Queremos tanto a Stalin. Sobre Cartas de amor a Stalin, de Juan Mayorga y el teatro “políticamente correcto”

en El Aromo n° 39

Por Rosana López Rodríguez – Lo dicho y lo no dicho

Mijail Afanásievich Bulgákov, novelista y dramaturgo nacido en Kiev en 1891, gozó de una enorme fama hasta la llegada del stalinismo al poder. Sin embargo, murió en Moscú en 1940, prácticamente olvidado. Había sido prohibido por satirizar las costumbres soviéticas y mostrar imágenes benévolas de los contrarrevolucionarios, en particular en Las guardias blancas, donde retrataba favorablemente a un grupo de oficiales blancos antibolcheviques durante la guerra civil y no proponía héroe revolucionario alguno. Antes de la prohibición había trabajado como dramaturgo, actor y director del Teatro del Arte de Moscú. Ya bajo la censura, Bulgákov gastó los últimos diez años de su vida en escribir El maestro y Margarita, una reflexión sobre el poder y el escritor, y una serie de cartas al dictador ruso, verborrágicas y plagadas de contradicciones, que Stalin nunca contestó. Sobre este episodio fundamental de la decadencia de Bulgákov, Mayorga construye una reflexión sobre la relación entre el artista y el poder que logra, si uno observa algo más que la superficie, el efecto contrario al buscado.

De amor y de odio

Interpretada por Julio Ordano (Stalin), Enrique Papatino (Bulgákov) y Jessica Schultz (Bulgákova), Cartas de amor… pretende ser un alegato contra de la censura y a favor de la libertad del arte y del artista. El núcleo dramático se basa en la incapacidad del Bulgákov de Mayorga de tomar una decisión clara en torno a su futuro: quedarse en una suerte de exilio interior, aceptando que Stalin lo ha censurado para siempre; o bien, marcharse al exilio y reiniciar allí su vida literaria. El protagonista no hace ni una cosa ni la otra y toda la obra transcurre en esa indecisión, discutiendo con el fantasma de Stalin, ayudado y finalmente abandonado por su esposa.

Mayorga pretende que su obra “es una meditación sobre la necesidad que tiene el artista de ser amado por el poder, necesidad tan fuerte como la que el poder tiene de ser amado por el artista.” 1 Es decir, Stalin y Bulgákov deberían figurar en la obra con idénticos, pero opuestos, papeles dramáticos. Sin embargo, no es una relación simétrica: no vemos la desesperación de Stalin por el amor de Bulgákov, sino lo contrario. Más allá de las intenciones del autor, la obra se vuelca en un juicio sobre el escritor y el poder y, en mucha menor medida, sobre el poder y el escritor.

Efectivamente, el que pena por el otro es Bulgákov. El lugar en torno al que giran todas las escenas es un supuesto llamado telefónico de Stalin, en el que éste le propone encontrarse para conversar sobre la censura que pende sobre el escritor. Ese (supuesto) llamado queda trunco, pues la comunicación se corta, pero Bulgákov vive esperando una nueva comunicación o, al menos, una respuesta a sus cartas. La dependencia psicológica deviene fantasma y el poeta comienza a convivir con un Stalin imaginario. Para mejorar sus cartas, Bulgákov le pide a su esposa que actúe como si fuera Stalin, ardid que refuerza la centralidad dramática del escritor. Progresivamente, Bulgákova se transforma en Stalin, unificándose ambos en un mismo reclamo: abandonar la incertidumbre y tomar una decisión firme y definitiva. Como Bulgákov parece incapaz de hacerlo, le recriminan el regodeo en su propio sufrimiento, su autovictimización y su egolatría. En última instancia, la ausencia de valores sociales, la incomprensión de la necesidad que, finalmente encarnan Stalin-Bulgákova.

Hay en la obra un contrapunto entre Bulgákov y otro escritor ruso: Eugeni Zamyatin, quien enfrenta a Stalin y le dice exactamente lo que quiere, por eso lo obtiene. Mayorga utiliza a Zamyatin para destacar el aprecio que Stalin tiene por Bulgákov: si no lo deja ir es porque lo querría como poeta oficial. Así, con este giro, la indecisión de Bulgákov no resulta un rasgo de debilidad o impotencia, sino la naturaleza de todo artista: inconformista, incapaz de traicionarse entregándose al poder, capaz de soportar la vida en medio de la incertidumbre. La obra más importante de Bulgákov no es lo que Stalin querría, una apología genuina de su gobierno, ni es tampoco la crítica impiadosa desde el exilio fácil alejado de todo peligro, sino esas cartas en las cuales la tensión se mantiene viva hasta el final. El verdadero artista (Bulgákov) entrega su vida a esa pasión irredenta de compromiso y libertad. El Stalin de Mayorga busca una reivindicación real de su obra, un compromiso con ella, una identificación. Por eso parece retener a Bulgákov, en la espera de convencerlo. Lo que no entiende es que ni Bulgákov ni ningún artista verdadero puede cumplir esa función. Mayorga termina reivindicando el mito de la libertad del artista y en esa simplificación del problema, lima las aristas cuestionadoras que su obra, más allá de sus intenciones, contiene.

Un escritor políticamente correcto

En determinada escena, Bulgákova-Stalin le recuerda que La huida “defiende a los enemigos de la revolución”. Bulgákov-Mayorga no tiene mejor idea que contestar: “Soy un escritor, no un político”. En una sociedad que apenas acaba de salir de una guerra civil para entrar en una batalla feroz por el poder político, Mayorga-Bulgákov quieren hacernos creer que el artista está más allá del bien y del mal y que cualquier intento de censura de los enemigos políticos está mal. Mientras los seres humanos de carne y hueso pierden su libertad junto con su vida en los campos de batalla, los artistas deben disfrutar del derecho a criticar a las víctimas y elogiar a los victimarios. ¿Pero entonces el artista no puede criticar a las víctimas? ¿No puede defender a los victimarios? Sí, por supuesto, pero que luego se haga cargo del lugar en el cual eligió luchar y se responsabilice por las consecuencias de sus actos. Los que no lo creen así tienen una concepción banal de la tarea artística. Peor aún: en la vida cotidiana del capitalismo “democrático”, los intelectuales y artistas revolucionarios son censurados y perseguidos de mil maneras diferentes. Contra esa censura, contra esa violencia, Mayorga no dice nada. Se contestará que el autor ha sostenido explícitamente que toda forma de violencia está mal. 2 Sí, pero cada vez que busca representar el mal hace explícita una toma de posición política que desmiente esas afirmaciones. Mayorga elige los ejemplos fáciles y complacientes para la pequeña burguesía progre y para el buen pensamiento occidental y cristiano: los judíos y el Holocausto 3; Stalin y los escritores. ¿Por qué no escribe el mismo drama sobre los palestinos, o sobre Bush? Si todas las formas de violencia están mal, ¿por qué elegir esos ejemplos, que sirvieron históricamente para justificar el sionismo y el imperialismo norteamericano? Porque eso lo llevaría no sólo a cuestionarse sus propios principios, sino también a abandonar el cómodo sitio de escritor bien pensante que le ha dado el desenvolverse en torno al lugar común.

Stalin-historia, Stalin-ficción

El Stalin de Mayorga no es, obviamente, el Stalin real. No es este último, tampoco, el que examinaremos aquí. Nos concentraremos en el otro, en el que la obra construye incluso a contrapelo de las intenciones del autor.

El Stalin de la obra viste como un obrero, lleva mameluco. Representa, entonces, a la clase que ha hecho la revolución y sus intereses. Manifiesta, durante toda la obra, su ferviente admiración por la obra de Bulgákov y le pide que cumpla con las tareas que la nueva sociedad le impone, que sea un poeta a la altura de los tiempos. Mientras la función de Stalin es la de cubrir las necesidades del pueblo soviético, el progreso de esa sociedad, ¿qué hay de la literatura? ¿Por qué seguir mirando hacia el pasado? ¿Por qué no tener un poeta que pueda cantar los logros del presente y las expectativas para el futuro? Stalin critica a Bulgákov que no sea revolucionario y es precisamente esa inadecuación con su época y su situación lo que hace que Bulgákov no pueda encontrarse con su sociedad. El poeta, que se considera libre, debe desempeñarse en una sociedad que no comparte con él sus sueños ni sus expectativas para el presente ni para el futuro.

Este Stalin-ficción representa la necesidad y la lucha contra las constricciones naturales. Este Bulgákovficción es el mito de artista romántico. En este duelo, ¿con quién estamos? Con Stalin. Este Bulgákov lamentable, pusilánime, indeciso y, sobre todo, reaccionario, tiene un solo tema en mente: yo, yo, yo. Nada que supere la propia egolatría del artista. El individualismo por sobre los valores colectivos, el individuo por sobre la revolución. El artista por sobre el proletariado con sus luchas y sus logros. Podríamos decir con Stalin-ficción: “Ud., Bulgákov, ¿no tiene, como soviético, como miembro de su sociedad, nada por qué luchar, y por lo tanto nada que perder, si perdiera las luchas que lo han constituido como artista?” ¿Qué clase de artista es éste que se reivindica superior a toda necesidad colectiva?

A diferencia de Zamiatin, Maiacovski, Pasternak o Stanislavski, Bulgákov duda. Desde distintos lugares, los otros supieron cómo actuar consecuentemente ante la revolución. Bulgákov, en cambio, persiste en su “gesto aristocrático, antisocial” y no sólo no muestra arrepentimiento, sino que exhibe constantemente su dependencia de Stalin y su indecisión. No quiere asumir que debiera exiliarse definitivamente, si no está decidido a apoyar con su arte al régimen o luchar en su interior. Al contrario, no quiere sino “tomarse unas vacaciones” y regresar con el derecho a escribir lo que quiere sin ganárselo: no se plantea ni como un apologista de Stalin ni como un enemigo combatiente.

Esta actitud entre autocomplaciente y soberbia se convierte en una apología de la libertad del artista. Bulgákov escribió: “La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor (…). Si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible.”4 La conciencia “progre”, liberal, la que se abstrae de la lucha real y concreta, lo aplaudiría de pie. Este mito es solidario con otro, el de la posibilidad de separar el arte de la política. Bulgákov lo encarna también, porque nunca reconoce que su obra es profundamente política: “Le pido al gobierno soviético que preste atención al hecho de que yo no soy un hombre político sino un literato.” Solidariamente, también, Bulgákov defiende la idea de la imprescindibilidad del arte: “Le pido que considere que, para mí, el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo.” De sus propias palabras se desprende que el arte es un asunto banal, en tanto que no tiene que ver con lo que define a la humanidad, la política, el gobierno de sí misma. Al mismo tiempo, reconoce que no puede vivir sin tal banalidad que, sin embargo, requiere la máxima libertad contra la cual han batallado los personajes a los que defiende en su obra supuestamente apolítica. Esta cobardía ideológica se correspondía con la cobardía política necesaria: “Apelo al humanitarismo de las autoridades soviéticas y les pido que actúen magnánimamente conmigo, un escritor que no puede ser de ninguna utilidad a su patria, y me conceda la libertad.” ¿Libertad para qué? ¿Para escribir lo que le venga en gana? ¿O para irse de la URSS? ¿O para trabajar como director? “Le pido al gobierno soviético que me autorice urgentemente a abandonar la URSS en compañía de mi esposa.” (julio de 1929). “Pido que se me nombre realizador auxiliar del primer Teatro Artístico, de la mejor escuela, que dirigen los maestros K.S.Stanislavski y V.I.Nemirovich-Danchenko. Si no soy nombrado realizador, pido un puesto titular de figurante. Si tampoco es posible ser nombrado figurante, pido un puesto de tramoyista. Si eso tampoco es posible, pido al Gobierno Soviético que proceda conmigo como crea más conveniente, pero que proceda de alguna manera; porque yo, un dramaturgo que ha escrito cinco obras, suficientemente conocido tanto en la URSS como en el extranjero, EN EL MOMENTO ACTUAL me encuentro abocado a al miseria, a la calle y a la muerte” (marzo de 1930). Peor ejemplo de claudicación, resulta difícil de imaginar. Si Mayorga quería restaurar la dignidad del artista y criticar el estalinismo, logró exactamente lo contrario.


Notas

1Nota previa del autor a la obra.
2Ver Heras, Guillermo: “Una obra en su contexto”, en Teatro n° 88, abril de 2007, p. 43.
3Del mismo autor se ha estrenado también este año Himmelweg, una obra que cuenta la historia del delegado de la Cruz Roja que visita el campo de concentración de Terezin y sin intención alguna, realiza un informe favorable. 4Todos los estractos que siguen están tomados de las cartas de Bulgakov a Stalin, en El Urogallo, n° 66, noviembre de 1991.

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