Demonio hay uno solo

en El Aromo nº 5

 

 

Por Rosana López Rodríguez, Especialista en Cultura Popular

 

En el Teatro Regio, que depende de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se está realizando una puesta de Romeo y Julieta dirigida por Alicia Zanca. Allí el espectador se encuentra con dos lecturas diferentes de la obra: una, la puesta en escena; otra, la que parece pretender la directora y que aparece en el programa. En ambos casos queda claro que se trata de una lectura del Proceso y del problema de la justicia hecha a partir del texto de Shakespeare. Esta operación de leer a los clásicos desde una visión actual es alentadora. Lo que no quiere decir que la analogía buscada resulte feliz. Tanto en la obra como en el programa, Zanca revive la teoría de los dos demonios. En la época de Shakespeare el drama afectaba a dos familias “de igual abolengo”, dos familias de la burguesía, pero en la Argentina de los ’70 no se produce un conflicto entre iguales. Por el contrario, es un conflicto entre clases sociales (explotada una, hegemónica la otra). Los desaparecidos no pertenecen al mismo bando que los represores: no existieron dos demonios enfrentados, ambos con el mismo poder e “igual de equivocados”. Nuestro Estado fue el agente de la burguesía, no el pacificador. Tanto en la puesta como en el programa el conflicto carece de otra explicación que no sea la de un odio irracional, cuando sabemos que la lucha de clases es perfectamente racional y razonable. En la obra, el Príncipe trata de imponer la paz entre las dos familias y aparece en silla de ruedas, transportado por un sirviente: lo suficientemente “inútil” como para lograr la pacificación. Alfonsín pidió “en silla de ruedas” el “Nunca más” y, en un último gesto de “incapacidad-discapacidad”, promulgó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Esas acciones no alcanzaron: luego de las muertes, el Príncipe (¿Menem?) aparece de pie y decreta la paz y el olvido definitivo. Se puede deducir de la puesta una lectura menemista del problema, en tanto el Estado aparece como agente neutral para pacificar. Sin embargo, en el programa, Zanca se despacha con lo siguiente: “pensaba en el filicidio durante la dictadura, en el olvido y la impunidad durante la democracia, pensaba en los que –como el Príncipe en esta obra- decretan la paz de los sobrevivientes culpables de tanta muerte, […] pensaba en una justicia diferente que contuviera y reflexionara de otro modo sobre las personas.” Aquí se critica tanto a Alfonsín como a Menem: al primero, por blandura y al segundo, por falsa justicia. Zanca parece decirnos que buscamos un nuevo príncipe (¿Kirchner?) que imponga la verdadera paz, no por el perdón y el olvido, sino por el juicio a los dos demonios. El juez Bonadío, junto con los legisladores, parece estar contribuyendo a reformular el final de la obra y, en este sentido, a darle el gusto al “pedido” que se hace en el programa. Ahora bien, la directora no puede ver detrás del Príncipe a la clase dominante, a la burguesía. Su mirada de pequeña burguesía progre se lo impide. No puede entender que “Juicio y castigo a los culpables” significa la abolición del dominio de una clase que con su Estado masacró a la otra, impuso el perdón y el olvido y ahora pretende maquillarlo de justicia final. Por la misma razón que no puede ver al Estado como un estado de clase, tampoco percibe a los contendientes como representantes de clases antagónicas. En tanto los odios de los ’70 no fueron “irracionales”, los militantes de cada una de las fuerzas sociales que se enfrentaron lo hicieron racionalmente en defensa de sus intereses (el proletariado y la burguesía). Si no son iguales, si no hay dos demonios, sino uno solo es porque la posición de ambas clases y por lo tanto, de sus militantes, no es de simetría e igualdad, sino de subordinación y antagonismo. La representación de los militantes del ’70 (se entiende que de uno y otro bando) como niños enamorados, víctimas de padres crueles diluye un episodio de la lucha de clases y a sus militantes en una mera confrontación inútil por absurda. Además, estaremos diciendo que los desaparecidos eran un conjunto de ingenuos que no sabían lo que hacían y lo que pretendían, que los habían engañado o que, en el peor de los casos, se habían equivocado. Y los estaremos “haciendo desaparecer” de nuevo al olvidar las verdaderas razones por las que lucharon. Por último, en esta tragedia dirigida a los jóvenes, Zanca les propone (tanto en la representación como en el programa) hacer oídos sordos a los demonios que parecen estar renaciendo, no se sabe bien encarnados por quiénes, pero no seríamos injustos si pensáramos (por izquierda) en las versiones más combativas del movimiento piquetero. Hay allí una advertencia terrible para los luchadores actuales: la sociedad argentina es inmodificable y por eso no debemos dejarnos llevar por odios “irracionales del pasado”. De lo contrario, sólo conseguiremos sacrificios estériles. Así lo que en Shakespeare era una reivindicación del papel del Estado en la construcción de la sociedad capitalista (obligando a la burguesía a dar fin a la venganza privada) y que tenía, por lo tanto, un sesgo progresivo, en la versión de Alicia Zanca (tanto arriba como abajo del escenario) el resultado no es sino reaccionario porque coloca a las víctimas como victimarios y llama a sus asesinos a juzgarlos y encarcelarlos.

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