros y funcionarios. La obra identifica los intereses de la patria defendidos por Lisandro con los intereses de la clase obrera, pues hay una escena en la cual obreros de un frigorífico reclaman al senador que denuncie el estado de cosas, porque desde que se ha firmado el pacto, sus sueldos han bajado. En 1935, decidido a enfrentar a sus ex compañeros de clase, el protagonista es objeto de un atentado en el Senado, pero la víctima de los disparos es Bordabehere. Aquel que lo ha convencido de llevar adelante la acción, de presentarse a elecciones, de acercarse a los votantes, de realizar la investigación y de hacer la denuncia ante el Senado, es el primer caído. Como ya sabemos, el segundo es Lisandro, quien se suicida tiempo después, en 1939. El “fiscal de la Nación”, como quieren verlo algunos, o “el solitario de Pinas”, según el decir de Larra (uno de sus biógrafos), cae frente a la oligarquía conservadora y sus negociados ¿Por qué entonces, según afirma el director, ésta no es una obra pesimista? Podemos imaginar dos interpretaciones posibles de la puesta. La primera: si no todo está perdido es porque el nuevo Lisandro es Kirchner, que defiende los intereses del “pueblo”, enfrentando a los grandes productores agropecuarios. Podemos pensar que Kirchner es lo que dice, que pudo romper, como Lisandro, con su clase y hacer una política que merece ser cuidada, por democrática, por patriota, por antiimperialista, por nacionalista y popular. Una lectura ingenua, complaciente y directa. Sin embargo, en la obra aparece una oposición muy marcada entre Lisandro y Bordabehere: el primero, representa las ideas y el discurso crítico; el segundo, la acción política, el contacto con la realidad que bordea el populismo. Si prestamos atención a este juego Enzo-Lisandro, la interpretación puede cambiar. Ahora, Lisandro, en ejercicio de la palabra que cuestiona, pero no actúa, ni propone acción alguna, es casi timorato, ridículo. Bien podría ser la oposición estéril que critica al gobierno por cuestiones formales y no ve el fondo del problema.
Aquí Lisandro es Carrió y Bordabehere es la defensa de la realpolitik, una acción práctica más allá (o más acá) de cualquier ideal. Kirchner-Bordabehere, en esta interpretación, resulta el ideal de gran parte de la pequeña burguesía argentina (y de ciertos sectores de la clase obrera también, por qué no decirlo), que lo defiende, más allá de sus “excesos” porque “al menos hace algo”. Una defensa muy astuta de la política actual. Que Bordabehere caiga, después de haber actuado, demostraría que tiene razón: no hay que dejar solo al señor K. Cabe, sin embargo, una tercera interpretación.

 

Del teatro épico al teatro de tesis
La obra oscila entre dos concepciones estéticas y políticas del arte. Por un lado, recurre a la técnica brechtiana del distanciamiento, cuando aparecen los coros desplegando magníficamente sus coreografías y sus canciones, los personajes portando pancartas, los narradores históricos, irónicos y burlescos. En suma, parece una obra pensada para pensar, para hacerse preguntas, no para identificarse con ella, ni con las peripecias del protagonista. Sin embargo, ese protagonista y sus acciones revelan la otra vertiente: la del teatro de tesis. El teatro de tesis o de ideas se ocupa de mostrar situaciones sociales que el espectador debe analizar para concluir, a partir de la hipótesis presentada, en una tesis demostrable por las acciones mismas. Fue utilizado profusamente, como método pedagógico, por todas las vertientes del socialismo, desde el fabianismo en Inglaterra (Bernard Shaw), hasta el juanbejustismo en Argentina (Roberto J. Payró); desde Benavente, en España, hasta Ibsen en Noruega. No es casual recordar entonces que, si del protagonista hablamos, un cronista (y escritor) muy popular en la década del ’30, Juan José de Soiza Reilly, al escribir su fallido reportaje a De la Torre, lo titulara “Un personaje de Ibsen”. Lisandro, en tanto personaje de Ibsen, no sólo desarrolla sus ideas en escena, sino que, además, aparece como un héroe trágico, destinado a enfrentar, en virtud de sus principios, la corrupción y la demagogia. Precisamente, en esa oscilación que va del teatro brechtiano al teatro de tesis, la obra revela sus límites y contradicciones, que son los de la pequeña burguesía que construyó una parte del Argentinazo. Por un lado, un idealismo resignado, que no puede abandonar sus ilusiones democráticas; por otro, el reconocimiento de la necesidad de la acción política directa, por fuera, si es necesario, de toda institucionalidad. Por un lado, entonces, pretende mantener la idea de que la democracia burguesa y la representación política (parlamentaria) tal como la conocemos, es la única forma de resolver los problemas: Kirchner debe ser Lisandro. Por otro, acepta resignadamente el autoritarismo del gobierno de Kirchner, deseando que sea al menos como Bordabehere. Kirchner, en esta interpretación, es a la vez, Lisandro y Enzo: hombre de ideales setentistas, no dudó en aceptar el poder que le ofreció Uriburu-Duhalde. El autor de la obra, Viñas, muestra esta posición, ambigua aunque complaciente, con relación al kirchnerismo: “Lo más fecundo del gobierno de Kirchner puede ser, precisamente, la prolongación de esa tensión de elementos contradictorios”. Esa tensión se revela en el kirchnerismo visto como herencia del “camporismo” y representado por personas “considerables” (que según Viñas, “no se han subido al caballo por izquierda y se han bajado por derecha”) y los elementos violentos responsables de la política económica de Lavagna y la represión en Río Turbio. Viñas vindica la “profundización de la democracia” que representa el gobierno de Kirchner, entendiéndolo como una “aproximación a la democracia social” y considerando que este gobierno se “define por las zonas más críticas.” Con todas sus contradicciones, el kirchnerismo es “lo máximo que puede dar la Argentina del año 2004 y años subsiguientes. Es un tope.”
Duhalde, Patti, Macri
La obra pone en juego la caracterización bifronte que la pequeña burguesía, el autor y también el director, hacen del poder kirchnerista: como dijimos, Kirchner es Lisandro, pero también Bordabehere. Al otorgar a Kirchner la fascinación que concita todo personaje que ostenta su poder, la obra pretende conjurar otra fascinación: la que ejerce sobre el escenario, teatral y político, el personaje de Uriburu. Precisamente, porque se corre el riesgo de que algunos entiendan que la acción política práctica sólo puede ser de derecha y con ello convertirse en “antidemocrática”, la obra le dedica al “personaje peligroso” una sola escena. Tal vez, también por eso, autor y director precisan aclarar en las entrevistas, las verdaderas intenciones del texto.
Revela que debiéramos apoyar la democracia que enfrenta a la corrupción con sus ideas (y hasta aquí vamos bien, Lisandro), pero también con sus acciones más o menos violentas (Bordabehere). Por eso la obra no es pesimista, según el director; ni cínica o posmoderna. En definitiva, el espectador debiera tomar partido por los que aparecen como fracasados, porque
esa actitud responde a la necesidad de recuperar las ilusiones puestas en el gobierno actual,
a quien deberemos aceptarle, tanto “su intransigencia y su calentura” como sus excesos
demagógicos. La obra es, antes que una celebración crítica de la conciencia, un intento de
demostración de la hipótesis política del autor y del director. Es por esta razón que Lisandro, a pesar de sus recursos teatrales brechtianos, termina siendo teatro de tesis. Una tesis kirchnerista.

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