«Bajo el ‘Socialismo del Siglo XXI’ encontramos gobiernos que no buscan transformar las relaciones sociales». Un diálogo con el sociólogo Guillermo Rochabrún – Emiliano Mussi

en El Aromo nº 72

suramerica En esta entrevista, uno de los marxistas peruanos más importantes discute con nosotros sobre la historia y el presente del Perú, el Socialismo Siglo XXI, la crisis mundial, las perspectivas revolucionarias y el método científico.

Guillermo Rochabrún es un reconocido sociólogo peruano que formó a varias generaciones en la Pontificia Universidad de Católica de Perú (PUCP). Su libro Batallas por la teoría. En torno a Marx y el Perú (2007) compila sus principales textos sobre teoría marxista e historia. Aquí conversamos sobre la vida política peruana, los indignados, el Socialismo del siglo XXI y de cómo abordar la realidad concreta a partir del método de El Capital.

 

¿Cuál es el desarrollo histórico del país que resulta en la actual realidad política del Perú?

Hasta hace un siglo el Perú no era una sociedad particularmente proclive al desarrollo capitalista, más allá del comercio en zonas de concentración urbana, y en los llamados “enclaves”. Si bien desde fines del siglo XIX se extienden lentamente formas salariales, el cambio importante ocurre a inicios del siglo XX, con la implantación de capitales imperialistas, una mayor fuerza de trabajo libre, cierta base industrial, funcionamiento bancario y una economía urbana crecientemente interconectada. Todo ello da grandes saltos en los años ´50, pese al lastre de un agro serrano controlado por terratenientes señoriales, ya entonces en franca decadencia. El bloqueo político a la reforma agraria a mediados de los ‘60 y la agudización del descontento ciudadano ante la inoperancia del gobierno precipitaron el golpe militar de Juan Velasco Alvarado de 1968. De los muchos cambios que ensayó sólo quedó en el largo plazo la erradicación definitiva de relaciones de tipo señorial. Aunque no fue esa su meta, produjo objetivamente precondiciones favorables al impulso de relaciones mercantiles, que en muchos casos se plasmaron en una semi-proletarización y trabajo por cuenta propia.
Pero lo que ha quedado en la memoria colectiva fue la ruina del agro moderno y el control estatal de la economía. En cambio, queda poca huella del intenso desarrollo de la organización sindical y su orientación “clasista”, la cual empezó desde antes del gobierno militar, pero que encontró un clima favorable en el crecimiento económico de sus primeros años y en algunos aspectos de su política e ideología –en particular en la protección a la industria y la estabilidad laboral, que dificultó a las empresas el despido de los trabajadores. En esas circunstancias, se constituyó un horizonte ideológico cuya figura simbólica central era el trabajador asalariado organizado en gremios, cooperativas, etc. Además, no sólo fue combativo frente al capital y al Estado, sino mirando hacia un horizonte alternativo. La vida era, de muchas maneras, un proyecto donde lo individual, si no se subordinaba a, estaba claramente enmarcado en instancias colectivas. No solo entre los obreros, sino también en poblaciones marginales, empleados de cuello blanco, etc.
Todo esto entró en franco retroceso en los años ‘80, tras una muy prolongada recesión económica y crisis, los despidos masivos de 1977, la paulatina inoperancia sindical en los pliegos de reclamos, la expansión de prácticas colectivas de supervivencia – destinadas no a la lucha sino a la gestión colectiva de pequeños recursos para paliar problemas individuales inmediatos –, la expansión del trabajo por cuenta propia y la acción exclusivamente destructiva de Sendero Luminoso que paralizó a las organizaciones populares y forzó a la izquierda a hacerse reformista. El efecto fue el desvanecimiento del horizonte “colectivista” previo, y su reemplazo por un horizonte individualizante. De ahí la facilidad con la cual prendió en 1987 la prédica de Vargas Llosa contra la finta de Alan García de estatizar la banca. La década de 1980 fue una “década perdida” económicamente, pero en el plano subjetivo esos años terminaron en medio de una gran confusión, desmoralización e incluso trauma colectivo.

En América Latina, a comienzos del 2000, cambia el ciclo económico y político. ¿Cómo se vivió ese proceso en Perú?

Los años ’90 -en particular a partir del autogolpe de Fujimori, en abril de 1992- fueron testigos de una transformación insólita. Un país en ruinas, devastado por una de las mayores inflaciones de la historia, drenaje para préstamos del FMI, se convirtió en un modelo de ortodoxia, en un lugar atractivo para grandes inversiones, pese a la debilidad institucional que traía consigo la corrupción que como sistema instauró la dupla Fujimori-Montesinos. Todo esto se hizo con un programa de estabilización aplicado con un rigor casi sin parangón, lo cual contrajo la producción industrial, redujo los salarios reales, desarticuló la legislación laboral y elevó el índice de pobreza en grados insólitos. Lo importante, a largo plazo, fue un conjunto de cambios institucionales que nadie se atrevió a desmantelar.
El capitalismo triunfa hoy en toda la línea, profundizándose la eliminación de formas de renta por la supresión de subsidios y una relativa desconcentración de inversiones, más allá de las que se dirigen a la minería y al agro. En algún momento, inadvertidamente, la pregunta dejó de ser cuándo “tocaríamos fondo” y se pasó a discutir qué hacer con el crecimiento. Ello no debe ser ajeno a la aceptación de una ideología pro-capitalista donde la eficiencia empresarial es el modelo por excelencia de organización y de conducta. Perú es hoy el país donde las políticas ortodoxas, el libre mercado, el antiestatismo, y el “emprendedurismo” tienen la más amplia aceptación.
Casi amordazados por el “estado de emergencia” durante casi una década o más, partidos y organizaciones sindicales no se han recuperado al restablecerse un funcionamiento constitucional “normal”. Hablo de los partidos de derecha, pues la izquierda desapareció después de haber llegado a tener un cuarto del electorado y una muy amplia presencia social e intelectual. Es cierto que bajo el actual régimen económico y político ha crecido la “conflictividad social”, en particular de poblaciones y comunidades frente a grandes inversiones de explotación minera. Pero salvo excepciones se negocia con la empresa, y se llega a acuerdos que colocan al conflicto bajo cauces manejables. En los conflictos más fuertes la lucha es por la no presencia de la minería, no es a favor de ninguna alternativa.
El crecimiento ha creado descontentos: mucha gente siente que no participa de la fiesta, y quiere hacerlo. Es decir, no cuestiona la fiesta como tal. El descontento no tiene un carácter contestatario, a lo cual no es ajeno el aislamiento entre los distintos conflictos: cada sector en lucha tiene su propia agenda y su propia salida, manifestadas en la infinidad de candidatos en las provincias a las elecciones municipales y regionales, y en la precariedad consiguiente de las victorias. De hecho, los gobiernos regionales no se han convertido en instancias de articulación de los conflictos. Téngase presente que el Perú es el único país andino de amplia población indígena donde no se han formado movimientos étnicos. Las tres últimas elecciones presidenciales han culminado con una polarización entre los “incluidos” y los que se sienten “excluidos”. Ello se traduce electoralmente en una pugna entre la capital y el resto del país. Desde el 2001, Lima perdió dos de esas elecciones (Toledo y Humala) y ganó una por estrecho margen (García). Pero luego, los ganadores continuaron con la ortodoxia económica, y todo se mantiene igual. Como pieza de la acumulación mundial, el Perú funciona de la mejor forma posible. La crisis sólo redujo un poco su tasa de crecimiento (fue 6,3% en 2012).
Claro que el sistema presenta contradicciones. Existen muchos cuellos de botella: servicios públicos muy pobres, falencia abrumadora en educación pública, déficit en fuerza de trabajo calificada, en energía, comunicaciones, etc. No obstante pueden ser removidos por el mismo crecimiento. Es decir, problemas de ese tipo no obligarían a una reorientación de políticas. Otro tipo de límites, más severos, podrían estar en recursos estratégicos como el agua y en las disputas por su uso. Sin embargo, cabe preguntarse por la posible emergencia de alguna contradicción interna hoy latente. En teoría, está la brecha entre las expectativas creadas por la prédica incluyente de la actual política y la exclusión real que esa misma política provoca. Pero la brecha decisiva es la que existe entre la exclusión y la acción de los excluidos.

Esa acción se moviliza políticamente en el mundo al calor de la crisis internacional. ¿Qué es lo específico de la crisis actual? ¿Cómo se relaciona con las rebeliones árabes, la lucha de los «indignados» o el surgimiento del Socialismo del siglo XXI?

Siempre hay que distinguir entre lo específico y lo fundamental, es decir, el lugar donde se anudan las determinaciones. Cada uno tiene su propia importancia y ambos no tienen por qué coincidir necesariamente. Por ejemplo, es específico de la crisis actual su origen en la financiarización de la economía mundial. Pero también lo son la debilidad norteamericana, la inexistencia de un liderazgo político mundial claro, la actuación simultánea de muchos intereses haciendo su propio juego, la presencia de una potencia como China (que unifica economía y política) y la ausencia de propuestas y fuerzas alternativas significativas.
Una diferencia de esta crisis con cualquier otra es la existencia de responsables de carne y hueso, con nombre y apellido. Para que pueda haber indignación no sólo hace falta un resultado que es visto como escandaloso, sino también que aparezcan como el resultado de alguna agencia humana identificable. Por supuesto que ni el problema ni su solución se juegan en el plano ético, pero es muy importante que éste forme parte de los debates públicos. Ahora bien, prácticamente no han actuado instancias destinadas a identificar ni sancionar a los responsables. Hay pues, una profunda crisis de legitimidad del orden establecido, y no entre la “clase obrera”, sino en el ciudadano común y corriente. Esto me parece de la mayor importancia política y cultural.
Ahora bien, el principal límite de un movimiento como el de los “indignados” está en su aversión a todo tipo de organización estable. Esto ya se ha visto también en instancias de más larga duración como el “Foro Social Mundial”, o en Perú a fines de los ‘90 entre los estudiantes universitarios que protestaban contra la destitución del Tribunal Constitucional. Existe una aversión generalizada a las organizaciones que centralizan autoridad.
Un ribete de la crisis que puede ser un índice de su profundidad, es la “conversión” de personajes del orden establecido –como Stiglitz- a la búsqueda de alternativas forzando de alguna manera los límites del sistema. Pero falta un cuerpo teórico central propio. Al respecto sólo conozco dos tesis, autónomas entre sí pero fácilmente convergentes. Una es la propuesta de reducir mundialmente la jornada de trabajo a 4 horas diarias (por poner un número), planteada por Carlos Tovar, de Perú. La otra es el decrecimiento económico. Ambas, cuando menos en la práctica, terminan siendo anti-capitalistas. Más allá de su viabilidad, su importancia estratégica radica en que apuntan a aspectos teóricamente centrales del funcionamiento de la economía, lo cual ha estado bastante lejos de lo que hoy puede llamarse “pensamiento crítico”. Un tercer punto, descuidado hasta hace muy poco, es la dimensión ecológica. La producción, como relación entre el hombre y la naturaleza, la incluye. En la obra de Marx hay atisbos sobre los daños que la producción puede infligirle. Ahora es el momento. Debería revitalizar un movimiento “verde” que políticamente ha perdido la brújula. Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Esa frase de Lenin es auténtica y orgánicamente marxista.
En cuanto al “socialismo del siglo XXI”, el término revela cómo las palabras terminan por perder todo significado. Lo que tenemos bajo ese rótulo son gobiernos superficialmente anti-norteamericanos, pero no anti-capitalistas, que no hacen ningún esfuerzo por transformar su estructura productiva, por no hablar de relaciones sociales. Son profundamente centralizadores del poder y caudillistas. Es vital para sus gobernantes hacerse reelegir, e impedir que surjan organizaciones autónomas. ¿Qué están construyendo para el futuro?, ¿Por qué votan por ellos sus electores? ¿Qué papel juegan en medio de la actual crisis? Salvo en el caso de Morales en Bolivia (y esto dicho al margen de sus méritos o deméritos) no veo que sean expresión de un gran movimiento que tenga un horizonte liberador, ni que lo puedan impulsar. No veo que estén a la altura de las exigencias.

Frente a las perspectivas políticas que abre la crisis, es frecuente ver que en ámbitos revolucionarios se toma al marxismo como una ideología, sin un contraste concreto detrás. Se abandona el socialismo científico por una teoría que hay que aplicar, sin importar tiempo y lugar.

Los manuales son a El Capital lo que los catecismos son a los tratados de Teología. Si de difundir se trata, no cabe sino recurrir a la simplificación. El problema surge cuando el catecismo reemplaza a la reflexión rigurosa. Cuando el catequista (o incluso el catequizado) cree ser teólogo. O, peor aún, cuando el teólogo termina amparándose en el catecismo. Si alguna expresión busco evitar, es “aplicar la teoría”. La teoría hay que construirla y reconstruirla, permanentemente. Para mí el pensamiento de Marx encierra la más completa concepción del mundo socio-histórico hasta ahora desarrollada. Es la que está plasmada en las “premisas” de la concepción materialista de la historia expuestas en La ideología alemana. Posteriormente, para comprender la realidad en que vive y fundamentar la posibilidad de su superación, Marx elige desarrollar una crítica de la Economía Política. Ahí su concepción de la sociedad como campo de producción pasa a metamorfosearse en economía. Porque para hacer la crítica de la Economía Política, Marx debe hablar con sus categorías. Esa crítica, entendida como examen riguroso que da cuenta de los límites de lo que es examinado, pone de manifiesto la imposibilidad de que la Economía Política permita entender integralmente el mundo que pretende explicar. Por eso es que una visión marxista nunca puede ser economicista: porque la reproducción capitalista requiere de un “afuera” del capitalismo, como ser las relaciones entre los sexos, el trabajo doméstico, el tiempo libre. Esto significa superar la distinción trazada en el siglo XVIII entre economía política y economía doméstica. Esto muy pocos marxistas lo han llegado a captar.
Aun así, esa visión tiene límites, pues se sustenta en una concepción ilustrada (racionalista) del ser humano, compuesta solamente de cualidades “positivas”, para las que Marx busca las condiciones sociales que permitan “su máximo desarrollo”. El problema es que el ser humano es lo que es merced a muchas capacidades mentales, que conducen a resultados sumamente complejos. Y en todo ese campo (donde tenemos desde los freudismos más diversos hasta los actuales desarrollos de las neurociencias) Marx tiene poco o nada que decir.
En síntesis, Marx es imprescindible, porque sólo en él se encuentran algunos aportes que son indispensables para lograr la más amplia visión posible. Pero es insuficiente, sobre todo para construir una alternativa humanamente viable.
El pensamiento de Marx está marcado por la tensión entre el rigor y la pasión: la racionalidad más implacable, como fundamento de una praxis que demanda convicciones radicales. La historia del marxismo no podía sino continuar esa tensión, “distorsionada” luego por la Realpolitik de Estados post-revolucionarios, y de partidos y sindicatos burocratizados. Pongo la palabra entre comillas porque creo que hay una brecha insalvable entre la teoría y la práctica realmente existente.

En base a esto, usted trabajó el tema del método. Lukács afirma que el marxismo ortodoxo sólo se refiere al método. ¿Qué tiene de cierto esta afirmación? ¿Qué implicancias trae?

A lo largo de mi carrera encontré la importancia crucial de la noción de forma en El Capital, y su relevancia para definir una concepción relacional de los fenómenos sociales. Lo que podía llamarse dialéctica consistía básicamente en detectar relaciones intrínsecas entre los fenómenos, o entre las dimensiones de éstos. Había que tomar distancia de la distinción entre objetos y relaciones que hacía el positivismo, donde los primeros son conceptualizados sin relaciones, y éstas luego vienen agregadas. La visión de Marx era totalmente distinta, superando, aunque sin rechazarla, la relación causa-efecto. Mostraba la existencia de relaciones internas, constituyentes, de los objetos
La palabra método evoca una sucesión de pasos muy nítidamente definidos. Por ejemplo, un cirujano debe seguir un conjunto de pasos. Pero en la investigación científica, así como en las artes y la filosofía, debe haber siempre algo inesperado en el resultado. Ya se trate de una creación de la imaginación o de un descubrimiento, tiene que haber algo más o menos sorprendente, intrigante: un plus. Esto es particularmente claro en la investigación social, debido a lo que su misma materia encierra como experiencia, como configuración vivida. Por eso, cualquier “método”, me parecía que iba a quedarse corto. Había que ser riguroso, pero ninguna sucesión de pasos garantizaba llegar a ese plus.
En los ´70, surgió una polémica con un grupo de trabajo de colegas dedicados a los estudios políticos, quienes aceptando la “determinación en última instancia”, buscaban atender a la “autonomía relativa”. En esos años, el respaldo teórico central que buscaron fue Gramsci, y de alguna manera también Lenin. El examen que hice de ambos términos y de su origen me llevó a descartar la problemática en su conjunto. Es decir, la división base-superestructura. Porque implicaba constituir positivistamente los fenómenos, como entidades autocontenidas, para luego postular entre ellos determinadas relaciones que eran agregadas desde fuera. La relación base-superestructura no puede sino plantearse como una relación causal de tipo mecánico. La supuesta reacción de la superestructura sobre la base agrega una segunda relación mecánica: no hace que los nexos se vuelvan “dialécticos”. Esto se relaciona directamente con la disyuntiva entre relaciones externas e internas. En cambio, justamente la noción de forma, y lo que ello implica para una concepción totalizadora de las relaciones sociales, mostraba que por ejemplo la relación mercantil es impensable sin categorías “superestructurales”, como la libertad y la igualdad. Ellas no venían “después”, en ningún sentido de la palabra.
Así fue que abordé la problemática sobre el Perú y América Latina. Entendí que tenían un carácter colonial (al menos los países de importante población indígena, como Perú), entendido como la existencia de una población originaria, la cual siendo fundamental para que el dominador controlara el territorio, a la vez quedaba colocada “fuera” de la “sociedad oficial”. Esa no había sido la experiencia europea a partir de la cual Marx constituyó su concepción materialista de la historia, ni sobre la cual otros pensadores habían constituido la Economía Política, la Sociología, la Ciencia Política. Asimismo hube de entender que, entre los países de América Latina, sus experiencias históricas también fueron muy distintas. Cualquier “evolucionismo unilineal”, como el sugerido en el célebre “Prefacio” a Contribución a la Crítica de la Economía Política quedaba descartado. Sin tener todavía la expresión (que después conocí de José Aricó) sentí que el marxismo debía ser “reinventado”, vuelto a descubrir, desde una experiencia histórica peculiar que reclamaba sus propias exigencias. Teníamos que “ganarnos el marxismo con el sudor de nuestra frente”. No cabía recibirlo cómodamente, como se recibe una herencia. Fue en esos términos que luego leí y entendí a Mariátegui. Tampoco se trató de que 7 Ensayos… me mostrase “un método” ya hecho. De existir, ya habría sido “aplicado” infinidad de veces.
Por eso ya en los ‘80 y con mi propia interpretación de Mariátegui, coloqué en primer lugar la relación que históricamente se da entre una población y su territorio, donde debía formar parte de ella la autoconciencia de la misma. Se trataba de buscar la unidad interna de los fenómenos, la cual podía no existir, o quizá más bien, ser diferente a lo que ya se esperaba.

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