La pintura como la víspera. Sobre la trayectoria de Carlos Gorriarena (1925-2006)

en El Aromo n° 35

Por Nancy Sartelli – Dos años atrás, con motivo de invitarlo a la presentación del libro Desocupados en la ruta. Dibujos con programa, charlé con Carlos Gorriarena la posibilidad de ingresar a su taller de pintura. La charla devino en un sorpresivo “Estás becada. No por piquetera; por maestra”, me dijo, aludiendo a mi trabajo docente. Y fue así como durante dos años me uní a la aventura pictórica que me propuso este maestro de la pintura argentina recientemente fallecido en Uruguay, en momentos en que su obra y trayectoria comenzaban a recibir, en los últimos años y masivamente, su merecido reconocimiento.

Su vida

Nació en Buenos Aires, en 1925, y comenzó a pintar a temprana edad. A los 17 años ingresó a la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, donde fueron sus maestros Antonio Berni en dibujo y Lucio Fontana en escultura. Abandonó la academia para ingresar al taller de Demetrio Urruchúa. Con integrantes de dicho taller, en 1959 formó el llamado “Grupo del Plata”. A partir de 1965 comenzó a exponer de forma individual. En 1984 recibió el Primer Premio Salón Municipal Manuel Belgrano, y en 1986, el Gran Premio de Honor del Salón Nacional. Trabajó como director de arte en agencias publicitarias tanto en Argentina como en España. Obtiene, entre otros premios y distinciones, la Beca Guggenheim en 1987, el Primer Premio Nacional a la Pintura Argentina 1982/83 Unión Carbide (1983), el Gran Premio de Honor Salón Nacional de Pintura, Salas Nacionales (1986), el Premio al Artista del ‘89, de la Sección Argentina de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (1990), y el I Premio Bienal de Pinturas de la Fundación Konex (1992). Realiza muestras retrospectivas en 1985 en el Museo Sívori, en 1993 en el Museo de Arte Moderno y, en el 2001, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Durante el 2006, la Fundación Nuevo Mundo edita el libro Gorriarena. La pintura, un espacio vital, con textos de Diana Wechsler y María Teresa Constantín, donde se colocó en clave histórico-crítica su obra y trayectoria.

El retorno al color

Gorriarena, en sus clases y en pintura, a sus alumnos sólo les hablaba de pintura. Sin embargo, su obra trascendió este precepto. Sus clases para mí, egresada de la Escuela de Bellas Artes, fueron un arduo proceso de desandar lo andado para volver al principio básico de la pintura: el color. Renegado de la academia, de lo bellamente preestablecido, de lo pictóricamente correcto, Gorriarena hablaba del color como el punto de partida para la construcción de la forma. “Solemos pensar primero como forma y luego en el color; y en pintura se trata de absolutamente lo contrario”, nos decía. Entonces, volver a encontrarse con su pureza vibrante fue la meta durante el primer año. El ojo fue educándose –reeducándose- en comprender el necesario descubrimiento de un color por otro, de su íntima correspondencia con la forma que lo contiene, en eliminar cada vez más las diplomacias del buen gusto quitando velos de desaturaciones para llegar al fin a la pura contradicción de un color contra otro. Largos ejercicios de austeros y contiguos rombos coloreados eran el puntapié para el posterior análisis de las relaciones colorísticas. Al año siguiente, la clínica de obra en discusión colectiva buscaba ahondar, ya en la obra personal, en el manejo y registro de color y forma como una unidad pictórica indivisible, un todo orgánico pulsando y vital. Para el artista, todo color puesto de más lo debilitaba: “es como si tiraras una rata muerta en el tanque del agua; se pudre”. Y allí se paraba Carlos, papel de diario en mano, para tapar el color sobrante y mostrarnos cómo ahora, sin él, el cuadro latía. En sus lecciones, figura y fondo dejaban de ser tales; el color las ponía a ambos en la misma categoría: nada debía recortarse como fondo, aunque a él aludiera; nada debía recortarse como figura, aunque así lo dijese la lógica del tema. Durante dos años, entre los posibles aciertos y las muchas correcciones no faltaron el vino tinto, la picada y hasta alguna vez las famosas lentejas del maestro. La calidez generada se nos mezclaba con el gesto y el comentario ampuloso, vital, de Gorriarena.

La pintura como guerra

“La pintura es una guerra, querida”, me solía decir. Para Gorriarena, la pintura consistía en el equilibrio de las tensiones opuestas en sus contradicciones fundamentales. Pero este equilibrio nada tenía de sereno. Era aquel del momento del puro enfrentamiento, del cara a cara de un tinte con otro. Aquella guerra de colores en formas alcanzaba su tiempo suspendido no por sosegado, sino por estar al punto máximo y vital de la contradicción. Eliminando los tonos quebrados, los pasajes sutiles y el modelado de la figura, lejos de conciliaciones compositivas, la pintura de Gorriarena proponía el equilibrio alcanzado justo en el momento previo a romperse: la pausa antes de la tormenta. El fondo, lejos de la propuesta tradicional, dejaba de acompañar a la figura para ponérsele a la par. La sugerencia espacial se volvía contradictoria: cuando compositivamente se proponía profundidad de un lado, otro elemento aparecía pronto para negarla. El color, siempre protagonista vital, lo traspasaba todo, y era esa vida lo que le daba, en definitiva, la misma categoría y poder a las partes en el enfrentamiento.

Desde la década del sesenta hasta mediados de la del setenta, Gorriarena aborda la obra desde la gestualidad informalista hasta una figuración crítica.1 Allí, los colores limitados y la tensión entre abstracción y neofiguración se observa en el gesto violento que predomina. La representación del poder y los poderosos, la tensión entre imperio y nacionalismo, se observan en las orejas- trofeos rodeadas de banderas yankys, argentinas e inglesas; como por ejemplo en Onganiato I y Onganiato II (1965), y Oreja sube por la infraestructura (1967). Él mismo asegura que es durante la dictadura donde se consolida su lenguaje pictórico.2 El gesto, entonces, se contiene para dar paso a figuras humanas en composiciones que contradicen la visión tradicional del cuadro, formando un todo inestable. Continúa la denuncia al poder y la alusión a la masacre del Proceso en obras como Frigorífico latinoamericano II (1981) y Para que el espíritu viva (1981). A partir de los noventa, vemos el universo burgués triunfante tanto en Santuario (1994) como en Thriller gardeliano (1997) y Jardines prometidos (1995), donde burgueses se alzan decadentes pero triunfantes ante sus piscinas-trofeos; y una Zsa Zsa Gabor argentina y entrada en carnes acaricia sus tigrecillos al borde también de una de ellas.

Dijo Gorriarena en una entrevista en 1990: “… habré querido pintar la frivolidad, espero que sin caer en la frivolidad. […] esta vez, no pinto a quienes detentan el poder directo, sino a lo que nos rodea, en un mundo que se termina”. 3 Últimas obras, como La niebla detrás del río y los árboles (2006) y El riesgoso camino hacia la nada (2006), nos muestran a una pareja y a un hombre camino hacia un destino-árboles, incierto y confuso. Tan escéptico y melancólico quizá como aquel Recuerdos del siglo XX (1994), en donde un desnudo de mujer alterna con la imagen de un marinero, un desfile de banderas rojas con la hoz y el martillo y el famoso grito de Edward Munch.

La política, a pesar de todo

Si bien en la década del ‘60 y desde las páginas de la revista La Rosa Blindada sostiene que “…pintores como Picasso, Léger, Grommaire, Guttuso, Siqueiros, Portinari […] demostraron en su momento que un pintor marxista podía ser vanguardia revolucionaria y vanguardia artística”.4 En los años noventa, Gorriarena consideraba que “lo que hago puede tener un carácter social, sin embargo creo que la pintura no incide en las situaciones de tipo social o político. Si el pintor tiene necesidad de tener un objeto político, lo puede hacer, pero con plena conciencia de que su obra no modifica nada”.5 Visto por la crítica como “pintor político”, era él mismo quien salía a desmitificarlo. Sin embargo, su planteo pictórico no puede desligarse no sólo de su pensamiento político, sino del devenir de éste en la historia. A partir del contacto con Demetrio Urruchúa, Gorriarena ingresa al Partido Comunista, al que abandona en la década del sesenta junto con otros intelectuales que se aglutinarían en la revista La Rosa Blindada, proponiendo un acercamiento al peronismo.6 Esta sería su definición, a partir de allí. Ya desde los temas de la década del sesenta -la crítica a los imperialismosasí como desde el método formal que elige para expresarlo -el informalismo expresionista- Gorriarena estaría dando cuenta de la lucha de clases del período, a la luz de su programa político de tipo nacional popular. El gesto violento en contraposición de una figuración, también violenta, marca la intención de señalar, en medio del “caos”, los elementos centrales de la contradicción: imperialismo vs. nacionalismo. Orejas-trofeo en mano de los imperios-banderas señalan el eje fundamental del pensamiento de Gorriarena. A partir de fines de los setenta su método pictórico de íntimo ajuste entre dibujo y color, entre figura y fondo y su visión del cuadro como un todo vivo y orgánico, pareciera mostrarnos siempre un equilibrio inestable, a punto siempre de romperse, una contradicción constante siempre a punto de resolverse. Y esto no es más que porque ese equilibrio ha sido roto previamente, para volverse a alzar, nuevamente inestable. La clase social elegida para la representación se torna el significante más poderoso para hablar, con la pintura, de mucho más que pintura. La dialéctica continua entre los colores, el choque constante de opuestos tanto en color como en composición, finalmente se resuelve. Es el pintor quien nos marca a los vencedores: la burguesía triunfante que aniquiló a la fuerza social revolucionaria. En manos de Gorriarena no es vista con condescendencia, sino en su decadencia a pesar de su victoria y su grotesco glamour. Más allá de la belleza del color que disfruta, de su sensualidad y plenitud, la figura emerge, observada, temerosa e inestable en medio de las tensiones del cuadro, que, más que sostenerla, la tensan y acechan. La lucha de clases continúa, pareciera decirnos; un nuevo equilibrio –transitorio- está siempre a punto de romperse.

Gorriarena descreía de cualquier lugar de poder. Sostenía que, llegado a tal punto, indefectiblemente el poder corrompía las mejores intenciones. Es por ello que descreía de la revolución socialista, así como criticaba los excesos de la burguesía. A pesar de su propio escepticismo, su pintura indefectiblemente no habla sólo de pintura. Revela que las cosas no están nunca quietas, que la lucha de clases continúa, que las tensiones se extreman en sus opuestos y que el precario equilibrio siempre está a punto de romperse. Guardo para mí la ilusión de que, de haber vivido unos años más, Carlos ya no me hubiese becado por maestra, sino por piquetera.


Notas

1Para una cronología más detallada, ver Wechsler, Diana y María Teresa Constantín: Gorriarena. La pintura, un espacio vital, Fundación Nuevo Mundo, Buenos Aires, 2006.
2Gutiérrez Zaldívar, Ignacio: Carlos Gorriarena, Los máximos contemporáneos, Noticias, Pinacoteca Argentina, Editorial Perfil, Buenos Aires, 2001
3Página /12, 6 de noviembre de 1990.
4Cita extraída de Constantín, María Teresa: Cuerpo y Materia. Arte argentino entre 1976 y 1985, catálogo de la muestra en Imago espacio de arte, abril-junio de 2006.
5Weshler y Constantín, op. cit.
6Dirigida por José Luis Mangieri, La Rosa Blindada reunió a un importante núcleo de intelectuales disidentes del PC, entre ellos Juan Gelman, Andrés Rivera, Roberto Cossa, Octavio Gettino y Carlos Gorriarena.

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