Manual del inquisidor

en El Aromo nº 75

Crítica a Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico, de José Carlos Chiaramonte.

 

Quien fue durante décadas el director del mayor instituto de Historia Argentina de la Universidad de Buenos Aires ha decretado que el marxismo ha muerto y ya no puede utilizarse. Para asegurarse de que no queden ni rastros, cae en el anatema todo aquello que, según el censor, tenga alguna semejanza con esa ideología maximalista y “trasnochada”. Si quiere conocer de cerca las intenciones de quien dirige el pensamiento histórico en Argentina, lea esta nota. Y prepárese, que se vienen las Cruzadas…

 

Mariano Schlez

GIRM-CEICS

 

En su último libro, Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico (Sudamericana, 2013), José Carlos Chiaramonte intenta saldar cuentas con el marxismo, criticando sus categorías fundamentales: clase social, lucha de clases y conciencia de clase. Desde su perspectiva, el socialismo científico (al igual que el llamado “revisionismo”), realiza un “uso político de la Historia”, que impide un correcto análisis de los procesos históricos, como el que dinamizarían los historiadores “profesionales” o académicos. No obstante, el resultado es una crítica bastante simplona y una propuesta insuficiente. Además, se esconde allí que su autor ha dirigido y protagonizado un “uso político” de la Historia, como hacemos todos. Pero en este caso, estamos ante uno muy poco edificante: la defensa del orden establecido, aun a costa de sacrificar la ciencia.

 

La (vieja) crítica al marxismo

 

Chiaramonte dirige su crítica hacia donde, considera, se encuentran el corazón del marxismo, es decir, el propio Marx y sus influencias teóricas. Es así como alega una incompatibilidad entre dos (supuestas) formas de concebir a las clases sociales: en tanto categoría estadística de clasificación social, por un lado, y como actor histórico, por el otro. Contradicción que habría dejado sus huellas en definiciones, en apariencia, contradictorias: mientras que, en el Manifiesto Comunista, la lucha de clases en el sistema capitalista es protagonizada por dos grandes clases, la burguesía y el proletariado, en El Capital, se agregaría a la clase terrateniente como clase fundamental del mismo sistema.

Es decir que Marx habría quedado preso de la “metafísica del historicismo alemán”, corriente que equipararía a grupos colectivos con “actores individuales”, trasladando, a la totalidad de la clase, acciones de sujetos individuales. En términos de Chiaramonte, asegurar que una clase actuó de manera conjunta es “una fantasía”, dado que “estos conjuntos no son actores históricos reales”.[1] En una entrevista radial, se explaya con un ejemplo palmario: “la burguesía argentina no existe como actor histórico. Lo que existe, si usted quiere, son gobiernos que se pueden llamar burgueses, que son los que toman las decisiones. O políticos, que se pueden llamar burgueses, que son los que toman las decisiones”. Es decir que “lo que existen, como actores históricos, no son estas clases sociales”. Ahora bien, ¿cómo van a existir burgueses sin burguesía?

 

La Fe de un ex comunista

 

El marxismo es la forma que se manifiesta actualmente el conocimiento científico. El mayor legado es el método: el análisis de la totalidad, la necesaria jerarquización de las variables, la unidad contradictoria que provoca el movimiento y la determinación material de los procesos sociales. Pero también ha legado ciertos conocimientos para la Historia, porque la ciencia crece sobre lo ya realizado.

En cambio, la reacción académica que predomina desde la década de 1980 ha privilegiado los pequeños problemas y la recopilación insípida de datos. Ha decretado el fin de la causalidad y, en mayor o menor medida, ha puesto a los discursos como instancia explicativa privilegiada. En realidad, el conocimiento académico más que combatir al marxismo se ha ocupado de degradar la ciencia.

Ahora bien, con respecto a la pertinencia de la categoría de clase, nadie podría discutir que cada burgués tiene un comportamiento particular. Sólo en la caricatura construida por Chiaramonte, el marxismo dice lo contrario. En lugar de analizar el corpus marxista antes de sentarse a escribir, Chiaramonte, en un derroche de esfuerzo, se ha limitado a leer algunos capítulos de El Capital y, con eso, supone haber reunido todo el material necesario. Efectivamente, en esos pasajes, Marx analiza la estructura de funcionamiento de la acumulación capitalista. Es decir, el nivel orgánico. Allí se enfrentan burguesía y proletariado como un todo. No obstante, si hubiese continuado con las lecturas, habría encontrado que, todavía en el nivel de lo orgánico, esas clases se dividen en fracciones y capas. Si hubiese ocupado algo menos de su tiempo en escribir y algo más en buscar materiales, se habría topado con algunos libros de análisis político del propio Marx, como El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Allí, la burguesía no actúa unida como clase, tampoco el proletariado, sino que se forman alianzas entre diferentes fracciones. Eso mismo fue teorizado por Antonio Gramsci como fuerza social. Si va a analizar al marxismo, tendría que haber leído a este autor también.

Cada burgués tiene un comportamiento particular, es cierto. Pero ese comportamiento tiene un límite: sus intereses de clase. Ningún burgués, si no quiere dejar de serlo, va a dejar de intentar incrementar la explotación de sus obreros. Siempre va a defender el sistema capitalista. Esos intereses determinan que ciertas ideas son aceptables y otras no.

Con respecto a la categoría “terrateniente”, es cierto que la distinción de dos clases (burguesía y proletariado) se contrapone con la proposición de tres (burguesía, proletariado y terratenientes). Sobre eso, tenemos mucho que decir y hemos publicado bastante.[2] No obstante, el problema, como dijimos, no es lo que dijo Marx, sino el método de abordaje de la realidad. En cualquier caso, la plusvalía y la renta salen del mismo lugar: el trabajo del obrero.

 

Una propuesta insuficiente (y una crítica ninguneada)

 

Chiaramonte y sus colegas, debemos reconocer, no han rechazado la investigación. No obstante, su propuesta ha resultado en un franco retroceso historiográfico. En primer lugar, se abandona una visión holística, privilegiando un análisis de la conflictividad social en clave político-cultural. Desde su perspectiva, los enfrentamientos del siglo XIX giraron en torno a la cuestión de las identidades regionales, en tanto los diferentes estados en que se fraccionó el viejo virreinato rioplatense combatían por la supremacía política contra sus vecinos.[3] Es decir, se confunden los intereses de las diferentes clases (o sectores, o como le quiera llamar Chiaramonte) con problemas de identidad geográfica. Por otro lado, cuando la historiografía académica reemplaza a la categoría de clase social por imprecisa y “apriorística”, la reemplaza por conceptos carentes de toda capacidad para delimitar conjunto social alguno: mientras que la élite toma el lugar de la burguesía (o clase dominante), sectores populares desplaza a la clase obrera y marginales o plebe a explotados tan diversos como peones y esclavos. Para dejar de lado al marxismo, se recurre al funcionalismo italiano (Gaetano Mosca) devenido en la fundamentación del fascismo. Las categorías resultantes acaban dejando a los actores que se definan a sí mismos (elite son aquellos que se consideran tales) o englobando elementos contradictorios (patrones y obreros) en una mismo concepto.[4]

El resultado concreto de la propuesta de Chiaramonte es un retroceso a la vieja confusión entre lo que una sociedad efectivamente es (relaciones sociales jerárquicamente organizadas), a lo que una sociedad dice de sí misma (a través de diferentes formas de la subjetividad, como el Derecho, el “lenguaje” o los “conceptos”). Se abandona aquello que los historiadores debieran definir, es decir, los sujetos sociales fundamentales de cada sociedad y el tipo de relaciones que cada uno porta en su desarrollo.

El crítico anti-marxista declaró, provocativamente, que no conoce “ninguna investigación histórica buena que se centre sobre la ‘lucha de clases’”.[5] Lo que implica un agravio, injustificado e ignorante, en tanto menosprecia, no ya el trabajo de nuestra organización, sino el de historiadores monumentales a nivel mundial. En vez de debatir seriamente con el marxismo, Chiaramonte critica a Marx y evita el trabajo de leer la profusa literatura que, actualmente, es producida. Actitud que, lejos de expresar una preocupación científica, encuentra su explicación en el uso político que hace de la Historia.

 

Usos y abusos

 

Como el cristiano que mira la paja en el ojo ajeno, y no advierte la viga en el propio, Chiaramonte acusa al marxismo y al revisionismo de usar políticamente a la Historia, manoseándola según sus intereses ideológicos. Incluso critica al kirchnerista Instituto Dorrego, planteando que “es una cosa inadmisible en un mundo de opinión la consagración estatal de una línea de interpretación de la historia”. Una vez más, Chiaramonte nos sorprende: desde su perspectiva, es más peligroso un instituto sin recursos, que la fabulosa maquinaria estatal de investigación histórica que él dirige, con millonarios presupuestos estatales, como los son el CONICET y las universidades nacionales de todo el país.[6] Su censura a las ideas socialistas no se limita a la publicación de un libro, sino que se experimenta cotidianamente en la persecución ideológica (bajo la forma de denegación de promociones, concursos arreglados y clientelismo) desatada en las instituciones públicas que estos intelectuales dirigen. Lo que no sabe, o no se anima a reconocer, es que el Estado también es él. Y, como parte del Estado, combate ferozmente a la revolución por la vía de denigrar las ideas revolucionarias.

De militante comunista, pasó a engrosar las filas del alfonsinismo. Del marxismo pasó a la Historia Social, que pretendía diluir el conocimiento científico. Hoy lo encontramos rezando el credo liberal y posmoderno y combatiendo lo que, según él, no existe. Ya no se trata de “integrar” al marxismo a una versión light, sino de eliminarlo. Del reformismo pasó, casi sin escalas, a la reacción abierta. Lo lamentable, en este caso, no es esta trayectoria, ni la contradicción de un libro que con su escritura y publicación afirma lo que se niega en el texto (la existencia del marxismo), sino la poca seriedad con la que, quien dirige uno de los institutos públicos de investigación más importantes, decide abordar el asunto. Tanta profesionalización para esto…

1Las citas que no poseen referencia corresponden a dos entrevistas radiales a Chiaramonte, en Radio Provincia y Radio Cooperativa. Pueden escucharse en http://goo.gl/Bwd0Yv y http://goo.gl/Oq7Bi.

2Puede consultarse, entre otros, Sartelli, Eduardo (dir.): Patrones en la ruta, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2008.

3La perspectiva general de Chiaramonte puede verse en su trabajo Ciudades, provincias, estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Emecé, Buenos Aires, 2007.

4Sartelli, Eduardo y Kabat, Marina: “¿Clase obrera o sectores populares? Aportes teóricos y empíricos para una discusión necesaria”, en Anuario CEICS 2008, Buenos Aires, 2008; Schlez, op. cit.

5Véase Revista Ñ, 14/6/2013.

6Schlez, Mariano: “La Historia es Política”, en Tiempo Argentino, 22/12/2012.

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