Quién no quiere ser bueno?

en El Aromo n° 14

 

Santiago Ramos

 

Un fantasma recorre los escenarios del progresismo teatral: la culpa. Se lo ve en algunas obras en cartel o recientemente levantadas: el Hamlet de Luis Cano, La señora Macbeth de Griselda Gambaro, por citar sólo algunas de gran repercusión. La relación con ese fantasma oscila entre una posmoderna indiferencia ante la imposibilidad de operar sobre el mundo y un democrático reparto de esa culpa, salpicado con alusiones al tema de género, por cierto, muy a la moda.

El Aromo presenció La Opera de Tres Centavos de Bertolt Brecht (1898-1956) con música de Kurt Weill en el Teatro Presidente Alvear, con dirección de Betty Gambartes. La obra consiste en una adaptación de la Opera del mendigo (1728) de John Gay y música de Johann Pepusch, que criticaban mediante la sátira a las clases altas con toda su hipocresía y codicia, haciendo especial blanco en el primer ministro Robert Walpole en tanto representante de la burguesía comercial más floreciente. En esta opera ballad se mezcla una música clásica de estilo barroco temprano con melodías populares y parodias de obras conocidas.[1]

Se narra aquí la venganza de Mr. Peachum, jefe y empresario de los mendigos de Londres contra Macheath, alias Mackie el cuchillero, capitán en jefe de los ladrones, que se ha casado con su hija. Pese a su amistad con su socio el jefe de policía, Tiger Brown, y a contar con el favor de la iglesia, representada aquí por el reverendo Kimball, se ve obligado a huir, denunciado a la policía por Peachum quien se opone a la boda, perjudicial para sus negocios. Macheath huye, pero Jenny, su prostituta favorita, termina por traicionarlo, entregándolo a Brown, y así a la horca. Sin embargo a último momento un heraldo del gobierno irrumpe trayendo para Mackie un indulto y una pensión oficial.

Una posible intención de Brecht era inducir a la reflexión sobre los manejos de la burguesía, asimilándolos a los del bandolerismo: en su despedida Mackie reconoce ser miembro de una clase en extinción, devorada por “grandes empresarios detrás de los cuales están las grandes instituciones bancarias”. Brecht funda el camino hacia el llamado teatro épico, con la idea de romper con esa convención teatral casi mágica del teatro dramático donde el espectador es capturado por una situación en lugar de confrontarla.

Los aportes de Brecht al desarrollo del teatro moderno son numerosos; su estudio profundo excede el alcance de esta crónica. Baste decir que su teatro épico además de mostrar una realidad aspira a cambiarla a través de una toma de conciencia exigida al espectador: influenciado por sus lecturas de Marx, Brecht promueve un efecto de distanciamiento sobre la realidad mostrándola como inadmisible a un público que ha de reflexionar críticamente sobre ella, mediante recursos tomados a menudo de otras tradiciones teatrales.

Pese al inesperado éxito que obtuvo con su estreno, Brecht se sintió defraudado por la recepción que la burguesía hizo de su obra: en lugar de cuestionar su propia moral, el público la usó para justificarla. En esta puesta sucede algo similar: más allá del moroso ritmo del primer acto y sus desparejas actuaciones, los elementos estéticos brechtianos como canciones adaptadas a ritmos populares como la cumbia son bien recibidos. Las alusiones como la cárcel vip , el sushi, el champán, la ostentación abiertamente farandulesca, la corrupción menemista y delarruista, más la ausencia de referencias al presente, circunscriben el problema al pasado inmediato, lo que explicita el programa político que sustenta dicha elección estética: lo peor ya pasó. Dice la directora: “…somos nosotros los que indultamos a Mackie una y otra vez…”.[2] Esto es cierto de quienes necesitan ignorar que el problema actual es la continuidad de la opresión capitalista. De quienes intentan lavar su culpa al asumir como propias las razones y contradicciones de los personajes, viéndolas tan reales como inevitables y terminando por aceptarlas como parte natural de esta realidad. De quienes desde la platea contestan al elenco a viva voz que no condenarían a Macheath y asienten ante Peachum que canta pese a lo malo de ese mundo, “¿quién no quiere ser bueno?”.

Todo lo contrario de los que esperamos, de este teatro, la posibilidad colectiva de entablar un nuevo coloquio social para modificar esa misma realidad. De los que intentamos trabajar para eso. De los que creemos, con Brecht -en su mensaje A los comediantes daneses– en un mundo “hecho por hombres y por ende transformable.”[3].

1Apreciaciones contenidas en Michael Thoss y Patrick Boussinac: Bertolt Brecht para principiantes, Era naciente, Bs. As., 1999 y Frederick Ewen: Bertolt Brecht, su vida, su obra, su época, Adriana Hidalgo, Bs. As., 2001

2Revista Teatro, del Complejo Teatral de Bs. As., n° 76, agosto de 2004

3Citado en la introducción a la obra de Bertolt Brecht de Andre Bisselbrecht, de la editorial Leviatán, Bs. As., 1996

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