Un misticismo inútil. A propósito de Elisa Carrió, Hanna Arendt y la política del “perdón”

en El Aromo n° 34

Por Julieta Paulo Jones – Elisa Carrió pretende ser una rara avis en el espectro político argentino por su vocación intelectual y su inclinación a pensar los problemas “profundos”. De allí que, para entender algunos de sus planteos sea necesario remitirse a sus fuentes “filosóficas”. La formulación de una correlación entre los planteos políticos de Elisa Carrió y la filósofa que da nombre a la Fundación por ella creada, Hannah Arendt, tiene como objetivo señalar la inutilidad que caracteriza tanto a los primeros como a la segunda, en tanto que se trata, en ambos casos, de una gran encrucijada mística que no encuentra salida.

Quién es Hannah Arendt

La alemana Hannah Arendt (1906-1975), discípula de Jaspers, Husserl y Heidegger, desarrolla su filosofía política a partir de la consolidación del régimen nazi, la cual determina su emigración a París en 1933 debido a su procedencia judía, y a Estados Unidos en 1941 tras la ocupación alemana de Francia. Uno de los ensayos representativos de sus planteos generales es aquél en el que efectúa un estudio acerca del juicio a Adolf Eichmann, la ocupación y la naturaleza de los consejos judíos y la justicia, la personalidad del acusado y su contexto socio-político. Adolf Eichmann, funcionario de alto rango del Partido Nazi, fue uno de los encargados de la organización logística de transportes del Holocausto y artífice de la creación de los Judenräte, la policía judía colaboradora con el régimen. Integró la formación de las Tropas de Asalto, los Servicios de Seguridad y la Gestapo. En 1945, tras la caída del régimen nazi, Eichmann se exilia en la Argentina, donde es descubierto en 1960 por los servicios secretos israelíes, y enviado a Jerusalén. Allí se lo condena a la horca, a partir del juicio a que se refiere Arendt en el ensayo apuntado. En el Post Scríptum de Eichmann en Jerusalén, Arendt afirma que “el informe sobre un proceso sólo puede estudiar los temas tratados en el curso de dicho proceso […] Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni, por último, tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal. Todo proceso se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento y con sus propias circunstancias”.1 Con este y otros señalamientos acerca de la misma cuestión, Arendt deja explícito que los objetivos puestos en el “informe sobre un proceso” debían tener la finalidad de administrar justicia, en cuanto a los problemas de “carácter general”, que se plantean alrededor de la personalidad del acusado y la naturaleza de sus actos, así como del proceso judicial mismo. De la misma forma, Arendt explica que cuando habla de la “banalidad del mal”, está limitándose a un nivel “estrictamente objetivo” y a señalar un fenómeno que, según ella, resulta evidente: “Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal […]

Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía”.2 Según señala Arendt, la acusación realizada a Eichmann debe limitarse a que únicamente “la pura y simple irreflexión3 -que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez- fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”.4 En este punto se encuentra el núcleo central de sus argumentaciones: la razón por la que defiende la condena de Eichmann, a partir del imperativo categórico kantiano con el cual sentencia que “nadie debiera ignorar la vida que vive, y es un deber ser conscientemente una persona íntegra”. A partir de este principio, Arendt explica lo que los jueces de Eichmann no supieron explicar, a saber, por qué debía ser condenado a pesar de no tener intervención individual directa en los asuntos de los que se lo imputa.

Seguido a estas explicaciones, Arendt explicita una cuestión, a su entender, más simple que el examen de la “interdependencia entre la irreflexión y la maldad”: la determinación del tipo de delito cometido por Eichmann. Aquí, realiza todo tipo de argumentaciones para descartar el acuñado término de “genocidio” y adoptar el de “matanzas administrativas”, que tiene la ventaja, según Arendt, de deshacer el prejuicio según el cual “actos tan monstruosos solamente pueden cometerse contra una nación extranjera o una raza distinta”; es decir que tal tipo de matanzas puede dirigirse contra cualquier grupo, “el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales”. Arendt afirma que la jurisprudencia dispone de sólo dos conceptos para enfrentarse con dichas cuestiones: los conceptos de “actos de Estado” y “acto en obediencia de órdenes superiores”. Plantea la “insuficiencia práctica de estos conceptos jurídicos en orden a solucionar los problemas planteados por los hechos delictuosos objeto de los juicios a que nos referimos5”, lo cual lleva a concluir que los “vigentes ordenamientos jurídicos” y los “actuales conceptos de la jurisprudencia” son insuficientes en orden a hacer justicia en lo referente a las “matanzas administrativas” organizadas por la “burocracia estatal”.

Aquí, se abre el segundo núcleo de su planteo, en el que arriba a la conclusión de que el carácter criminal de Eichmann se disipa ante la consideración de su delito como una parte subordinada a las “matanzas administrativas”. Este argumento implica quitarle responsabilidad a su lugar en ese aparato burocrático estatal y eludir los intereses y objetivos reales que tanto su empresa en el régimen nazi como el régimen mismo tenían, en correspondencia con la política de la burguesía alemana. Efectivamente, resulta innegable que Arendt no comprende -y, por lo tanto, no considera- que el análisis no puede disociarse de la relación social en que se hallan implicados la problemática y Eichmann mismo. Hannah Arendt, en consecuencia, aísla al individuo de la clase y no puede ver que la verdadera lucha no se encuentra sino contra la burguesía. Su dificultad al respecto se dirime en tanto procura resolver el problema de la culpa individual de Eichmann, y se topa con las limitaciones de su propio planteo, a partir de la sustracción de la ineludible relación de clase social que se filtra en todo análisis.

Carrió y el perdón

Elisa Carrió postula su política en concordancia con la filosofía arendtiana. Formula una defensa de la reconciliación a partir de la reivindicación del “caso sudafricano”, que asumió la responsabilidad de “decir la verdad, porque la filosofía de la verdad nos lleva al objetivo que nosotros tenemos y que es una Sudáfrica unida y en paz”. Esta “capacidad” de reconciliar está dada, plantea Carrió, por una regla moral básica: “no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te ocurra a ti mismo” –lo que nos remite nuevamente al idealismo kantiano-: “Ellos dicen que la humanidad de ellos se juega en la humanidad del otro. Es un tema humanitario, en el que es imposible que seas más humano si no intentas humanizar al otro. La confesión del otro habrá de humanizarlo y tu perdón hará lo propio contigo”.6 Carrió insiste en deslindar la reconciliación, del olvido y del perdón. Dice que “no puede haber olvido sino verdad y justicia. Lo que no puede haber es sed de venganza”, ya que entiende que de esa forma se pervierten el proceso y la palabra reconciliación, cuando la usan quienes buscan impunidad, de la misma manera que se pervierte el término ‘justicia’ cuando lo utilizan quienes quieren venganza. Asimismo, resalta que el perdón no está ligado a la amnistía. Ahora bien, cabe preguntarse qué opina Carrió acerca de la verdad y justicia. Según la dejó planteada, la cuestión es preguntarse cómo una sociedad puede salir de la crisis con memoria y justicia: “…con concordia. ‘Concordia’ es una palabra maravillosa que casi no se usa, pero que significa unidad de corazón en la diferencia de ideas. Nosotros, los argentinos, tenemos el mejor sistema legal de verdad y justicia sobre los hechos del pasado […] Pero también, tenemos el peor enemigo del mundo… Y este es la diferencia”.7 ¿Qué significa esto? Que la “justicia” propugnada por Carrió está circunscripta a los límites de la reconciliación basada en la “unidad de corazón en la diferencia de ideas”, lo que conlleva inevitablemente una infructuosa salida hacia el perdón y la reconciliación, bajo el modelo idealista del respeto de la diferencia de ideas. La política de Carrió está inscripta en la reaccionaria idea de reconciliación como superación de los conflictos y de la pretensión de unidad de la sociedad por encima y más allá de los enfrentamientos políticos y materiales que tienen lugar en la estructuración social. En consecuencia, Carrió termina acordando con los sectores más reaccionarios -como el espacio Memoria completa- al levantar como consigna de resolución de los conflictos la “reconciliación de corazones en la diferencia de ideas”. Como lo hiciera también su teórica de cabecera, omite en su planteo la sociedad: la imagina como una suma de individuos que deben ser considerados en desvinculación con la relación social que los atraviesa. Es decir, al mismo tiempo que no puede ver las diferencias reales que signan las relaciones sociales, sobre todo, no entiende que estas diferencias no sólo no son meros caprichos de diferenciación ideal sino que se basan en desigualdades materiales que se expresan en la lucha de dos opuestos irreconciliables.

En una misma cruz

La conclusión lógica de los planteos de Carrió desemboca en un irresoluble vacío del discurso desde el cual se alza su planteo político. Pretende negar a Kirchner y su política de derechos humanos para plantear algo que no tiene ninguna importancia práctica, salvo que se esté proponiendo el indulto y la obediencia debida. Como ella misma niega esa posibilidad, su posición resulta completamente inútil y sólo puede entenderse como un desvarío místico.

La filósofa alemana y la diputada argentina se hallan inevitablemente en una disyuntiva política de la cual no se desprende escapatoria alguna. Sus avatares teóricos se elevan sobre un misticismo construido a fin de desechar eventuales planteos reaccionarios y contraponerlos a una salida progresista. Es evidente que, tanto la filósofa como la diputada, lejos de esta pretensión, tropiezan con las limitaciones a que está sujeto el análisis idealista de la realidad, el que les impide, entre otras cosas, formular una solución útil al problema del castigo, la condena, la culpa y la naturaleza de la justicia. Sus “salidas” responden a los designios inescrutables del perdón y la reconciliación.

La concepción política que subyace a este programa se basa en la negación de los conflictos, la subsiguiente imposibilidad de establecer la justa condena en el debido momento. La paz social es posterior a la violencia, es decir, la unión es posterior a la manifestación y lucha de los opuestos: la armonía es consecuencia a la revolución y no su presupuesto.


Notas

1Arendt, Hannah: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 2000, pág. 431.
2Idem, p. 434. Bastardillas en el original.
3Bastardillas de la autora.
4Ibidem, p. 434.
5Ibidem, p. 440.
6Carrió, Elisa: “Vivimos una parodia fascista” en Perfil, Buenos Aires, domingo 15 de octubre de 2006.
7Idem.

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