El viejo norte. Las relaciones feudales en Salta y Jujuy durante la colonia – Juan Flores

en El Aromo nº 70

viejonorte El viejo norte

Las relaciones feudales en Salta y Jujuy durante la colonia
Juan Flores
CEICS-GIRM
 
Si usted quiere entender los personajes de la revolución de 1810 en Salta y Jujuy, y qué intereses defendía cada uno, en este artículo se lo explicamos. Si cree que las relaciones comunitarias indígenas son algo que en ese entonces había que defender, aquí va a comprender por qué no. Por último, le explicamos qué eran las encomiendas y cómo funcionaban.
 
A pesar de haber producido avances en el tema, tanto la Academia como la izquierda han carecido de una perspectiva que centre su atención en la explotación del hombre por el hombre, atendiendo a la naturaleza social de la Colonia y de sus transformaciones revolucionarias. Por ejemplo, la Academia en muchas ocasiones ha embellecido la explotación propia de las relaciones sociales entre clases, con el concepto de “reciprocidad”, herencia del viejo funcionalismo del siglo XX. Asimismo, sólo ven “explotación” cuando la relación social termina por agotar las posibilidades de subsistencia de los explotados. 
La izquierda, por su parte, ha caído presa de muchos de estos prejuicios propios de lo que Marx llamó “socialismo feudal”. Así repite la noción revisionista que supone la existencia de comunidades idílicas de campesinos indígenas, como un agente nacional de desarrollo que debe protegerse eternamente a través de reformas agrarias. Lo que no se comprende con esta última idea es que el capital, para consolidar un orden social más progresivo que el colonial, requiere de una fuerza de trabajo móvil y liberada de los medios de producción, barriendo todo tipo de trabas a la creación de un mercado de fuerza de trabajo. Es así que la encomienda, el tributo real y la comunidad son elementos que la burguesía debió históricamente eliminar del mapa y que, nos guste o no, se trató de un paso necesario para el desarrollo de las fuerzas productivas a nivel continental. Para entender esto, nos adentraremos en las encomiendas y comunidades coloniales de Salta y Jujuy. 
 
Un mundo a destruir
 
Desde los tempranos días de la conquista en el siglo XVI, con la anexión política y económica del Nuevo Mundo al Imperio Español, se transformaron las relaciones sociales en el suelo americano. En efecto, la Corona española buscó la creación de un sistema colonial que dirigiera una masa de riqueza a la Península. A través de él, debía sostenerse tanto a la nobleza feudal española, como a las clases dominantes ubicadas de este lado del Atlántico. Así, nuevos mecanismos de prestación de trabajo se impusieron sobre las comunidades indígenas que habitaban el continente antes de la invasión española, constituyendo nuevas relaciones de explotación entre clases, es decir, relaciones donde el trabajo de unos (las comunidades) genera la acumulación de riquezas de otros (las clases dominantes). 
Una encomienda era, jurídicamente, una concesión que el Rey de España hacía a los conquistadores del continente americano. A medida que éstos avanzaban sobre las sociedades indígenas, les otorgaba la potestad de “velar” por el “bienestar temporal y espiritual” de los conquistados, que pasaban a estar sujetos bajo su dominio. Claro a cambio de evangelizar a los indígenas, los encomenderos tenían derecho a usufructuar gratuitamente del trabajo de las comunidades, quienes debían mantener a aquel que los “educaba”.
Naturalmente, esto produjo transformaciones sustantivas en las comunidades como el aumento de la influencia del mercado y el desarrollo de un proceso de monetarización. La integridad de estas comunidades era jurídicamente garantizada por las Leyes de Indias, las cuales aseguraban para los indígenas el goce de suelos comunes y parcelas familiares, bajo la autoridad de caciques. Así, la adscripción a una comunidad garantizaría, mínimamente, la supervivencia de los conquistados: de allí cada familia conseguía lo necesario para comer, vestirse y reproducirse. A su vez, esas tierras eran inalienables y, por lo tanto, no podían pasar a ser parte del mercado. Encomendada, cada familia indígena debía repartir obligatoriamente y por la fuerza su tiempo de trabajo entre la comunidad y las tierras, minas u obrajes (otorgadas también por el Rey mediante mercedes) del encomendero. 
En definitiva, lo que las leyes presentaban como un “orden justo” era, en realidad, un mecanismo de explotación feudal que destinó una masa de riqueza a los encomenderos. Como si fuera poco, los indígenas tuvieron que soportar la sobreexplotación, expresada en condiciones insalubres o traslados de regiones a otras (como es el caso de las comunidades del Valle Calchaquí salteño tras las guerras de conquista). Dado que esto podía poner en peligro la supervivencia de los indígenas, se ordenaron ciertas reformas para mediar entre tributarios y encomenderos. Hacia 1612 el visitador Alfaro dictó para la región una serie de ordenanzas que redujo a las comunidades a los llamados “Pueblos de Indios”, con autoridades y Cabildos indígenas. También fijó una tasación y un monto fijo de tributación. Donde antes tributaba una familia, ahora se impondría una tasa anual que pagarían los indios varones adultos a su encomendero. Sin embargo, no fue poco común que, en los hechos, continuaran rindiéndose servicios de trabajo directamente a su persona [1].  
 
Las encomiendas a fines del período colonial
 
Ya para fines del siglo XVIII, en Salta y Jujuy encontramos pocas encomiendas y comunidades indígenas, señal de descomposición de las viejas relaciones pre-capitalistas y del surgimiento de otras. Una de las que aún sobreviven es la de Nicolás Severo de Isasmendi, ubicada en el Valle Calchaquí. Según el Padrón de Indios Tributarios, de 1786, se trataba de una importante encomienda de 260 personas de Payogasta, lo cual conformaba la mitad de la población indígena de los Valles. Aparentemente, estos indígenas aún mantenían derechos sobre sus tierras comunales. Por su parte, Isasmendi había heredado, para 1779, la hacienda de los Molinos, una importante propiedad rural de 5.733.970 has. Dicha propiedad integraba zonas montañosas, donde se producía lana de alpacas y vicuñas, productos que Isasmendi remitía a los comerciantes porteños de la ruta gaditana o directamente a España. También poseían molinos y elaboraban harinas destinadas al mercado local, así como había lugar para la invernada de mulas. Pero lo más importante eran sus viñedos frutales y las bodegas de vinos y aguardiente. 
Asimismo, también encontramos la encomienda salteña de los Pulares Grandes, de doña Francisca López y luego de su nieta Felipa Martínez de Tineo, ubicada en el Valle de Lerma. Era una encomienda de 22 indios tributarios de los cuales, sin embargo, diez estaban ausentes. Allí, los pueblos también detentaban derechos sobre sus suelos comunales y rendían tributos en servicios de trabajo [2]. Del mismo modo, en Jujuy, encontramos la encomienda del Marquesado de la Puna, concedida a Juan José Campero y sus herederos. Allí había “originarios con tierras”, o sea, indígenas que gozaban de derechos sobre sus tierras y cuyo usufructo habían reconocido las leyes. La encomienda tenía 2620 indios encomendados en 1786, de los cuales, 586 eran varones tributarios de entre 18 y 50 años. Este número crece a 769 en 1806. La mayoría cumpliría servicios de trabajo en La Angostura, una región de plantaciones y haciendas [3]. 
Pero en la misma región del Valle de Lerma y en la frontera chaqueña encontramos otras relaciones. El despojo de tierras de la mayor parte de las comunidades durante el siglo XVIII por parte de herederos del título de encomienda, propietarios, e incluso jesuitas, llevó a que los indígenas se vieran liberados de sus vínculos con las comunidades. Estos indígenas –muchos ya mestizos- serán reconocidos en los padrones de tributarios como “forasteros sin tierras”, o sea, jornaleros estacionales, arrendatarios, ocupantes precarios o migrantes libres obligados por la fuerza del mercado a trabajar en las haciendas. Esta forma de acceso a la tierra -el arriendo, la agregaduría- se tratan ya de formas transicionales de proletarización. Es decir, estaban dejando de ser tributarios para progresivamente entrar en un proceso de proletarización embrionaria. Sin razón, la Academia ha llamado a estas unidades familiares desligadas de la comunidad como “campesinos”, siguiendo un modelo de campesinado familiar basado en el populista rusa Chayanov [4]. Sin embargo, es la existencia de la propiedad comunal de la tierra la que determina la existencia del campesinado, lo que no se verifica para el caso que aquí analizamos. 
 
Las alianzas sociales 
 
La encomienda fue, entonces, una concesión real que permitía a sus propietarios acumular y producir para el mercado, a través de la explotación de las comunidades de indígenas. Ya hemos visto el caso de Nicolás Severo de Isasmendi, un importante hacendado-encomendero del Valle Calchaquí que, con privilegios otorgados por el Rey, comerciaba productos de su hacienda mediante la ruta gaditana. Con la explotación coactiva de su encomienda, Isasmendi garantizaba una serie de producciones varias. Estaríamos, entonces, frente a un representante de los intereses de la Corona. Lo que explica, asimismo, su comportamiento durante el proceso revolucionario de 1810. En el momento de la destitución de Cisneros, se desempeñaba como gobernador intendente de Salta e intentó, fallidamente, dar un golpe contra el Cabildo salteño, cuya mayoría era favorable a la Junta insurgente de Buenos Aires. Junto a él se colocaron otros hacendados y comerciantes peninsulares, así como fracciones de la burocracia colonial, tanto de Salta como del Alto Perú [5]. Frente a ellos, otra fracción de los hacendados salteños –sobre todo, de Lerma- parece intentar movilizar a los explotados rurales, aunque la dinámica revolucionaria volvería sus posiciones mucho más ambiguas. Finalmente, parece haber una alianza social entre los estancieros de la frontera chaqueña -una zona de reciente ocupación- y  los explotados rurales. Los Güemes, Puch ó los hermanos Gorriti, estancieros fronterizos de una región de embrionarias relaciones asalariadas, serán sus líderes militares, liderando a los explotados rurales, quienes obtendrían de su alianza una serie de ventajas materiales: la defensa del fuero militar y el congelamiento del pago de los arrendamientos. Esta parece ser, por excelencia, la alianza social revolucionaria salteña, opuesta a la forjada por encomenderos, comerciantes peninsulares y burócratas del Estado colonial.
 
NOTAS:
[1] Palomeque, Silvia, “El mundo indígena, siglos XVI-XVIII”, en Tándeter, Enrique (comp.): Nueva Historia Argentina, Tomo II: “La sociedad colonial”, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2000.
[2] Mata de López, Sara: Tierra y poder en Salta: el noroeste argentino en vísperas de la Independencia, CEPIHA, Universidad de Salta, 2005.
[3] Daniel Santamaría: “La población aborigen de Tarija y la migración de pastores de la Puna de Jujuy a las haciendas tarijeñas del Marquesado de Tojo (1787-1804)” en AAVV, Población y trabajo en el noroeste argentino, siglos XVIII y XIX, Univ. Facultad de Humanidad, UNJU, 1995. 
[4] Para una discusión con el modelo chayanoviano en la campaña porteña, véase Harari, Fabián: Hacendados en Armas, Ediciones RyR, 2008, pp. 69-82. 
[5] Mata de López, Sara Emilia: “Movilización rural y liderazgos. La guerra de Independencia en Salta”, en Revista Digital de la Escuela de Historia, Universidad de Rosario, año 2, n°3, 2010.

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