Bichitos drogones…- Rosana López Rodríguez

en El Aromo n° 23

Bichitos drogones…

A propósito de Madagascar y la lucha cultural

Por Rosana López Rodriguez

Grupo de Investigación de la Literatura Popular – CEICS

y autora de La Herencia. Cuentos Piqueteros

 

En el estado de Santa Catarina, en Brasil, la película Madagascar ha sido prohibida para los niños y adolescentes, aun cuando estén acompañados por un adulto. En ese filme de animación, cuatro animales (el león Alex, la cebra Marty, la jirafa Melman y el hipopótamo Gloria), habitantes del zoológico del Central Park, en Nueva York, terminan accidentalmente en la isla cuyo nombre da título a la película. Allí se encuentran con una especie de lemures que viven de fiesta en fiesta, pero están amenazados por animales depredadores, parecidos a hienas (los foosa). Finalmente, ese peligro es aventado por los cuatro héroes, que deciden luego retornar a Nueva York. ¿Por qué se prohibió, entonces, una película con estas características? Según Clarín, el juez citó explícitamente una de las escenas en la que uno de los protagonistas “lamenta no tener un ‘caramelo’ mostrando la lengua con un ‘caramelo’ azul.” En su sentencia el juez brasileño Morais de Rosa afirma: “Debemos recordar a los incautos que ‘caramelo’ es sinónimo de ‘éxtasis’, una droga que se consume en comprimidos y es muy popular en las ‘raves’”. En realidad, Diego Lerer, el cronista de Clarín, confundió dos escenas. Una, en la que aparece el “caramelo”, que la jirafa consiguió en un baño de la estación del subte de Nueva York; otra, en la que la cebra descubre la “rave” de los lemures y se lamenta por no haber traído “papas y diet”, al menos para la traducción castellana que hemos visto (aunque el sentido de la escena indica que la cebra está haciendo alusión al “caramelo” del subte, claramente una pastilla de éxtasis o algo parecido).

Las voces de defensa que se levantaron desde Clarín dan cuenta de que no es adecuado juzgar una película con los parámetros de la realidad: los animales no consumen drogas ni concurren a “raves”, así como va de suyo que tampoco hablan. En suma, no actúan como seres humanos. No es posible, entonces, establecer un juicio de valor con respecto a lo que transmite la película porque lo que allí se muestra es pura fantasía, no se corresponde en nada con la realidad. Otra defensa de la película, expresada por Andrea Talamoni en el mismo diario, es típicamente liberal: el juez “hiló demasiado fino” y no se puede volver a la censura indiscriminada de épocas pasadas. Vale decir, el juez encontró “demasiado” y coartó la libertad del artista y de los espectadores, que saben bien lo que ven y cómo lo ven.

Sin embargo, el intento de disimular las alusiones a la droga en la película muestra, en realidad, la pacatería de los “defensores” de la libertad artística. Sobran ejemplos, en Madagascar, que avalan la lectura del juez, en particular, el personaje de la jirafa. Melman no es simplemente una hipocondríaca que “conoce todos los remedios”, como afirma Talamoni. Es claramente una adicta a todo tratamiento médico y, en particular, a las pastillas. No es éste el único caso. En otra película, esta vez de la productora Disney-Pixar, Buscando a Nemo, aparece un grupo de tortugas gigantes que tiene un vocabulario y una forma de vida (por ejemplo, la postura que adoptan para criar a sus hijos) que un adulto podría identificar como hippie. El aspecto mismo de estas tortugas (muy relajado, más bien ralentizado) nos hace pensar que han consumido alguna sustancia “prohibida”. En el programa vespertino de chimentos, Crónicas picantes, conducido por Horacio Cabak, se emitió un informe acerca de las películas de animación que incluían alusiones o connotaciones relacionadas con las drogas. En ese recuento no podía faltar el Gato con Botas de Shrek II, con su expresión desvalida que llama a la protección y el afecto, pero que protagoniza un episodio en el cual cae preso por consumo de “yerba gatera”.

Las críticas al juez se apoyan en un presupuesto idealista (en última instancia, posmoderno), según el cual discursos y realidad no tienen relación alguna. O, lo que es lo mismo, en el viejo tema de que el arte es autónomo, no tiene que ver con la vida y no transmite ningún valor, ni por supuesto, ideología alguna. El error consiste en considerar al arte como un campo autónomo: al ser ficción, todo debiera permitirse, pues el artista es libre y corresponde que sus manifestaciones se muestren independientemente del mundo que lo rodea y de aquellos que consumen esas representaciones, igualmente libres y despojados de todo condicionante. Obviamente, en este caso, un juez derechista ha quedado a la izquierda de los progresistas que defienden la libertad de los artistas y la ingenuidad de los niños, porque el arte y la realidad sí tienen relación y sí transmiten valores. Lo que debe discutirse es cuáles son los valores más peligrosos que se encuentran presentes en Madagascar.

 

La lucha ideológica

 

En ediciones anteriores de El Aromo hemos debatido sobre este tema con Luis Mattini, a propósito de su crítica a mi libro La herencia. Debate que escondía, en realidad, un problema más amplio, el de la relación entre el arte y la política. En su última respuesta (que puede verse en La Fogata Digital en Internet) nos acusa de apelar a un texto supuestamente caracterizado por su reproductivismo extremo, Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Desde un punto de vista autonomista (es decir, liberalismo vulgar disfrazado de anarquismo), Mattini defiende la misma postura que los periodistas de Clarín. Recordar brevemente el contexto en que fue producido Para leer al Pato Donald, ayudará a entender porqué resulta un texto útil para la lucha ideológica, tarea ante la cual los “progres” como los periodistas de Clarín y Mattini renuncian, dejando el campo orégano a la burguesía. Igual que otros por el estilo (como los de Hugo Cerda, que comentaremos más adelante, sobre los cuentos de hadas) el libro de Dorfman y Mattelart surgió de la batalla ideológica librada en el contexto del gobierno de Salvador Allende en Chile. Allí, en un momento de agudización extrema de la lucha de clases, la batalla por la conciencia fue encarada abiertamente por un conjunto de intelectuales que procuraron demostrar que la ideología burguesa estaba en todos lados. Para leer el Pato Donald, fue un emergente de esa lucha, que no sostiene que la ideología es todopoderosa, pero sí que está presente y tiene efectos. Y que si se quería contribuir al triunfo del socialismo, hay que combatirla. El episodio de la prohibición de Madagascar muestra que, a despecho de liberales y  autonomistas, las manifestaciones estéticas son portadoras de un mensaje que se establece a partir de la lectura de la realidad. Y que los niños no son ignorantes de esa realidad y que aprenden, de todos los mensajes que reciben, la forma de comportamiento más adecuada en el mundo, la manera de adaptarse como individuos a la sociedad que los rodea. La homeóstasis social es un arduo aprendizaje que se realiza gracias a la percepción e interpretación de todos los actos de la vida cotidiana, de los cuales las películas son parte. Ese proceso de educación “espontánea” no es, en modo alguno, neutral en términos valorativos e ideológicos. Todo lo contrario: por esa vía se expresan las necesidades y los intereses que la burguesía incorporará bajo la forma de ideología en los receptores, ya sean ellos burgueses u obreros. Los niños forman su homeóstasis social según la clase a la que pertenecen. No existe el “niño universal”: a unos y a otros se les enseña, de todos los modos posibles, cuál es su lugar en la sociedad de clases que les ha tocado vivir. Los cuentos y películas infantiles son una vía privilegiada para lograrlo. Como dice Hugo Cerda, que analizó muy lúcidamente la ideología en los cuentos de hadas, la conciencia del niño proletario se forja por medio del “sistema educativo y socio-cultural”, a los efectos de “debilitar y desvirtuar su sentimiento de clase y para preparar a esa infancia en el postrer camino de la sumisión y de la alienación social e ideológica.” Simultáneamente, el niño de la burguesía “aprende a vivir su privilegio de clase como un derecho natural […]. La servidumbre que lo sirve aparecerá ante sus ojos como algo propio de la existencia organizada.”1

Obviamente, nada indica que dicha ideología se imprima sin fisuras e indefectiblemente en las  conciencias de los receptores. Sin embargo, es imprescindible que se la desnude con toda su crudeza, que los niños proletarios no crezcan dominados por la ideología burguesa. Y la cuestión de las drogas en Madagascar no es el problema fundamental: aunque los magistrados brasileños vean como peligrosos episodios lo suficientemente explícitos en ese sentido (y habrá que reconocerles, al menos, que no niegan que las películas están relacionadas con la realidad y tienen efectos sobre ella), el problema es otro. El hecho de que las tortugas hippies hayan pasado sin pena ni gloria, igual que el gato de Shrek, demuestra que la justicia burguesa actúa solamente cuando las alusiones son lo suficientemente explícitas como para no dejarlas pasar. Pero, si a los jueces se les escapó la tortuga, a los “progres” se les escapó una bestia peor, mucho peor.

 

La tortuga de los “progres”

 

Ahora bien, ¿cuál es la enorme tortuga que se muestra en Madagascar y que ha pasado desapercibida hasta ahora? El imperialismo. En primer lugar, allí aparece la oposición entre el mundo civilizado y la naturaleza. Los animales del zoológico están domesticados y los lemures representan a un pueblo bárbaro, pero ingenuo; primitivo pero divertido y feliz a más no poder. Este pueblo está amenazado por los “foosa”, una especie de hienas sanguinarias. La función que cumplen los “civilizados cuatro” es la de liberarlos de la amenaza: el “deber del hombre blanco”, la obligación de defender “la libertad y la democracia” contra los fundamentalismos terroristas. Si repasáramos Para leer al Pato Donald veríamos que, en cuanto a producción ideológica se refiere, treinta años no son nada. Acá también, como en el Disney de los ’60, “la oposición buenos-malos crea la alianza de los nativos y extranjeros buenos contra extranjeros malos”.2 Ya sabemos cuáles son los personajes que representan cada uno de los tres lugares: los lemures (nativos) y los cuatro amigos (extranjeros buenos) contra los foosa (extranjeros malos). En términos de política contemporánea, no es difícil ver que, guerra en Irak mediante, los animales neoyorquinos representan a los EE.UU. y los lemures al pueblo iraquí: liberadores y liberados. El “extranjero malo” es Al Qaeda, merodeador carnívoro que busca esclavizar y someter las divertidas libertades de la selva (y comerse a los lemures).

Los yanquis realizan en Irak una tarea humanitaria, llamados a ello por el propio pueblo animalizado de Madagascar, en donde ni siquiera hay invasión, porque los “gigantes de Nueva York” caen allí de casualidad y el plan de liberación es idea del rey de los lemures. Una película imperialista con todas las de la ley, Madagascar muestra también el debate interno en los EE.UU.: Alex, el león, representa al americano nacionalista y conservador, que ama a su país y no se preocupa por el mundo exterior, que desconoce su propia fuerza y la responsabilidad consecuente que le cabe; Marty, la cebra, expresa el impulso internacionalista y liberal, que desea conocer el mundo exterior, se considera prisionero en su propio país y tiene una mirada ingenua sobre la vida más allá de sus fronteras. A lo largo de la película ambos sufrirán una transformación que los acercará más: Alex descubrirá su fuerza y aprenderá a usarla para el bien; Marty descubrirá que no hay mejor lugar que el propio hogar. El imperialismo es bueno si su poder se usa para el bien (y no para el petróleo) y si se recuerda que nuestro verdadero lugar es nuestro país. Algo así como “haz el bien y vuelve temprano a casa”.

 

Ideología, progresismo y lucha cultural

 

Suponer que la burguesía invierte semejante cantidad de esfuerzo intelectual y dinero en estas producciones a los efectos de no lograr ningún resultado, de no obtener nada a cambio, es de una ingenuidad ilimitada. Cuando algunos, como Dorfman, Mattelart o Cerda, descubrieron la ideología burguesa bajo la aparente inocencia del arte, fueron acusados de “perturbar una región postulada como indiscutible; algo así como querer analizar críticamente la belleza de un atardecer.”3No sabían ellos en aquella época que entre los críticos encontrarían hoy, no sólo a la derecha conservadora chilena, sino a la prensa que se considera progresista y a intelectuales que se dicen de izquierda revolucionaria. Como a ellos, se nos acusará, a los que intentemos recuperar esa lucha hoy, de “querer lavar el cerebro de los niños con la doctrina del gris realismo socialista impuesta por comisarios”. O, como la prensa pinochetista, darán la “voz de alerta a los padres”, advirtiéndoles que la “orientación” revolucionaria en la educación y en la lucha ideológica “se convierte en un instrumento para el proselitismo doctrinario impuesto […] en forma tan insidiosa y disimulada, que a menudo muchos no vislumbran los reales propósitos que las publicaciones persiguen.”4Una de cal y una de arena: es cierto que nos anima el proselitismo revolucionario, pero esta gente se equivoca cuando cree que con la lucha ideológica pretendemos algún tipo de disimulo. No nos hace falta disimular, ni siquiera detrás de simpáticos bichitos drogones, que portamos otra conciencia del mundo y que queremos imponerla.

Notas

1Cerda, Hugo: Ideología y cuentos de hadas, Akal, Madrid, 1985, pp. 47 y 49.

2Dorfman, Ariel y Armand Mattelart: Para leer al Pato Donald. Comunicación de masa y colonialismo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1986, p.67.

3Dorfman, op. cit.,  p. 4. Casi de más está decir que en la comparación entre las producciones estéticas y un atardecer se esconde la voluntad de naturalizar los productos sociales, una verdadera oposición ideológica.

4Ibid.  p. 16.

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