El pecho a las balas – Por Santiago Rossi Delaney

en El Aromo nº 77

rossiLa Guerra del Brasil y la cuestión nacional 

¿Usted cree que Rivadavia traicionó a las provincias y «fue a menos» en la guerra contra el Brasil? ¿Piensa usted que no hizo el esfuerzo necesario para defender a la Banda Oriental, porque sus amigos los ingleses le decían lo que tenía que hacer? Lea esta nota, y se va a dar cuenta que, en realidad, se hizo todo lo posible para ganar la guerra, cuyo resultado no fue tan malo.  

Por Santiago Rossi Delaney (GIRM-CEICS)     

La guerra que mantuvieron las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Imperio del Brasil en la tercera década del siglo XIX fue uno de los hechos políticos fundamentales que dinamizaron la constitución del futuro Estado Nacional argentino. No obstante, la historiografía no siempre dio cuenta de su lugar en la historia. Para el revisionismo, la creación de un nuevo Estado (Uruguay) habría sido expresión de la escasa voluntad del Gobierno porteño de quedarse con todo, debido a su carácter antinacional y servil del capital inglés.[1] La izquierda, no se ha ocupado del asunto, fiel a su estilo.

La posición revisionista oculta el enorme esfuerzo realizado por el incipiente Gobierno nacional por expulsar a los brasileños, del que intentaremos dar cuenta en esta nota, atendiendo a las condiciones específicas en que se encontraba para defender su posición en la Banda Oriental.

Los orígenes del conflicto

La llamada Banda Oriental fue centro de disputas, una vez abierto el proceso revolucionario, al ser uno de los últimos bastiones de la contrarrevolución española. Finalmente derrotada por la acción conjunta del ataque de las fuerzas porteñas y de una insurrección general de la población oriental, en Junio de 1814, el territorio del actual Uruguay se convirtió en campo de batalla de las clases dominantes de la región.

En un primer momento, las fuerzas orientales de José Gervasio Artigas, Fructuoso Rivera, Juan Antonio Lavalleja y Fernando Otorguéz, que pretendían conservar la autonomía de sus milicias, se impusieron al ejército de Dorrego. No obstante, la intervención de un “tercer” actor, modificaría la relación de fuerzas: pese a las diferencias entre porteños y orientales, la invasión portuguesa obligó a éstos últimos a incorporar a la Banda Oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Aunque dicha alianza no pudo detener la ocupación portuguesa a Montevideo, en enero de 1817, la lucha de clases al interior del imperio portugués incidió notablemente en el proceso: en 1822, la Independencia del Brasil volvió a modificar las relaciones de fuerzas en la región, quedando conformados cuatro bandos en disputa en Montevideo: aquellos que optaban por formar parte de Portugal, quienes preferían incorporarse al naciente Estado brasileño, a las Provincias Unidas y, finalmente, quienes luchaban por una independencia total. Todos ellos chocarían en la confrontación definitiva por el territorio del actual Estado uruguayo.

Un ejército para la nación argentina

Frente a los fracasos diplomáticos del ministro de Hacienda de Buenos Aires, Manuel José García, por recuperar la Banda oriental, los orientales exiliados en Buenos Aires que se oponían a la incorporación al Brasil, al mando de  Lavalleja, planificaron una invasión para expulsar a los invasores portugueses. Dicha empresa derivó en el establecimiento de tropas en la Florida, creándose un gobierno provisorio, desde donde se inició un reclutamiento de pobladores que permitió la creación de nuevas divisiones y destacamentos.

Asimismo, para hacer frente a la situación, el Gobernador de Buenos Aires, Juan Gregorio de Las Heras, dio inicio a la organización de un ejército de carácter nacional. En virtud de la ley del 16 de mayo de 1825, en donde el Congreso General Constituyente autorizaba al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, como encargado provisoriamente del Poder Ejecutivo Nacional, para proveer a la defensa y seguridad del Estado, recomendándole “reforzar la línea del Uruguay, en precaución de los eventos que puede producir la guerra que se ha encendido en la Banda Oriental del Río de la Plata”.[2]

Fue así como, desde Buenos Aires, comenzó a regimentarse a las fuerzas de todas las provincias que debían responder a un mando único, para intervenir en el conflicto oriental. En primer lugar, se dejó en claro que las provincias debían aportar “el cupo de hombres que corresponda a su población”, debiéndose hacer cargo de reemplazar en su totalidad las bajas del contingente que le haga correspondido para la formación del Ejército. En ese proceso, el 13 de mayo de 1825, se creó el Ejército de Observación del Uruguay.

Naturalmente, el ejército tenía un objetivo político: restablecer la autoridad de la alianza porteño-oriental frente a la invasión y otro, no menos evidente: crear un centro de poder militar de alcance nacional. La intervención militar de las Provincias Unidas llevó a la creación de una Junta de Gobierno en la Florida, que convocó a la elección de diputados para constituir una Asamblea Legislativa que concluyó con el nombramiento de Lavalleja como Gobernador y Capitán General, y con la declaración de independencia de la provincia y su reincorporación a las Provincias Unidas.

A raíz de toda una serie de ataques y contraataques, marítimos y terrestres, Buenos Aires declaró rotas las relaciones con el Imperio del Brasil el 4 de Noviembre de 1825, mientras que, por su parte, el Emperador declaró la guerra abierta poco después, el 10 de diciembre de 1825. El 1 de enero de 1826, el Congreso General Constituyente autorizó al Poder Ejecutivo a resistir la agresión brasileña.

Las fuerzas en pugna

 El ejército rioplatense fue al combate atravesado por disputas políticas de peso. El inicio de la guerra no ocluyó con los enfrentamientos políticos entre orientales y porteños, lo que se expresó en la emisión de disposiciones dirigidas a regimentar a los sectores que resistían el mando directo de Buenos Aires. Fue así que, frente a las aspiraciones de Lavalleja de que el Gobierno nacional subsidiara los gastos de la tropa, pero que al mismo tiempo las milicias a sus órdenes conservaran su autonomía, el Oficial Mayor de Gobierno, Ignacio Nuñez, redactó una serie de instrucciones en donde se estipulaba que

 

“el Gobierno Nacional no reconocía otra autoridad militar en la provincia que la del Jefe del Ejército Nacional […]; que las tropas llamadas orientales no recibirían auxilio de ninguna clase, mientras no sean incorporadas al Ejército Nacional […] y tiene decidido empeño en que no existan cuerpo alguno que pueda llamarse de orientales, porteños, cordobeses o salteños.”[3]

 

Como podemos ver, la guerra implicó una conmoción importante para el conjunto de la población, que fue reclutada en masa para asistir a la batalla. Beruti cuenta en sus memorias que, el 10 de agosto de 1826, se llevó a cabo

 

“[una] leva de gente en la ciudad y campaña […] sin distinguir vagos, ni trabajadores, casados, ni solteros, hombres y niños aún de doce años […]. La campaña ha quedado casi sin hombres, unos porque los llevaron y otros porque han fugado para que no los lleven, por cuyo motivo ha escaseado todo el alimento”.[4]

 

El revisionismo sostiene la idea de que la guerra podía ganarse, pero no hubo voluntad. Examinar la solidez de este argumento, nos lleva ante todo, a medir las fuerzas militares de uno y otro bando. Para tener una idea del tamaño de esta movilización, debemos analizar las Listas de Revistas del Ejército argentino, al mando del General Alvear en vísperas de la batalla de Ituzaingó, la más importante del conflicto. Las tropas puestas en acción por Buenos Aires y las provincias reunían el esfuerzo de tres coroneles mayores, 65 jefes, 297 oficiales, 247 sargentos, 475 cabos, 124 músicos, 4.786 soldados y 93 escoltas y servicios auxiliares, lo que nos da un total de 6.090 hombres. Al agregarse las fuerzas orientales al mando de Lavalleja, la cifra asciende a un total de 7.724 hombres. Dicho ejército se componía de 5.529 clases y soldados de caballería regular e irregular, armados de lanza sable o carabina, y 1.731 infantes, clase y tropa, armados con fusiles de chispa de calibres diversos y de fábricas distintas. Además, encontramos 464 artilleros con 16 piezas, cañones de a 4 y 8, lisos, y 2 obuceros de nueve pulgadas.[5]

Por su parte, el Ejército del Brasil contaba con un total de fuerzas de 12.420 unidades, de los cuales, a partir de informes oficiales, sabemos la composición de la mitad: 4.120 eran miembros de infantería, 1.000 de caballería, 200 de artillería que contaban con 12 piezas. El resto, eran fuerzas que se encontraban ocupando Montevideo y Colonia, calculadas en un total de 5.500 unidades, en su mayoría tropas de infantería.

Respecto a las fuerzas navales, la flota militar argentina, que se encontraba al mando de Guillermo Brown, consistía de 16 barcos (2 bergantines, 1 corbeta, 1 queche, y 12 lanchones-cañoneros, armados cada uno con una pieza emplazada a popa, dando un total de 44 cañones de distinto tipo y calibre). En cambio, el Imperio disponía de 82 naves, entre las que se contaban fragatas artilladas con 74 cañones.

Observando comparativamente, el Ejército del Brasil disponía de una fuerza mayoritaria, más eficiente y armónica, disponiendo no solo de una infantería más sólida, sino también superior a la de las Provincias Unidas, con armamento de mejor calidad. Además, la composición de su ejército era defectuosa en torno a la proporcionalidad de las distintas armas, superando la caballería a la infantería por 3.498 unidades, encontrándose invertida en relación a las exigencias de la naturaleza topográfica del teatro de guerra, boscosa y montañoso, que demandaba un mayor número de fuerzas de infantería.

Además, la proporción de la artillería del ejército argentino era débil en relación al brasileño, ya que apenas llegaba a dos piezas por millar de combatientes. A su vez, las diferencias entre las flotas eran significativas, estando el imperio en superioridad de condiciones no sólo de llevar a cabo acciones militares, sino también, de garantizar el bloqueo sobre el puerto de Buenos Aires. En consecuencia, el general Alvear, al mando del Ejército Nacional, debía superar el problema de llevar a cabo enfrentamientos con un contingente de hombres numéricamente inferior. Antes que voluntad, lo que faltaba eran recursos.

No obstante, el ejército brasileño debía ocupar una mayor porción de territorio, lo cual implicaba presentarse a las distintas batallas con sus fuerzas fragmentadas. Por el contrario, la estrategia argentina consistía en agrupar sus fuerzas, con el objetivo de penetrar las líneas enemigas, desde los flancos o de revés, lo cual le permitió triunfar en importantes batallas a pesar de tener un ejército inferior. No obstante, su conformación no le permitía consolidar sus posiciones (una reagrupación del enemigo amenazaba barrer a todo el frente) y garantizar efectivamente la ocupación del territorio conquistado, lo cual llevaba a una situación de desgaste, difícil de sostener en el tiempo ante un ejército más numeroso y mejor pertrechado. Ante ese cuadro, no es extraño que se haya adoptado la táctica de producir victorias puntuales, con capacidad de impresionar al enemigo y a la población de uno y otro bando, seguidas de rápidos intentos de negociación, que se anticipen a una inevitable debilidad. Muchos historiadores se han dejado impresionar por esos encuentros, sin tomar en cuenta el conjunto de la guerra. Por eso, para ellos, esas negociaciones habrían sido una afrenta a lo conseguido en el campo de batalla.

El costo de la guerra

La organización de este incipiente pero significativo aparato militar, implicó la inversión de importantes sumas de dinero al Estado. La Tesorería, ahora de carácter nacional, llegó a quebrarse, sufriendo un duro déficit fiscal de 13.377.749,4 pesos. Los gastos fundamentales del estado porteño tuvieron su origen en la conformación del Ejército y la guerra: 5.644.348,7 ¾ pesos para cuerpos militares; 2.131.424,5 ½ para pagos de salarios militares; y 3.790.413,7 pesos destinados a establecimientos militares. Es decir que 11.566.187,4 ¼ pesos, un 36% sobre el total de gastos, tuvieron como destino la defensa de la Banda Oriental, superando ampliamente los no militares, los cuales sumaron unos 5.508.056,6 ¼ pesos.[6]

A ello debemos sumarle los efectos que tuvieron la guerra en los ingresos, y las acciones orientadas a suplir el fuerte déficit fiscal. En los cuatro años de la guerra con Brasil, los impuestos a la importación sólo dan cuenta del 20,53%, evidenciando un retroceso en relación a períodos anteriores como 1811-1814, donde esos impuestos cubrieron el 42% del total de ingresos fiscales, o en 1815-1819, con el 51,13%.

De hecho, a medida que el período avanza y el bloqueo se aplicaba con mayor eficacia, la baja de los ingresos es mayor, llegando en el año 1826 a tan solo 561.410 pesos, sobre 1.189.777 pesos. Finalmente, en el transcurso de la guerra se agotaron, además, las reservas del período previo, 2.331.150 pesos, que incluían básicamente lo que quedaba de los 2.846.400 pesos del empréstito contraído en 1824.

Un esfuerzo notable

A pesar de la situación de desventaja en la que se encontraba el Ejército argentino, éste pudo imponerse en las batallas de Bacacay y Del Ombú, en lo que respecta a las operaciones terrestres, y en Patagones, en las operaciones navales. No obstante, el enfrentamiento más significativo fue el de la batalla de Ituzaingó, del cual el ejército nacional también salió victorioso. Allí, las pérdidas del vencedor se estiman en unas 500 muertes, aunque en la lista oficial publicada el total de bajas se reduce a 397.[7] Por su parte, los imperiales habrían tenido un total aproximado de 800 muertos y heridos. Según los partes de guerra de ambas fuerzas, la desventaja numérica del ejército de las Provincias Unidas fue suplida por la aplicación de elementos tácticos acertados, que consistieron en engañar al enemigo con una aparente movilización de fuerzas, para luego reagruparse, esperando el adelantamiento de las tropas imperiales, que fueron tomadas por sorpresa.

Luego de esta importante victoria, se sucedieron toda una serie de batallas menores, de las cuales ninguno de los contendientes pudo aprovechar para avanzar significativamente más allá de sus posiciones, produciéndose un desgaste que afectaría en mayor medida al ejército de las Provincias Unidas. Ya para 1827, el Ejército Nacional se encontraba debilitado, atravesado por la deserción y la falta de fondos. El mismo Alvear da cuenta de esta situación:

 

“El General en Jefe que suscribe cree que la deserción que hoy se siente en el Ejército nace, entre otras causas, de la miseria en que se halla. Faltan enteramente artículos con que el soldado suele engañar el tiempo: una vara de tabaco […]; yerba no la hay y todo el sueldo de los oficiales no alcanzaría a procurarse lo necesario […] La carne ni aun puede sazonarla con sal y apenas tiene andrajos para cubrir su desnudez.”[8]

 

Para 1828, el efectivo del Ejército era de 42 jefes, 278 oficiales y 4036 miembros de la tropa. Un total de 4.356 hombres, casi la mitad de lo que se disponía antes de Ituzaingó.[9]

En 1827, comenzaron las negociaciones para llegar a un acuerdo de paz que pusiera fin al conflicto, con el beneplácito de Inglaterra, que a través de sus voceros proponía la independencia de la Banda Oriental, estrategia compartida por el mismo Rivadavia.

El Imperio del Brasil, consciente de su superioridad, pretendía imponerle al Gobierno de Buenos Aires el reconocimiento “de un modo claro y positivo la Independencia e integridad del Imperio, la cual se completa con la incorporación ya hecha y reconocida por la Nación de la Provincia Cisplatina”.[10] El diplomático García cedió frente a éstas imposiciones, y declaró que a pesar de que

 

“tenía instrucciones de firmar una convención sólo sobre la base de la independencia de la provincia de Montevideo […], se hallaba convencido de que a este estado de independencia no podía llegarse por cierto tiempo, y que en realidad era de poca importancia para Buenos Aires el destino de la provincia, siempre que se le devolviera la tranquilidad”.[11]

 

Estas primeras negociaciones desembocaron en un repudio generalizado por parte del Congreso Nacional de las Provincias Unidas, lo que le costó la presidencia a Rivadavia quien, a pesar de haber declarado que la resolución de García desvirtuaba la voluntad original del Gobierno central, renunció al cargo el 27 de junio de 1827. Al poco tiempo, Alvear fue reemplazado en su cargo de General en Jefe del Ejército en Operaciones, designándose a Lavalleja.

Caído el Gobierno central y clausurado el congreso, las consiguientes negociaciones de paz corrieron a cargo de Dorrego, Gobernador de Buenos Aires, quien le encomendó a sus diplomáticos pactar la independencia temporaria de la Banda Oriental durante cinco a diez años, tiempo por el cual los habitantes decidirían su destino. Finalmente, la Convención Preliminar de Paz llevó a la creación de un nuevo Estado independiente, pactándose la retirada de las tropas argentinas y brasileñas del territorio, el intercambio de prisioneros y el fin del bloqueo. Se establecía además que las

 

“partes contratantes se comprometen a emplear los medios que estén a su alcance a fin de que la navegación del Río de la Plata y de todos los otros que desaguan en él, se conserve libre para el uso de los súbditos de una y otra nación por el término de quince años, en la forma que se ajustare en el Tratado definitivo de paz.”[12]

 

No fueron los unitarios los que pactaron la paz, sino los federales. Ahora bien, no se había logrado el objetivo de máxima, que era la soberanía porteña sobre la Banda Oriental, pero por lo menos se había obtenido la meta que, aunque subordinada, no era menor: poner un freno al avance del Imperio del Brasil sobre la región rioplatense. Además, formalmente se dejaba la  perspectiva de una futura anexión, posibilidad que desveló a Rosas.

Conclusiones

La guerra entre rioplatenses y brasileños tuvo su origen en las contradicciones orgánicas que recorrían a las clases dominantes de la región en aquella coyuntura. Por un lado, brasileños, orientales y porteños, competían por convertir a la Banda Oriental en su “coto de caza” exclusivo. Es decir, por imponer su hegemonía para dinamizar su explotación de clase.

El examen de esos combates permite desnudar el carácter idealista de la historiografía revisionista (y de la izquierda, en general), que plantea que las revoluciones burguesas latinoamericanas fracasaron debido a que no pudo imponerse el “sueño bolivariano” de unidad de la Patria Grande. Lejos de ello, las burguesías dieron cuenta de su afán competitivo al combatir a muerte por la conquista del territorio, dando origen a los distintos estados nacionales que actualmente conforman a nuestro continente.

En ese sentido, es evidente que la guerra llevó a la burguesía rioplatense a dinamizar la creación de un Ejército Nacional, elemento indispensable para la consolidación de un Estado-Nación. Para ello, intentó restituir el carácter nacional de un aparato militar disuelto luego de las guerras de independencia, para conformar una fuerza lo más poderosa posible.

Asimismo, el Ejército fue acompañado por una importante masa de recursos, que dejó al estado de Buenos Aires en quiebra, debido a que los fondos del fisco se destinaron en gran medida a sostener el esfuerzo bélico.

Dichas acciones tuvieron como primer objetivo sostener la hegemonía de la burguesía rioplatense sobre la Banda Oriental, lo que habría consolidado el espacio de acumulación y acelerado la construcción de una hegemonía a nivel nacional. Pese a que no se logró imponerse completamente, lo cierto es que el esfuerzo fue suficiente para impedir que la Banda Oriental cayera en manos del Imperio brasileño, lo cual implicaba un importante peligro para la realización de las tareas propias de la revolución burguesa, en tanto el éxito de su política expansionista podría haberlo impulsado a avanzar aún más sobre el territorio de la actual Argentina. En definitiva, la Guerra del Brasil expresa esa voluntad nacional de la burguesía revolucionaria.

Notas

[1] Rosa, José María: Rivadavia y el imperialismo financiero, Peña Lillo, Buenos Aires, 1974, pp. 33-47.

[2] Registro Oficial de la República Argentina: “N° 1802, Autorizando al Gobierno para adoptar diversas medidas tendientes a asegurar la defensa nacional”, Imprenta de la República, Buenos Aires, 1879, p. 77.

[3] Ídem, p. 109.

[4] Beruti, José Manuel: Memorias curiosas, en Senado de la Nación, Biblioteca de Mayo, Buenos Aires, 1960, IV, p. 3912.

[5] Ídem, pp. 145-147.

[6] Halperín Dhongi, Tulio: Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino. 1791-1850, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2005, pp. 175-180.

[7] Muertos, heridos y dispersos del ejército republicano en Ituzaingo, citado en Baldrich, Amadeo: Historia de la Guerra del Brasil, Buenos Aires, 1974 (1905), p. 435.

[8] Ídem, p. 310.

[9] Ídem, p. 317.

[10] Piccirilli, Rocardo, Rivadavia y su tiempo, Ediciones Peuser, Buenos Aires, 1960, p. 436.

[11] Herrera, Luis Alberto: La misión Ponsonby, tomo II, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1974, p. 137.

[12] Castellanos, Alfredo Raúl: La Cisplatina, la Independencia y la República caudillesca. Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1980, p. 69.

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