Ilusiones prestadas. Un balance entre dos elecciones

en El Aromo nº 62

IlusionesFabián Harari
LAP-CEICS

 “Las ilusiones que presta la fortuna valen a veces más que el mismo mérito”
Simón Bolívar
Muchos, casi todos, se sorprendieron con los resultados. Nadie creía que Cristina podía perder, pero sí se ponía en duda que superara el 45%, frente a un 20% de su adversario inmediato, situación que hubiera dado paso a una alianza de hecho entre el segundo (Alfonsín) y el tercero (Duhalde). Esa diferencia podía suscitar un efecto político que permitiera a la oposición comenzar a descontar votos con vistas a una segunda vuelta en octubre. Nosotros mismos, en la editorial pasada, poníamos en duda un triunfo categórico de Cristina. Lo cierto es que el gobierno obtuvo el 50% y la oposición el 12%. Una paliza irrecuperable, por donde se la mire.
Hubo, incluso, compañeros que se dejaron llevar por el clima opositor y plantearon una debacle del kirchnerismo en el marco de una “crisis de régimen”. Vistos los resultados, ahora plantean la “desintegración de la oposición”.1  Ante el desconcierto, se refieren a la “volatilidad del voto”. En realidad, no estamos ante ninguno de estos escenarios. Pero es interesante analizar este zigzagueo porque sigue al que realizaron todos los periodistas y la misma opinión general.

En principio, la clave está en una buena lectura del desempeño del gobierno nacional en las elecciones de Capital, Santa Fe y Córdoba. En la primera, no logró demostrar que la presidenta era mejor que su candidato, en tanto sacó lo mismo que Filmus en primera vuelta y menos que el ex funcionario menemista en segunda, muy lejos de la performance de Erman González. En Santa Fe, el que volcó la elección fue Reuteman. En la tercera, sencillamente no hubo candidato K. En Buenos Aires, el gran triunfador fue Scioli. Dicho de otro modo: detrás de Cristina, supuesta representante de “la izquierda”, se coló toda la “derecha”.

Con respecto a la oposición, si en octubre se confirman estas tendencias, vamos a asistir al porcentaje más bajo de un segundo desde la vuelta a la democracia (sino en toda la historia argentina). Sin embargo, así como Cristina no se derrumbaba hace un mes, tampoco ahora hay una disolución de la oposición. La razón es muy simple: la oposición real no se presentó a elecciones. El candidato opositor es el “candidato ausente”: Macri, Reutemann, Scioli, De la Sota, que decidieron no presentarse (o hacerlo con el oficialismo). Sin haber perdido y ante un gobierno sin reelección, tienen allanado el camino al 2015 y pueden anotarse el triunfo tanto como Cristina. La victoria es, entonces, del conjunto de los candidatos burgueses, de los reales, no de los ficticios. Es decir, del régimen. Si en el 2001 “perdieron” todos, ahora todos ganaron: Scioli en provincia, Macri en Capital, De la Sota en Córdoba y hasta Reutemann a través de Del Sel, en Santa Fe. Cristina, en la nación.

Las elecciones no definen la lucha de clases, pero son un indicador de la conciencia política de las masas. No expresan el descontento cotidiano, ni la disposición a la lucha económica; eso se mide con otros indicadores. Pero sí muestran el grado de adhesión de las diferentes clases a un programa general. En un evento como éste, la población decide quién debe dirigir los destinos de la sociedad. No hay mayor ni mejor termómetro.

Entre julio y agosto el medidor marcó una confianza de las masas en la política burguesa. Confianza que se había perdido a fines de los ’90, tras casi veinte años de ajustes y derrumbe de ilusiones y que llevó a la apertura de un proceso revolucionario en 2001. Lo que se quebró allí, junto con la economía, es la relación política entre la burguesía y la clase obrera. Es decir, asistimos a una crisis de hegemonía que, a diferencia de la breve rebelión de 1989, encontró, del lado de la clase obrera, a una organización política. Estas elecciones expresan, como resultado, una relación restablecida y, por lo tanto, una crisis política del régimen que ha sido superada.

¿Dónde puede verse? En principio, en ese mágico 50%, que corresponde a los momentos de plena hegemonía de Menem y Alfonsín y al que los Kirchner no habían podido llegar. Hay un dato más importante aún que todos los números. Cristina está consiguiendo lo que no pudieron los presidentes justicialistas anteriores: una segunda reelección. En ese sentido, el kirchnerismo está haciendo historia, en cuanto a proezas burguesas se refiere. Sin embargo, esto no es todo: las elecciones mostraron la recomposición del sistema político en su conjunto. Los intelectuales de derecha se pasaron todos estos años lamentándose por la falta de lo que ellos llaman “políticas de estado” (que, en realidad, es un límite más estrecho a las disputas) entre el gobierno y la oposición. Pues bien, aquí la verdadera oposición decidió no presentarse y dar todo el poder a Cristina, a la espera del 2015. Una candidatura Macri-Reutemann, junto a De Narváez y arrastrando al peronismo “federal” hubiera arrojado otras cifras. La eternamente esperada rebelión de Scioli hubiera dado por resultado una hecatombe. Nada de eso sucedió. Más aún, en la última semana de agosto, todas las cámaras patronales y la misma oposición salieron a defender al gobierno ante el “ataque” de la calificadoraMoody’s. En definitiva, lo que puede verse es que la burguesía ha recompuesto el orden también en sus propias filas.

El otro síntoma más que sustantivo de esta recomposición del régimen es la votación en las provincias “chicas”, es decir, de todo el arco que va desde Misiones a Tierra del Fuego, esquivando la región pampeana y saltando Mendoza. Allí se gana, por afano, con el simple expediente del presupuesto estatal. Todos los gobernadores ganaron, con la única excepción de Catamarca, sus respectivas provincias. Incluso contra (o por el costado de) la presidenta, como en Chubut, San Luis y Tierra del Fuego. Dicho de otro modo, toda la población sobrante de la Argentina, la protagonista de lo más importante del 2011, votó por el régimen.

Los verdaderos perdedores también son un síntoma del nuevo escenario. No hablamos de la oposición, sino del moyanismo y de La Cámpora. Cristina se apoyó en la vieja estructura del PJ para ganar. La CGT obtuvo el menor número de candidatos de los últimos 20 años y tendrá la menor representación en el congreso de su historia. Los candidatos “camporistas”, por su parte, tuvieron un pobre desempeño, igual que las colectoras como las de Sabatella. Queda claro que Cristina no puede decidir el candidato a su antojo y por encima de las estructuras partidarias, como así también es evidente que perdieron los sectores más ligados al bonapartismo.

¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo logró el kirchnerismo recomponer el sistema político? En principio, con cierta dosis de lo que podríamos llamar “fortuna”, es decir, gracias a circunstancias que no podía ni preveer ni provocar. El sistema se levantó con el “viento de cola”, mantuvo ese impulso por casi diez años, con apenas una pequeña interrupción, y lo mantiene todavía. Esa “fortuna” dio origen a una ilusión histórica llamada kirchnerismo. Ilusión, porque imagina un país que no existe y le atribuye a la burguesía nacional una potencia que no tiene. Una ilusión prestada por un yuyo y alimentada por casi diez años de bonanza. Pero, falsa o no, diez años es mucho tiempo y permite operar sobre la conciencia de la clase obrera en general y de los otrora sublevados en particular.

No obstante, el kircherismo no se dedicó a dejarse llevar por la economía. Puso en marcha un formidable aparato asistencial (véase el suplemento TES) y cultural para darle forma a ese espejismo. La economía no lo hace todo. En medio de la crisis, en octubre de 2008, se dio un paso más con la estatización de los fondos jubilatorios con la que construyó la gran caja de la ANSES, de la que salió la Asignación Universal. Los frutos están a la vista. Que eso no alcance para terminar con la pobreza, que esa construcción tenga poca vida, es otro problema. Uno que a la burguesía no le interesa.

Lástima o socialismo

Esta recomposición del régimen ha influido severamente en la izquierda. En un contexto adverso, y luego de una muy baja adhesión en las elecciones de capital, el FIT decidió licuar su programa y pedir un voto “democrático”. No se apeló a la conciencia socialista, ni siquiera al descontento económico. Se pidió, lisa y llanamente, un voto “lástima”. Se mendigó con la excusa de una “proscripción”. Se aceptó de buena gana el ridículo y las burlas propinadas por personajes impresentables (“un milagro para Altamira”). Para colmo, luego se intentó minimizar el hecho. La idea de que, súbita y mágicamente, en Capital se triplicó el número de simpatizantes de la izquierda y que personajes con audiencia de millones de personas (Rial, Silvestre, Gelblung) no tuvieron influencia alguna en la votación es sencillamente absurda. El argumento de que los medios se hicieron eco de una corriente socialista creciente es más absurdo todavía. Hicieron lo que hicieron para probar su nivel de llegada y, de paso, ponerse a buen resguardo de los ganadores, declarando públicamente que no votarían por los opositores. Por último, se dice que no puede haberse cosechado votos contrarios al programa. Bien, Rial, Silvestre y “Chiche” son tres votos cantados de lo contrario. Incluso, alentaron a su público a imitar su actitud.

¿Para qué sirvió toda esa pleitesía? ¿Cuál fue el resultado? ¿Una elección “histórica”? Esta votación, en la cual la izquierda se escondió de sí misma, es muy similar a la del 2003, quedó por detrás de la de Izquierda Unida en 1989 y muy lejos de la del 2001. El 14 de agosto el FIT obtuvo el 2,48. En 2003, toda la izquierda llegó al 2,44. En 1989, alcanzó el 2,73 y, en 2001, solamente Izquierda Unida sacó 515.000 votos, el 3,7. El PTS logró 105 mil votos. Se puede ir sacando la cuenta. Lo que se ganó esta vez es una parte del voto democrático que iba a Pino. Las elecciones pasadas tienen un mérito sobre ésta: esos fueron votos reales. Con todas sus limitaciones, la izquierda, en ese entonces, no disimuló lo que pensaba.

El problema no es conseguir votos, sino intervenir con un programa. Si es por lo primero, basta con no decir nada o decir estupideces como “yo creo en vos” o “alica, alicate” y apelar a la conciencia conservadora, que es la dominante. Levantar un programa permite consolidar lo ganado y salir en busca de nuevos elementos. Es en momentos como éstos, de reflujo, en los que no hay que desesperarse y, mucho menos, ver la hecatombe a la vuelta de la esquina. No se trata sólo de denunciar al kirchnerismo. Esta izquierda tiene mucho de lo que enorgullecerse en estos años y debería haberlo puesto sobre la mesa. Se ha perdido tiempo valioso, pero ya está. Ahora es momento de enfrentar lo que queda, para tratar de que la mayor cantidad de compañeros posible vea la realidad detrás de la ilusión.

Nota

1 Véase Prensa Obrera, nº 1190.

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