Derretidos por el fuego – Stella Grenat

en El Aromo n° 25

Derretidos por el fuego. Acerca de “La Compañía del Monte” de Eduardo Anguita, Planeta, Buenos Aires, 2005.

Por Stella Grenat

Grupo de Investigación de la Izquierda en la Argentina – CEICS

En la etapa que se abre luego del Cordobazo, la burguesía argentina tuvo miedo. Tanto, que después de disciplinar a sus fracciones, apostó su última carta: la eliminación física de sus enemigos de clase. Lo hizo de manera sistemática a partir de 1976, pero antes y después, y sin demasiado pudor, ejerció y perfeccionó este método durante gobiernos “democráticos”. Efectivamente aquí hubo una guerra que enfrentó, en desigualdad de condiciones, a dos fuerzas sociales con intereses irreconciliables. Por un lado, a una fracción minoritaria, heterogénea y dispersa de los que luchaban por la revolución; por el otro, a una cada vez más consciente y organizada fuerza contrarrevolucionaria. Hoy, los intelectuales pagados por la burguesía recurren a una serie de eufemismos (“años de plomo”, “historia de horror”, “guerra sucia”), para nombrar lo que no fue otra cosa que el momento más álgido que alcanzó la lucha de clases en la Argentina antes del 2001. En este enfrentamiento, la derrota militar y moral no se dieron al mismo tiempo. A la tarea eficazmente realizada por los cuadros militares, le sucede otra que, desde Alfonsín hasta Kirchner, se viene realizando sin pausa: la desmoralización, tanto de los sobrevivientes como de todos aquellos que osen cuestionar la sociedad tal y como está. Desmoralizar es generar la conciencia de que es inútil luchar. En la argentina actual, el kirschnerismo ha realizado un gran esfuerzo para calmar los vientos de lucha que renacieron con el Argentinazo. Uno de sus métodos ha consistido en revivir, no sólo el discurso setentista de la revolución nacional y popular bajo el amparo protector de un Estado “distribuidor”, sino a los setentistas mismos. Sea que los setentistas de Kirchner ocupen cargos, como Bonasso o Eduardo Luis Duhalde, o escriban libros como Mattini o Anguita, realizan la tarea ideológica específica de convencer a la sociedad de que ellos se equi- vocaron y de dar fe, “autocrítica” mediante, que la democracia burguesa que soportamos es la única realidad posible. Eduardo Anguita (co-autor de los tres tomos de La voluntad, en 1996) da muestra de lo que decimos, en la versión de la lucha armada que nos presenta en su novela La Compañía del Monte.

Los fundidos

En esta novela, Anguita, ex militante del PRT- ERP, elige contarnos la historia de una serie de personajes atravesados por un hecho real: la experiencia de la guerrilla rural más importante de los años ‘70, promovida por dicha organización. Mira hacia los setenta a través de los ojos de tres viejos militantes (Dalmiro, Ramón y Alejandro, que van a compartir un asado en memoria del Hippie, que murió en el monte), y los de Esperanza, la hija de una antigua compañera. Es la historia triste, amarga, llena de culpas y remordimientos, de unos hombres que fueron derrotados militar y moralmente y que arrastran en la derrota a sus propios hijos. Esperanza se asemeja a ellos: es la hija de un pasado que ató destinos no elegidos. Todos están como Claudia, la madre de Esperanza, que “se sentía vencida, derrotada, y no tenía fuerzas para revertir su derrota” (p. 227). Todos viven un presente en el cual no encuentran un sentido a sus vidas. Los tres hombres comparten la condena de vivir atormentados por sus recuerdos y los tres intentan entenderse y entender el pasado a partir de sus propias vivencias personales, circunscriptas a su ingreso y estadía en la guerrilla rural. Lo único que los diferencia es el grado en el que han renegado de sus pasados militantes, de sus intenciones de intervenir en la realidad social para combatir contra el sistema, en otras palabras, en el grado que alcanza su fundición. Ramón llegó más lejos: “ensayaba una nueva vida… sin clandestinidad ni grandes hechos que festejar… con suficiente energía para establecer un corte: un antes y un después. Se puso de novio, se casó, tuvo tres varones… Trataba de esconder sus años de guerrillero y se esmeraba en vender seguros para afirmarse en su nueva vida.” (p. 17). Dalmiro está a medio camino: “quería compartir su vida con una mujer cargada de inocencia… [pero]… por momentos la Negra se le presentaba como una mujer chata, despoblada de sueños…” (p. 34). Finalmente, Alejandro es el que más dificultades tuvo para escaparse de su pasado y “lleva sus recuerdos como si fueran hechos recientes” (p. 18). La perspectiva individualista en la búsqueda de respuestas en la que Anguita ubica a sus personajes, se repite en el modo en el que elige contar el ingreso de cada uno de ellos a la militancia.

Lejos de presentarnos algo parecido a una explicación político-social, apela a los sentimientos y a los hechos fortuitos que los condujeron, más allá de ellos mismos, a empuñar un arma en el monte tucumano. Al uruguayo Dalmiro, después de la derrota “la dirección de Tupamaros le ofreció la posibilidad de ir a instalarse a Europa. Pero ¿qué iba a hacer en España o en Suecia? …cuando le dijeron que podía ir a la regional Argentina a luchar, le pareció lo más indicado. Al fin y al cabo, el Che había nacido en ese país.” (p. 60). Anguita no quiere mostrarnos a un militante firme en sus convicciones sino un joven que, no se sabe bien por qué, elige pasar “del pueblito de sauces, eucaliptos y quilombos cuyos aromas conocía hasta el detalle, al monte desconocido con tarántulas o bombas de fragmentación.” (p. 57). Por su parte, Ramón “al amparo de una angustia adolescente, había decidido luchar por un cambio. Aunque tenía una confusa idea de la revolución, su vida había cobrado sentido. Escondida tras esa trascendencia, latía una adolescente atracción por la muerte” (p. 14). Finalmente, Alejandro tampoco parece muy convencido de su decisión, en el viaje hacia el norte va angustiado, tiene pesadillas y sueña con una vedette que conoció trabajando en el Maipo. A pesar de la diferenciación temporal y espacial los protagonistas no se muestran afectados por grandes cambios, siguen sin entender sus actos, irracionales, voluntaristas y movidos por sus impulsos como en su trágica juventud.

Los errores

Pasemos ahora a la cuestión concreta que martiriza a estos personajes: las acciones armadas del ERP en el norte. Aquí hallamos la visión crítica de la lucha en aquellos años que hoy recrea y difunde el autor. Básicamente lo que aparece es una reprobación del uso de la violencia, adhiriendo a la teoría de los dos demonios, y un intento de redimir a los jóvenes que participaron de ella. Sus dudas e incertidumbres no son más que síntomas de la equivocación, del error y el aislamiento de la organización: “¿Cómo voy a conocer realmente qué piensan y qué quieren tantos explotados y desposeídos?” (p. 90), se pregunta Ramón mientras custodia al paisano que penetró en su área de operaciones y que final-mente los delatará. Y Alejandro “tenía el inter-comunicador aferrado a la mano como si fuera un nexo con algo sobrenatural… el talismán que purifica las almas… pero del otro lado venían pedidos y órdenes que revelaban la misma fragilidad, las mismas carencias, los mismos acechos por parte de los compañeros” (p. 133). Anguita se posiciona directamente en las versiones más reaccionarias: el ERP con su accionar participa en una espiral de violencia que necesariamente lo aleja de las masas. Según él, frente a los mayores desastres sufridos por la guerrilla rural – Catamarca y Manchalá- “Santucho y la jefatura política del PRT-ERP tomaban una medida de revancha irracional consistente en ejecutar a 16 oficiales del Ejército, indiscriminadamente…” (p. 164). En esta misma línea nos dice que “Fueron cada vez más quienes señalaban a los grupos revolucionarios como los responsables de la violencia” (p. 101). La imagen del ERP que nos deja es la de un grupo que con su loco accionar sella su propio fracaso, al alejarse de las masas.  La desconfianza de los personajes se transforma en certeza para el autor: “los guerrilleros, al matar enemigos desarmados y abandonar el lugar, dejaban servido el terreno para que las batidas y las requisas en las casas fueran escenas de terror… Y la participación popular se convertía en ejercicios de conspiración, ya sea para luchar por la revolución o para cooperar secretamente con los militares” (pp. 94-95). Para que no queden dudas remata con que “en la práctica estaban más dedicados a tareas internas que a organizar las voluntades colectivas. Quizás sin percibirlo claramente, porque pasaban sus días en operaciones, Alejandro, el Hippie, Ramón y Dalmiro eran parte de una espiral de violencia que no iba a detenerse hasta que las fuerzas armadas sembraran el terror…” (p. 102). Más allá de las declaraciones explícitas, esta perspectiva queda clara en el lugar desmedido que le otorga al episodio de la muerte del Hippie, frente a la escasa página en la que resuelve la toma del pueblo de Los Sosa. La cual tampoco parece tener demasiado sentido para el autor, quien expresa el grado de impacto en la población contando que mientras finalizaba la acción “cerca del Chueco, una señora estaba lavando ropa, un viejo tomaba mate; un chico chupaba caña, somnoliento, moqueando, callado” (p. 184).Después de la derrota Anguita muestra sólo la cara militar del PRT-ERP, que sin dudas fue mucho más que esto, y pasa a rematar su historia a través del desarrollo de la relación entre Alejandro y Esperanza, continuando con su enfoque individualista y planteando que el origen de los conflictos de esta chica se hallan exclusivamente en su drama particular. Esta eterna adolescente de 29 años, confiesa que no le importa cambiar el mundo, por- que esa historia le robó a sus padres. Alejandro registra la distancia que separa a esta joven de los jóvenes de los ‘70. Pero la rescata como si se tratara de una fatalidad y dando un paso más la comprende y justifica, a partir de su “tragedia”, su nuevo posicionamiento político. “Yo me corrí a otro lugar, cambié esa militancia activa por la palabra o, al menos, la búsqueda de la palabra. La palabra es un hecho colectivo y, por qué no, puede ser un hecho liberador” (p. 219). Este es el fin, la reclusión en un mundo de palabras alejado de la realidad y de sus conflictos, un mundo íntimo en el que la reconciliación sea posible. Así, luego de estas confesiones, Alejandro decide contar su historia y en la búsqueda de datos se cruza con un ex miembro de la Inteligencia del Ejército y con el texto autobiográfico de Vilar, jefe a cargo de la Operación Independencia en 1974. En esta secuencia, Anguita, a través de Alejandro, nos informa de la necesidad de contar con la voz del enemigo para completar el cuadro de situación vivido en los ‘70. Sin embargo, la reconciliación aún no es total. Recién en la noche del asado, cuando todos se enfrenten, por fin, a su pasado y logren liberarse, la historia descansará en paz. La lectura de una carta que el Hippie le dejó a su hija Ana, aceptar que no entienden nada y saber que los hijos no piden las respuestas que ellos buscan, les hará cambiar de rumbo. Ni Ana tiene rencores, ni a Esperanza le interesa lo que pasó, ya que sólo le importa saldar su historia familiar y saber de una buena vez quién es su padre. Por fin, Alejandro puede caminar solo por el Abasto, con-vencido de que “el presente le resultaba transitar, subsistir a pesar de otros” (p. 271). Este es el ejemplo que Anguita nos invita a seguir.

La traición 

La Compañía del Monte, no puede ser leída como un texto de ficción. Es una novela autobiográfica en la que Anguita hace uso del recurso de la literatura para contarnos su experiencia después de la derrota. Es la versión de los ‘70 escrita por alguien que, tras la derrota sufrida por las fuerzas que luchaban por una revolución, ha pasado a colaborar en la reconstrucción de la hegemonía burguesa. Esta afirmación no sólo se desprende de la imagen retrospectiva que construye en esta novela, sino de su participación activa en gobiernos democráticos, erigidos sobre la sangre derramada de sus ex compañeros, ya sea revistando como interventor de la gerencia de noticias de Canal 7 en los primeros meses del gobierno de la Alianza, adhiriendo al Partido de la Revolución Democrática de Bonasso o promoviendo la gestión de Kirchner1. Estamos, entonces, frente a un texto que nos brinda toda una definición política de su autor. En este libro pretende mostrarnos, a través de la resolución de la tragedia de estos seres humanos, el balance político final de la historia real que aparece en el relato. En este sentido se articulan la narración de la relación que se desenvuelve entre Esperanza, Alejandro y el resto de sus compañeros y el hecho político de la guerrilla rural que el PRTERP activó en el norte argentino. Esta forma de entender y explicar los fenómenos nos expresa el balance de quien, desde la derrota, promueve el programa de sus victimarios. Anguita postula la posibilidad de la reconciliación social, no ya a través de la reconciliación entre las clases que parecen haberse esfumado después del ‘83, sino entre los individuos que participaron de aquella “tragedia”. Opina que la salida no es la lucha, sino el camino elegido por Alejandro, el personaje más destacado, quien termina aceptando que ahora “más de una vez recurro a la ironía y me digo que se trata de contemplar el mundo y no de transformarlo.” (p. 217). Anguita mismo se redime a través Alejandro, que despeja sus incertidumbres con las palabras de un vidente que le explica su ser: “Te tocó vivir en primera persona. Ése es tu futuro… Antes fue en primera del plural y ahora en primera del singular. Eso no hace la diferencia, vas a seguir siendo el mismo” (p. 246). Montado en el discurso de la burguesía victoriosa, Alejandro/Anguita mira desde los ojos de los que “estuvieron ahí”, esa es su fuente última de autoridad. Pero también es su límite. Desde allí no puede ver la historia como lo que es, un proceso social complejo que involucra a toda la sociedad y que explica nuestro presente. Tampoco puede ver que la guerra no enfrentó a individuos conflictuados sino a las mismas clases que hoy se enfrentan en cada piquete. Y que la salida, hoy igual que ayer, es la lucha colectiva organizada detrás de un partido, algo que, más allá de sus errores, Santucho entendía mejor.

Notas

1Por ejemplo, recientemente participó de la presentación del libro en el que Rafael Bielsa relata su militancia en los ‘70 (Agencia DyN, 4/10/05).

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